8. El Marqués

Sentomentalistas había muchos a lo largo y ancho del Continente, pero ninguno podía equipararse a Laugard de Siol, o como gustaba ser llamado: el Marqués.

Sus prodigios se contaban por cientos, si no miles. Se decía que había engañado a la muerte, mendigado a la vida y estafado a la suerte; que se había desposado con una decena de princesas y había combatido en miles de batallas sin más armadura que su pecho descubierto; que todos los reinos le debían favores y que él los cobraba a un alto precio, que había luchado contra gigantes y los había vencido con una aguja y un sedal, que había leído cuantos libros se habían escrito y compuesto o inspirado casi todos los romances, sonatas y canciones que alguna vez se hubieran recitado; que tenía vástagos diseminados de norte a sur y damas enamoradas de este a oeste; que, en definitiva, era cuanto él creía que todo hombre quería llegar a ser.

También se decía que era alto y apuesto, gallardo y valeroso, que sus cabellos rivalizaban con las tonalidades del otoño y que su espalda era tan ancha como una cadena montañosa. Que sus ojos le habían robado el color al mar y que eran capaces de petrificar a sus enemigos y derretir el corazón de las mujeres; que sus labios, gruesos y enigmáticos, sabían dar los besos más dulces y lascivos del Continente y que su lengua solo pronunciaba genialidades agudas como saetas, respuestas afiladas como dagas y piropos cálidos como hogares.

Todo esto y mucho más se decía del Marqués o, siendo fieles a la verdad, se dijo alguna vez de él, pues mucho tiempo había pasado desde que Laugard no cabalgaba sobre su indómito corcel por las tierras de los reinos avivando su leyenda y recordando a todos su nombre y sus proezas.

Desde hacía tanto tiempo que ni él mismo recordaba, su mundo y fama habían quedado reducidos a las paredes del castillo donde ahora vivía y a las pocas hectáreas de terreno que lo rodeaban. A nadie le interesaban ya sus historias, a nadie excepto a su sirviente, a sus dos cocineras y al gato. Y seguro que ni a ellos engañaba ya.

La vergüenza que sentía por sí mismo era tal que había días en los que ni se dignaba a salir de la cama para no enfrentarse a su reflejo.

Y aquel era uno de esos días.

—¡Tengo hambre! —gritó desde sus aposentos, golpeando con los puños el colchón y las sábanas descoloridas. Se cruzó de brazos y se quedó mirando al techo de su cama, donde, hilado con vivos colores, podía contemplar un tapiz de sí mismo vestido con las ropas de un monarca y una corona sobre su lustroso cabello.

¿Dónde habían quedado aquellas prendas tan dignas y delicadas? ¿Dónde la corona y las joyas? ¿Y su lustroso cabello?

—¡Sebastian! ¡Sebaaaastian! —Su grito se convirtió en un lamento, en el gruñido de un recién nacido, en el agudo berrido de un niño consentido. El gato persa que había a los pies de la cama se escurrió sin ser visto hasta ocultar por completo su pelaje abundante y blanco bajo el mueble; conocía demasiado bien los berrinches de su amo.

La puerta de sus aposentos se abrió de sopetón y en el umbral apareció un sirviente delgado como el cuello de una llave, de mirada alicaída, temperamento inexistente y espalda en forma de interrogación de tanto reverenciarse en la vida.

—¿Sucede algo, majestad? —Su voz era como las olas rotas a la orilla. Tranquila, grave, imperturbable.

—¡Quiero que mandéis quemar este tapiz! ¡Lo quiero ardiendo! ¡ARDIENDO! —Lo contrario a la del Marqués, que mientras vociferaba, señalaba con su largo dedo índice hacia las nubes.

—Sí, majestad.

—¡Cuando mañana me levante no quiero verlo! Si por entonces sigue aquí os caerá un buen castigo a todos, ¿me has oído? ¡A todos!

—Sí, majestad.

El Marqués se quedó resollando con los esmirriados brazos sobre el pecho. Hacía días que no forzaba tanto el cuerpo; estaba agotado. Sabía lo que vendría ahora: la jaqueca. Esa dolorosa e incontrolable presión en la cabeza que anulaba cualquier intento por su parte de hacer algo más que no fuera lamentarse y gritar.

Ahí venía.

Se agarró la frente entre el dedo índice y el pulgar y masajeó en círculos mientras que con la otra señalaba a Sebastian.

—¿Qué haces todavía aquí? ¡Ponte a trabajar inmediatamente!

—Sí majestad. Ahora mismo busco la escalera y…

—¡¿Qué?! —Detuvo los dedos y alzó la mirada. La rabia volvía a inflamar sus pupilas—. ¿Pero te has vuelto loco? ¡¿Cómo que vas a buscar la escalera ahora?! ¡Mírame! ¡Ni siquiera estoy vestido!

—Lo siento, majestad.

—¡Y deja de llamarme majestad!

—Mis disculpas, maj… señor.

—Fuera de mi vista.

Sin hacer ruido y con la misma celeridad con la que se había presentado, el sirviente desapareció dejando al Marqués con la cabeza enterrada entre los dedos y un humor de perros.

Necesitaba salir de allí. No, debía salir de allí. Si pasaba un minuto más en aquel lugar terminaría pidiéndole a sus sirvientes que lo degollaran y lo tiraran al mar.

Con los últimos latigazos del mareo y de la jaqueca todavía persistiendo, se puso de pie y avanzó hasta el ventanal con vistas al mar. Quitó el cerrojo y salió al balcón.

La dulce brisa del océano le calmó los ánimos y le puso de mejor humor. Incluso el gato se atrevió a asomar la cabeza y a escurrirse fuera de su cobijo.

Aquella vista le recordó el motivo de por el que había decidido asentarse allí tanto tiempo atrás. Llevaba toda la vida viajando sin descanso, viviendo como si cada día fuera a ser el último, sin preocuparse por las consecuencias ni por el pasado, con la vista siempre puesta en el futuro, en el siguiente paso, en el siguiente reino, en la siguiente mentira. Pero hasta de eso se había cansado.

Todo había empezado a venirse abajo cuando llegó allí. Desde que ese dichoso castillo le llamó tanto la atención, desde que aquellas vistas le instaron a tirar el ancla y a quedarse allí a envejecer y disfrutar de la buena vida que se había ganado.

—¡Pero esta no es la vida que yo quería! —gritó a nadie en particular, al cielo y a los acantilados que se despeñaban ante él—. Esta no es mi vida…

La puerta de la habitación se abrió y Sebastian volvió a aparecer, solícito.

—¿Sucede algo, señor?

—¡No! —gritó sin volverse—. ¡Dejadme solo! ¡Solo!

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, se deslizó hasta el suelo y quedó sentado con las piernas despatarradas entre los barrotes de hierro de la barandilla.

Sabía que los sirvientes se reían de él, que las cocineras murmuraban cuando preparaban sus fugaces comidas en la cocina, que hasta el gato sonreía ante su desdicha.

Cuánto odiaba a ese dichoso animal. Si a alguien tenía que culpar de su situación actual, y por supuesto no iba a ser a él mismo, era al gato.

¡Qué feliz sería si aquel minino y todas sus posesiones no se hubieran cruzado en su vida!

A él le gustaba visitar nuevos lugares sin un penique y pasar de ser un petimetre al noble mejor atendido con quien toda madre quería casar a sus hijas de la noche a la mañana. Le gustaba enfrentarse a diez hombres más fuertes que él y salir airoso sin haber desenvainado su espada, robarle las rimas y las melodías a los mejores artistas y hacerlas suyas, difundir rumores y alabanzas para que se adelantaran y que le fueran preparando el terreno a su llegada. Moriría por volver a sentir la admiración en los ojos de quienes le rodeaban, por escuchar halagos y buenas palabras rogando formar parte de su círculo más personal, por ser el centro de atención y tenerlo todo sin haber hecho nada.

Una sonrisa lánguida se escurrió por sus labios resecos. Quería volver a ser el alma de la fiesta.

El gato maulló desde el interior de la habitación y el Marqués se giró para fulminarlo con los ojos, sus labios formando una fina línea.

—¡Deja de hacer ruido o te tiro a las aguas!

Por respuesta, el animal bufó y correteó por la estancia hasta ocultarse bajo una mesita cubierta por un mantel.

—Eso, escóndete, ¡escóndete, bicho del demonio!

Se volvió hacia el mar y suspiró no una, sino dos veces. Tenía que calmarse o el dolor de cabeza regresaría.

¿A quién quería engañar? ¡Él era quien se había metido en aquel lío! Y también el único que podría sacarlo de allí. Pero ¿cómo hacerlo sin mancharse las manos?

Tarea difícil. Muy difícil. Aunque, llegados a ese punto, ¿qué otra posibilidad le quedaba? Su don ya no era el mismo; no después del último truco. Y sus palabras, para qué negarlo, no causaban la más mínima impresión sin ello.

Al principio había intentado entrenarse con quienes se encontraban cerca de él, con quienes no huyeron en cuanto puso un pie en aquellas tierras. Principalmente fueron las decenas de doncellas que lavaban su ropa a diario, los campesinos que araban la que ahora era su tierra o los cocheros y lacayos de las cuadras. Pero pronto todos se fueron yendo uno a uno hasta solo quedar Sebastian y las dos cocineras. Y el gato. Y seguro que los tres primeros se habrían marchado también de no ser porque ya eran demasiado mayores y no tenían ni familia ni lugar donde caerse muertos.

¿Tan mal se le daba aquello de enfrentarse al mundo real sin utilizar su poder? ¿Cómo podía hacerlo el resto de los mortales? ¿Qué hacían ellos para ganarse a sus semejantes? ¿Cuál era el secreto para hacer que la gente los siguiese allá adonde ellos ordenasen? ¿Una corona? ¡Él ya había llevado una de esas y no le había servido de nada!

Quería su don de vuelta. Su antigua vida. ¿Acaso era demasiado pedir?

Unos golpes en la puerta le devolvieron a la realidad.

—¿Quién?

—Soy yo, señor, Sebastian.

Claro que era Sebastian. ¿Quién iba a ser si no?

—Adelante —dijo, de mal humor y sin moverse del sitio. Lo escuchó entrar y acercarse. Cuando se volvió, lo tenía a menos de un palmo de distancia. Dio un respingo, asustado.

—Ha llegado una carta, señor.

—¿Una…? —Le arrancó el sobre de las manos y lo despidió con tan malas formas como siempre—. ¡Y que nadie me moleste!

Esperó unos segundos antes de abrirlo. ¡Una carta! Hacía meses; no, ¡años! que no recibía ninguna. ¿De quién sería? ¿Qué querrían? ¿Sería esa la puerta hacia su…?

La emoción se fue disipando a medida que los renglones desfilaban ante sus ojos.

—El rey Dimitri… —mascullaba—. En nombre de… libertad y justicia… rogamos atendáis nuestra propuesta… formar parte… ¡de un bando! —exclamó de pronto. El gato, que se había ido acercando sigilosamente, se alejó de un salto—. ¡Quieren que forme parte de un bando de ataque! ¡Una guerra!

Se dejó caer de espaldas sobre el suelo de la habitación con una sonrisa boba danzando en los labios y batiendo palmas.

—¡Por fin!, ¡por fin! —Aquel rey Dimitri, fuera quien fuese, había oído hablar de él. Sabía de sus hazañas, tenía la semilla de la curiosidad germinando en su interior, ahora solo faltaba que él la regase con las palabras adecuadas para que creciese y se hiciera fuerte. Y con ella, su don resurgiría.

Se volvió hacia el gato y lo miró desafiante.

—Ya no maúllas, ¿eh? Claro que no, gordinflón. Porque tú me vas a acompañar a esa guerra. —El felino bufó disgustado—. Te tendré vigilado día y noche. No dejaré que te pase nada. ¿Te gusta la idea?

El maullido seco fue una respuesta más que elocuente, pero ni eso le hizo dejar de sonreír. Ahora debía escoger su ropa, preparar su montura. No, mejor el carruaje. Sebastian le llevaría como al rey que ahora era hasta Manseralda.

Todo saldría bien. Todo saldría más que bien. En sus treinta y cinco años de vida no se había sentido nunca tan optimista.

Con la energía renovada, se puso en pie y se dirigió a los armarios, donde guardaba todos sus trajes olvidados tiempo atrás. Los había de todos los colores y telas, pero para la ocasión se pondría uno formal, altivo, elegante y distinguido. Uno que sabía que pegaba tan bien con sus ojos y su cabello que parecía haber nacido con él puesto.

No esperó ni un instante. Sin ocultarse siquiera tras el decoroso biombo, se embutió en él y se miró de arriba abajo en el espejo de pared que colgaba frente a la cama.

—¡Espléndido! —señaló, dando una vuelta para ver el vuelo de la pequeña cola de la chaqueta esmeralda. Con el pañuelo que encontró en uno de los bolsillos superiores, se frotó los dorados botones hasta dejarlos relucientes. Orgulloso, se volvió hacia el gato—. ¿Tienes envidia? ¿Te gustaría verte así de apuesto? Temo que no está a tu alcance.

Soltó una risotada y volvió a tomar la carta del suelo. El asunto de la guerra era lo que más le inquietaba, pero tampoco en demasía. Un superfluo detalle sin importancia que solventaría en cuanto tuviera oportunidad. Él no estaba hecho para guerrear. Solo para que su nombre quedara bien deletreado y claro en lo alto de la lista de soldados que participarían en ella. Si podía ir acompañado de algún cargo, mucho mejor. El asunto de la sangre, de embarrarse entero o de tener que clavar el filo de la espada en el pecho de alguien estaba completamente fuera de toda posibilidad.

Y no es que no fuera capaz de coger una espada y arremeter a mandobles sin piedad, ni mucho menos. Conocía muy bien el arte de las batallas. No en vano, su padre había sido general en Alto Cielo muchos años atrás, cuando Laugard no era más que un crío y aquel reino un lugar de inconmensurable poder ahora olvidado por todos.

Por eso él había escapado. Porque para brillar no podía quedarse en su lugar de origen y esperar a que destacase como soldado o como artesano. Por eso y porque, cuando su padre descubrió que ocultaba un don, no quiso volver a llamarlo hijo.

Si le viese ahora… ¡amo y señor de todo Caravás! ¿Con un sirviente, dos cocineras y un gato? Minucias sin importancia. Los hechos eran los hechos. Él solo había llegado más lejos que su padre con todo un ejército, y en menos tiempo. Ojalá pudiera estar allí para verlo.

Se repasó la indumentaria hasta que reparó en algo que se le olvidaba.

—¿Dónde la habré puesto? —masculló, poniéndose de cuclillas para buscar bajo los muebles.

Sabía que la última vez que la había visto había sido hacía un par de semanas, cuando la tiró al suelo y esta rodó a saber dónde. Tenía que estar por allí. Criando polvo en…

¡Ahí estaba!

Bajo la cama, lejos de cualquier lado y oculta en las sombras, el dorado de la corona destellaba levemente.

Alargó el brazo y fue tanteando con la mano, apartando las pelusas de polvo que se adherían a ella hasta que creyó intuirla. Y entonces sintió un zarpazo.

—¡Ah! —Fue a levantarse pero se golpeó el codo con la madera. Un agudo dolor le subió hasta el hombro—. ¡Maldito gato! ¡Maldito gato!

La puerta se abrió.

—¿Sucede algo, señor?

—¡Sí! ¡Quiero a ese gato muerto! ¡Muerto!

—¿Disculpe, señor?

—¡Ya me habéis oído! —Se puso de pie y se lanzó a por el felino, que lo esquivó con un maullido y una facilidad insultantes—. ¡No te escaparás!

—Respecto a la misiva, señor…

El Marqués se volvió hacia su sirviente como un tornado.

—¿Qué?

—¿Queréis que prepare algo o…?

La carta. Respiró. El traje. Una vez más. Lo esperaban. Poco a poco fue volviendo en sí. Se recompuso como pudo y con toda la elegancia que le permitía su voz, todavía ronca por los gritos, dijo:

—Preparad el carruaje. Ensillad los mejores corceles. Mañana partiremos hacia Manseralda.

Sebastian se quedó pensativo y mientras salía haciendo una reverencia se preguntó cuándo se habían anexionado aquellos dos reinos. ¿Tanto tiempo hacía que no sabían nada del resto del Continente?

De nuevo solo, el Marqués cogió una percha alargada y volvió a ponerse de rodillas. Esta vez alcanzó la corona sin problemas. Cuando se presentó ante el espejo con ella sobre los cabellos, sonrió satisfecho, y como si aleccionara a un niño pequeño, dijo:

—Voy a recuperar todo: mi don, mi fama y mi poder. Ya basta de descansar y de torturarme solo. Manseralda caerá rendida a mis pies, y después el resto del Continente. —Se giró hacia el gato—. Y tú lo verás sin poder hacer nada, bicho inmundo.

El minino bufó con rabia antes de levantar la cola como desaire y asomarse al balcón.

Más allá de la barandilla, en el precipicio donde las olas rompían, el Marqués creyó intuir una risa burlona que le retaba a cumplir su palabra, pero no se dejó intimidar.

Pronto sería capaz, incluso, de secar aquellas aguas si así se lo proponía.