Gélinaz parecía más frío que nunca. En sus calles ya no había rastro del bullicio ni del fervor que Firela encontró a su llegada. Los soldados y la familia real se habían llevado consigo el calor cuando marcharon a la guerra. Al sur.
Y todavía no había habido noticias de cómo se estaban desarrollando los acontecimientos. Los pocos comerciantes que regresaban a casa apenas sabían qué estaba ocurriendo. Sentomentalistas uniéndose en un ejército sin precedentes, decían unos. Bereth a la cabeza del ejército del norte, añadían otros. Nada, en definitiva, que no les hubieran dicho los reyes de Gélinaz antes de partir.
El reino de la montaña pareció replegarse en sí mismo por temor a lo que el futuro trajera consigo. La gente ya casi no salía de sus casas, como si los ejércitos del sur fueran a arrasar de un momento a otro las calles. Las mercancías habían subido de precio considerablemente de la noche a la mañana y los ánimos estaban cada vez más crispados.
En el único lugar en el que parecía seguir existiendo cierta alegría, cierta calidez hogareña e ilusión, era en el de la familia de Galasaz, pues, aunque no fuera como ninguno esperaba, el patriarca había vuelto.
Firela se recostó en la silla de madera y contuvo un bostezo. La familia y los amigos del sentomentalista se apiñaba a su alrededor para hablar con el viejo con ojos llorosos y emociones poco contenidas.
Atrás habían quedado las riñas y las amenazas de muerte. En cuanto Galasaz demostró que realmente era él y que Firela no era más que la mensajera, que nada tenía que ver con que estuviera encerrado en el espejo, todo fueron palabras de agradecimiento y disculpas.
Ludaela, la mujer del anciano, era menuda, de baja estatura y ojos pequeños. Su cabello gris y rizado le caía en cascadas hasta casi la cintura y no parecía estar acostumbrada a llorar ni, mucho menos, a que nadie la viera hacerlo. En cuanto recibió la noticia de que su marido había regresado encerrado en uno de sus endemoniados inventos que tanto había detestado y admirado durante su largo matrimonio, se metió en su habitación con el objeto y durante varias horas estuvo hablando con él. Desde el otro lado de la puerta apenas llegaba más que algún que otro susurro o sollozo. Una vez que terminó, salió con gesto serio y les tendió el espejo a sus hijos. Firela no vio ni rastro de llanto en su mirada. Por el contrario, parecía un poco más feliz, calmada y… libre.
La noticia del regreso de Galasaz corrió como la pólvora. El rumor viajó de punta a punta de la montaña. ¡Nadie quería perderse la historia del creador de espejos que había logrado engañar a la muerte! Así, sin darse cuenta, Firela se descubrió de un momento a otro rodeada por los vecinos, amigos y familiares cercanos y lejanos del viejo sentomentalista, que venían a ver el prodigio.
Firela no se movió de su asiento en ningún momento. Su repentina fama entre los norteños era algo que le costaba asimilar. Sobre todo siendo esta tan positiva y halagadora. Estaba acostumbrada a que la temieran, a que la respetasen por su crueldad. Y aunque una parte de ella se sentía sobrecogida ante la bondad de esas personas, la otra, más grande y decisiva, detestaba toda aquella situación.
—Voy a salir a tomar el aire —dijo en un murmullo, indiferente a la opinión de los demás.
—Espera. —Fue Galasaz quien habló—. Déjame acompañarte.
Firela puso los ojos en blanco, alargó el brazo y la hija pequeña del sentomentalista, Daya, le tendió el espejo.
Sin decir nada más, abandonaron la casa en dirección a la quietud nocturna de la ciudad.
—No eres una mujer a la que le gusten las multitudes —bromeó Galasaz en cuanto salieron a la intemperie.
—Vaya, para lo observador que eres siempre, te ha costado mucho apreciar ese rasgo mío —le espetó ella con hastío.
Descendió las escaleras de piedra y se sentó en los últimos peldaños. A continuación apoyó la cabeza en las rodillas y se obligó a respirar profundamente.
—Firela. —La voz del viejo le llegaba amortiguada—. Todavía no te he agradecido como mereces el esfuerzo que has realizado para traerme hasta casa.
Ella alzó la mirada y se colocó el objeto frente a los ojos. Llamarlo espejo le parecía absurdo. Podía tener esa forma, pero en realidad era una ventana. Una ventana desde donde podía contemplar su mayor deseo y su peor pesadilla. Kalendra aguardaba unos escalones por encima, sentada con las piernas juntas y estiradas sobre la piedra.
—Si te soy sincera —replicó con voz queda—, preferiría que dejases de agradecérmelo y te limitaras a decirme cómo sacar a mi hermana de allí.
Galasaz se masajeó el puente de la nariz y negó en silencio.
—No sabes lo que me pides.
—¡Lo sé perfectamente! —exclamó ella—. Lo sé desde que te conocí. Déjate de evasivas, Galasaz. Ya he tenido suficiente paciencia. Si realmente crees que merezco alguna recompensa por haberte traído, quiero que sea esta. Al menos dime por dónde empezar a buscar —añadió en un susurro.
Los ojos de la Asesina del Humo resplandecían bajo la luz de las antorchas cercanas. Galasaz apretó la mandíbula y, después, con tono paternal, dijo:
—Al menos prométeme que no cometerás ninguna locura.
—Si no hubiera cometido una locura, me temo que no estaríamos aquí ninguno de los dos, así que no puedo prometerte algo así.
El viejo aceptó el comentario, pero no se dio por vencido.
—Este mundo es frío, Firela. Más frío y solitario de lo que puede parecer desde ese lado. Más que el desierto de hielo donde estuviste a punto de fallecer. Aquí no hay más luz que el reflejo del sol y los vestigios de su brillo… no hay más vida que la que nosotros nos empeñamos en conservar en nuestra memoria. La única emoción que recordaba hasta que tú apareciste fue la desesperación y la añoranza. La esperanza no tiene cabida en este lado del espejo. —Guardó silencio y después, con voz grave e impotencia, añadió—: La única manera de que vuelvas a reunirte con tu hermana es que aceptes cruzar a este lado con ese propósito, ¿de verdad estás dispuesta a sacrificarlo todo por alguien que ya no está?
Firela ignoró la pregunta. Su mirada se afiló entre sus párpados. La deferencia y, quizás, el cariño con los que había terminado mirando a Galasaz se habían esfumado como el vaho sobre su cabeza. En su lugar, solo quedó la incredulidad, el dolor y el odio de haber sido traicionada.
—Me mentiste —dijo.
—¡Solo quise…!
—Me mentiste —le interrumpió ella, alzando la voz—. Me dijiste que no sabías qué tenía que hacer para… ¡Me dijiste que era imposible!
—¡Tendrías que morir para ello! —se excusó él, alzando también la voz—. ¿Cómo iba a permitírtelo? ¿Cómo iba a cargar con tu muerte en mi conciencia?
Firela tragó saliva y sintió que tragaba arena y cristales.
—Lo único que te preocupaba era llegar a casa. Me has utilizado.
—No digas eso…
—Confié en ti y me utilizaste. —La palabra resultaba rara en su boca. Ella, que jamás se había acercado a nadie que no fuera su hermana, que había jurado odiar y asesinar a cualquier hombre que osara aprovecharse de ella, que había desconfiado de todos cuanto la rodeaban, había caído en una burda trampa. Tonta, se dijo. Había bajado la guardia y ahora pagaría las consecuencias. Estaba destinada a la soledad. ¿Por qué se había planteado siquiera que aquello cambiaría?
—Firela. —Galasaz le imploraba con la mirada—. Escúchame, por favor. Siento… siento haberte mentido, ¿de acuerdo? Pero estaba desesperado. Mi familia… ¡ya los viste!
Una lágrima se escurrió por su arrugada mejilla, pero Firela se mantuvo impasible. Sabía que no lloraba por pena, sino por miedo.
—Explícame cómo funciona el espejo. Y no quiero la versión corta. Responde a todas mis preguntas y a lo mejor…
El viejo entrecerró los ojos, asustado.
—A lo mejor, ¿qué?
—No rompo el espejo aquí mismo. Ahora mismo.
—No te atreverías… —masculló con inseguridad.
Por respuesta, Firela recogió del suelo una piedra afilada y la pasó por el extremo del cristal, dibujando una grieta zigzagueante. Allí donde la roca rajaba el cristal, la oscuridad se tragaba el reflejo.
—¡Detente! ¡Hablaré! —Se apresuró a decir el viejo con genuino terror—. Hablaré, pero, por favor…
Ella apartó la piedra y la dejó a su lado. A continuación, asintió.
El sentomentalista miró hacia todos lados y ella lo imitó. La calle estaba desierta. El reino dormía sin saber sus secretos.
—No soy más que un viejo que ha observado durante mucho, mucho tiempo la realidad. Esta y esa —señaló al espejo—. Pero, a fin de cuentas, la mayor parte de mi conocimiento respecto a este tema… bueno, se compone de suposiciones.
—Las mismas que te llevaron allí —le recordó Firela.
—Pero no por ello deja de ser cierto que, hasta que crucé, no tuve la certeza de que fuera a servir de algo. Eran suposiciones. Como lo que me pides que te diga.
Ella se encogió de hombros.
—Me conformo.
—Igual que tu realidad tiene sus reglas y su equilibrio, la que hay más allá de la vida, también. Y la Muerte es su ama y señora. La única que decide quién entra y cuándo.
—Quiero la verdad, no uno de tus cuentos para dormir. Y me estoy empezando a impacientar.
—¡Escucha y presta atención! Estoy intentando que lo comprendas con facilidad.
—No me subestimes.
—Imagina la muerte como… ¡como una posada! Una posada inmensa con miles de habitaciones, todas ellas ocupadas. Cuando una nueva alma tiene que cruzar a ese lado, la Muerte le prepara una habitación y deja que descanse allí.
—Hablas de ese lado como si tú no estuvieras en él.
—¡Y es que no lo estoy! —respondió él con exasperación—. Ni tu hermana tampoco. Como tantos otros desdichados hemos quedado atrapados eternamente en este… limbo sin posibilidad de llegar a la posada. Nos hemos perdido por el bosque —añadió con una risita boba—. Pero, a diferencia del resto de almas en pena, yo sí que puedo encontrar el camino. Bastaría con que…
—Con que el espejo se rompiera —dedujo ella.
—Así es.
—¿Y mi hermana?
Galasaz ladeó la cabeza para observar de soslayo a Kalendra.
—Ella te está buscando. Quiere estar contigo…
—Por eso yo necesitaría morir. —Guardó silencio—. ¿Y no habría posibilidad de…?
—¿De que volviera de entre los muertos? Me temo que no. Si tan desesperada estás por reunirte con ella, tendrás que pasar tú.
Firela fue a asentir, pero entonces advirtió algo en la mirada del sentomentalista que le hizo dudar.
—Hay algo más, ¿verdad? No podía ser tan sencillo. ¿De qué se trata?
Galasaz se masajeó la frente.
—Cuando yo crucé, sabía lo que hacía, que no me iría del todo. Que, por mi deseo de permanecer atado al espejo, lo conseguiría. —Hizo un mohín con la mano—. Bueno, al principio fue una suposición desesperada, ¡pero funcionó!
—Al grano…
—Tu hermana murió sin saber que tenía asuntos pendientes en vida. O quizás sí lo supo, pero no podía hacer nada por cambiarlo… y al no irse en paz, como tantos otros, quedó atrapada en esta realidad —señaló a sus pies—, a mitad de camino entre la vida y la muerte sin pertenecer a ninguna ni poder dar marcha atrás. Como fantasmas.
—¿Atada a mí? ¿Yo soy su asunto pendiente? —Frunció el ceño—. ¿Cómo sabes que no es… otra cosa? —Que se convirtiera en reina, que vengara su muerte, que acabara con su sobrina… Un millón de ideas cruzaron su mente.
—Porque te persigue —respondió él—. Antes de cruzar, antes incluso de crear el espejo, de hecho, aprendí a comprender esta realidad y advertí que los… fantasmas —parecía que le doliera usar esa palabra—, nos atamos tanto a personas como a objetos. Si tu hermana hubiera querido poseer, por ejemplo, tu riqueza, no se habría separado del arca donde guardaras los berones durante el resto de la eternidad. No de ti.
Firela pareció poco convencida, por eso Galasaz añadió:
—Mírame si no a mí.
—¿Y entonces qué se supone que debo hacer? ¿Bastará con que… con que me suicide?
La impaciencia había borrado todo rastro de odio de su voz.
—Ahí está el problema: ninguno de los que estamos aquí tenemos… habitación en la posada de la Muerte.
—¿Qué quieres decir?
—Que no sé qué ocurrirá si tú te decides a cruzar para liberarla y tu hermana queda libre para seguirte.
—La Muerte tendrá que dejarnos compartir habitación, supongo.
Galasaz no se rió, estaba concentrado en sus huesudos dedos.
—¿Qué piensas? —preguntó ella.
—Que quizás… ¡y solo digo quizás! Para que tu hermana pueda morir, alguien tendría que volver a la vida.
La mera idea le hizo estremecerse.
—Eso es…
—No digas imposible —le ordenó el sentomentalista—. No mientras yo esté aquí. La Muerte no cuenta con nosotros, ¡se ha olvidado de que existimos! ¿Qué hará cuando intentemos cruzar a sus dominios?
—Habrá sitio de sobra. Es la muerte, al fin y al cabo.
—¡No lo entiendes! Te lo he dicho antes: hay un equilibrio, unas leyes que no se pueden romper. Nosotros… nosotros ahora pertenecemos a este mundo. Es donde debemos estar. Si lo intentamos…
Firela apretó los labios.
—Es solo una teoría.
—Rara vez me equivoco.
—Pues entonces la Muerte tendrá que cambiar sus reglas —siseó, notando cómo la rabia se apoderaba de ella—, porque si yo decido cruzar para salvar a mi hermana, te puedo asegurar que allá adonde yo vaya, ella vendrá conmigo.
Galasaz suspiró resignado.
—Haz lo que quieras. Pero cuando… cuando decidas cruzar, ten bien claro que tu único deseo sea volver a estar con tu hermana o las dos quedaréis atrapadas como fantasmas a este lado.
La Asesina del Humo asintió despacio antes de que la puerta en lo alto de las escaleras se abriera y Tray se asomara.
—Deberíais volver, ya es tarde —comentó.
Firela le dijo que no se preocupara y se puso en pie. Kalendra la imitó al otro lado del cristal.
—Voy a hacerlo, Galasaz. No permitiré que mi hermana pase el resto de la eternidad encerrada ahí dentro. Cuando esté lista, volveré a reencontrarme con ella. Y esta vez será para siempre.