—¿Cuándo piensan marcharse? —preguntó Duna, jugueteando con el polvo del suelo entre sus dedos.
Se encontraban sentados cerca del fuego con unos cazos de comida que Giacomo había preparado. Cinthia no apartaba los ojos de la pared de roca, preocupada porque se abriera de repente. Desde que había vuelto en sí, no había dicho más de cuatro palabras.
—Cinthia, tómate un poco más —insistió Sírgeric, acercándole la cuchara a la boca—. No van a entrar, no tienes de qué preocuparte.
Con la pared cerrada, todos los gritos y protestas de fuera habían desaparecido, pero no el humo, que flotaba sobre sus cabezas como una advertencia.
—¿Los habéis traído vosotros? —preguntó el Flautista, indiferente. Cinthia dio un respingo y se pegó a Sírgeric al escuchar su voz. Aunque no recordaba qué le había ocurrido durante los últimos meses, sentía un miedo irracional hacia ese hombre.
—¡Claro que no! —le espetó el muchacho—. ¿Por qué íbamos a traer a una cuadrilla de enajenados a tu puerta?
Giacomo se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿En caso de que lo de la manzana no funcionara? —Sacó el cucharón a rebosar de la cacerola—. ¿Alguien quiere más?
—Necesitamos regresar a Bereth —dijo Duna—. ¡No podemos permanecer aquí escondidos! Adhárel estará preocupado.
—Adhárel… —Cinthia sonrió al escuchar el nombre y cerró los ojos. Duna miró al Flautista, consternada.
—Tranquilos. Está volviendo en sí poco a poco. No la agobiéis. Imaginad cómo os sentiríais si hubierais permanecido dormidos tanto tiempo. Mañana se encontrará perfectamente.
—¿Cómo lo sabes? —le increpó Sírgeric—. ¿Alguna vez había despertado alguien?
—No, pero…
No le dejó seguir:
—Pues espero que sea como dices, porque si no seré yo quien intente prenderte fuego.
—¿Otra vez? —replicó el Flautista con una lacónica sonrisa que levantó un poco la máscara que llevaba.
—Dejad de pelearos —intervino Duna—. Cinthia se recuperará por completo. Centrémonos en nuestro problema principal: salir de aquí.
Lo habían intentado varias veces, pero los hombres al otro lado de la gruta se habían mostrado igual de amigables todas ellas, enarbolando sus antorchas y lanzando bolas de fuego improvisadas sobre ellos.
—Han venido a por mí —dijo Giacomo, con aburrimiento—. Y no me preocuparía si no fuera porque vosotros estáis aquí; no pensaba salir de la montaña en una larga temporada.
Duna esbozó media sonrisa y se terminó de un sorbo el caldo que quedaba en su cuenco.
—Lo mejor será que esperemos —propuso el Flautista—. No es la primera vez que pasa algo similar y siempre terminan marchándose, aburridos de esperar.
Cinthia bostezó en ese momento y se acurrucó en los brazos de Sírgeric. Él la miró con los ojos brillantes, emocionado de poder sostenerla tan cerca.
—¿Por qué no os echáis un rato? —sugirió Duna—. Os avisaré si hay alguna novedad.
Sírgeric tomó en sus brazos a la joven y la llevó hasta el butacón. Después se sentó a su lado a velarle el sueño.
Duna se volvió cuando escuchó un suspiro del Flautista.
—Hacen buena pareja, ¿verdad?
El hombre hizo un gesto de indiferencia, aunque después asintió. Sacó del bolsillo el pífano y comenzó a limpiarlo metódicamente. La muchacha le observó hacer, intentando que no se notara lo nerviosa que estaba.
Fue a decir algo, pero se detuvo antes de pronunciar palabra. Recogió los cuencos de sus amigos y los apiló, después le dio vueltas sobre el suelo sin alzar la mirada.
—Háblame sobre mi madre. —No fue consciente de lo que acababa de decir hasta que lo procesó, y para entonces ya era tarde.
Giacomo siguió limpiando su instrumento en silencio. Primero por un extremo, después por el otro.
Mejor así, pensó Duna. Quizás no estuviera preparada para…
—Era maravillosa —dijo Giacomo con voz agrietada—. Su voz era tan dulce que nunca me cansaba de escucharla. Mientras yo tocaba el pífano ella cantaba letras inventadas hasta que la rima terminaba por no tener sentido y nos echábamos a reír.
Duna sonrió y dobló las rodillas para apoyar la barbilla sobre ellas.
—Algunas mañanas me dejaba acompañarla a la escuela y, entre lección y lección, yo entretenía a los niños e inventaba juegos con la música. Le encantaba pasear y encontrar nuevos lugares ocultos en los que no hubiera estado nadie antes. Un día estuvimos a punto de caernos al mar cuando decidió que tenía que enseñarme una cueva que encontró junto a los acantilados.
La sonrisa que se había ido formando en los labios del Flautista quedó congelada. Duna imaginó la razón: los acantilados; los niños que las Musas lanzaron al mar cuando él decidió desobedecer…
—Me alegro de que al menos uno de los dos la recuerde —dijo con un hilo de voz.
Giacomo se volvió hacia Duna.
—Te regalaría todos mis recuerdos con ella si fuera posible.
Sus palabras destilaban tanto dolor que la muchacha tuvo que apartar la mirada de la hermosa máscara que cubría el rostro del hombre.
¿Era realmente su padre? ¿Corría su sangre por sus venas? ¿Su maldición? ¿Y si así fuera, qué cambiaría? ¿Iría cada día a visitarlo? ¿Lo acompañaría en sus viajes por el Continente en busca de más víctimas de las Maldiciones? ¿Y si un día acabara en Bereth? Ella ya no era una niña a la que salvar; ¿sería capaz de dejarla allí, marchitándose?
—Estás llorando —le dijo el Flautista, acercando su mano para secarle una lágrima.
Duna dejó que lo hiciera, pero después se volvió para quitarse las demás con las mangas del vestido.
—Estoy bien.
—Lo siento.
Ella se giró hacia él.
—No tienes nada que sentir; es tu castigo y no puedes hacer nada por evitarlo.
—No me refiero a eso —dijo él, apretando los labios—. He hecho mucho daño que podía haber evitado y que nada tenía que ver con mi maldición.
Silencio. Las palabras quedaron enterradas donde ninguno llegara a alcanzarlas.
Duna acercó su mano temblorosa hasta el hombro del Flautista. Sin estar segura de por qué, quería trasmitirle… algo. Demostrarle que no estaba solo. Sus dedos temblaron hasta aferrarse en el hombro de Giacomo. Este se volvió y la miró, primero sorprendido, después agradecido.
—Pronto se acabará todo —le aseguró. Él sonrió.
—Debería ser yo quien te dijera algo así. Aunque supongo que da igual quien lo haga; temo que no se hará realidad.
Duna suspiró.
—Quién sabe…
Sin apartar los ojos de los de Giacomo, fue subiendo la mano lentamente hasta rozar la máscara. Tenía un tacto frío y seco, pero los relieves dorados eran suaves. Dibujó con la yema las cartas del tarot que parecían manar de los ojos del Flautista como lágrimas. Después, la echó hacia arriba.
El rostro de Giacomo, desfigurado tanto tiempo atrás por el fuego, apareció ante ella como un recordatorio de lo que las Musas eran capaces de hacer. No sintió miedo ni aversión. Con ternura, le acarició el rostro igual que su madre debía de haber hecho cuando se enamoraron.
Una lágrima furtiva bajó por su deforme mejilla hasta estrellarse en el suelo.
—Deberíamos descansar nosotros también —dijo Giacomo, agarrando con suavidad la mano de Duna y apartándola de su rostro. Ella asintió, conforme, y se puso de pie para extender la manta sobre la que habían estado sentados.
—Estaré vigilando —le dijo el hombre, mientras recogía la comida.
Duna musitó un agradecimiento y cerró los ojos. Sin darse cuenta, se quedó dormida.
Parecía el picoteo de un pájaro carpintero en busca de comida. Un sonido seco, rápido e incesante que se repetía a intervalos regulares. Como si alguien estuviera chasqueando los dedos o practicando con la espada en un pelele de madera. Un golpeteo constante que parecía no tener fin.
Estaban echando la pared abajo.
La claridad con la que llegó a aquella conclusión le hizo abrir los ojos e incorporarse de golpe. Giacomo pasó en ese momento junto a Duna como una exhalación en dirección a la entrada.
—¿Mmm… qué está pasando? —preguntó Sírgeric desde el sofá, bostezando sonoramente.
—Intentan entrar.
Ahora que estaba despierta podía percibir claramente el ruido de los martillos y los picos golpeando la roca al otro lado.
—¿No decías que terminarían marchándose? —imprecó Sírgeric.
—Sería la primera vez que…
Duna soltó un grito cuando se produjo un golpe mucho más potente y cercano que los anteriores.
—¡Se han vuelto locos! —exclamó la muchacha. Sírgeric y Cinthia aparecieron a su lado.
—Tenemos que salir y hablar con ellos antes de que sea demasiado tarde —propuso Sírgeric.
—Giacomo, abre. Por favor.
El Flautista se encontraba frente a la pared, observándola obnubilado como si se tratara de un espejo.
—No creo que sea buena idea —respondió en voz baja, sin moverse—. No os escucharán. Están obcecados en entrar…
—¡Tenemos que intentarlo! ¿O es que quieres que se cuelen por toda la cueva?
El hombre se giró y los amenazó con su dedo. Parecía un niño asustado. No quedaba ni rastro del hombre con el que Duna había hablado la noche anterior.
—¡Si vosotros no hubierais destrozado la mitad de la pared ahora ellos no estarían intentando echar abajo la otra mitad!
—¿Vas a seguir echando culpas o nos vas a dejar actuar?
Con un bufido de resignación sacó el pífano y tocó la melodía correspondiente.
Los tres jóvenes se dispusieron a salir juntos. Sírgeric se armó con la máquina de electricidad y apretó los labios. Al tiempo que la grieta iba creciendo, escucharon más gritos y comentarios asustados al otro lado. Se estaban apartando. Cuando el agujero fue suficientemente amplio, cruzaron al otro lado. Una vez fuera, la entrada volvió a desaparecer.
Lo primero que advirtieron fue que el sol había salido hacía tiempo. Lo segundo, que el suelo estaba cubierto de montículos de piedras y arenisca machacada.
Ante ellos, una multitud de al menos treinta personas los miraba furiosa, desconcertada y temerosa. Sírgeric dio un paso hacia delante y los apuntó con el invento. Los intrusos dieron un paso hacia atrás.
—¿Q… quiénes sois vosotros? —preguntó un hombre de papada considerable.
—Venimos del reino de Bereth —improvisó Sírgeric sin bajar el arma.
—¿Y qué hacíais ahí dentro? —le imprecó una mujer de ojos diminutos y tan ancha como el hombre que había a su lado.
—Nosotros…
—¡Sois compinches del Flautista! —exclamó otra mujer, escondida entre la multitud.
—¡No! —aseguró Duna—. Hemos venido a ayudar. Sabemos… sabemos por qué estáis aquí.
—¿Habéis visto a los niños?
—¿Siguen vivos?
—¿Se los ha comido?
Las preguntas se sucedieron como olas rompiendo en un acantilado.
—¡Los niños están perfectamente! —exclamó para hacerse entender.
—¿Dónde están?
—¿Cuántos hay?
—¿Por qué no los habéis sacado?
—¿Cómo habéis conseguido entrar?
Con cada pregunta, se acercaban más y más a ellos. Para entonces, se encontraban a un metro escaso de la piedra.
—No… —Duna no sabía qué decir. ¿Cuántos de aquellos hombres y mujeres habían perdido a sus hijos?—. Tenéis que creernos. Están…
—¡Protegidos! —intervino Sírgeric de pronto, tomando el control de la situación con decisión.
—¿Protegidos de qué? —preguntó el hombre que había hablado primero.
—De la guerra.
—¿Guerra? ¿Qué guerra?
El muchacho se volvió hacia Duna. ¿Cómo podía haber alguien que no supiera lo que estaba a punto de ocurrir en el Continente?
—¿De dónde sois vosotros? —preguntó extrañado.
—De aquí, de Hamel —respondió la mujer, bajando el pico que llevaba en la mano.
—¿Todos sois de Hamel? —Duna se acercó a Sírgeric—. ¿Y no sabéis… nada sobre la guerra?
—¡Intentan distraernos! —gritó alguien a su derecha.
—¡No! ¡No! —les aseguró el joven, separando los brazos y apartando la máquina—. El sur se ha alzado en armas contra el norte. Los… los sentomentalistas se han reunido en Manseralda, ¡podéis comprobarlo! ¿No os ha dicho nada vuestro rey?
El silencio se extendió entre los allí reunidos con miradas de extrañeza.
—Él nos dijo que liberásemos a los niños y que prendiéramos fuego a esta guarida del mal —confesó el hombretón, visiblemente extrañado.
—¿Prender fuego a una montaña? —Sírgeric no daba crédito—. ¿Y no os dijo nada de todo lo demás? Bereth envió misivas a todos los reinos para que estuvieran listos.
—¡Siguen mintiendo! —insistió la mujer, en sus trece.
—¡Yo loz cdeo! —dijo una voz entre la muchedumbre—. ¡Loz conozco!
Duna sonrió antes de verlo, incluso. El muchacho tullido se abrió paso hasta ellos con una muleta de madera más larga que la que recordaba, sus ojos grandes y su perenne sonrisa.
—¡Timmy! —exclamó, acercándose para darle un abrazo. Sírgeric le revolvió el pelo cuando Duna lo soltó.
—Y yo también —añadió una mujer tras el jovencito; su madre. Les guiñó un ojo y a continuación se giró hacia la muchedumbre—. ¿Qué os extraña tanto? El reinado de Dramma siempre ha sido una tiranía. ¿Cuántos de nuestros vecinos han tenido que marcharse cuando tuvieron un hijo sentomentalista? ¿Cuántas mujeres siguen sin poder entrar en las escuelas? ¿De verdad os parece raro que no nos haya dicho nada sobre esa guerra que se fragua en el sur?
La gente escuchaba en silencio. Duna no pudo evitar recordar el golpazo que le asestó a lord Guntern tiempo atrás cuando intentaba asesinar a su hijo.
—Sin embargo, nos azuza para que vengamos hasta aquí e intentemos acabar con un hombre que lleva más tiempo en estas montañas que nuestros propios abuelos —su voz transmitía carácter y decisión—. ¿Dónde está mientras Dramma? En su castillo, aguardando plácidamente a que regresemos con su cabeza para exhibirla. ¿Y si morimos en el intento? Estoy segura de que no le preocupará lo más mínimo. A él los niños le traen sin cuidado; él quiere al Flautista muerto, como al resto de sentomentalistas del Continente. Y nosotros se lo hemos permitido.
Duna se acercó a ella.
—Tenéis que creernos. Los niños están bien; duermen. El Flautista los cuida y los protege y los dejará libres cuando todo acabe.
—Es la verdad.
La voz de Cinthia sonó cansada, pero sincera. Agarró la mano de Duna antes de añadir:
—Yo he estado ahí dentro durante meses, y miradme. Estoy bien.
Los murmullos de sorpresa e incredulidad se extendieron como un enjambre de abejas. Allí no había madres ni padres de niños hechizados, comprendió Duna. Solo curiosos y perros azuzados por su amo para actuar sin detenerse a recapacitar sobre el porqué.
—No es aquí donde deberíamos estar —prosiguió la madre de Timmy—, sino en el castillo de Dramma pidiéndole explicaciones. ¿Se acerca una guerra y ni siquiera nos ha advertido para que nos preparemos? ¡Ya es hora de que las cosas cambien!
No hizo falta más. Rumiando las palabras, los hamelienses fueron abandonando el lugar con sus herramientas al hombro, de regreso al reino. La mujer más escéptica los miró una última vez con el ceño fruncido, como si fuera a descubrir la trampa, pero el hombretón la agarró del brazo y la instó a que lo acompañase. Pronto el lugar quedó vacío a excepción de ellos tres y sus dos intermediarios.
—Pod poco oz linchan —comentó Timmy, secándose una gota de sudor invisible de la frente.
—¿Qué hacéis vosotros por aquí otra vez? —preguntó su madre con alegría.
—Hemos venido a buscarla —respondió Sírgeric, abrazando a Cinthia, que también sonrió.
—Entonces… ¿es cierto? —Sus ojos pasaban de los de Duna a los de su amiga.
—Tanto como la guerra de la que os hemos advertido —respondió Sírgeric—. Debéis protegeros por lo que pueda pasar.
—¡Yo quiedo luchad! —exclamó Timmy—. ¿Puedo acompañados?
—Me temo que no vas a poder —le dijo el otro, agachándose frente a él—. Recuerda que tienes que proteger a tu madre.
—Clado… —dijo el chico, resignado. Después miró a Duna—. ¿Y el pdíncipe? ¿Eztá en la guedda ya?
Fue como si la realidad los hubiera golpeado en el pecho.
—Tenemos que volver —dijo ella, nerviosa.
La mujer agarró a Timmy de los hombros.
—No os entretenemos más. Gracias por el aviso.
—Espero que nos volvamos a ver pronto —dijo Sírgeric, revolviéndole el pelo al crío.
—Cuando todo esto acabe —añadió Duna—, no dudéis en visitarnos en Bereth. Estaremos encantados de recibiros.
—En cuanto reunamos suficiente dinero, nos marcharemos de Hamel. Buena suerte.
No aguardaron más. Sírgeric sacó del guardapelo el mechón de Adhárel y…
—Espera —le detuvo Duna—. ¿Y si ya han salido? Necesitamos el de alguien que sepamos que va a estar en el palacio, no podemos aparecer en mitad… de la refriega.
Sírgeric estuvo de acuerdo. Guardó los cabellos de Adhárel y sacó el mechón de Aya.
—¿Mejor?
Duna asintió. Los tres se agarraron del brazo y se despidieron de Timmy y de su madre. Con el suspiro de una ráfaga de aire, se desvanecieron.