Tres fueron las cartas que la reina Ariadne escribió aquella terrible noche de dolor y engaños.
Mientras los guardias apresaban a Laugard de Siol, Marqués de Caravás…
Mientras el joven Tail se esforzaba por aferrarse a la vida sin un hilo de esperanza…
Mientras el cuervo negro que ahora era Wilhelm sobrevolaba el cielo de Bereth en dirección al bosque…
Mientras la joven heredera de Salmat huía en busca de Vekka y de su lobo…
Mientras Duna intentaba consolar el corazón emponzoñado de su amado Adhárel…
La soberana de Bereth se encerró en sus aposentos y se sentó frente al escritorio para suplicar ayuda, como su padre hizo cuando los dragones asolaban el Continente.
Quizás fue la oscuridad que se pegaba a los cristales como el aliento del mundo, o tal vez el temor que impregnaba la tinta con la que Ariadne escribía, pero un escalofrío recorrió su espinazo al recordar a aquella niña de diez años que compuso, tanto tiempo atrás, los Versos de las Musas.
Sin embargo esta vez lo hacía de manera consciente. Esta vez había tomado papel y pluma como reina de Bereth para suplicar ayuda en aquella inminente guerra. Se guardó las lágrimas para más tarde, para cuando todo se hubiera perdido, para cuando solo pudiera llorar y no luchar, y se dispuso a hablar con el corazón.
Mientras la pluma desfilaba renglón a renglón por los pergaminos, rogando por que los demás reinos se alzaran en armas contra el joven al que una vez llamó hijo, comprendió que por mucho mal que las Musas y sus Versos hubieran hecho al Continente eran una vez más la codicia y el odio humanos los que, de nuevo, amenazaban con destruir cuanto existía…
El rey Dramma de Hamel fue el primero en recibir su carta. La leyó primero en voz baja, saltándose párrafos para llegar a la cuestión principal. Después la leyó en susurros, concentrándose en lo que Ariadne pedía y ofrecía. Por la noche, en la cama, antes de dormir y para escuchar la opinión de su mujer, la volvió a releer en voz alta.
—¿No tenemos suficiente con lo nuestro que encima tenemos que luchar otras batallas? —comentó la reina Sabella, airada, mientras se colocaba su peluca de dormir—. ¿Nos ayudaron ellos acaso con el asunto del endiablado Flautista?
—No te sulfures, cariño. Mira qué sencillo es. —Dramma agarró la carta y la rompió por la mitad. Y después volvió a repetir el gesto con esa mitad. Y así hasta que tuvo un montoncito de papeles en su rechoncha mano—. Ya está. Que se apañen ellos solos. Nosotros tenemos que velar por nuestro reino, no por el de los demás.
—Así es.
—Si quieren que los ayudemos, que nos ofrezcan tierras a cambio o dinero.
—Tierras o berones, eso está bien. —Sabella le acarició con cariño los pocos pelos rizados que le quedaban al rey en la cabeza y asintió.
—Pero no la simple amenaza de que alguien, en el remoto sur, piensa atentar contra todo el Continente.
Ella prorrumpió en venenosas carcajadas.
—¡Habrase visto! Esa Ariadne nunca ha estado bien de la chaveta, y sus hijos tampoco. ¿El fin del Continente como lo conocemos? ¿La venganza de los sentomentalistas? Más le valía descansar un poco y dejarse de molestar a los que no tenemos ninguna culpa.
—Hum.
Dramma asintió dos veces y después se rascó el vello oscuro que cubría su papada.
—Aunque en algo tiene razón —concedió tras meditarlo—. Esos monstruos de la naturaleza…
—Sentomentalistas, cariño —le interrumpió la reina—. Ya sabes que…
—¿No puedo referirme a ellos como me venga en gana ni siquiera cuando estoy contigo? —se quejó, cruzándose de brazos.
—Claro que sí, mi amor. Perdona. —Le dio un beso en la mejilla para que no siguiera enfurruñado—. ¿Qué estabas diciendo?
—Esas abominaciones… yo ya lo dije: algún día iban a dar problemas. Problemas de verdad. Pero ¿crees que alguien me escuchó cuando propuse su exterminación?
—No. No lo hicieron —corroboró ella.
—Exacto. Pues ahora que se aguanten. Nosotros ya echamos a todos de Hamel hace mucho tiempo. Ni uno osaría poner un solo pie en nuestras tierras. Todavía quedan horcas por probar.
La reina sonrió con los labios, pero no con los ojos. Su mente se encontraba allí donde el viento ululaba con fuerza, en las Montañas Silenciosas.
—¿Y qué haremos con…? —la reina cerró la boca.
—Ese Flautista terminará muriendo —le espetó Dramma, con la misma confianza con la que decía que el día daba paso a la noche—. Tarde o temprano. Y yo estaré ahí para verlo.
—Pero… pero llevamos tantos años con lo mismo. Tu padre y tu abuelo ya nos lo advirtieron, ¡y ahí sigue!
El miedo se había colado sin que ninguno se diera cuenta en los aposentos reales y se había acurrucado a los pies de su cama. Hablar del Flautista estaba prohibido en todo el reino, igual que permitir a nadie pasear durante las noches en las que las corrientes de aire trajeran consigo el macabro sonido de su pífano endemoniado.
—¡No es el mismo! No lo es. No puede ser. Debe de ser su hijo o un pariente lejano.
—Pero ¿y si…?
—¿Y si qué? —le retó su marido.
—¿Y si fuera inmortal y no pudiéramos matarlo?
Dramma golpeó la colcha con los puños, enfurecido, ofendido y secretamente asustado.
—Yo te demostraré que no lo es.
—Me estás asustando, cariño. —Sabella conocía aquella mirada. La había visto demasiadas veces en la vida. La misma que puso cuando decidió erradicar a los sentomentalistas de Hamel.
—No tienes nada que temer. Durmamos ahora, mañana lo veremos todo más claro.
La reina asintió poco convencida y se giró para apagar la vela que había sobre su mesilla de noche. Dramma fue a hacer lo mismo, sin embargo el resplandor rojizo de la llama lo dejó obnubilado.
Para cuando tomó aire y la extinguió de un soplido, ya había esbozado un cobarde y eficaz plan en su cabeza…
La segunda persona en recibir la misiva de Bereth fue el príncipe Lorian de Alto Cielo. La leyó con premura mientras se dirigía a los aposentos de su padre, el rey Filócades, en lo más alto de la estructura que hacía las veces de reino y de palacio.
Alto Cielo era conocido por muchos en el Continente como la Ciudad de las nubes. No existían calles ni plazas allí. No como las había en el resto de los reinos. Debido a las guerras y a la mala disposición de los reyes anteriores, aquel lugar no había crecido a lo ancho sobre inmensas extensiones de tierra, pues no tenía, sino a lo alto. Torre sobre torre, conectadas entre sí con largos puentes y galerías y escaleras y columnas que sostenían un piso sobre otro como un castillo de naipes, el reino se había desarrollado hasta alcanzar una altura que rivalizaba con las de las montañas de los alrededores.
Por ello, no había nadie que recordase la última vez que aquel lugar dejó de estar en construcción. Cuando no era una reforma en una de las torres del este, era una ampliación en las del oeste. La cuestión era que nunca, jamás, parecía estar acabada. Y aquello costaba más berones de los que las arcas reales guardaban, y más humanos y sentomentalistas de los que podían permitirse trabajar gratis a cambio de un par de míseros platos de comida diarios y un lecho en el que pasar las noches.
Aquel era el motivo por el que su majestad había enfermado tanto tiempo atrás. Su único sueño, su única meta en la vida era ver terminada la obra y lograr que fuera mucho más brillante y grande que la que su padre le dejó en herencia. Con todo, la realidad era otra muy diferente y ni los materiales llegaban ya, ni los constructores seguían trabajando en ello. E igual que Alto Cielo presentaba el aspecto de las ruinas de lo que debía haber sido, la salud de su soberano se encontraba en el mismo estado.
Cuando el improvisado ascensor de madera, que funcionaba con cuerdas y poleas distribuidas por todo el lugar, se detuvo en el piso correcto y el guardia apostado allí le abrió la portezuela de madera, Lorian bajó de él y corrió por el pasillo hasta el fondo. Allí tragó saliva, respiró profundamente, se agitó como para quitarse de encima el miedo y se alisó la ropa antes de llamar a la puerta con los nudillos. Su padre podía estar a punto de morir, pero su vista seguía siendo igual de afilada que sus hirientes comentarios.
—¿Quién? —La voz sonó autoritaria, ronca y agrietada, como las piedras del palacio.
—Soy yo, padre.
—Pasa.
Lorian tuvo que contener el aliento cuando el hedor de la habitación cerrada le golpeó en la cara.
—Padre, ¿no deberías ventilar esto?
—¿Y tú no deberías estar organizando a los obreros? —El gruñido terminó en un estrepitoso ataque de tos que le hizo doblarse por la cintura.
El príncipe fue a acercarse, pero su padre le indicó con la mano que se estuviera quieto.
—Ha llegado una carta de Bereth —dijo, inseguro.
—¿De Bereth? Déjame ver.
Lorian le tendió el sobre y después colocó las manos a la espalda para que su padre no pudiera ver cómo temblaban de emoción.
—Este sobre está abierto —dijo Filócades, mirando a su hijo de soslayo y con los labios apretados.
—Tenía… curiosidad, padre. Lo siento.
—No, no lo sientes, pero ya no hay nada que hacer —le espetó su padre, cogiendo de la mesilla las gafas con dedos temblorosos y colocándoselas sobre su ganchuda nariz.
Lorian había cumplido los veinticinco años a comienzos de verano y sin embargo seguía comportándose frente a su padre como un niño de diez. Nunca le levantaba la voz, jamás se atrevía a rebatirle nada a pesar de saber que estaba equivocado y bajo ningún concepto le llevaba la contraria en ninguna de sus órdenes. Desde que el viejo rey se había visto obligado a permanecer en la cama por culpa de sus frágiles huesos, al amparo de curanderos y sentomentalistas que nada podían hacer por su salud, el príncipe se había convertido en sus ojos, boca y oídos.
Era su deber reportarle todo lo que sucedía al otro lado de la puerta y, a la vez, llevar las órdenes de su padre a donde requiriese. Siempre de manera diligente, jamás recibiendo a cambio un agradecimiento o felicitación. Nunca esperándolos.
Filócades tosió de nuevo y Lorian apartó la vista en dirección al cuadro de su madre que colgaba frente a la cama. De ella había heredado los ojos verdes y el abundante pelo rizado y negro que se había dejado crecer hasta los hombros. De su padre, la barbilla cuadrada y la prominente nariz.
La reina Edna había sido todo lo que un hijo habría deseado por madre. Era cariñosa, amable, protectora y sabía escuchar. Cuando su hijo le habló de su sueño viajar lejos de allí, ella le animó a hacerlo y le regaló mapas y libros sobre el Continente. Cuando le dio la noticia de que no pensaba casarse con ninguna de las doncellas que su padre había propuesto, ella lo comprendió y le dijo que no había de qué preocuparse.
Por eso Lorian sufrió tanto cuando, cuatro años atrás, su madre falleció al caérsele encima una enorme loseta del techo mientras paseaba por una de las zonas del reino en construcción. Fue una muerte instantánea. Nadie pudo hacer nada por ella.
Durante meses, Lorian lloró su pérdida y regó con aquellas mismas lágrimas el odio hacia su padre y hacia su afán por construir un reino más y más alto. Con velado deseo esperaba que, a raíz del trágico accidente, la locura de su padre remitiese, pero el efecto fue el opuesto. Al tiempo que su salud y humor empeoraban, sus ansias por que su reino siguiera escalando el cielo, aumentaron.
De todas las maneras posibles, Lorian intentó convencer al rey de que se olvidara de una vez de aquella empresa tan absurda y se centrara en revivir lo poco que quedaba del antiguo esplendor de Alto Cielo, pero su padre no era alguien que atendiera a razones y le amenazó con desterrarlo si insistía en el asunto. Aquella fue la última vez que hablaron sobre el tema.
No tenía más hermanos, y los pocos amigos que había hecho de pequeño abandonaron el reino en cuanto pudieron en busca de futuros más prometedores. Él, por el contrario, seguía preso en Alto Cielo como un pájaro en una inmensa jaula de piedra, madera y cristal.
—Puedes echarla al fuego —dijo de pronto su padre, tirando la carta al suelo y quitándose las gafas con gesto cansado.
—¿Al fuego, padre? —respondió incrédulo, agachándose a recoger el pergamino—. Nos pide ayuda.
—Nos pide un ejército que necesitamos y también berones para costear su guerra.
—En la carta no pone nada de dinero.
—A mí no me repliques —le advirtió el viejo, con el dedo en alto.
—¡Pero es que no lo entiendo! ¿No lo has leído? ¡El sur se está levantando en armas y los sentomentalistas nos han declarado la guerra!
Filócades rió con aspereza.
—Mi pobre e ingenuo hijo.
—No soy ingenuo —le corrigió entre dientes.
—Y sin embargo te comportas como tal. —La tos regresó de nuevo con más fuerza, pero Lorian ni se inmutó—. ¿No ves… no ves lo que quieren? ¡Será una trampa! Querrán que nuestro ejército abandone sus posiciones para partir al sur mientras nos atacan desde el norte.
Lorian le miró con incredulidad.
—¿Qué ejército? ¡Apenas tenemos un puñado de soldados que hacen más labores de albañiles que de guardias!
El rey entrecerró los ojos.
—No se te vuelva a ocurrir levantarme la voz, Lorian. —A continuación negó con la cabeza—. ¿Cómo puedo tener un hijo tan tonto? ¡Ay, qué será de mi reino cuando yo falte!
El príncipe se mordió la lengua una vez más para no responder a sus imprecaciones. Aquella era la oportunidad que había estado esperando durante años para poder abandonar el reino y cumplir sus sueños. No se rendiría tan fácilmente como las otras veces.
—Padre, yo guiaré nuestro ejército.
—¿Ejército? ¿No decías que eran solo albañiles? —se mofó el anciano—. Además, tú no podrías dirigir ni a un puñado de doncellas a las cocinas.
Lorian se sonrojó violentamente, pero esperaba que con la falta de luz de la habitación su padre no lo percibiera. Se recuperó del ataque y volvió a la carga.
—Lo digo en serio, ¿qué mejor oportunidad que esta para recordar a todos que Alto Cielo sigue vivo y dispuesto a luchar?
Filócades desvió la mirada hacia la ventana cerrada.
—Pronto no harán falta oportunidades como esta, hijo. Dentro de nada, cualquiera que alce la vista al cielo verá la magnificencia de nuestro reino.
—Padre, por favor…
—¡No! —rugió el rey, volviendo de sus ensoñaciones—. ¡Maldita sea! ¿Además de cobarde e inútil te has vuelto sordo de pronto?
Lorian sentía el corazón latiendo con fuerza en sus oídos y la boca seca. Jamás había estado tan enfadado. Su respiración se aceleró como si hubiera estado corriendo durante horas. La lengua habló sola.
—Me marcho —dijo con voz seria.
—Sí, vete y deja de desatender tus quehaceres.
Lorian negó una vez.
—No, padre, me marcho del reino. Me llevaré a los hombres que quieran venir conmigo.
La expresión del rey se suavizó con terror antes de endurecerse con rabia.
—¿Qué has dicho?
—Que me marcho —Cuánto más lo repetía, más fuerte se sentía y más real le parecía la idea, menos descabellada—. Me marcho a Bereth, a ayudar en la guerra.
Filócades prorrumpió en risotadas venenosas.
—¿Tú? ¿Qué va a hacer una princesa como tú en una batalla?
—Más de lo que un cobarde egocéntrico como tú ha hecho en su propio reino —respondió el muchacho sin poder contener la rabia.
—¿Cómo has dicho?
—Adiós, padre.
El anciano se incorporó de la cama, pero pronto volvió a doblarse de dolor.
—No hagas algo de lo que te vayas a arrepentir más tarde, Lorian. —Su voz era estricta, pero su mirada, vacilante.
—Nunca he estado más seguro de algo. —Se encaminó a la puerta.
—Si te marchas no podrás volver. Te desterraré. ¡Dejaré de considerarte mi hijo!
Giró el picaporte y se volvió hacia el rey.
—Yo hace tiempo que dejé de considerarte mi padre.
Con una reverencia, abandonó los aposentos.
—¡Lorian! ¡Hijo ingrato! ¡Vuelve aquí y pídeme disculpas! ¡Lorian!
Los gritos del rey Filócades lo persiguieron por todo el pasillo. A pesar de las lágrimas que recorrían sus mejillas, el príncipe jamás se había sentido más libre y feliz.
—¡Más te vale llevarte a toda la guardia contigo, pues el resto irá a por ti por traidor! ¿Me oyes? ¡Por traidor!
El príncipe se metió en el ascensor de madera ante la mirada de sorpresa del guardia y le hizo un gesto para que lo bajase. Mientras descendía, el viento arrastró las últimas palabras que oiría de su padre.
—¡Lorian, regresa! ¡Traidor! ¡LORIAN!
La reina Kylma se encontraba en la habitación de sus hijos cuando su doncella le entregó la carta que acababa de llegar desde Bereth. Una sonrisa se extendió por su cara al reconocer la cuidada caligrafía de su buena amiga Ariadne.
Con dedos ágiles abrió el sobre y sacó la hoja de su interior, se acomodó en el sillón y se dispuso a leer. Mas su buen humor y alegría se fueron extinguiendo según iba comprendiendo el propósito de aquella misiva. Cuando llegó al final, sus ojos se desviaron instintivamente hacia sus tres hijos, que jugaban en el suelo con un cazo de agua.
Los sentomentalistas habían declarado la guerra al resto de los mortales. El sur amenazaba con conquistar el Continente y Ariadne lo consideraba suficientemente importante como para pedirle ayuda a ella y a Gélinaz.
—Niños, enseguida vuelvo —dijo, poniéndose en pie.
Los críos dejaron lo que estaban haciendo y alzaron la mirada.
—¿Adónde vas, mamá? —quiso saber Urik.
—Sí, ¿adónde? —le secundó Ashaz.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó Eldavor.
—Erikä jugará con vosotros hasta que yo vuelva, tengo que hablar con vuestro padre.
Los niños se encogieron de hombros y siguieron a lo suyo.
—Pero ¿puedo ir contigo? —insistió el más pequeño de todos.
—No, cariño. —Le dio un beso en la cabeza y salió de la habitación a toda prisa. Afuera se encontró con su doncella.
—No tardaré —le aseguró tras pedirle que cuidara de ellos en su ausencia.
Enfiló el largo pasillo de marfil blanco con la mirada puesta en el pasado. Pocas veces había salido del reino que la vio nacer; aquella inmensa montaña helada había sido todo lo que ella buscó del mundo. En los pocos viajes que realizó al sur fue cuando conoció a Ariadne, entonces princesa de Bereth y algo mayor que ella. Desde el primer instante se hicieron buenas amigas y la correspondencia entre los dos reinos nunca se detuvo. En ella encontró una maestra y una hermana con la que poder desahogarse. Los veranos en los que ella la visitaba habían sido inolvidables. Por eso le entristecía tanto la desesperación que impregnaba sus palabras en la última carta.
La cola de su largo vestido azul se arrastraba por el brillante suelo como las ondas de un pez sobre la superficie del mar. Sus zapatos de cristal marcaban el ritmo de su carrera en busca de su marido. El tiempo apremiaba y era consciente de que cada segundo podía ser crucial en los acontecimientos venideros. No se dio cuenta de lo fuerte que estaba agarrando la carta en la mano hasta que se detuvo frente a la puerta del despacho del rey Oer.
No llamó. Irrumpió en ella con el corazón en un puño.
—Lee —ordenó a su marido con mirada suplicante. El rey no esperó más indicaciones, hizo lo que le pedía mientras ella aguardaba de pie.
Cuando terminó, Oer alzó la mirada consternado.
—¿Los niños…? —preguntó con voz grave.
—No parece que hayan oído nada, que yo sepa. Pero les preguntaré.
El rey asintió, despacio. La preocupación se vislumbraba en cada arruga de su rostro. Su barba blanca y sus ojos casi transparentes le conferían un aspecto peligroso que nada tenía que ver con su afable carácter.
—¿Qué hacemos?
—Bueno, creo que está claro, ¿no? —releyó la carta y volvió a mirar a su mujer—. Debemos ir a Bereth.
Kylma asintió y las puntas del cuello de su vestido, largas y afiladas, se zarandearon tras su nuca. No necesitaban más palabras ni explicaciones. Desde que se conocieron descubrieron en el otro el alma gemela que siempre habían buscado. El suyo era un matrimonio feliz, unido e igualitario. Como en su reinado, ninguno tomaba decisiones sin consultarlo con el otro.
—Partiremos pasado mañana —dijo Oer, poniéndose en pie. Tenía el aspecto de un oso grande, fuerte y algo barrigón. Se acercó a su mujer y sin que ella lo pidiera la estrechó entre sus enormes brazos.
Ella, delgada y frágil como un copo de nieve, agradeció el gesto y se permitió un instante de debilidad que jamás mostraba en público. Sus labios azules, a juego con la sombra de ojos, dejaron un suave rastro en la casaca de su marido al separarse.
—¿Deberíamos dejar a los niños aquí? —preguntó, dubitativa.
Oer pensó la respuesta antes de hablar.
—Creo que estarían mejor con nosotros, Kylma. Al menos allí podremos protegerlos en caso de que ocurra algo.
La reina respiró más tranquila. No deseaba separarse de ellos por nada del mundo.
—Entonces iré a disponer el viaje —dijo.
Su marido le devolvió la misiva y ella la guardó en uno de los pliegues de su falda. Después se dio media vuelta y regresó a sus aposentos. Debía contestar enseguida a Ariadne para hacerle saber que, como siempre le había jurado, Gélinaz respondería a su grito de ayuda cuando lo necesitase.