—¿A qué os referís con que oíais voces? —Adhárel se cruzó de brazos.
Llevaban cerca de diez minutos discutiendo. Durante la excursión de varios días que habían realizado Zennion y los seis muchachos por las afueras del reino había ocurrido algo fuera de lo corriente.
—Pues a eso exactamente —comentó Andrew sin dejar de dar forma a la barra de hierro—: no había nadie a nuestro alrededor y todos escuchábamos esa voz que nos seducía para que la siguiéramos.
—¿De dónde provenía? —preguntó Sírgeric.
—No lo sabemos —respondió Marco—. En cuanto nos alejamos de Bereth empezamos a escucharla con mayor claridad, aunque estoy seguro de que si me concentro todavía podría oírla.
—¿Y, Henry, no has intentado aumentar su agudeza auditiva para captar mejor el mensaje? —quiso saber Duna.
—Pues claro que lo he hecho —le espetó el muchacho, ofendido—. Y no escuchamos una sola respiración humana en varios kilómetros a la redonda. Era como si no lo estuviéramos oyendo con los oídos. Era como si…
—Como si estuviera dentro de nuestras cabezas —balbució Simon, mirando al suelo. Sus mejillas se habían sonrojado antes de terminar de hablar.
—¿Y qué decían?
—Que siguiéramos nuestro instinto… y que rompiésemos las cadenas de los reinos. O algo así —respondió Marco.
—Sí, y que lucháramos unidos para alcanzar lo que nos pertenecía —añadió Morgan, asintiendo.
—Después el mensaje se escuchaba peor —intervino Tail.
—¿Romper las cadenas de los reinos? —preguntó Sírgeric. Duna y Adhárel se miraron consternados—. La próxima vez que salgáis, quiero ir con vosotros.
Los muchachos asintieron, entusiasmados. Era evidente que les encantaba pasar las horas de entrenamiento con Sírgeric.
—¿Crees que es obra de sentomentalistas, Zennion? —preguntó el rey.
—Sin lugar a dudas. Pero nunca había oído hablar de un don tan peculiar. Sí, sé de alguno que puede leer la mente o mandar mensajes telepáticos, pero no a tantas personas al mismo tiempo, con tanta claridad y a una distancia tan alarmantemente grande… pensé que debía comunicároslo.
—Has hecho bien. —Adhárel se volvió hacia el resto— Muchas gracias a todos. Por favor, si alguno descubre algo más, por nimio que parezca, que nos lo diga. Estamos en tiempos peligrosos y cualquier chispa puede ser el origen de un incendio.
—A veces eres de lo más alarmista —bromeó Sírgeric, palmeándole la espalda.
Adhárel no pudo por menos que sonreír, aunque su mirada seguía siendo seria.
—¿Algo más?
—También he percibido otra cosa en el bosque, pero quiero comprobarlo antes de preocuparos sin motivo.
El rey estuvo tentado de insistir, pero se contuvo por el momento.
—¿Y qué tal van los alumnos más pequeños?
Solo eran quince, de entre siete y doce años, si mal no recordaba Duna.
Zennion gruñó y se encogió de hombros.
—Hacemos lo que podemos, majestad, pero su progreso no está siendo demasiado significativo. Temo que nos vaya a costar más de lo esperado que desarrollen sus dones hasta un nivel aceptable.
Adhárel suspiró, taciturno.
—¿Y cuántos adultos están listos?
—¿A parte de ellos seis? Veintiocho.
Los muchachos se miraron, henchidos de orgullo al verse contemplados entre los «adultos».
—Habrá que confiar en que sean suficientes cuando llegue el momento.
El viejo se mesó la barba azulada e hizo una reverencia.
—Si me necesitáis para algo más, estaré en la Sala Estratega. Cómo me gustaría poder volar para no tener que subir todos esos escalones —se lamentó.
—¡Pero si estás hecho un toro, Zennion! —exclamó Henry, dándole con el codo a Tail en el pecho—. Tienes mejor forma que… ¡Ay! ¡Vale! ¡Ya paro! ¡Ya paro! —El muchacho se masajeó la frente, dolorido.
—Y tú te subes conmigo —ordenó, sin darse la vuelta. Henry refunfuñó algo y le siguió con la cabeza gacha mientras los demás chicos se desperdigaban por los jardines en busca de agua fresca, comida o una sombra bajo la que descansar.
—Yo debería regresar para revisar una cosa de la Poesía —comentó Adhárel con la cabeza ya en los Versos Reales, supuso Duna.
—Te acompaño.
—¿No ibas a venir conmigo al entrenamiento?
—Te alcanzo después, Sírgeric.
El joven fue a replicar, pero enseguida entendió que sobraba.
—No seáis malos.
Duna alcanzó al rey de un par de zancadas y lo agarró de la mano.
—Adhárel, ¿te ocurre algo?
Él la miró con aquellos ojos color bosque que tantas cosas decían y que tantas callaban, y Duna sintió un escalofrío.
—Estoy bien, princesa. —Intentó esbozar una sonrisa, pero incluso aquel gesto le costó más de lo esperado—. Es solo que… es solo que no sé si podré con todo esto yo solo.
—No digas eso. Sabes que no estás solo. Tienes a tus hombres, a Sírgeric. Me tienes a mí.
—Y no sabes lo que eso me hace sufrir. Ojalá pudiera enfrentarme yo solo a esas malditas arpías y regresar sin ponerte en peligro.
Duna le soltó la mano y le pasó el brazo alrededor de la cintura.
—Sabes que no te dejaría.
—Entonces tendría que encerrarte en una torre —replicó él, parándose a las puertas del castillo con una sonrisa pícara en los labios.
—¿Crees que eso me detendría? —Duna se acercó un paso hacia él y después se puso de puntillas para decirle al oído—: Por si no lo sabes, ya lo intentaron una vez y no sirvió de nada.
Con los ojos cerrados, inhaló su aroma y después acercó sus labios a los de Adhárel. Cada vez echaba más de menos aquellos momentos en los que parecía que lo único importante en el mundo eran ellos dos, en los que no había ni Musas, ni Maldiciones, ni Poesías. En los que parecía que un beso pudiera resolverlo todo.
Adhárel la estrechó entre sus brazos.
—A veces me pregunto si no debería haber dejado las cosas como estaban.
—No lo habrías permitido. Por eso te quiero tanto.
El rey sonrió y le dio un beso en la frente antes de que se separaran.
—Supongo que tienes razón.
—Supones bien —bromeó ella—. Te dije que romperíamos el hechizo y que no volverías a convertirte en dragón y lo hicimos, ¿verdad? ¿Qué te hace pensar que ahora estoy equivocada? —Se puso seria y añadió—: Esas Musas no saben a quién se enfrentan.
Se adentraron en el frescor del palacio y se perdieron por los pasillos y escaleras hasta llegar al cuarto cerrado con llave y cuyo cartel, clavado en la madera, rezaba: Almacén de la Guardia Real.
La Poesía, como la de su madre, se encontraba protegida en el interior. Nadie, excepto Adhárel y Duna, conocía su escondite.
El rey se sacó de debajo de la camisa la llave dorada que pendía de su cuello y la introdujo en la cerradura. Una vez que estuvo abierta, se giró hacia Duna y le dijo:
—Respecto a lo que te he dicho antes sobre entrenar…
Ella arrugó el morro.
—Lo siento, Adhárel. Pero me mantengo firme en ello. Quiero aprender a pelear y no voy a…
—Espera, espera. Solo quería pedirte disculpas. —Sonrió y le apartó un mechón tras la oreja—. Intentaré no volver a sacar el tema. Es solo que…
—Sé que lo haces para protegerme, pero piensa que a lo mejor no vas a poder estar ahí cuando te necesite y será mejor que sepa cómo manejar una espada sin hacerme daño.
Adhárel asintió y se encogió de hombros.
—Te va a ser difícil separarte de mí llegado ese momento, pero estoy de acuerdo.
Después se dio la vuelta y empujó la puerta de madera. Las bisagras se quejaron con un gruñido seco y lastimero. Una vez que estuvieron dentro, volvieron a cerrarla.
La poesía, a diferencia de la de la reina Ariadne, no estaba protegida por ningún encantamiento ni tampoco permanecía en un hermoso atril. Se encontraba, pues, sobre un demacrado escritorio de madera, con una piedra en cada esquina haciendo las veces de sujetapapeles. El pergamino permanecía vacío a excepción de los dieciséis primeros versos, que rezaban así:
Ya que piensas que las Musas
juegan con la vida humana,
te damos esta ocasión
de compartir nuestra carga.
Vuestro mundo es el tablero,
y las fichas, vuestras almas.
Y solo de ti depende
si al final pierdes o ganas.
Las estrofas que escribimos
resultan de tus palabras.
Este es nuestro primer turno
dos más son los que te aguardan.
La batalla se aproxima,
no podrás darle la espalda,
y, por mucho que lo intentes,
no sabrás cómo ganarla.
—Bueno, al menos en algo se equivocan: Ellas creen que no sabremos cómo ganar esa guerra que se avecina, pero este nuevo descubrimiento de los chicos puede sernos muy útil —comentó Duna, inclinándose sobre la mesa para estudiar la última estrofa.
—Eso parece, pero ¿qué se supone que debemos entender? ¿Que los sentomentalistas están organizándose para atacar a quienes los mantuvieron prisioneros en sus reinos? ¡Eso sería prácticamente el Continente entero!
—Por ahora es lo único que tenemos. Habrá que esperarse lo peor.
Él se cruzó de brazos y observó las palabras que tan bien se sabía de memoria.
—La batalla se aproxima… —repitió con voz ronca.
Duna se acercó a él y apoyó la cabeza sobre su brazo. Era consciente de que aquello era lo que más preocupaba al rey: el enfrentamiento con su hermano Dimitri.
—Sabes que no podrás impedirlo, ¿verdad? —le dijo sin apartar la mirada de la Poesía inacabada—. Que lo único que está en nuestras manos es prepararnos para el ataque e intentar sortear sus pruebas lo mejor posible. Que de nada sirve que sigas torturándote preguntándote si cualquier decisión va a acarrear peores consecuencias.
—Lo sé. Aunque me temo que hay un trecho bastante amplio entre lo que debería hacer y lo que decido. —Suspiró con sorpresa, desganado—. Estoy a su merced.
Duna se irguió y lo miró de frente.
—No, Adhárel. En sus manos pueden estar las armas para que nos enfrentemos a nosotros mismos, desde dentro y desde fuera, pero todavía nos queda la libertad para decidir si hacerlo o no. Si algo he aprendido en este tiempo es que el destino no se escribe en tinta, y que nosotros somos quienes lo cambiamos a cada instante. Si te rindes ahora que estamos tan cerca de conseguirlo, ¿de qué habrá servido todo lo demás?
El rey se alejó unos pasos y apoyó la espalda en la pared de piedra.
—A veces solo tengo ganas de rendirme, ¿sabes? Me despierto por las mañanas lleno de fuerza y de ilusión, con el recuerdo de haber vencido la maldición del dragón en mi conciencia. Pero después bajo aquí, cuando todavía ni ha amanecido, y miro estas palabras, este galimatías, y no sé por dónde empezar. Y la fuerza se me escapa, y la ilusión desaparece, y el miedo a que el dragón vuelva a devorar mis noches regresa. —Apretó los dientes, con seriedad, y añadió—: Te juro que quiero ser fuerte, Duna. Y enfrentarme a todo lo que me envíen. Pero ¿cómo voy a hacerlo si no sé ni qué rumbo tomar? Cuando acepté el trato creí que me dictarían una Poesía corriente y que tendría que enfrentarme a mi vanidad, o a mi orgullo, o a mi temor a los conflictos, o a cualquiera de los demás defectos que acarreo… ¡No esto!
—Bueno, quizás esta Poesía en realidad sea como el resto, aunque ahora no lo veamos —sugirió Duna, intentando drenar el miedo de Adhárel, suplicándole con la mirada que le permitiera compartir parte del peso sobre sus hombros—. Además, ya sabes que eres perfecto. A lo mejor por eso han tenido que cambiar de estrategia contigo.
—Seguro —replicó Adhárel, evitando a duras penas sonreír—. No sé qué voy a hacer.
—Por el momento, empezar a luchar.
—Ya lo hago.
—No, debes empezar a hacerlo de verdad. Tienes que olvidarte de la Poesía y preocuparte por tu pueblo, por tus amigos, por protegernos llegado el momento. Si te obcecas solo en estudiar estas palabras será como si te centraras en un solo árbol y perdieras de vista el resto del bosque. Y el ataque puede llegar por cualquier flanco, ya lo sabes.
Adhárel se quedó unos segundos pensativo. Todo cuanto había hecho hasta el momento había sido leer y releer aquellas palabras envenenadas como quien estudia el mapa de un laberinto sin atreverse a poner un pie dentro. Pero eso tenía que acabar. Duna tenía razón: mientras él aguardaba asustado en aquella habitación que cada vez le recordaba más a una madriguera, sus enemigos, su propio hermano, se preparaban para actuar. De él dependía que el reino de Bereth estuviera dispuesto a combatirlos o que pereciera en el intento.
Era consciente de que no sería algo sencillo. De que su mente permanecería puesta en aquel papiro día y noche, esperando sentir la urgencia de tomar una pluma para escribir los siguientes Versos. Pero Duna estaba en lo cierto: si se dejaba arrastrar por la obsesión, terminaría volviéndose loco. Solo esperaba tener la entereza suficiente para lograrlo.
—Oye —Duna se acercó a él—, es normal que tengas miedo; todos lo tenemos. Pero lo estás haciendo bien.
Adhárel sonrió con algo más de convicción y le dio un beso.
—¿No os he dicho que no hicierais cosas malas? —Sírgeric había aparecido a su lado con un mechón negro entre los dedos. Extrañado, dio una vuelta sobre sí mismo—. ¿Dónde estamos?
—¿Qué haces aquí, Sírgeric? —el tono de Adhárel se volvió frío, protector. De un rápido movimiento se colocó entre el pupitre y el recién llegado.
—Me manda Zennion. —Sus ojos no se quedaban quietos, estudiaban el lugar—. Dice que subáis inmediatamente. Hay algo que tenéis que ver.
A Duna no le pasó desapercibido el brillo de sorpresa de su amigo cuando reparó en el pergamino que el rey intentaba ocultar sin demasiado disimulo.
—¿Puedes llevarnos? —preguntó ella, desviando su atención.
Las preguntas se acumulaban en sus labios sin llegar a hacerlas por miedo a las represalias. Tuvo que hacer un esfuerzo titánico para controlar su innata curiosidad y centrarse en lo que le habían preguntado.
—Claro. —Guardó en el broche que llevaba al cuello ese mechón y sacó un par de pelos gris-azulados—. Agarraos fuerte.
La Sala Estratega bullía de actividad cuando aparecieron junto al maestre. Los seis muchachos habían sido llamados y en ese instante todos se apelotonaban alrededor de uno de los ventanucos.
—¡Henry, me toca! —exclamó Marco, apartando de un empellón a Simon.
—¡Eh, que estaba yo!
—Estará quien yo diga.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Adhárel. En cuanto le oyeron, se volvieron y guardaron silencio.
—Antes os he dicho que había sentido algo en el bosque, majestad —explicó Zennion—. Bien, pues ahora podemos verlo.
Con un gesto le señaló el agujero en la pared y en cuanto los muchachos le dejaron paso, se acercó para comprobarlo por sí mismo.
—No veo nada —masculló, forzando la vista.
—Henry, por favor.
El chico dio un paso al frente y, entrecerrando los ojos, se concentró en Adhárel.
—¡Guau! —exclamó el rey, agarrándose a la pared para no marearse. De un momento a otro, su visión se había multiplicado y ahora era capaz de percibir cada detalle, cada color y textura que antes no habría ni siquiera advertido; como si le hubieran colocado un catalejo en cada ojo—. Es espectacular…
—Gracias —comentó Henry con una sonrisa de suficiencia.
—¿Qué es lo que tengo que…? —No llegó a terminar de formular la pregunta cuando advirtió, a lo lejos, una figura que subía y bajaba entre las copas de los árboles, como si estuviera agachándose e irguiéndose una y otra vez—. ¿Qué es eso?
Se giró hacia los demás, pero tuvo que cerrar los ojos para no caer redondo. Enseguida, el sentomentalista procedió a dejarle la vista como la tenía antes.
—No lo sabemos —respondió Zennion mientras Duna se colocaba en el lugar de Adhárel y le hacía un gesto a Henry para que la encantase—. Pero no me gusta. Lo bueno es que pronto entrará en nuestro campo de visión y podremos analizarlo sin peligro. Lo malo es que quizás para entonces sea demasiado tarde…
—Entonces habrá que acercarse —intervino Sírgeric.
Los muchachos apoyaron la idea con entusiasmo. Adhárel, por el contrario, no parecía muy convencido.
—¿Qué propones?
—Propongo que yo los acompañe e intentemos detenerlo para traerlo al palacio. En caso de que la cosa se complique, regresaremos inmediatamente —chasqueó los dedos y sonrió.
—Esto no es un juego, Sírgeric —le advirtió Zennion.
—Ya lo sé. Pero creo que puede ser una buena oportunidad para que estos jóvenes os demuestren de lo que son capaces.
El maestre los miró con los labios arrugados.
—Ya sé de lo que son capaces, pero no creo que sea buena idea…
—¡Por favor! —rogó Morgan.
—¡Nunca es buena idea! —se quejó Marco.
—¿De qué nos sirve que nos condecorasen con la Insignia del Dragón si no podemos salir ni a echar un vistazo al bosque? —rezongó Henry.
Sírgeric sonrió para sí.
—Estaré con ellos todo el rato, Zennion. Lo prometo. Y si alguno se pasa de la raya, recibirá un merecido castigo.
—Eh… —Duna les hizo un gesto con la mano para que se acercasen—. Parece un hombre.
—¡A ver! —exclamó Marco, pero Henry le dio una colleja y guardó silencio.
—Es como si estuviera… saltando o algo así.
—¿Le ves la cara? —preguntó Adhárel—. ¿Qué edad puede tener?
Duna se apartó del agujero y esperó a tener de nuevo la vista de siempre.
—No lo sé, pero a esa velocidad llegará a Bereth antes de que oscurezca.
Las miradas de preocupación de los adultos se mezclaron con las de emoción por parte de los jóvenes.
—Está bien —accedió Zennion, negando con exasperación—. Id con cuidado y haced caso en todo a Sírgeric. —Después se giró hacia él—. Si ocurre algo, cualquier cosa, los traes de vuelta. ¿Entendido?
—Claro como el agua.
Adhárel le palmeó la espalda.
—Tened cuidado.
—Lo intentaremos. —Su gesto de solemnidad se transformó en uno de urgencia al ver las caras de Adhárel y la del maestre—. ¡Es broma! ¡Es broma! Además, ¿qué va a poder hacer contra siete sentomentalistas como nosotros?