13. El As de las Musas

Aldernath Kastar se tragó sus lágrimas, consciente de las repercusiones que sus actos tendrían en los acontecimientos venideros, y se volvió hacia Marius Path, que miraba a su alrededor como si descubriera por primera vez el mundo.

—¿Cómo has hecho eso? ¿Dónde estamos? —preguntó, maravillado.

El hombre ignoró la pregunta que había contestado una decena de veces antes y le espetó:

—¿Ya sabes lo que tienes que decir?

—Estamos en Manseralda, ¿a que sí? ¡Ya lo creo que sí!

Kastar sintió auténtico desprecio por aquel muchacho que acababa de envenenar a sus compañeros por una bolsa de berones para robar las máquinas de Bereth. La que él le había pagado.

—¿Nos dejarán pasar? Espero que sí. ¡Por el Todopoderoso, vamos a ser más ricos que un rey! —Alzó el puño al aire y después azuzó a los caballos enganchados al carro para que se pusieran en marcha.

El sentomentalista se colocó en la parte trasera, con los pensamientos tan revueltos como su estómago.

Con un poco de suerte aquello no afectaría por completo al devenir de la guerra, ¿verdad? Con un poco de suerte, Bereth podría crear más máquinas de electricidad o algo semejante para combatir a Dimitri…

El hombre resolló, desesperado.

¿A quién quería engañar? Las Musas sabían lo que se hacían. Si le habían enviado a Bereth para engatusar a aquel enclenque pelirrojo era precisamente para que Manseralda tuviera toda la ventaja. Pero ¿por qué él? ¿Por qué no lo podían haber mantenido apartado de esto al menos?

Inspiró y espiró aire varias veces con los ojos cerrados. Lo hecho, hecho estaba. Le había pagado al crío una miseria y lo había convencido de lo mucho que el rey de Manseralda le daría por las valiosas máquinas de electricidad. Y él había aceptado sin pensarlo. Se había deshecho de sus compañeros sin dudar y había cargado todas las cajas en aquel carro sin rechistar, con una sonrisa de oreja a oreja.

Él, que era libre de hacer lo que quisiera, que las Musas no controlaban de ninguna manera su sino, había aceptado al instante. La codicia, el odio y la estupidez humana nunca dejarían de sorprenderle.

Pero no era su deber juzgar, sino acatar órdenes. Y eso hacía ahora, yendo de camino al castillo de Manseralda y protegiendo el contenido de ese carromato hasta que llegara a manos de Dimitri. Tenía vía libre para utilizar los dones que necesitara para ello; así había conseguido teletransportarse en un abrir y cerrar de ojos sin levantar sospechas desde Bereth.

Con lo feliz que había sido durante los últimos meses.

No vamos a requerir tu servicio por más tiempo —le habían dicho una noche, meses atrás.

Seguirás bajo nuestro yugo —añadió la otra—, pero sin órdenes. Queremos que los acontecimientos se desarrollen sin nuestra intervención.

Sin nuestra intervención.

—Mentirosas… —masculló.

—¿Dices algo? —preguntó Marius, girando la cabeza por encima del hombro.

No respondió.

Y en un principio cumplieron su palabra; le dejaron vagar por el Continente en paz, sin tener que preocuparse más que por encontrar algún sitio donde dormir o comida para llenar el estómago. Una suerte de libertad que le hizo feliz, pero que duró poco.

Hasta que descubrieron que había encantado, meses atrás, a una muchachita bajo las órdenes de Cloto.

¡No sabía que os estaba traicionando! —les aseguró con convicción cuando le acusaron. ¡Y era verdad! Él servía a las tres Damas, ¿cómo imaginar que una jugaba a espaldas de las otras dos?

Eso no importa. Ahora tendremos que intervenir —dijo con voz lastimosa una de ellas.

Kastar se agarró una mano con la otra para que dejara de temblar. Cloto le había advertido lo que significaría para el Continente entero que Bereth y su nuevo rey, Adhárel, fracasasen o vencieran a las Musas. Pronto lo comprobaría con sus propios ojos.

—¡Hemos llegado! —avisó el joven cochero, alegre.

Todo se iba por la borda y ese imbécil no dejaba de sonreír y batir palmas. Y lo peor era la impotencia de saberlo y no poder hacer nada para corregir el transcurso de los acontecimientos. Un sentimiento que iba devorando sus entrañas con gula.

Bajó de un salto y arrastró los pies hasta el portón cerrado de la muralla. Marius lo imitó y se colocó a su lado.

—Yo antes trabajaba en la muralla de Bereth, ¿sabías? —dijo tras escupir en el suelo—. Menudas propinas te sacabas si sabías con quién hablar.

—¿Quién va? —preguntó una voz desde lo alto.

Kastar se cubrió los ojos con la mano y alzó la mirada.

—Venimos a ver a su majestad, el rey Dimitri.

—¿Qué traéis en ese carro?

—Un regalo muy especial —aseguró el muchacho, frotándose las manos por el frío. Las nubes iban y venían sin orden por el cielo, aguardando el momento para comenzar a descargar otra vez.

Un repentino vendaval alzó la tela que cubría las cajas por los aires. El soldado de la torre sacó un catalejo y las estudió con él.

—¿Qué contienen?

—Máquinas de electricidad —dijo Kastar, cansado—. Y su majestad se enojará mucho si averigua que no nos dejaban pasar con ellas.

No hizo falta más. Las cadenas que sujetaban la puerta de entrada comenzaron a gruñir hasta que el agujero fue suficientemente amplio como para que pudieran pasar.

—Aguardad aquí —les advirtió el soldado cuando bajó. Se alejó unos metros y habló con otro guardia que rápidamente salió corriendo en dirección a la tosca fortificación que era el castillo.

Marius se apoyó en el carromato y empezó a tararear una insoportable cancioncilla mientras lanzaba su daga al aire y la recogía al vuelo. Se le veía tan feliz que Kastar tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no estrangularlo allí mismo. Él no era un asesino. No si no se lo pedían Ellas.

Un tumulto a su espalda le hizo girarse; llegaba el rey con su séquito. Seis hombres de aspecto variopinto se acercaron con gesto serio y el resplandor de las armas brillando en sus cintos.

Marius se alisó la ropa y se colocó junto a Kastar. En cuanto Dimitri reparó en este último, frunció el ceño.

—Yo os conozco. Vos sois el amigo de mi madre… Maese Kastar, ¿no es cierto? —Se detuvo frente a él y su rostro se oscureció—. ¿Qué os trae por aquí?

El sentomentalista hizo una breve reverencia que Mirilla se apresuró a imitar.

—Hemos traído algo que quizás os interese. —Alzó el brazo y señaló al carromato. Los ojos del rey traspasaron al joven antes de posarse en las cajas.

—¿Qué son?

—Las máquinas de electricidad, majestad —respondió Marius, corriendo a su lado—. Las he robado yo, majestad. De Bereth.

Dimitri lo miró como si estuviera loco.

—Imposible. —Se volvió hacia sus hombres—. Bajad una de ellas. Deprisa.

Con ayuda de las espadas, abrieron la tapa.

Entre paja, como habían dicho, reposaba el báculo de electricidad.

Dimitri lo cogió con emoción poco contenida.

—¿Cómo funciona? —preguntó, girándose hacia Kastar. Pero el hombre ya no estaba allí; se había esfumado cuando nadie miraba—. ¿Dónde…?

Mirilla estaba tan asombrado como los demás. Se encogió de hombros e intentó sacar partido de ello.

—Él solo me indicó el camino —explicó, orgulloso de su proeza—. Pero fui yo quien robó las máquinas para vos, majestad.

—¿Y quien eres? —preguntó Dimitri, con indiferencia.

—Marius. Marius Path. —Le tendió la mano—. Pero algunos me conocen como Mirilla.

El rey se alejó con el arma en las manos sin tocar los dedos del muchacho.

—¿Cuánto me pagaréis por ellas? —insistió el joven, guardándose la mano en el bolsillo del pantalón. Todavía llevaba puesto el uniforme de Bereth—. Hay veintiocho. Las he contado mientras…

—Corre —le ordenó Dimitri.

—¿Disculpad?

—He dicho que corras. Hacia allí. —Señaló en dirección el camino por el que había venido.

—¿Pa… para qué?

—¿No me has oído? —Dimitri le dedicó una mirada repleta de odio—. Ahora.

La nuez de Marius subía y bajaba en la garganta de manera espasmódica.

—Estáis bromeando, ¿verdad?

—Diez.

—¿No iréis a…?

—Nueve.

—¡Soy de fiar! ¡Os las he traído!

—Ocho. —Dimitri apuntó al pecho de Marius.

—¡Os lo suplico! —El muchacho juntó las manos en señal de plegaria—. ¡Por favor!

—Siete… —Encontró la palanca en el extremo del báculo y la accionó. Un suave zumbido se extendió por el patio del castillo—. ¡Seis!

Las lágrimas se escurrieron por las mejillas de Marius. Sin esperar más tiempo, echó a correr por el campo, zigzagueando como un loco.

—Cinco, cuatro, tres, dos, uno… —El rey se acercó hasta el portón.

—Cero.

El haz de luz iluminó las caras de los allí reunidos. Con un grito agudo, Marius Path quedó reducido a un puñado de cenizas y una columna de humo.

Complacido, el rey se volvió hacia sus hombres.

—Nunca me han gustado los traidores —dijo con las primeras gotas de lluvia cayendo sobre sus cabezas—. Llevad las cajas adentro.

Aquella noche, además de relámpagos, truenos y más lluvia, la tormenta trajo consigo a Cuervo y la respuesta de Bereth: acudirían a la guerra.

Emocionado, Dimitri acarició una de las máquinas de electricidad que tenía a mano y sonrió. Por fin, después de tanto tiempo esperándolo, llevaría a cabo su deseada venganza.