Aya y Simon se encontraban en los aposentos de los sentomentalistas humedeciendo la frente de Tail cuando Duna, Sírgeric y Cinthia aparecieron.
La mujer se pegó tal susto que el trapo salió volando por los aires, y Simon se cayó de la silla desde donde guardaba el sueño de su amigo.
—¡Por el Todopoderoso! ¿Pero queréis matarme de un susto o…?
Las palabras quedaron colgando de la frase cuando la mujer reparó en Cinthia.
—Aya… —La muchacha se abalanzó sobre los brazos de la mujer, que permanecía inmóvil, incapaz de reaccionar.
—Ya dije que la traeríamos —bromeó Sírgeric.
Y entonces ella también la abrazó. Con fuerza, con emoción, con necesidad. Enterró su rostro en sus cabellos y lloró todas las lágrimas que había derramado por su falta. La balanceó entre sus brazos como si fuera un bebé y no la soltó durante los siguientes minutos.
Sírgeric rodeó por los hombros a Duna, que también estaba llorando sin darse cuenta, y ella apoyó la cabeza en su hombro. Las guerras y las prisas podían esperar un poco, se dijo.
—Mi niña. Has vuelto. Has vuelto…
Tail se removió entre las sábanas de la cama y abrió los ojos.
—¿Mmhhqué pasa? —musitó.
Aya agarró de las mejillas a Cinthia y le plantó otro puñado de besos más, que la muchacha recibió con entusiasmo.
—¿Cinthia…?
Simon también se acercó para saludarla al tiempo que Tail se incorporaba para comprobar que no estaba soñando.
—Me alegro de verte —dijo el primero, realizando una breve reverencia frente a ella.
—Simon, ¿eres tú de verdad? —Ella le dio un abrazo y se asombró de lo mucho que había crecido en los últimos meses. Después se giró hacia la cama—. ¿Tail? ¿Qué te ha ocurrido?
Sírgeric le pasó un brazo por la cintura y le dijo al oído:
—Tenemos mucho que contarte.
Aya no soltaba la mano de la muchacha. Se aferraba a ella con desesperación, temiendo que fuera a desaparecer en cualquier momento.
—Deberíamos salir —sugirió Duna cuando Tail cerró los ojos y se quedó dormido de repente—. Todavía no se ha recuperado.
Cinthia quiso preguntar qué sucedía, pero Sírgeric le pidió que esperaran a estar fuera. Con un gesto rápido, Duna le dijo a Simon que también los acompañara.
Aya giró a Cinthia para que la mirara de frente en cuanto cerraron la puerta.
—¿Estás bien? ¿Te hizo daño ese hombre?
—Estoy perfectamente, Aya —le aseguró la muchacha, sonriendo—. Aunque tengo un poco de hambre.
No hizo falta más. Aya se precipitó pasillo adelante en dirección a las cocinas.
—Traedla inmediatamente, Sírgeric —exclamó, sin tan siquiera volverse—. Voy a pedir que le preparen una buena comida.
Duna sonrió, aliviada de ver de vuelta a la antigua Aya y comprobar que Cinthia iba despertando del sopor poco a poco.
—¿Dónde está Adhárel? —preguntó a Simon.
—Se marcharon antes de que amaneciera.
Duna se llevó la mano al pecho.
—¿Entonces…?
—¿Ha comenzado la guerra? —tanteó Sírgeric.
El joven asintió, apesadumbrado.
—Zennion me pidió que me quedara. —Con la cabeza gacha, añadió—: Todo el mundo prefiere que me quede.
Sírgeric negó con incredulidad y le puso una mano en el hombro.
—Vendrás con nosotros.
—¿Y quién está en el palacio?
El chico pareció recobrar cierta vivacidad gracias al comentario anterior.
—Su majestad Ariadne y la reina de Gélinaz se encuentran abajo con otra mujer que no conozco y los niños.
—¿Una mujer que no conoces?
Duna miró a sus amigos con el ceño fruncido.
—Mejor bajemos a verlas —dijo Sírgeric—. Se alegrarán de saber que hemos vuelto.
Las muchachas asintieron y fueron a seguirle cuando Duna recordó algo.
—Una cosa más, Simon: Laugard de Siol sigue…
—Está en su celda, sí. —Se quedó pensativo antes de añadir—: Pero sé que Adhárel se enfadó mucho con él ayer. Creo que ha ocurrido algo con unas máquinas, o algo así.
—Unas… ¡Las de electricidad!
Sírgeric puso pies en polvorosa.
—Necesito comprobar algo —le explicó a Cinthia, ya en movimiento.
—Claro. No te preocupes por nosotras. Ve.
Cuando Sírgeric desapareció por las escaleras, Duna y Cinthia se despidieron de Simon y se dirigieron al salón. De camino hacia allí, Duna agarró con fuerza la mano de su amiga.
—Me alegro de que estés de vuelta —le aseguró.
—Yo también —respondió ella, devolviéndole el apretón—. Pero me siento tan perdida… Parece que haya pasado una vida entera desde… que nos marchamos.
La muchacha se había tomado con bastante tranquilidad el hecho de que hubiera pasado hechizada tanto tiempo. Cuando se lo contaron por encima, se limitó a asentir. Ahora parecía que la idea iba calando poco a poco en su conciencia.
—Tampoco es necesario que te agobiemos con todo lo que ha ocurrido —dijo Duna, intentando quitarle hierro al asunto. Temía que si la presionaban no pudiera soportarlo.
—No todo, Duna, pero me gustaría saber qué ha pasado en Bereth. ¿Dónde está Adhárel? ¿Qué es eso de la guerra? ¿Qué le ha ocurrido a Tail? —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Y qué habéis hecho con mi Sírgeric?
Duna sonrió extrañada.
—¿Qué le ocurre?
—¿Tú le has visto? No recuerdo que tuviera esos músculos.
Duna prorrumpió en carcajadas. Esa era la Cinthia que ella conocía.
—¡Y todavía no has comprobado su sentido de la responsabilidad! ¡Pero si hasta dejó que Adhárel lo nombrara su hombre de confianza! —bromeó, haciendo que Cinthia se riera—. Se volvió loco cuando desapareciste. Hizo cuanto estuvo en su mano para sacarte de allí. Ha luchado cada día por que volvieras. Y si ha entrenado tanto ha sido precisamente por si tenía que zurrar al Flautista para que nos dejara sacarte.
Cinthia perdió la mirada en el infinito con una sonrisa en los labios. Una sonrisa ilusionada, de enamorada. La misma que a Duna tanto le costaba descubrir en Adhárel últimamente.
—Para mí no ha sido más que un sueño… —dijo, con los dedos rozando la barandilla de la escalera—. Sírgeric me contó que la noche en que acampamos cerca de Belmont me desperté siguiendo una melodía que solo yo oía y me fui andando sola hasta Hamel, pero no recuerdo nada de eso. Para mí solo ha pasado un día desde que me dormí bajo las estrellas a su lado, ¿cómo es posible?
Su voz se había convertido en un murmullo.
—Estabas hechizada, no le des más vueltas. Lo importante es que por fin estás de vuelta y que cuando todo esto termine podremos contarte todas las historias que te has perdido.
La agarró del brazo y la condujo por el largo pasillo que desembocaba en la escalinata principal.
—¿De verdad vamos a ver a la reina ahora?
—Desde luego. No va a creerse que estés aquí.
—Pero mírame, Duna. ¡Estoy hecha un trapo y seguro que huelo mal!
Duna le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—Cálmate, nadie va a juzgarte. —Le dio unos golpecitos con el codo en el costado.
Cinthia negó con fingido asombro.
—Ojalá pudiera hablar con mi yo de hace un par de añitos, solo para que dejara de coquetear con cualquier noble que se cruzara en su camino.
—¿Hacías eso?
La muchacha se encogió de hombros.
—Solo cuando no me veías.
—Para que terminaras enamorada de un ladronzuelo…
—De la mano derecha del rey, disculpa —le corrigió ella.
Volvieron a reírse con ganas. Duna no veía el momento de poder sentarse con ella tranquilamente y hablar y hablar y hablar… como habían hecho hasta que desapareció. Pero debía ser paciente hasta que llegara el momento oportuno. Hasta que, como tantas otras veces se había repetido, todo aquello terminara. Porque todo aquello debía terminar. Y Adhárel podría volver a casa, feliz. Y las Musas abandonarían ese mundo. Y Wilhelm recuperaría su forma humana. Y el Continente volvería a ser un lugar habitable y tan peligroso como los hombres quisieran que fuera.
Necesitaba creer que iba a ser así. ¡Tenía que serlo! El resto de las posibilidades eran tan tristes y angustiosas que el mero hecho de planteárselas le drenarían las ganas de seguir luchando.
Llegaron a las puertas del salón. Tras llamar suavemente con los nudillos, entraron. Las tres mujeres que se agolpaban sobre unos mapas extendidos, se volvieron hacia ellas.
—Es un milagro —masculló Ariadne, poniéndose en pie.
Esquivó a los niños que jugaban a sus pies y al gato del Marqués. Con una sonrisa vacilante, agarró de los hombros a Cinthia y la estrechó entre sus brazos.
—Bienvenida, pequeña. Bienvenida…
La muchacha se quedó rígida, cohibida y abrumada por la inesperada recepción. Con disimulo, le dio unos golpecitos a Duna en la mano para que le ayudara a salir del atolladero, pero esta ni se inmutó. Sus ojos estaban clavados en la mujer más anciana del salón.
—¿Qué hace ella aquí? —preguntó con frialdad.
Ariadne se separó de Cinthia y miró extrañada a Duna.
—Es una amiga vuestra, ¿no es así? Adhárel nos dijo que se quedaría unos días.
—¿Una… amiga?
Cloto le dedicó una agradable sonrisa y ella volvió en sí a tiempo para asimilar la situación. Adhárel sabía que estaba allí y le había dejado quedarse. Es más, se la había presentado a su madre sin mencionar su verdadera identidad. Con un esfuerzo sobrehumano, la muchacha intentó seguir el juego, fuera el que fuese.
—Me alegro de veros de nuevo, Dama Cloto. ¿Qué os trae por aquí?
—Pensé que ya era hora de que Tulius conociese el Continente —respondió la anciana amigablemente—. He creído que sería mejor que lo viera por sí mismo. ¡Menuda casualidad que termináramos aquí!
—Sí, qué casualidad —rezongó Duna sin emoción en la voz.
Kylma permaneció en su sitio, sonriendo amigablemente y con una pluma en la mano.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Duna, acercándose a la mesa con interés. Parecían mapas de Bereth y del propio palacio.
—Esta tarde recibiremos en el palacio a todos los berethianos —explicó la reina del norte.
—Hemos enviado a una cuadrilla de soldados para que den la orden y para cargar con las provisiones.
Duna reprimió un escalofrío. La guerra había dejado de ser una posibilidad para convertirse en una realidad. Y las consecuencias estaban allí mismo, frente a ella. Las palabras de Giacomo retumbaron con fuerza en su cabeza.
—Tenemos que pararla… —dijo, en voz baja.
—¿El qué, querida? —preguntó Ariadne.
Duna la agarró de las muñecas.
—La guerra. No puede haberla. Si no lo hacemos…
Las mujeres la miraron como si acabara de escupir fuego por la boca.
—Necesitas descansar, Duna —le recomendó Ariadne antes de girarse hacia Cinthia—. Y tú también.
—No —le espetó Duna, dando un paso hacia atrás—. Tenemos que encontrar el modo de detenerla.
—Duna, espera…
Antes de que la mano de la reina llegara a tocarla, la muchacha se dio la vuelta y salió del salón a toda prisa, seguida de Cinthia, que se alejó realizando todo tipo de reverencias.
—¡Duna! —exclamó su amiga una vez fuera—. ¿Adónde vas?
—Tengo que hablar con alguien —replicó, sin dejar de correr.
—¡Niñas! —Aya apareció en el dintel de la puerta del comedor—. ¿Adónde vais?
—Tenemos… ¡ahora vamos, Aya! —atajó. La mujer puso cara de exasperación, pero volvió dentro.
Duna se giró justo cuando Sírgeric apareció frente a ella. Sin tiempo de reaccionar, se chocó contra su pecho y estuvo a punto de caerse al suelo. El joven la agarró a tiempo.
—¿Adónde vas con tanta prisa?
—Eso misma le acabo de preguntar yo —dijo Cinthia, alcanzándolos.
—Tengo que hablar con Laugard.
—Yo también: ayer el soldado encargado de proteger las máquinas de electricidad envenenó a los demás guardias y se las llevó.
Duna sintió que la boca se le secaba.
—¿Qué? ¿Ha sido él?
—Es lo que quiero comprobar.
—¿De quién habláis? ¿Quién es ese Laugard? —preguntó Cinthia.
Duna suspiró con nerviosismo y se encaminó a los calabozos.
—Es el rey de Caravás y un traidor. Se presentó en Bereth como aliado, pero resultó que trabajaba para Dimitri… También fue quien hechizó la manzana que te despertó.
Cinthia alzó una ceja.
—¿Entonces es bueno o es malo?
—Es peligroso —replicó Sírgeric, tras ellas.
El guardia de la puerta los dejó entrar en cuanto vio a Sírgeric. Recorrieron el oscuro túnel a paso rápido hasta la celda del Marqués.
—Laugard —Duna golpeó los barrotes para despertarlo—. ¡Laugard, arriba!
El Marqués abrió los ojos y se desperezó como su minino.
—¿Qué queréis ahora de mí?
—¿Qué ha ocurrido con las máquinas de electricidad? —le preguntó Sírgeric.
El hombre terminó de incorporarse. Se sentó con las piernas cruzadas y se fijó en Cinthia, ignorando la pregunta.
—¿Es posible que esta sea la jovencita que fuisteis a buscar?
—¡Laugard! —Sírgeric lo amenazó con el dedo—. No juegues con nosotros. ¿Hiciste algo al soldado para que robara las máquinas?
—¡Desde luego que no! —respondió, ofendido—. ¿Qué te has creído? Ya se lo dije a vuestro rey. Yo siempre cumplo con mi palabra, ¿verdad, Duna?
La joven lo fulminó con la mirada.
—Mientes. Ya lo hiciste con Adhárel: lo engañaste para que traicionara a Wil. Le metiste en la cabeza esos pensamientos y seguramente hayas hecho lo mismo con el soldado.
Laugard alzó las manos al cielo.
—¡Ya os expliqué cómo funciona mi don, maldita sea! ¡He estado encerrado aquí desde que os marchasteis! ¿Cuándo se supone que he hablado con ese soldado? ¿Os tengo que recordar mi nuevo don? Dame una cesta de manzanas y despertaré a todo un reino, pero no me pidas que me meta en la cabeza de alguien que no estoy viendo porque no podré.
—¿Y si lo hiciste antes de que te encerraran? —le espetó Sírgeric.
—Esto no funciona así.
—¿Y si todavía creen en ti los hombres de Dimitri y posees el primer don?
—Entonces me habría metido en tu cabeza para que me liberaras la última vez que me trajiste la comida, que por cierto fue hace bastante.
Duna miró a Sírgeric sin saber qué decir.
—Pues si tú no has robado las máquinas, ¿quién ha sido?
—Aldernath Kastar. Ettore —respondió una voz a su espalda.
Los tres se volvieron al tiempo que Sírgeric desenvainaba su espada y apuntaba al túnel.
—Baja eso antes de que te hagas daño, muchacho.
Cloto apareció ante ellos portando una antorcha en una mano y su bastón en la otra. Con paso renqueante se acercó hasta la celda de Laugard, miró en su interior y después se volvió hacia Duna.
—Mis hermanas han enviado a Ettore para equilibrar la balanza.
—¿Qué balanza? —preguntó Sírgeric—. ¿Y cómo has entrado aquí?
La mujer desestimó la segunda pregunta negando con la cabeza.
—Parece que todavía no lo habéis entendido: esto es una guerra entre ellas y vosotros… o, mejor dicho, nosotros. Y no les hizo mucha gracia que, bueno, intentara ayudaros. Aunque ya veo que sabéis apañároslas solos —añadió, echando un vistazo rápido a Cinthia.
—¿Cómo se supone que nos ayudaste, si puede saberse? —preguntó Duna.
—Mandé a Kastar encantar a esa dulce niñita némade. A la reina de Salmat.
—¿Lysell?
—Soy un desastre con los nombres.
Sírgeric le indicó con las manos que se detuviera.
—¿Por qué hiciste eso? ¿Con qué propósito?
—Para ayudaros, ¿cuántas veces más me vais a hacer que lo repita?
—Son bastante desconfiados —comentó el Marqués de pasada.
—Supongamos que dices la verdad —aceptó Duna—, ¿cómo sabías que era eso lo que necesitábamos? No veo que Lysell haya ayudado a detener la guerra.
—No todas nuestras acciones tiene repercusiones inmediatas.
Sírgeric bufó, impaciente.
—Así que, como tú encantaste a Lysell seguida por un presentimiento…
—Por un presentimiento, no. Por recomendación de un buen amigo y un gran sentomentalista, muchacho impertinente.
—¿Y qué te dijo ese amigo tuyo? —preguntó Duna.
—¡Por todos los cielos, os hablo de alguien que vivió incluso antes de que vosotros nacierais! ¿Creéis que recuerdo los detalles?
—Haz un esfuerzo. —Sírgeric exhibió una amplia sonrisa.
—Vay-Kaz podía leer el futuro con una hermosa baraja de cartas que él mismo construyó —explicó Cloto, reticente—. Se paseaba por los reinos ganando berones a cambio de leer el futuro a los viandantes más confiados.
—Al grano —le apremió el joven. Ella lo fulminó con la mirada.
—Una vez vino a verme porque estaba preocupado. Me contó que había vaticinado una guerra a varias personas completamente ajenas entre sí, de diferentes reinos. Quería averiguar qué me saldría a mí, pues era de los pocos que sabía acerca de mi… —miró al Marqués de soslayo— inmortalidad.
—Y entonces… —el muchacho hizo un gesto con la mano para que avanzase.
—¡Un día esa lengua tuya va a meterte en problemas! —Soltó un gruñido y continuó—. En mi mano aparecieron, entre otras, la figura de un dragón, la de una niña con corona y la de la Muerte.
—¿Y eso qué quería decir? —insistió Duna.
—Yo no sabía leerlas, pero él me dijo que, por el orden en el que habían aparecido, de mí dependía seguir al dragón… o a la Muerte. En mitad del camino entre esas dos solo había una carta: la de la reina.
—Resumiendo —la cortó Sírgeric—: como ese amigo tuyo te dijo eso, tú decidiste, tras conocer a Adhárel, que lo que debías hacer era encantar a Lysell, y no a cualquier otra reina del Continente, y evitar así la Muerte. Y por ese motivo, tus hermanas, allá en los cielos, han decidido castigar a Bereth robándonos la única ventaja que teníamos sobre Manseralda, ¿es así?
La vieja asintió dos veces, con firmeza.
—Ya veo… —Sírgeric también asintió, pensativo—. Pues la próxima vez, mantente al margen, por favor.
—Crío maleducado… —le regañó la señora, golpeando con su bastón en el suelo.
—Estupendo. Ahora que hemos aclarado el asunto del ladrón de bombillas —dijo el Marqués, sacudiéndose el polvo de los pantalones—, ¿os importaría sacarme de aquí y decirme dónde está mi gato?
Duna miró a Sírgeric sin nada que objetar.
—Él ha cumplido, ahora me toca a mí. Llama al carcelero.
—No será necesario.
Con resignación, el muchacho sacó del colgante el mechón de pelo que le había cortado al Marqués días atrás y apareció dentro de la jaula.
—¡Ah! —gritó el hombre.
Sin inmutarse, el muchacho cambió el mechón por el de Duna y cruzó de vuelta a la libertad.
—¡Basta! —exigió Laugard, alejándose de él con un tambaleo—. ¿Qué ha sido eso?
—Eso es mi don. Algunos lo tenemos bastante definido. Ya puedes marcharte.
—No sin mi gato —le espetó el hombre, alisándose la roñosa casaca con dignidad.
Cloto se acercó a él y le golpeó en el pecho con la punta de su bastón.
—¿Tú eres el rey de Caravás?
El hombre la miró de arriba abajo con desprecio.
—¿Quién lo pregunta?
—Sí, es él —respondió Duna.
La mujer se acercó todavía más a Laugard y alzó la antorcha para examinar sus facciones.
—Este no es Odarión —le espetó la vieja—. Recuerdo a Odarión. El único rey tan supersticioso como para acercarse a mi isla para encontrar respuestas sin ser un némade. Tú no eres rey de nada —añadió, arrugando el labio.
Sírgeric y Duna se colocaron tras la mujer.
—¿Nos mintió en eso también? —preguntó el muchacho.
—Decidme dónde está el maldito gato y me marcharé de aquí —insistió Laugard, cada vez más alterado.
—Responde a la Musa y terminemos con esto. —Duna bufó hastiada.
—¿A la…? ¿Vos sois…? —El miedo paralizó al Marqués.
—¿Qué has hecho con Odarión? —le preguntó Cloto, golpeándole dos veces en el pecho—. Oí los rumores de que un desconocido se había hecho con el trono de Caravás, pero nunca llegué a creerlos. Y hasta donde yo sé, Odarión sigue vivo…
El Marqués se llevó la mano a la boca.
—Yo no he matado a nadie.
—Pues entonces dime una cosa, ¿cómo puedes estar reinando allí sin Poesía?
Laugard cambió el peso de un pie al otro, intimidado. Duna no entendía nada.
—¿Cómo sabes que no tiene Poesía?
—Tengo mis fuentes. Caravás sigue teniendo el mismo rey, créeme. Así pues… —se volvió hacia Laugard—. ¿Dónde está Odarión?
Pero el Marqués dio un paso atrás, desesperado.
—Si esto fuera verdad —comentó Sírgeric—, ¿por qué el verdadero rey no ha intentado volver a Caravás y reclamar su trono o… o suicidarse para castigarle a él con una Poesía?
Cloto se volvió con una sonrisa.
—A lo mejor no puede. A lo mejor no sabe que le han robado todo.
—¿Cómo no va a…?
—¿El gato? —propuso Cinthia.
Duna y Sírgeric se volvieron para mirarla, anonadados.
—Ya sé que no tiene sentido, pero me sentía un poco fuera y quería ayudar —se disculpó ella—. Lo siento.
—¡No! —exclamó Duna, girándose hacia el Marqués—. Claro que tiene sentido. De alguna manera engañaste a ese pobre rey para hacerle creer que… que tenías algún tipo de don que te permitía convertir a los humanos en animales, o algo así. Una vez lo lograste, solo tuviste que transformarlo a él. ¿Es así?
Laugard los miró de hito en hito antes de echarse al suelo de rodillas y comenzar a llorar con histerismo, con las manos cubriéndole el rostro.
—¡Yo no quise que pasara eso! ¡Lo juro! —Los demás no dijeron nada—. Él… él me retó y el sitio era tan bonito y el castillo tan grande y la gente… tan crédula. Solo quise jugar un rato, pe… pero después… —Se sorbió los mocos—. Ay, después fue demasiado difícil no prestar atención a todo lo que ganaría si me quedaba. A… así que me quedé. Y luego… luego ya no pude dar marcha atrás porque todos huyeron y el rey ya no podía… era un… yo no quise…
—El gato está arriba —dijo Sírgeric, dándose la vuelta y tomando a Cinthia de la mano—. Y ya hemos perdido demasiado tiempo.
—¿Estás seguro de que habéis perdido tiempo? —le increpó la Musa, sin volverse. Su voz auguraba el comienzo de un acertijo—. ¿O quizás lo habéis… ganado?
Duna no lo soportó más. Le dio igual qué ocurriría a continuación, pero la situación exigía medidas desesperadas. Con una arrebato, agarró a la mujer por los hombros y la zarandeó.
—Si sabes algo, más te vale decírnoslo o te quedas aquí abajo encerrada el resto de la eternidad.
—¡Duna! —exclamó Cinthia, corriendo hacia ella.
—No, de Duna nada. Estoy harta de sus juegos y adivinanzas. Quiero que nos diga qué ha querido decir con ese comentario. Y quiero que nos lo diga ahora —se volvió hacia Cloto—, no cuando sea demasiado tarde.
La Musa debió de considerar que estaba hablando en serio, pues sus ojos vacilaron en la oscuridad y los labios le temblaron como si fuera un pez boqueando por aire.
—¿Y bien? —insistió la joven.
—Tenéis… tenéis que averiguarlo vosotros. Yo no puedo…
—¿Como lo del gato? —Duna apretó los dientes con fuerza—. ¿Está a punto de desatarse una guerra que terminará con el Continente como lo conocemos y a ti solo te preocupan las normas?
—¡Si yo rompo esta norma todo se irá al traste, niña ingrata! —le espetó Cloto—. Utilizad un poco la cabeza y llegad a la conclusión vosotros mismos. Si yo hablo, mis hermanas lo sabrán. Y entonces no habrá servido de nada.
Gatos. Musas. Poesías. La guerra. Dimitri. ¿Cómo podía estar todo aquello relacionado? La respuesta tenía que estar ahí, ante ellos. Solo tenía que verlo desde otra perspectiva. Necesitaba pensar con la mente febril de esas diosas vanidosas que creían poder controlarlo todo. Algo que fuera tan básico que les hubiera pasado desapercibido. Algo como…
—Creo que ya lo tengo. —Duna soltó a la musa—. Es Dimitri.
—¿Qué tiene que ver él con el gato?
—¡Él es como el Marqués! ¿Verdad? —Cloto se encogió de hombros por respuesta. No parecía molesta por el comportamiento anterior de Duna, tan solo indiferente—. Tiene que serlo: las últimas noticias que tenemos de Manseralda son que la reina Thalisa sigue enferma, muy enferma, ¿no? Y que nadie la ve desde hace meses…
—Solo Dimitri —dijo Sírgeric, siguiendo el razonamiento.
—Eso es.
Duna se acarició la barbilla, pensativa.
—Así que… Dimitri está reinando sin Poesía.
—¡Por eso mantiene viva a Thalisa! —exclamó el muchacho—. Para poder actuar a sus anchas, sin miedo a las Musas.
—Cerdo cobarde… —masculló la muchacha para sí—. Entonces ¿cómo vamos a detenerlo si no conocemos su punto débil?
—Bueno… —intervino Cinthia—. A lo mejor ese es su punto débil.
Se volvieron para mirarla.
—Ayer me dijisteis que cuando un rey destruye su poesía viene el Flautista y… se lleva a los niños. Por eso me raptó a mí en Hamel, porque yo escapé de Térmidi cuando era pequeña, ¿no?
Todos asintieron al unísono, incluso el Marqués, que había dejado de llorar y no entendía muy bien de qué hablaban, pero que contemplaba la escena igual de intrigado que el resto.
—Pero a los adultos no se los llevaba el Flautista. Les ocurría lo que les sucedió a los belmontinos y a tantos otros: perdían las ganas de vivir.
—Y de luchar —concluyó Duna. Entendiendo adónde quería ir a parar su amiga.
Sírgeric soltó una carcajada, incrédulo.
—Entonces, ¿solo tenemos que ir a Manseralda y hacer que Thalisa rompa su propia Poesía? ¿Así de sencillo?
—Así de sencillo —ironizó Duna.
—Ese ya no es su reino —prosiguió Sírgeric—. Los habitantes de Manseralda son todo sentomentalistas inducidos por Dimitri a luchar contra el norte, la mayoría criminales y asesinos.
—¿Y no afectará a gente inocente? —preguntó Cinthia.
Sírgeric se encogió de hombros.
—En principio solo deberían pagar aquellos que estén allí por voluntad, y no presos o esclavizados.
—Lo más difícil será encontrar a la reina y su Poesía —dijo Duna.
—Y llegar allí a tiempo —añadió Cinthia.
Sírgeric hizo un ademán, restándole importancia.
—Eso tiene solución… —Con una sonrisa pícara se volvió hacia el Marqués—. ¿Verdad?