Cloto llevaba incontables noches sin despegar los ojos del firmamento en busca de alguna señal por parte de sus hermanas.
Tras entonar ruegos, suplicar a los cielos y recurrir a las amenazas sin ningún resultado, comenzaba a plantearse si habían hablado en serio cuando tomaron la decisión de abandonarla allí, en el Continente, para siempre.
Sí, era cierto que la discusión que habían tenido cuando el príncipe y sus acompañantes se habían presentado en Trono de Piedra había sido acalorada; y también que no parecían demasiado convencidas de su decisión final, ni de que fueran a ponerlo todo de su parte para ayudar a los humanos. Pero de ahí a despedirse de ella tan repentinamente y, en principio, para siempre, había un largo trecho.
La isla llevaba desierta meses, a excepción de ella y de Tulius. Los peregrinos comenzarían a llegar pronto, ahora que las últimas nieves se habían derretido y que el sol calentaba con mayor ímpetu. Aun así, las noches seguían siendo desapacibles y no pudo evitar estremecerse con el gélido viento proveniente del mar.
¿O acaso había sido por miedo a saberse, por primera vez, sola?
Los labios le temblaron. Después de tantos años a su lado, velándola, protegiéndola, ¿poniéndola a prueba?, habían aceptado su sino y no iban a regresar más. ¿Era eso lo que querían que creyese?
Se alisó los mechones de su cabello platino y miró al horizonte, allá donde el reflejo de la luna besaba el mar.
Después de cientos de años iba a tener que aprender a vivir sin sus voces ni exigencias. Sin sus mandatos. Se lo habían dejado dolorosamente claro:
—Elegiste bando hace tiempo. Es hora de que empieces a echarles una mano, ¿no te parece?
No advirtió enfado en sus palabras, tan solo indiferencia. Pero quizás habían descubierto la ayuda que les había prestado a los mortales.
Un escalofrío le recorrió el espinazo. No, si fuera así se lo habrían dicho. Le habrían dejado explicarse, ¿verdad?
—¿Jugarán limpio? —le preguntó aquella noche de invierno Kastar.
—Nunca lo han hecho, ¿por qué iban a empezar ahora? —respondió ella. Jamás imaginó la cruel verdad que ocultaban aquellas palabras.
La claridad del tiempo le había despejado la mente, ¿o habían sido el miedo y el repentino rencor que sentía hacia ellas? Ahora veía claro lo que sus hermanas habían querido decir con aquello de que no se lo pondrían nada fácil al príncipe; estaban dispuestas a condenarle con una Poesía tan oscura y contundente que nadie en todo el Continente quedara protegido.
Los bandos estaban claros. No los formarían los reinos ni tampoco sus ejércitos, no sería el Pueblo contra el Poder, ni tampoco los Sentomentalistas contra el resto de los hombres, como algunos creían. No, todo aquello era una simple pantomima tras la que se ocultaban los verdaderos propósitos. Sus hermanas, las Musas, querían probarse a sí mismas lo útiles que habían sido durante todo aquel tiempo sus Poesías y Maldiciones. Y para ello habían colocado el Continente en un lado del tablero con el tenaz príncipe dragón a la cabeza sin tan siquiera él saberlo.
Y ella, que había sido maldecida con una memoria infinita y una longevidad eterna, que se había mantenido desde tiempos inmemoriales apartada de sus rencillas, moviendo cuando se lo pedían los hilos necesarios para que se cumplieran sus designios, se veía ahora relegada a escoger. No, peor, a hacerse a la idea de que ellas ya lo habían hecho por ella.
Bien, pues si así debía ser, cumpliría con su papel de la mejor forma posible.
Aunque hubiera perdido su aspecto, ella también seguía siendo una Musa.
Con un gruñido, se levantó del taburete que había colocado fuera de la tienda de campaña, en la cima de la isla, y se apoyó en su bastón para regresar adentro. Los huesos le dolían con cada movimiento y las telas y los pañuelos multicolores que desdibujaban su figura se zarandeaban como una aurora boreal a su alrededor. Parecía que fuera a echar a volar en cualquier momento.
—¡Tulius! —Su voz sonaba enfadada y cansada, clara y potente. Nadie podría haber imaginado por su aspecto la edad que enmascaraban aquellas arrugas.
El niño levantó la cabeza, como pillado en plena travesura, y se puso de pie de un salto sobre sus escuchimizadas piernecillas. Después se quitó el polvo de los pantalones con sus todavía más sucias manos y salió corriendo.
—¿Qué sucede, Maestra?
Maestra. La mujer no supo si echarse a reír o a llorar. ¿Maestra de qué? Nada de lo que le había enseñado le serviría al otro lado del mar.
—Recoge tus cosas. Nos vamos de viaje.
El niño la miró de hito en hito. Aquella isla había sido el mundo entero para él desde que conservaba recuerdos. Nunca se había imaginado cruzando el embravecido mar en busca del Continente. Todo cuanto sabía de él lo había escuchado de boca de los viajeros que venían a visitar a la Dama.
—Pero… pero… —La pregunta se le atragantaba.
—¡Date prisa! No tenemos todo el día.
—Pero ¿y los que vengan a pediros consejo?
—Tendrán que darse media vuelta y regresar sin respuestas.
El muchacho se quedó aún más desconcertado. Durante días enteros, sin parar apenas para descansar, su maestra había atendido a todos aquellos némades que, como mandaba la tradición, habían peregrinado a Trono de Piedra para comprender mejor sus vidas. ¿Qué harían sin ella allí?
—No me mires así, Tulius —le reprochó, consciente de su conmoción—. Tampoco es que yo les diga normalmente cosas que no pudieran sacar por sí mismos si se esforzasen un poco.
—Pero no es lo mismo, Maestra.
—¿Ah, no? —se apoyó con las dos manos sobre el bastón y se inclinó sobre él—. ¿Por qué no?
—Porque yo creo que lo que muchos necesitan no es el mensaje, sino vuestras palabras. —Bajó la vista y se rascó una pierna con el empeine del otro pie, nervioso—. Porque… porque creo que les dais un motivo para hacer lo que ellos ya saben que tienen que hacer.
Dama Cloto lo miró con ternura.
—En ese caso se darán cuenta tarde o temprano de que no pueden seguir eludiendo lo ineludible solo porque no se lo haya dicho la persona adecuada, ¿no te parece?
Tulius se quedó unos segundos en silencio, pensativo.
—Supongo…
—Venga, ahora haz lo que te he dicho. Quiero salir antes del amanecer.
El niño asintió en silencio y se perdió en el interior de la tienda de campaña.
Ocho años llevaba con Tulius a su servicio. Ocho años desde que sus padres fallecieron en el viaje de camino a Trono de Piedra cuando su barca se estrelló contra las piedras. Solo el niño pudo ser rescatado. Un bebé de menos de un año. Un milagro.
Desde entonces lo había tenido a su lado y le había enseñado a leer y a escribir, a distinguir las plantas medicinales de las venenosas, a ulular como un búho o a relinchar como un potrillo. Siempre con el miedo a que en el futuro tuviera que marcharse al Continente para convertirse en un hombre de provecho.
¡Quién le iba a decir que iba a ser ella misma quien le llevaría de la mano hasta las fauces de la bestia que le había arrebatado su dignidad, su felicidad y sus ganas de vivir en el pasado! La misma que sus hermanas habían maldecido desde los cielos.
Se obligó a no darle más vueltas al asunto. No serviría de nada más que para ponerla de peor humor. Además, quién mejor que ella para mostrarle la cara más cruel y hermosa del Continente.
Suspiró angustiada y se metió en el interior de la tienda. Los postes fijados a la tierra que sostenían las telas y demás maderas que habían añadido para combatir al frío en invierno se balanceaban peligrosamente a causa del viento. Al menos esperaba que la barca aguantase el viaje y que no acabaran estrellándose contra los acantilados.
Un atisbo de duda la sobrecogió. Por un instante estuvo a punto de decirle al muchacho que se estuviera quieto y regresase al exterior para seguir jugando, que no se marcharían. Pero se contuvo y ella también comenzó a recoger sus cosas. Si dejaba que las inclemencias del tiempo la detuvieran ahora, ¿qué pasaría cuando tuviera que enfrentarse de verdad a los designios de sus hermanas?
Así pues, sacó de un rincón su saco sin fondo y comenzó a guardar en su interior todas las prendas de vestir, el catalejo de latón, los tarros de especias y ungüentos, sus escasas joyas y los pergaminos y manuscritos que había ido acumulando con el paso de los años. La tela, como si nada de lo que echara ahí dentro le afectara, parecía seguir casi vacía.
—¿Has terminado, Tulius?
El niño cogió entre sus brazos todas sus cosas y las llevó hasta el saco. Después fue metiéndolas ordenadamente de una en una en su interior.
—Me dijisteis que me lo ibais a regalar pronto —se quejó el muchacho.
—No, recuerdo que te dije que te lo regalaría cuando crecieras un poco. Todavía no me fío de que no vayas a meterte dentro y después no puedas encontrar la salida.
La Dama soltó una carcajada al ver la cara de enfurruñamiento del chico.
Aquel había sido uno de los muchos regalos que un viejo amigo había tenido en consideración dejarle. Helindor había sido uno de los sentomentalistas más talentosos que el Continente había tenido el orgullo de albergar, capaz de hilar los prodigios más cautivadores que Cloto hubiera visto en su larga vida. En aquellos años le había traído desde capas de invisibilidad hasta medias para convertir las piernas de cualquiera en colas de sirena, cuerdas tan bien trenzadas y fuertes que podrían contener a gigantes o aquella peculiar bolsa que podía albergar cuanto se metiera en ella sin darse de sí.
Cuando el niño guardó su par de zapatos de repuesto en el saco y tiró de los cordeles para cerrarlo, se giró y, bostezando, preguntó:
—¿Adónde vamos?
Dama Cloto echó un vistazo a toda la tienda, asegurándose de que no se dejaban nada, y después miró hacia el horizonte a través de la ventana. Los astros desprendían un brillo que, de algún modo, logró tranquilizarla. Con una sonrisa contenida respondió:
—A visitar a unos viejos amigos.