Lysell se mantuvo apartada junto a Vekka mientras los hombres traían en una camilla improvisada a la criatura que habían encontrado en el bosque. La mujer, cubierta de pies a cabeza con un vestido desgarrado, le seguía a su lado, sollozando y con el brazo aparatosamente vendado.
El incidente con Azquetam seguía palpitando en su memoria como una herida abierta. Sabía que en ese momento debería estar haciendo el petate para alejarse de allí lo más rápido posible, pero había algo en aquel suceso que la atraía ferozmente.
Las palabras del hombre que le entregó su don resonaban en su cabeza con fuerza:
—Lysell, pronto vendrán a buscarte.
—¿Quién? ¿Quiénes? —preguntó ella entonces.
—Alguien que te protegerá y alguien que intentará hacerte daño.
Alguien que la protegería y alguien que le haría daño. ¿Era casualidad que precisamente el mismo día que pensaba huir tuviera lugar aquel suceso?
—¡Apartad! —gritó uno de los cazadores. Todo el campamento allí reunido se echó hacia un lado para dejar vía libre a los portadores del cuerpo. Lysell se puso de puntillas para intentar ver algo, pero fue en vano.
—Ven —le dijo Vekka, agarrándola del codo y tirando de ella—. Desde allí lo veremos mejor.
Con la ayuda del otro y la mirada siempre atenta de Lue, se encaramaron a un árbol cercano de ramas anchas y tronco grueso. A una altura considerable, tenían una panorámica estupenda del círculo que se había formado alrededor de los recién llegados.
La mujer se arrodilló junto a quien debía de ser su amado y comenzó a sollozar suplicando ayuda. La angustia se reflejaba en cada espasmo de su cuerpo.
El otro, por su parte, parecía a primera vista un hombre corriente, de cabellos largos y negros, con algo de barba y una capa cubriéndole el torso.
Lysell se volvió hacia Vekka, decepcionada.
—¿De verdad es un…?
Antes de que pudiera terminar de preguntar, el muchacho le indicó que mirase. El capitán del grupo de exploradores se había arrodillado. Mientras una de las mujeres separaba a la herida con cuidado, el otro le apartó la capa al hombre de un tirón y dejó a la vista una lustrosa ala negra semejante a la de un cuervo. La extremidad se perdía por debajo de la camisola que llevaba atada al hombro, e incluso en el cuello todavía se percibía un suave rastro oscuro que nada tenía que ver con el vello humano.
Lysell reprimió un escalofrío. Los rumores eran ciertos. Era un hombre pájaro. O un pájaro hombre. Una rareza, en cualquier caso.
—¡Bautata! —Azquetam se cruzó de brazos y aguardó a que su madre llegara a él—. Hazte cargo del monstruo hasta que despierte. Pero en cuanto abra los ojos, envía a alguien a buscarme.
—¡No es un monstruo! —gritó su compañera, golpeando sin fuerza al chamán, desesperada—. No lo tratéis como tal. Él es… es…
Prorrumpió en sollozos y no pudo terminar la frase.
Lysell también se sintió ofendida ante el insulto, como si se lo hubieran llamado a ella. Quizás porque en el fondo creía comprender por lo que debía de pasar ese hombre a diario al tratarse, probablemente, de un sentomentalista.
Bautata se acercó a su hijo y lo fulminó con la mirada. Después acogió a la mujer entre sus rechonchos brazos para que llorase sobre ella antes de acompañarla hasta su cabaña con paso renqueante.
—¿Quieres que lo veamos de cerca? —preguntó Vekka.
La niña se quedó unos segundos pensativa. Podía seguirle e investigar lo sucedido o, por el contrario, aprovechar la conmoción que ahora reinaba en el campamento para huir. Vekka debió de intuir algo, pues frunció el ceño y dijo:
—Mi padre te ha pedido que te marches. —No era una pregunta. El diminuto brillo de sus ojos se extinguió sin dejar tras de sí ni un rastro de ceniza.
No, tu padre me ha pedido que lo lleve conmigo, pensó.
—Algo así.
Vekka se giró hacia el chamán y le dedicó una mirada glacial.
—Lo siento…
El muchacho se volvió hacia ella.
—No lo sientas. Yo me voy contigo. Ya te lo dije.
—Pero…
Él se deslizó tronco abajo hasta el suelo con la agilidad de un animal.
—Ya he tomado una decisión. No intentes disuadirme.
—No intento disuadirte —sin soltarse de la rama, se descolgó a su lado—. Intento que entres en razón. Aquí tienes un futuro, una familia…
—¿Futuro, dices? —Tensó la mandíbula con indignación a pesar de que su tono seguía sin variar—. ¿Permanecer como mi padre durante el resto de mi vida en este sitio te parece un futuro? Y no hablemos de familia…
No, mejor que no hablasen sobre ello.
—De acuerdo —sabía que sería inútil intentar hacerle entrar en razón y, por otro lado, ¿con quién mejor que con Vekka para recorrer el Continente?—. Entonces nos marcharemos esta misma noche, cuando no haya tanta luz.
Lue trotó a su alrededor. Parecía encantado con la idea. El muchacho también sonrió un poco. Lysell, sin embargo, tenía la cabeza puesta en los recién llegados. ¿Uno la ayudaría? ¿El otro la haría daño?
—Pero hasta entonces —insistió el chico, sacándola de sus deliberaciones—, ¿no quieres que veamos al hombre cuervo de cerca?
—No creo que nos dejen.
Vekka se encogió de hombros.
—Es tu tienda de campaña, ¿no?
—Bueno, técnicamente ya no —replicó la chica.
—Es igual. Bautata está a su cargo. Seguro que no le importa que nos acerquemos. Además, será un buen momento para que te despidas de ella.
Las palabras le provocaron un hondo pesar. Si se marchaba no volvería a ver a la única mujer que había considerado alguna vez su familia. ¿Quién la protegería cuando ella no estuviera? ¿Quién le aconsejaría qué camino escoger o que decisión tomar? Parecía que, en todos los aspectos, había llegado la hora de que creciese.
Se alejaron de allí a paso rápido. Un par de hombres rondaban las inmediaciones en caso de que la mujer necesitara ayuda, así que optaron por la entrada trasera.
—¿Bautata? —Lysell se arrastró por el suelo alfombrado seguida de Vekka.
La anciana y la recién llegada se volvieron en cuanto los escucharon llegar.
—¿Qué hacéis vosotros dos aquí? Marchaos antes de que os descubra alguien.
Los muchachos se habían quedado paralizados a la entrada con la mirada puesta en la desconocida.
Ella sí que tenía la apariencia de un monstruo, pensó Lysell sin poder contenerse.
El rostro de la mujer parecía más bien una máscara de arcilla como las que los niños llevaban durante los festejos. Nada en sus facciones tenía sentido: mientras un ojo parecía el de un ciervo, con una ceja peluda sobre él, el otro se asemejaba al de una rana, pequeño y viscoso. Su nariz tenía la forma de un tubérculo, mientras que sus labios parecían dos lombrices anilladas y finas. Y su piel, seca y llena de poros, daba la sensación de ser menos suave que la misma tierra sobre la que se asentaba el campamento.
La mujer entrecerró los ojos al descubrirla mirando sin ningún pudor, y ella bajó la cabeza, avergonzada.
—No te preocupes. Estos dos son mis nietos: Vekka y Eis —habló Bautata mientras aplicaba unas vendas sobre la piel ensangrentada del hombre cuervo.
—Lysell —le corrigió la niña en un murmullo, todavía con los ojos puestos en la alfombra.
—¿Lysell? —Su voz parecía pertenecer a otra persona. Era melosa y algo grave, pero indiscutiblemente femenina. Si hubiera cerrado los ojos, no habría adivinado el rostro de su poseedora ni en un millón de años.
La anciana se inclinó hacia la recién llegada y le sonrió con camaradería.
—Se me había olvidado. Eis, Lysell, ¿qué importa un nombre?
—Así es —corroboró la mujer—. ¿Qué importa un nombre cuando se es tan bella?
La niña volvió a enrojecer.
—¿A qué habéis venido?
Vekka también bajó la mirada.
—A verlo…
—Está dormido —replicó la anciana sin más explicación—. Poco podrá contaros.
—¿Tenéis curiosidad por mi hermano?
Lysell alzó la cabeza con la boca abierta. ¡Era su hermano! Después asintió, primero con cautela, luego con entusiasmo.
—No creo que le importe. Le encantan los niños.
Por su tono de voz podría haber querido decir que le encantaban los niños… cocinados. O que le encantaban los niños… muertos. Pero aquello no disuadió a los dos jóvenes.
Primero Vekka y después la niña, se arrastraron con cierto reparo hacia el cuerpo y lo observaron de cerca. Lysell calculó que debía de tener entre treinta y cuarenta años. Las arrugas, aunque finas y desperdigadas, decoraban su rostro curtido y oscurecido por el sol. Su brazo humano presentaba un aspecto formidable; sin duda hacía todas las labores con él, mientras que el ala, a excepción de los lugares donde se veía la sangre reseca, se encontraba lustrosa y limpia. Daba la sensación de que uno pudiera ver su reflejo en cada pluma.
—¿Es… humano? —preguntó con un hilo de voz, intentando no sonar impertinente.
—Yo diría que sí —respondió la mujer, apartándole el cabello de la frente. Si había sentido algún impulso por culpa del hechizo de la niña, no lo demostró—. El pobre no es más que un desgraciado con una maldición a cuestas. Como yo.
Vekka y Lysell se miraron, sorprendidos.
—¿Qué clase de maldición? —el chico no pudo contener la emoción.
Bautata también guardaba silencio, prestando atención.
—Bueno, la de cada uno es diferente —explicó la mujer—. Yo, por un lado, no siempre fui así de monstruosa. Una vez fui tan bella que todos los hombres se giraban al verme pasar, aunque entonces no me importaba. Hasta que un día apareció un sentomentalista en la puerta de mi casa y me ofreció un trato: a cambio de lo que yo menos valoraba de mí misma, me concedería un deseo.
Los niños no apartaban los ojos de las manos de la mujer, que trazaba en el aire los renglones del cuento sin percatarse.
—¡Cuál fue mi sorpresa al comprender que se refería a mi hermosura!
—¿Y cuál fue vuestro deseo? —preguntó Vekka.
Ella fue quien apartó esa vez la mirada.
—Poder tener un bebé.
—¿Y os lo concedió? —insistió mientras Lysell pasaba la mirada de ella a él, temiendo que aquella historia no acabara bien.
—Me lo concedió. Me concedió poder tener un bebé, no tener un bebé. —Una lágrima se escurrió por sus deformes facciones hasta caer en la alfombra—. Pero ¿quién iba a querer darle un hijo a alguien como yo?
Lysell tragó saliva, conmovida por su tristeza.
—¿Y… la de él? —Vekka señaló al hombre cuervo.
Cuando se recompuso, la mujer respondió:
—Intentó timar a un hombre en una taberna. —Cuando dijo aquello parecía que todo rastro de dolor se hubiera esfumado—. Mi hermano no es un hombre sencillo. Bebe más de la cuenta y, bueno, se pasa el día apostando. Por eso tuvimos que dejar nuestra casa y mendigar por los reinos. En una taberna cercana quiso jugársela a un sentomentalista y lo pagó caro. Desde entonces cargo con él a cuestas.
—¿Quién os atacó en el bosque? —quiso saber Bautata.
Ella se volvió hacia la anciana.
—Un grupo de forajidos que venía siguiéndonos los pasos desde la taberna. Esperaron hasta que nos detuvimos a descansar para abalanzarse sobre nosotros.
—No… —Lysell abrió la boca, conmocionada.
La mujer pasó la mano por la frente de su hermano.
—Una de sus armas lo atravesó casi por completo. Yo pude deshacerme de los otros dos y espantarlos, pero si no llega a ser por vuestros hombres, no sé lo que habría sucedido. —Las lágrimas amenazaban con volver a derramarse—. Sé que no ha sido un hombre bueno, que es peligroso, pero no se merece esto. No se lo merece…
—¡Bueno, ya basta de cháchara! —Exclamó Bautata, retomando el control de la situación—. Es hora de descansar.
El hombre cuervo se removió con un gruñido sin llegar a abrir los ojos.
—Al menos no está muerto —murmuró Lysell.
—Por el momento.
—¡Vekka!
—Lo siento…
La sombra de uno de los guardias se proyectó sobre la tela de la entrada.
—¿Bautata?
—Ahora no puedo salir. —La mujer les hizo un gesto con la cabeza a los chicos para que se alejaran—. ¿Qué queréis?
—Azquetam busca a su hijo. ¿Lo has visto?
Sin dejar de fulminar al chico con los ojos replicó:
—¿Cómo pretendes que lo haya visto si no he salido de aquí? ¡Estará en el bosque con ese endiablado lobo!
Vekka se escurrió a gatas hasta la otra puerta. Lysell iba a moverse cuando el guardia añadió:
—De todas formas quiere hablar contigo y con la mujer.
—¿Y qué hago con el herido?
—Dejarlo ahí, no creo que vaya a salir volando. —El hombre soltó una carcajada que coreó su compañero.
—Ahora voy —gruñó Bautata, poniéndose en pie. Después ayudó a la recién llegada y se giró hacia Lysell—. Márchate en cuanto salgamos, ¿me has entendido?
La niña asintió sin abrir la boca. Se ocultó tras unos jarrones cuando la mujer abrió la puerta y después se puso de cuclillas para salir corriendo, pero en ese momento sintió algo bajo las rodillas.
En la tierra, formando una deformación en la juntura de dos de las alfombras que cubrían el suelo, había un bulto en el que no había reparado hasta entonces.
Extrañada, separó los dos trozos de tela para dejar libre lo que a primera vista parecía una hermosa flor de pétalos dorados.
—¿Y tú de dónde has salido? —preguntó en voz baja. Comprobó que Bautata no andaba cerca y después acercó la mano al tallo. Pero justo cuando iba a tocarlo, unos dedos grandes y oscuros la agarraron.
Ahogando un grito, se apartó del lugar y se quedó con el corazón desbocado observando al hombre cuervo, que a su vez la miraba con los ojos entreabiertos.
—Lysell… —masculló con la boca seca.
La niña miró hacia todos lados sin saber si gritar para alertar a todos y descubrir su posición o salir huyendo y dejarlo allí solo.
Un momento, ¿cómo podía saber su nombre?
Los labios agrietados del enfermo se curvaron en una sonrisa de lo menos tranquilizadora.
—Te he… encontrado… —Le sobrevino entonces un ataque de tos.
Lysell se liberó de un manotazo y se alejó a rastras para que no pudiera alcanzarla. Podía haberle preguntado quién era, si tenía buenas o malas intenciones, de qué la conocía; cualquier cosa, y habría conocido la verdad. Pero el miedo le agarrotó los músculos y le secó la garganta.
—No… huyas… Te voy a…
—¡Está despierto! —exclamó en ese momento Bautata, entrando en la tienda, seguida de la hermana—. Y tú sigues aquí.
—Pero ya me iba —balbució la niña sin apartar los ojos del hombre cuervo.
—¡No! —exclamó el hombre cuervo, intentando alcanzarla.
—¡Hermano, estás vivo! —exclamó la mujer.
—¡Tú…! ¡Debo… ahhh! —Su voz se convirtió en un gemido de dolor mientras Lysell se arrastraba a toda prisa hasta la salida. El corazón le latía descontrolado y los pulmones no parecían querer trabajar.
En cuanto estuvo fuera se puso de pie y, trastabillando, se alejó del campamento hasta perderse en la espesura del bosque, en el único lugar en el que podía bajar la guardia y pensar sin sobresaltos.
Tenían que ser ellos. Uno la protegería, el otro le haría daño. Aquel desconocido sabía su nombre, aunque podía haberlo escuchado mientras se hacía el dormido, pero ¿cómo podía ser? La había encontrado. ¿Qué había querido decir con ello? ¿Por qué la había estado buscando? ¿Por qué su hermana no había dicho nada?
Se rodeó las rodillas con los brazos y metió la cabeza entre ellas para dejar de temblar.
¿Era casualidad que hubieran aparecido aquel preciso día? ¿Y si sabían de dónde provenía? ¿Y si podían ayudarla a encontrar su reino? ¿Y si solo estaban mintiendo para hacerle daño? ¿Y si quienes los hubieran herido seguían por los alrededores?
Las posibilidades la agitaron todavía más.
Tenía que marcharse del campamento. Aquello era lo único que debía preocuparle. Iría a buscar a Vekka inmediatamente y juntos escaparían del bosque de Célinor.
La había encontrado.
Aquel fue el primer pensamiento lógico que inundó su mente antes de volver a perder la consciencia una vez más. Despertó un rato después debido a la algarabía de voces que había a su alrededor. Una anciana vociferaba que todavía no se había recuperado lo suficiente como para interrogarlo. Supuso que hablaban de él. Por el contrario, la voz grave de un hombre replicó que no pensaban dejarlo en el campamento durante la noche, en caso de que fuera peligroso.
Entonces intervino una tercera voz en la que no había reparado y que le resultaba extremadamente familiar.
—¿Qué queréis de él? ¡No es peligroso!
¿Quién lo defendía con tanto ahínco?
—Eso no podemos saberlo. Querida, tú misma has dicho que es un bebedor y que ha sido quien os ha metido en estos problemas.
Debían de estar refiriéndose a otro. Él no bebía, al menos que recordase. En cuanto a los problemas…
—Pero…
—Pero nada. —El hombre insistió con más ferocidad—. Mientras decidimos qué hacer con él, te pediríamos que esperases fuera.
Su protectora fue a replicar, pero se dio por vencida y se alejó de allí.
Wilhelm curvó los labios en una sonrisa, intentando imaginar de quién podría tratarse, pero el latigazo que sintió en el hombro le hizo gruñir de dolor.
De pronto notó un aliento rancio cerca de su cara.
—¿Está despierto?
—Despierto, sí —respondió la anciana—. Con fuerzas para que lo avasalles, no.
Hubo un silencio prolongado en el que Wil intuyó el crepitar de un fuego cercano y el arrullo del viento en el exterior. Debía estar en algún lugar cubierto.
—¿Crees que han utilizado mi don para esto?
—¡Pamplinas! —exclamó la mujer—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que los poderes de los sentomentalistas son irrepetibles?
—Pero entonces…
—Es algo diferente. Algo mucho más oscuro y perverso. Quien se lo hiciera sabía cómo provocar dolor, aunque por lo que me ha dicho su hermana, él se lo buscó.
—Entonces está decidido: no lo quiero aquí cuando anochezca. Soy el chamán y esas son mis órdenes.
—¡Pues yo soy tu madre y si no lo querías aquí, no haber permitido que tus hombres lo recogieran!
Wilhelm sentía su cabeza a punto de estallar. ¿De qué hermana estaba hablando aquella mujer? ¿Y dónde estaba la niña? Necesitaba salir de allí y buscarla. Los gordolobos habían dado con ella. Las Voces habían estado en lo cierto.
Las Voces.
¿Dónde se habían metido? ¿Por qué se habían callado? Llevaba sin escucharlas desde… desde…
Con un bramido se incorporó, asustando al hombre y a la mujer, que se alejaron aterrados. Indiferente al lacerante dolor que sentía, intentó ponerse de pie.
Ahora lo recordaba todo.
—¿Adónde… crees que vas? —Con más miedo que vergüenza, el que decía ser el chamán lo apuntó con una daga que había desenvainado de su cinturón.
—Debo… la niña… mi hermana…
No lo pudo soportar más. Con un gemido, volvió a caer sobre la sábana.
—¿De qué estás hablando? —La mujer, tan anciana como la había imaginado al escuchar su voz, se inclinó sobre él con los brazos en jarras—. Vas a tener que aguantar sin moverte al menos un par de noches.
—No hay… tiempo.
—No, no lo hay —corroboró el hombre—. Si se muere, que sea en el bosque, no en mi campamento.
La anciana no daba crédito a lo que decía su hijo. Iba a replicar con fiereza cuando Wilhelm masculló una palabra casi sin aliento:
—Lysell…
Madre e hijo se volvieron hacia él.
—¿Has oído lo mismo que yo? —El cuchillo le tembló entre los dedos.
—Proteged a…
Pero antes de que pudiera llegar a pronunciar su nombre una vez más, volvió a caer inconsciente, no sin antes rememorar la mirada de su atacante en el bosque. Su fuerza y rabia al apuñalarlo. Las voces ordenándole que no se rindiera. Aquellos ojos y aquel rostro deforme que una vez fue bello.
Firela lo había seguido hasta allí. Él la había traído hasta su sobrina.
Y ahora Lysell se encontraba a su merced y completamente desprotegida.
—¿Lo tienes todo? —siseó la muchacha con su petate a la espalda y un pañuelo oscuro alrededor del pelo para no llamar la atención.
Vekka asintió, seguro, y después salieron fuera de su tienda de campaña. El sol se había ocultado casi por completo tras los árboles y el campamento comenzaba a brillar con la luz de las hogueras que crepitaban en el centro.
De puntillas, intentando que la tierra crujiera lo menos posible, recorrieron todo el perímetro en dirección a la zona más espesa del bosque. Pero cuando iban a internarse en él, sintieron la presencia de alguien a sus espaldas.
—¿Os marcháis?
Los dos se dieron la vuelta para encontrarse con la hermana del hombre cuervo.
—No… Nosotros…
—Íbamos a cazar —intervino Vekka, a la defensiva. El lobo se colocó a sus pies y enseñó los dientes. La mujer no se inmutó.
—¿Con toda esa ropa? —Señaló sus petates.
Vekka frunció el ceño.
—¿Qué quieres?
—Escapar con vosotros.
Lysell dio un respingo.
—¿Escapar de quién? —El muchacho seguía en tensión.
—De mi hermano, de mi vida con él. Quiero volver a tener la oportunidad de ser libre y no encontraré una oportunidad mejor que esta para alejarme.
—¿Lo dejarías solo ahora que está muriéndose? —preguntó Lysell.
—Sí —respondió la mujer con la convicción que el don de la niña provocaba en todos.
Los dos muchachos se miraron entre sí. Sobraban las palabras para saber que, una vez que abandonasen la seguridad del campamento, cuantos más fueran, menos peligros correrían. Pero también era un riesgo acoger a una desconocida.
Entonces Lysell tomó una decisión.
—¿Sabes quién soy?
—Sí, eres Lysell. —Guardó un instante de silencio y después añadió—: Y he venido a ayudarte. Yo conocí a tu madre.
La niña abrió los ojos antes de entrecerrarlos, sorprendida por su revelación.
—Lo sabía —masculló para sí. Dio un paso hacia ella—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque no quise. —Firela frunció el ceño y movió los labios sin pronunciar palabra—. No quería que mi hermano te descubriera. Lo siento.
Lysell asintió. La pregunta había sido clara, y la respuesta, concisa.
—Puede venir —dictaminó.
—¿Qué? —Vekka la agarró del brazo—. ¿Te has vuelto loca? ¿Y si miente?
—Confía en mí.
Él pareció debatirse entre si aceptar o no cuando escucharon las voces de varios hombres y mujeres gritando sus nombres. Con enfado, soltó a su amiga.
—Sea como sea, tenemos que movernos. Nos están buscando.
Lysell le hizo un gesto a la mujer y ella asintió con una mueca perturbadora.
Manteniéndose siempre pegados a las telas y con Lue trotando a su lado, se deslizaron hacia la espesura del bosque, esquivando la mirada de los vigilantes que hacían guardia en los alrededores del poblado y de las luces que desprendían las antorchas.
Una vez que se encontraron rodeados por árboles y arbustos, echaron a correr sin rumbo fijo con la única intención de alejarse lo máximo posible de allí. Ya decidirían qué camino tomar cuando estuvieran seguros de que nadie los perseguía.
Firela se relamió con gusto cuando comprobó que la mala suerte, por primera vez en mucho tiempo, parecía haberle dado un respiro. Había encontrado a su sobrina. Su hermano seguramente moriría. Y ella, finalmente, sería la reina de Salmat. Kendra se hubiera sentido tan orgullosa de ella…
Tuvo que concentrarse en el bosque, que pasaba ante ella como una exhalación, para dejar de pensar en su querida y añorada hermana.
Su más leve recuerdo, fuera cual fuese: un consejo pasado, una anécdota, un asesinato perpetrado juntas… la devolvía al claro del bosque donde había encontrado su cuerpo inerte. Al menos, ser un monstruo y que sus facciones se hubieran desfigurado tanto tenía sus ventajas. Por mucho que se mirase en un espejo, no vería ni rastro de su gemela. Ni siquiera su cabello se había salvado de la maldición de Tézcar.
Esquivó un montículo de piedras y siguió corriendo tras los niños. Desde luego ya no se encontraba en la misma forma que antes. Su pierna derecha se quejaba con cada irregularidad del terreno, había comprobado que el flato le sobrevenía mucho antes de lo que lo hacía en el pasado y montar en caballo se había convertido en un auténtico suplicio. Al menos, se dijo, había sacado una buena tajada al vender a su yegua, Zoya.
Con aquel intercambio de berones, además de vender su último lazo con el pasado, se había jurado no volver a querer a nada ni a nadie en lo que le restase de vida. Y por el momento no le había ido nada mal.
Tardó varios meses en encontrar el rastro de Wilhelm tras su enfrentamiento. De algún modo, mientras ella lloraba la muerte de su hermana durante horas, él había logrado regresar por sus medios hasta Hamel y allí había aguardado hasta recuperarse de todas las heridas y contusiones que ella misma le había provocado.
Sin embargo, por mucha intención que el hombre hubiera tenido de resultar invisible, alguien con un ala de cuervo era bastante fácil de recordar. Para cuando estuvo listo y se puso de nuevo en marcha, ella ya le seguía la pista.
Dieron vueltas durante semanas por el inmenso bosque de Célinor. Él delante, ella a bastante distancia por detrás. Lo peor habían sido las noches. A pesar de que el frío del invierno resultaba menos crudo entre la foresta, no podía encender ni una hoguera para no descubrir su posición. Desde entonces sentía la respiración mucho más pesada y los ataques de tos le sobrevenían con mayor intensidad cuando se descuidaba.
Tuvo que apoyarse en un árbol para no caer. Los muchachos, al frente, se detuvieron.
—¿Estás bien? —le preguntó Lysell, acercándose.
—Me duelen el pecho y la pierna. —¿La pierna? ¿Por qué le hablaba de la pierna también? Firela empezaba a preocuparse. No era la primera vez que sentía aquella urgencia tan desesperada por responder la verdad a aquella niña.
—Lysell, no podemos pararnos. —El chico era mucho más angustiante. Con aquel lobo que parecía su mascota y con esos ojos del color de la tormenta, le ponía los pelos de punta.
—Estoy mejor. —Se enderezó y forzó una sonrisa. No hizo falta que dijeran nada para saber que no les había tranquilizado con el gesto. Era un monstruo, incluso cuando sonreía; que no se le olvidara.
—Pues sigamos.
Pronto tuvieron que encender unas yescas para esquivar las trampas del bosque. No hablaron durante todo el recorrido. El lobo aparecía y desaparecía, y cada vez que su figura se perfilaba entre los árboles, a Firela le daba un vuelco el corazón. Iba armada, sí, pero las heridas que se había tenido que infligir a sí misma para que el supuesto ataque de los bandoleros tuviera algo de verosimilitud le escocían como mil demonios.
Y todo por esa niña que ahora tenía enfrente. Lysell. La reina de Salmat. Su sobrina. Su presa.
La boca se le secó al recordar la pregunta que la niña le había hecho al salir del campamento y el extraño deseo que había sentido de decirle la verdad. Dos veces seguidas. Pero ¿y si le hubiera preguntado por sus verdaderas intenciones? ¿Habría tenido la misma urgencia de responder? Había mentido durante toda la tarde a toda esa gente y después, en el momento más inoportuno, ¿casi lo estropeaba todo? ¿Qué sentido tenía? ¿Tézcar, además de su edad y su belleza, también se había llevado su ingenio?
No, ahí había algo más. Algo que se escapaba de toda lógica y que la carcomía por dentro. Cada vez que esa niña le había preguntado algo solo había pensado en la verdad, olvidándose de todo lo demás, incluso de las consecuencias que traería una respuesta equivocada.
Sabía que era imposible, pero ¿y si su sobrina hubiera sido maldecida como su hermano con algún poder?
Un sudor frío le recorrió la espalda. En mitad del bosque, rodeada por la oscuridad, Firela sonrió ante su buena fortuna. Si había superado aquella prueba inesperada sin proponérselo, era evidente que nada podría salir ya mal. Y para colmo reconocía ese lugar escarpado rodeado por la foresta y aquella vista del Monte Érade.
Se detuvo en seco. No eran imaginaciones suyas, realmente sabía dónde se encontraba.
Semanas atrás, mientras buscaba a Wilhelm, dio por casualidad con la enorme fortificación. En cuanto investigó por dentro las habitaciones descubrió un puñado de pergaminos desparramados por los suelos y todos ellos firmados por el mismo hombre: Drólserof.
Si estaba en lo cierto, y sabía que lo estaba, las ruinas donde él había malvivido todo aquel tiempo no estaban particularmente lejos y, a todas vistas, serían el lugar idóneo para llevar a cabo la parte final de su plan.
—Esperad —exclamó. Ahora que habían dejado el peligro atrás era el momento de empezar a mover sus hilos—. ¿Tenéis idea de adónde nos dirigimos o qué rumbo hemos tomado?
Vekka miró hacia el cielo, pero el follaje le impidió ver las estrellas. Avergonzado, negó sin decir nada. Firela sonrió para sí con suficiencia.
—Hacia el este. En concreto, hacia el sureste. ¿Tenéis algún destino en mente o…?
—Todavía no lo hemos pensado —respondió Lysell.
—El reino más cercano es Belmont, y dada su situación actual me temo que no encontraremos ni comida ni refugio. Si hubiéramos tomado la otra dirección, en un par de noches más habríamos llegado a Hamel.
—¿Y por qué no nos avisasteis? —le recriminó el muchacho.
—Porque pensé que sabíais adónde os dirigíais. —Sonrió y demostró toda su entereza para no arrear un bofetón a aquel adolescente insolente—. Sin embargo, llegados a este punto yo conozco un sitio que puede servirnos para descansar.
—¿De qué se trata? —intervino Lysell. Su pelo destellaba como plata ante el fulgor del fuego que sostenía.
—Un castillo abandonado. No está en las mejores condiciones, pero nos servirá para relajarnos sin miedo a que nadie nos encuentre.
Vekka fue a replicar, pero Lysell le agarró de la muñeca.
—¿Lejos?
—A dos noches de aquí. Quizás a menos si nos apresuramos.
—Está bien. Yo también creo que deberíamos ir hacia allí.
—Seguid andando entonces. En caso de que nos desviemos, os avisaré.
Prosiguieron la marcha en silencio y solo se detuvieron a comer algunos frutos que habían recogido por el camino. Calculó que llegarían a las ruinas al atardecer del día siguiente, tal vez a la luz de las primeras estrellas. Si la niña hubiera estado sola podría haberla descuartizado allí mismo. Pero el niño y el lobo eran harina de otro costal y tenía la sensación de que le darían más problemas de los que podían aparentar a simple vista.
Unos pasos por delante, Lysell se detuvo y se volvió para esperarla. Firela temió que le fuera a preguntar algo, pero en lugar de eso, cuando llegó a su lado la niña dijo:
—Gracias por tu ayuda. Me alegro de que nos estés acompañando. No sé si habríamos llegado a salir del bosque sin ti. —Después bajó la mirada, avergonzada—. Y… y siento lo de tu hermano.
La Asesina del Humo le puso una mano sobre el hombro mientras que con la otra apartaba un diminuto atisbo de remordimiento.
—Yo también me alegro, Lysell. Y no te preocupes por mi hermano. Estoy segura de que sabrá apañárselas solo.