Adhárel se despertó con el repiqueteo del agua sobre su cabeza. Abrió los ojos a la oscuridad y al instante prefirió la seguridad del sueño. Se encontraba en la habitación de la Poesía y tenía los dedos manchados de tinta húmeda. Frente a él, sobre el desgastado pergamino, había compuestas cuatro nuevas estrofas; una nueva prueba; el último reto.
¿De verdad habías creído
que podrías hacer trampa?
¿Que íbamos a ignorar
que te ayuda nuestra hermana?
¿Que podrías engañarnos
y no te haríamos nada?
¿Que más tarde o más temprano
no querríamos venganza?
Ahora vamos a tener
que equilibrar la balanza
por eso te quitaremos
tu más poderosa arma.
Lucharás contra tu hermano
portando solo tu espada.
Nuestro juego ha terminado.
Que comience la batalla.
Su aliento contenido se escapó lentamente en forma de vaho. Las Musas habían dictado sus últimas órdenes. Que comenzara la guerra, decían. Que luchara contra Dimitri con su espada. Pero lo más inquietante de todo no era eso, sino el hecho de que, por un motivo que desconocía, los iban a castigar. El miedo arañó su pecho con garras heladas.
Necesitaba a Duna a su lado, ahora más que nunca.
Sabía lo que le había prometido, pero en esos momentos se veía incapaz de cumplirlo. Aquellas palabras eran el mapa hacia el futuro. No podía dejarlas allí enterradas y olvidarse de ellas. No podía.
Cogió el pergamino y, tras comprobar que la tinta se hubiera secado por completo, lo enrolló para ocultarlo en un bolsillo interior con la intención de no volver a separarse de él en ningún momento.
Los pasillos del palacio seguían desiertos cuando regresó a sus aposentos. Sentía la presión sanguínea martilleando su cabeza con intensidad. ¿Dónde estaban Duna y Sírgeric? ¿Por qué no habían vuelto todavía?
Se obligó a calmarse. Quizás hubieran tenido problemas para encontrar al Flautista, o a lo mejor no estaba en la guarida y habían decidido esperarlo en Hamel. No había de qué preocuparse. Sabían cuidar de sí mismos.
Se sentía completamente desvelado y ahora tendría que hacer muchos esfuerzos para llegar a dormirse antes del amanecer.
Encendió un par de velas que reposaban sobre el escritorio y se sentó en la silla aterciopelada para releer los nuevos Versos.
Alguien había hecho trampas en aquel juego. Su hermana. ¿Cloto? Pero ¿cómo podía haber hecho nada aquella anciana que se encontraba en los confines del Continente?
En consecuencia, Ellas equilibrarían la balanza, advertían. Les arrebatarían su arma más poderosa. Su…
—La electricidad —masculló Adhárel al caer en la cuenta.
¡Solo podía tratarse de eso! ¿Qué otros juguetes tenían si no? Las máquinas les conferían una enorme ventaja frente a su hermano. Si las perdían… si las perdían tendrían poco que hacer contra el ejército de Dimitri. Debía prevenir a la Guardia para que prestaran más atención y reforzaran la seguridad; no se lo pondría fácil.
De un soplido volvió a dejar la habitación a oscuras. Regresó a la cama y se tumbó boca arriba sobre el colchón. Fuera se había desatado una nueva tormenta igual de fuerte que las anteriores. Tendría que ir haciéndose a la idea de que el tiempo no los acompañaría durante la batalla.
La batalla…
¿Estarían preparados para enfrentarse al ejército de su hermano? Por un instante se preguntó si podría haber evitado todo aquello. Si, de haber tratado mejor a su hermano de pequeños, todo aquello no habría sucedido.
Se dio media vuelta y se quedó observando los relámpagos y el aguacero a través del cristal. No podía seguir preocupándose por el pasado. No cuando el presente requería toda su atención. Todavía no había rastro de Wilhelm, los niños se habían volatilizado en la noche y Duna y Sírgeric seguían sin aparecer. Sintió un nudo en el estómago al comprender de una manera tan desgarradora lo solo que se encontraba en esos momentos. Siempre había combatido junto a sus amigos. Duna, Sírgeric, Wilhelm, Cinthia… ¿Dónde estaban ahora?
Alguien llamaba a la puerta insistentemente.
—¡Adhárel, abre!
El rey maldijo entre gruñidos y abrió los ojos. La claridad de la mañana había sido engullida por un cúmulo de nubes que descargaba una incesante manta de agua sobre el reino.
Se levantó en pleno bostezo y se puso una bata. Entonces reparó en el pergamino con la Poesía sobre el escritorio. Rápidamente, lo ocultó en uno de los cajones de la cómoda. No hubo ni girado por completo el picaporte cuando su madre irrumpió en la habitación como un torbellino, enarbolando una carta en las manos.
—¡Ha llegado esta mañana!
—¿Qué es? —preguntó su hijo, ahora totalmente espabilado.
—La ha traído un hombre en mitad de la tormenta.
Se la tendió con un temblor que no presagiaba nada bueno. Adhárel rasgó el sobre y sacó la hoja de su interior. No tardó en reconocer la caligrafía que firmaba la misiva. Era la de su hermano.
Sus ojos cruzaron los renglones como un animal encabritado, captando ideas sueltas, incapaz de concentrarse en ninguna. Una vez que llegó al final, volvió a empezar, esta vez con más calma. Cuando terminó, se volvió hacia su madre.
—¿Dónde está el mensajero? —Sentía sus manos ardiendo, como si el papel estuviera hecho de fuego.
—Desapareció en cuanto la entregó. —La reina se sentó al borde de la cama y lo miró preocupada—. Dijo que volvería esta noche para conocer la respuesta. ¿La respuesta a qué, Adhárel?
—Reúne a todos en la sala del trono —replicó con voz seca.
Diez minutos más tarde abría las puertas del salón, congelando los murmullos en el aire. Cruzó la habitación sin apartar la mirada del frente y llegó hasta el final. Una vez allí se volvió hacia sus súbditos y aliados y habló con voz clara.
—Como ya debéis de saber, Dimitri nos ha enviado un mensaje esta misma mañana. —Nadie dijo nada. La incesante lluvia exterior chocaba en los cristales, obligándole a elevar el tono de voz—. Nos ofrece un ultimátum: rendirnos sin sufrir bajas o seguir adelante con la guerra.
Esta vez sí que hubo algún que otro comentario, pero no fue capaz de captarlos.
—Tiene a los chicos.
—No… —musitó su madre junto a él. Zennion también se revolvió incómodo entre el público.
—Sus hombres los atraparon ayer en la linde sur del bosque. Cuatro sentomentalistas jóvenes que decidieron por su cuenta y riesgo marcharse de Bereth y que ahora sirven de rehenes a Manseralda. —Se obligó a contener la impotencia que sus palabras destilaban, como si Duna se lo estuviera advirtiendo al oído—. Dicen que irán matándolos uno a uno por cada noche que tardemos en responder.
—¿Qué hay que pensarse? —preguntó Oer, alzando la voz—. ¡Hemos venido a luchar y no nos iremos de aquí hasta aplacar la rebelión!
—¿Podemos confiar en su palabra? —Zennion estaba pálido como el mármol—. ¿Y si ya los ha asesinado? ¡No tenemos pruebas!
—Tendremos que arriesgarnos —intervino Heredias.
Ojalá estuviera allí Sírgeric, pensó Adhárel. Necesitaba su opinión también. ¿Por qué no habían vuelto todavía?
—¡Podéis contar con Alto Cielo! —exclamó Lorian con la seguridad de un rey.
Adhárel asintió, conforme. No podía dudar, ahora no.
—Partiremos mañana hacia el sur, pues. Nos encontraremos con ellos en el Valle Inocente. Preparad a vuestros hombres para la batalla. Zennion, tú diriges a los sentomentalistas. Heredias, Lorian y Oer, por favor, reuníos para organizar los batallones. Madre, Kylma, Aya. —Las tres mujeres asintieron, expectantes. La última tenía los ojos rojos de haber estado llorando largo tiempo—, necesito que os encarguéis de reunir a los ancianos, mujeres y niños dentro de las murallas interiores. Que recojan todos los víveres y los guarden en los almacenes. Enviad exploradores a las afueras para que ningún aldeano se quede atrás. Avisad de que los portones se cerrarán mañana al mediodía y no volverán a abrirse hasta que… —Debía ser optimista—. Hasta que regresemos.
Hizo una pausa y añadió:
—No sé cuáles de mis decisiones nos han llevado a esta situación ni si podríamos haberlo evitado. Tampoco sé si su ejército será diez veces más fuerte que el nuestro. Pero lo que sí que sé es que cuando os llamamos, vinisteis. Cuando os pedimos ayuda, nos la ofrecisteis. Cuando no quedaban esperanzas, vosotros aparecisteis. Me temo que no tengo el poder de predecir si esta batalla terminará bien o mal, o si será la última o solo la primera de cien años de guerra. Pero cuando os miro desde aquí no veo territorios ni percibo las murallas que se alzan alrededor de nuestros reinos. Veo a hombres y mujeres que van a ofrecer todo lo que tienen, incluidas sus vidas si fuera necesario, para luchar juntos por defender el Continente. Por nuestra tierra. No dejaremos que nadie nos la arrebate a base de tretas, engaños y amenazas. Y este deseo que hoy nos une aquí, aunque sea bajo circunstancias oscuras, es más fuerte que cualquier máquina de rayos o cualquier sentomentalista que pueda existir jamás.
»Dicen que la unión hace la fuerza. Demostrémosle a Dimitri que el Continente no le teme y que no permitiremos que siga haciendo más daño a su gente. Podéis marcharos; ya sabéis lo que tenéis que hacer.
Pero nadie se movió. El silencio tenso que lo había recibido al entrar en la sala minutos atrás se había vuelto más cálido, más humano y más cercano a medida que hablaba.
—¡Por la victoria! —exclamó Heredias.
—Por la victoria —lo secundaron Zennion y la reina Ariadne.
El resto de los presentes, los reyes de Gélinaz, el príncipe Lorian y demás guerreros y sentomentalistas, fueron uniéndose al grito con fiereza. Adhárel alzó los brazos y también lo repitió. Una vez más se lamentó de que ninguno de sus amigos estuviera presente. Pero se negó a volver a caer en las crueles fauces de la desesperación. Comenzó a gritar con más energía. Por ellos. Por Duna, Sírgeric, Cinthia, Wilhelm y el resto. Porque pronto estarían con él.
Cuando abandonó el salón del trono seguía con los nervios a flor de piel. Lo primero que haría sería bajar a hablar con los guardias encargados de las máquinas de electricidad. Tenía que advertirles de que, a partir de ese momento, podía ocurrir cualquier cosa. Ahora solo necesitaba…
El hilo de pensamientos se cortó en seco cuando vio los ojos de la mujer que acababa de aparecer en el portón del palacio. Como si se hubiera tragado un yunque, sus pies se quedaron clavados en el suelo.
—Buenos días, Adhárel —saludó la anciana Cloto con la misma voz rasposa que recordaba. Llevaba un descolorido vestido y colgantes y medallones alrededor del cuello. De su hombro colgaba un enorme saco. A sus pies, agarrado a su cintura, el niño que trabajaba para ella como paje observaba al joven con los ojos bien abiertos.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó el rey.
—Siento no haber podido avisar de mi llegada con antelación —respondió ella con una sonrisa.
—No sois bienvenidos —le espetó sin contemplaciones.
—Ni siquiera sabes por qué hemos venido —replicó ella, avanzando unos pasos. El cayado sobre el que se apoyaba parecía más viejo que cualquiera de los árboles que hubiera en el bosque de Bereth.
—Eres una de ellas. No necesito ni quiero saber por qué te han enviado. ¿Les parecen insuficientes sus amenazas? ¿Quieren ver qué tal me las apaño?
—Ha sido decisión mía venir hasta aquí —le aseguró ella, con voz calmada—. Mis… hermanas me han abandonado.
—Mientes.
La Musa soltó una carcajada amarga.
—Me encantaría que así fuera, pero me temo que no, Adhárel. Me obligaron a escoger bando, y el suyo estaba ya completo.
—¿De qué estás hablando?
—¿Podemos retirarnos a algún lugar más apacible? El reuma me está matando. —El comentario debió de parecerle de lo más ingenioso, pues volvió a reír con ganas.
El rey la examinó con cuidado antes de asentir e indicarle el camino.
Una vez que estuvieron acomodados en los sillones de la pequeña habitación, dijo:
—Más te vale ser concisa y convincente, estoy preparando una guerra.
A Cloto no le pasó desapercibido el tono con el que había añadido el último comentario.
—Quiero ayudaros —dijo. El crío se arrebujó junto a ella sin dejar de observar en silencio al rey.
—Nos apañamos bien sin vosotras.
—No me entiendes —le espetó ella, aparentando preocupación por primera vez—. No sé qué intenciones tienen más allá de enfrentar al Continente entero en una guerra sin precedentes, pero esperan que perdáis.
—¿Y tú no?
—¡He cruzado el mar del sur y medio Continente para llegar hasta aquí! ¿Crees que lo habría hecho de saber que estaba todo perdido?
—No lo sé. Tú eres la sabia aquí.
Adhárel recordaba con dolorosa claridad la noche en la que aquella mujer le puso entre la espada y la pared obligándole a decidir sobre su destino y el del resto del Continente. ¿Qué pretendía apareciendo allí precisamente el día en que había terminado de componer su Poesía? ¿De verdad quería que creyese que se trataba de una casualidad?
—Soy una víctima, como todos vosotros.
—No, como todos nosotros no. Tú no tuviste que enfrentarte a ninguna Poesía ni a ninguna Maldición.
Por respuesta, la mujer metió la mano en el saco que traía y rebuscó en su interior hasta dar con algo. Sin mediar palabra le tendió a Adhárel un trozo de pergamino en un estado tan precario que parecía a punto de deshacerse en polvo.
—¿Qué es?
—Mi Poesía. Mi Maldición.
El rey frunció el ceño y bajó la vista para leer.
—Y ahora, ¿no lo ves como una enfermedad? —leyó en voz baja—. ¿No te parece un mal sueño del que querer despertar?…
Aquellos Versos destilaban tanta maldad como los de su propia Poesía, no cabía la menor duda. Pero seguía sin fiarse. Leyó una estrofa tras otra sin detenerse…
—Porque no es un castigo, te queremos ayudar. Pero tú nos olvidaste y lo tienes que pagar. Despreciaste a tus hermanas y el calor de nuestro hogar. Ya que solas nos dejaste… Disfruta tu soledad.
Alzó la mirada y se encontró con la mirada de Cloto.
—Es real, te lo juro. Y tiene tantos años como yo llevo en este mundo.
—¿Por qué no nos lo dijiste?
Ella se secó las lágrimas.
—¿Que era la reina de un peñón en mitad del mar? ¿Que esto fue lo único que me dejaron mis hermanas a cambio de una eternidad siendo su esclava? Porque no podía. No debía. —Guardó silencio y le acarició el cabello al niño—. Yo también fui joven una vez, Adhárel. Y cometí errores que he arrastrado hasta ahora. No sé si mis hermanas saben que estoy aquí o han dejado de prestarme atención, pero no me importa. No puedo luchar ni recomendarte tácticas de ataque —se rió entre dientes—, pero quería que supierais que cuando acepté cerrar aquel trato contigo, mis hermanas…
—¿Has venido aquí ahora que te han dejado sola? —le interrumpió Adhárel.
—No… —Se quedó en silencio unos segundos—. Bueno, supongo que en parte sí. Todo acto tiene sus consecuencias. Esta ha sido la mía y sería inútil negarlo, igual que también lo sería pararse a pensar qué habría ocurrido si las cosas siguieran como antes.
El rey le devolvió su pergamino con respeto y cuidado.
—Siento que todos estemos sufriendo por culpa de Ellas —dijo, no sin cierta ironía—, pero no esperes un trato especial por mi parte.
—No lo espero, muchacho. Pero permíteme que te pregunte una cosa: ¿habéis conocido ya a la niña sentomentalista?
Lysell.
Adhárel abrió la boca y volvió a cerrarla sin articular sonido.
—¿Cómo la conoces?
La Musa ignoró la pregunta.
—En tal caso, quizás no esté todo perdido.
—Ya no está aquí —le advirtió el rey, sintiéndose obligado moralmente—. Me temo que ha desaparecido.
Cloto se encogió de hombros.
—A lo mejor ya ha hecho su trabajo o puede que esté de camino a ello.
Adhárel no quiso contradecirle. Por desgracia conocía demasiado bien sus galimatías.
—¿Y qué tienes que ver con ella? —preguntó, por el contrario.
La vieja se encogió de hombros.
—Tenemos algún conocido en común.
Y entonces el rey cayó en la cuenta.
—¡La trampa! ¿Fue así como intercediste? ¿Hechizando a Lysell?
Cloto lo miró de hito en hito.
—¡Yo no hice trampas! —respondió, ofendida—. Me limité a darle más emoción al juego.
Adhárel fue a replicar, pero escucharon unos ruidos fuera y se levantaron a toda prisa.
—¡¡Alerta!! —gritó un soldado armado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el rey, saliendo del salón.
—Los guardias han sido envenenados. Las… las máquinas de electricidad —tartamudeó el joven, intimidado—. No están. Las han robado.
Adhárel se volvió hacia la Musa, que se había asomado a la puerta.
—No te muevas de aquí —le advirtió. Después salió corriendo hacia los almacenes con los últimos Versos martilleándole la conciencia. Podía haberlo evitado, podía haberlo evitado…
Se detuvo a varios metros de la puerta, donde se reunían un puñado de hombres en círculo.
—Dejadme pasar. ¡Apartad! —ordenó.
En el suelo, tendidos sobre paja y tierra, ocho de los nueve hombres encargados de guardar el portón permanecían inconscientes. Junto a la mano de uno de ellos, un pellejo abierto derramaba su contenido sobre el suelo. Vino, a primera vista.
Un tipo joven, vestido con la túnica de los sentomentalistas, se acercó al rey con gesto circunspecto.
—Envenenaron la bebida, majestad. Están todos dormidos.
—¿Quién? ¿Quién ha sido? —preguntó el rey, pasando la mirada de los cuerpos al hueco vacío donde debían encontrarse las máquinas de electricidad.
—Solo falta un soldado, majestad. Marius Path.
Adhárel conocía a ese joven.
—Mirilla.
El sentomentalista asintió, hizo una breve reverencia y se alejó.
Adhárel apretó los labios, conteniendo la rabia y las ganas de dar un puñetazo a algo. Los había traicionado un propio soldado de su guardia. ¿De repente? ¿Por qué?
Un nombre le vino a la mente en ese instante, y no era el de Cloto.
—Laugard…