5. Planes de guerra

El ejército privado de Dimitri contaba con siete hombres que consideraba sus camaradas más cercanos, aquellos que le ayudaban a planificar cada movimiento y cada estrategia. Después estaban los soldados y exploradores. Los primeros formaban el grueso del ejército y, además de contar con poderes útiles en la batalla, sabían pelear con espadas. Los segundos eran sentomentalistas con poderes menores, muchos de ellos completamente inútiles para luchar o, simplemente, demasiado jóvenes, que servirían para ir en avanzadilla e informar a los demás de la situación. Por último estaban los Arrepentidos. Decenas y decenas de humanos que, sin otro lugar más seguro donde vivir, habían optado por rogar asilo en Manseralda aunque fuera acatando todas las degradantes órdenes de sus nuevos amos.

El reino era amplio, más de lo que Bereth llegaría a ser nunca, se decía Dimitri siempre que observaba el paisaje desde la ventana de su habitación. El territorio se dividía en dos partes bien diferenciadas: por un lado estaba Mánser, en cuyo castillo moraban él y sus hombres mientras el resto de sentomentalistas se habían adueñado de las casas abandonadas de alrededor. Al este, Alda, donde tenían lugar la mayor parte de los entrenamientos. En las casitas desperdigadas junto a su fortaleza, los humanos que se habían atrevido a cruzar las fronteras del reino malvivían como animales sin más libertades que las de los presos.

Por último, en el centro, se encontraba el río.

El recuerdo de las aguas cristalinas comenzaba a emborronarse en su memoria. Desde hacía meses aquel lugar se había convertido en una zona de combate constante. Día y noche, los sentomentalistas practicaban toda clase de dones sin dejar de lado los entrenamientos con armas.

El rey había dado una orden clara de que no se produjeran bajas. Los efectivos eran los efectivos, y perderlos por el camino no haría ningún bien al plan final. Incluso los Arrepentidos tendrían su valor cuando todo aquello comenzase. Por desgracia, sus órdenes eran desoídas con excesiva habitualidad.

Con energías renovadas dio unas palmadas, se desentumeció el cuello y los hombros y abrió el enorme portón que daba al exterior. Allí lo esperaban sus hombres con su caballo ensillado y listo para ser montado.

Mantra hizo una suave reverencia sin bajarse del caballo y, los demás lo imitaron.

Allí estaban Cuervo, tan delgado y oscuro como siempre; Vilanís, el de la risa siseante, capaz de encerrar a un hombre en sí mismo hasta volverlo loco con una simple mirada; el viejo Dareen, el mayor de toda la comitiva y poseedor de la percepción más aguda que pudiera existir. Era capaz de sentir las emociones que el viento le traía de cualquier lugar. Solo necesitaba una suave brisa para averiguar si los hombres que se acercaban por un camino, a kilómetros de distancia, llevaban buenas o malas intenciones, si estaban abatidos o emocionados, si les movía la sed de sangre o la ilusión del reencuentro con sus familias. Así había logrado permanecer invisible durante años hasta que decidió unirse a Dimitri.

Zuco estaba a su lado, el mejor lanzador de dagas de todo el Continente, con una puntería y un pulso sobrehumanos, el joven de tierras norteñas era tan pálido como una voluta de humo y tan ágil como el viento.

Sagath era quien más alejado se encontraba, pero no por ello dejó de hacer la reverencia frente a su nuevo señor. La suya era una mirada tan enigmática y vacilante como las llamas de fuego que podía crear de la nada, y en todo momento la mantuvo fija en los ojos de Dimitri.

Estaban controlados, se dijo de pronto algo intimidado. No podrían hacerle nada ni aunque quisieran.

—Buenos días, caballeros —saludó, saltando sobre su montura con un movimiento de lo más elegante—. ¿Novedades?

Tiró de las riendas y en formación de flecha se dirigieron hacia el río.

—Ni rastro de Jack —informó Mantra con un hilo de miedo implícito en sus palabras—. Sentí que viajaba hacia el norte, pero terminé perdiéndolo. Ese paleto nos la ha jugado bien.

—Apestaba a miedo. No hay de qué preocuparse —añadió Dareen. Su voz, gangosa y poco clara, se pegaba a sus húmedas encías y a sus dientes negros. Suponía un verdadero reto entenderle.

Dimitri asintió sin pronunciar palabra. Al menos era un crío demasiado idiota como para haber aprendido nada durante la semana que estuvo con ellos. Sí, podría haberles venido bien su don, pero lidiar con su inteligencia hubiera sido complicado, añadió mordazmente para sí.

—¿Más?

—Han llegado dos hombres y una mujer más sin dones. Los hemos enviado directamente al castillo de Alda.

Dimitri asintió. No hizo falta preguntar en qué condiciones se encontraban. Como todos, serían mendigos y muertos de hambre.

—También han llegado dos nuevos sentomentalistas. —Vilanís era quien se encargaba de decidir a dónde enviar a los nuevos. Según su don, su edad y su estado, los mandaba entrenar con armas para la lucha cuerpo a cuerpo o a una posición más estratégica desde donde pudieran ayudar sin llegar a internarse en el campo de batalla.

—¿Dones?

—Reproducir con la voz el sonido de cualquier animal que haya escuchado antes y, el otro, retorcerse como una culebra…

—Eso lo sé hacer yo también —masculló Zuco.

—… sin romperse los huesos.

Dimitri frunció el ceño.

—¿Solo sabe imitar el sonido de los animales? ¿Y las voces de las personas? —Aquello podía ser interesante.

—Habría que comprobarlo. Al otro lo hemos enviado directamente a la zona de combate. Veamos si es tan ágil con una espada y un escudo en las manos.

El río y las siluetas de los combatientes en la plataforma de madera que se había instalado entre las dos orillas aparecieron ante ellos en la lejanía.

—Deberíamos comenzar a tantear los demás reinos —dijo el rey—. Es posible que haya sentomentalistas que quieran dejar a sus reyes y venirse a luchar por nuestra noble causa.

—Si pudiera regresar a Bereth sin llamar la atención, os aseguro que convencería a un buen puñado de cobardes.

Sagath había sido uno de los estudiantes de Zennion que, años atrás, cuando Dimitri y Adhárel no eran más que unos niños, había abandonado el reino durante la llamada Noche Encapuchada. Si al rey le hubieran dicho unos meses atrás que tendría bajo su mando a alguno de aquellos desdichados que habían roto la seguridad del palacio para escapar, escribiendo así una de las páginas más negras de la historia de Bereth, no se lo habría creído.

Tampoco hablaba mucho al respecto. Su memoria había hecho lo posible por olvidar todos los detalles. Recordaba que hubo muertos, que la huída no fue fácil y que los años que pasaron él y sus compañeros en Bereth fueron, cuanto menos, una pesadilla. Por ello, cuando conoció a Dimitri y supo quién era, las dudas lo asediaron. Pero tras una larga charla de confidencias y revelaciones y el toque especial del rey, Sagath quedó tranquilo y apaciguado, ansioso por comenzar a trabajar en aquel ambicioso proyecto.

—No, con Bereth debemos tener cuidado —le recordó—. Pero ¿qué me decís de Caravás? He oído que hubo disturbios y nadie sabe a ciencia cierta qué sucedió.

—Al parecer llegó un noble y retó a su rey a un duelo. El viejo aceptó y terminó fregando el suelo de su palacio con las tripas —explicó Dareen.

Dimitri hizo una mueca de disgusto. Sagath tomó la palabra:

—Por lo que me han contado los que vienen de allí, empezó a volverse loco y se olvidó de cuidar de ellos. Por eso se marcharon.

—Todo eso no dejan de ser rumores y habladurías. Quiero la verdad. Y temo que el asunto apesta a sentomentalomancia. —Sabía que era una teoría muy vaga, pero llevaba demasiado tiempo rodeado por ellos como para no imaginar los mil dones que podían haber afectado al reinado de ese viejo hombre. Y lo más curioso de todo era que, por muchas versiones que hubiera oído de la historia, ninguna resultaba convincente. No para él—. Quiero que le mandéis una misiva y le invitéis a visitarnos.

—No servirá de nada —masculló Dareen.

—Puede que sí, puede que no. Necesitamos averiguarlo cuanto antes. A lo mejor estamos perdiendo la oportunidad de ganar un aliado.

—O un enemigo… —repuso Mantra.

Dimitri se volvió.

—Ya sabes que esos no duran mucho por aquí.

Los demás se rieron con él. A veces temía no estar preparado para aquello, pero después miraba a su alrededor, sorprendido por todo lo que había conseguido, y se daba cuenta de que no había nada que temer.

Unos minutos más tarde llegaron a la zona de entrenamiento. Las nubes desperdigadas en el tranquilo cielo azul presentaban un contraste tan radical con lo que se veía en la tierra que parecían dos imágenes completamente inconexas.

Allí abajo, los hombres luchaban como si la vida les fuera en ello. Lanzando estocadas y deteniendo ataques con una brutalidad más propia de los bárbaros némades que de un ejército. Dimitri se dio cuenta de que necesitarían más tiempo del que pensaba utilizar para hacer de aquella cuadrilla de inadaptados una legión de aguerridos combatientes que pudieran enfrentarse a su enemigo.

Al menos, se dijo, era consciente de sus limitaciones y de sus puntos débiles.

Como Zennion le había enseñado desde que era un niño, la fuerza sin control era mucho más peligrosa que presentar batalla sin ella.

Contó doce parejas peleando en esos momentos. Era fácil dilucidar cuáles tenían algo de nivel y quiénes habían cogido por primera vez una espada de ese calibre. Muchos de ellos estaban acostumbrados al hurto rápido, a las navajas de filo desgastado y demás puñales de pequeño tamaño. Los gruñidos y gritos que soltaban al atacar tampoco ayudaban a mejorar el aspecto general.

—Es patético —masculló Dareen, como siempre haciendo patentes los pensamientos de los demás.

Dimitri se encogió de hombros.

—Es lo que hay. Y tendrá que servirnos. Al menos para romper sus primeras filas. A lo mejor les desconcentra ver tanta desorganización.

El viejo se rió con sarcasmo.

—A lo mejor, majestad. A lo mejor…

Su séquito se dispersó por los alrededores, analizando los ejercicios. Cuervo avanzó con su caballo oscuro hasta ponerse a su altura.

—¿Cuándo queréis que envíe la misiva a Caravás?

—Hoy mismo, a ser posible.

El hombre asintió.

—Sin lluvia debería poder entregarla en cinco días, aunque con un poco de suerte, las precipitaciones alcanzarán esta zona del Continente pronto.

No era casualidad que Dimitri hubiera orquestado todo aquello durante el invierno para darle rienda suelta en la primavera, cuando las lluvias fueran mucho más habituales.

—No especifiques los detalles de nuestra empresa —dijo—. Limítate a engatusarle y a atraerle. Si vemos que no responde, ya pensaremos algo más contundente.

Cuervo asintió y desvió la mirada hacia el horizonte, donde un par de niños golpeaban con saña un muñeco de madera coronado y con una sonrisa dibujada con pintura roja.

—Cada vez son más jóvenes —masculló con voz taciturna. El rey siguió sus ojos—. Lo que no os han mencionado, majestad, es que los dos sentomentalistas que han llegado hoy no superaban los veinte años.

—Bueno, es una edad más que razonable para luchar sin…

—Entre los dos.

Silencio.

—Ya veo. —Suspiró, ladeó la cabeza hacia ese hombre que conoció tanto tiempo atrás en circunstancias tan diferentes y se permitió bajar la guardia al menos una vez—. Crees que tiene sentido todo esto, ¿verdad?

De pronto aquella frase parecía haberla dicho el Dimitri del pasado. Aquel que intentaba enorgullecer a su hermano mayor, pero que al mismo tiempo detestaba el hecho de que siempre fuera a permanecer tras su sombra. Ese que lloraba sin ton ni son cuando las cosas no salían como él quería. El mismo que había llevado al colapso nervioso a casi todas sus niñeras y que había dejado morir a un hombre a la temprana edad de siete años por no rendirle pleitesía. El niño que quería ser rey, y no el rey que ahora era.

—Lo estáis haciendo bien, majestad.

Eso no era una respuesta a su pregunta, pero le valió.

—Tenéis un buen ejército para empezar, y los sentomentalistas que habéis reclutado tienen sus dones. Además, está vuestro poder… —Dimitri lo miró para que se explicara—. No confiaría mi vida a ninguno de estos hombres, pero vos podéis estar seguro de que se ahorcarían si así se lo pidierais.

—Entonces…

—Creo que esto tendrá el sentido que nosotros queramos darle, majestad. Es posible que venzamos. Es posible que perdamos. Pero de un modo o de otro, el Continente entero sabrá que estamos aquí y que volveremos a intentarlo una y otra vez hasta lograr nuestros fines. Y, sobre todo —esbozó lo más parecido que le había visto el rey a una sonrisa—, sobre todo, comprenderán por fin el poder que poseemos y que no tenemos que seguir ocultando.

Dimitri se sorprendió al encontrar tanta ferocidad y sentimiento en su voz, las dos emociones que necesitaba para volver a avivar el fuego de su decisión. La venganza se llevaría a cabo. Tenían las herramientas para que saliera bien. Con él a la cabeza, el Continente por fin comprendería que ellos no eran como el resto, que si habían permitido que los maltratasen y los ninguneasen durante tanto tiempo era porque nadie se había puesto a la cabeza para organizar la venganza.

Pero por fin el momento había llegado.

Y de paso le enseñaría a su valiente hermano Adhárel que jamás debería haber osado enfrentarse a él en el pasado.