La luz del amanecer se derramaba por la enorme estancia cuando Duna bostezó sonoramente y abrió los ojos. Inmediatamente volvió a cerrarlos y gruñó. Se arrebujó entre las sábanas de seda y las mullidas almohadas. Sus cabellos, que parecían aún más oscuros sobre aquella tela blanca, se escurrían como hilos de humo negro hasta la lustrosa cabecera.
Alargó el brazo en busca de Adhárel, pero solo palpó más tela.
Estaba sola.
Abrió los ojos y se incorporó dando un grito. Estuvo a punto de levantarse cuando se dio cuenta de dónde se encontraba. Sintiéndose una idiota, se dejó caer de nuevo sobre el colchón y se tapó la cara con las manos, avergonzada.
Instantes después, como esperaba, escuchó unos suaves golpes en la puerta.
—Señora, ¿estáis bien? —preguntó una voz suave y melódica desde el pasillo.
—Sí, sí —se apresuró a responder a una de sus diligentes doncellas—. Solo ha sido un susto.
El mismo de cada mañana durante las últimas semanas, durante los últimos meses. El mismo que la desvelaba en mitad de la noche y la obligaba a alargar el brazo y comprobar que su príncipe no se había convertido en dragón otra vez.
—¿Necesitáis algo?
—Estoy bien. No te preocupes, ahora bajaré a desayunar.
—De acuerdo, señora.
Los delicados pasitos se perdieron en la distancia y Duna golpeó las sábanas con los puños. ¿Cuándo lograría hacerse a la idea de que la Maldición de Adhárel había quedado atrás y que la luna no volvería a traer consigo su forma draconiana, que volvía a ser un humano corriente, que las Musas habían cumplido su parte del trato?
Respiró hondo varias veces y jugueteó con las partículas de polvo que flotaban en el aire, sobre la cama, reflejadas en los rayos de sol. Hacía meses desde que regresaron de Trono de Piedra y disfrutaron del último vuelo del dragón, pero aún entonces le era difícil reprimir las ganas de recordarle a Adhárel que debían ocultarse en el bosque con el crepúsculo.
Algunas noches todavía soñaba con alzar el vuelo y perderse en el firmamento, rodeada por las estrellas y cobijada bajo la acogedora panza de la criatura plateada que durante tantas noches había sido Adhárel.
Pero las correrías habían terminado. La batalla se había trasladado a los aposentos inferiores donde, siempre que sus quehaceres se lo permitían, el rey estudiaba con atención los Versos de aquella terrible broma llegada de los cielos.
Ahora vivían en el palacio.
En ese lugar con el que tantas veces había soñado cuando estaba a las afueras del reino; cuando era una campesina cuya mayor preocupación era asistir a las clases en la escuela, que todavía no había conocido al príncipe y que despotricaba contra la nobleza y todas las demás formas de poder.
Ahora formaba parte de todo aquello. O al menos pronto lo haría. Por el momento vivía allí como huésped, como la futura esposa del nuevo rey de Bereth y la hija que Ariadne siempre quiso tener.
Si bien a menudo intentaba realizar todas las tareas por su cuenta, había muchas que le estaban vedadas. Durante la primera semana, tras recibir una carta de saludo y felicitación de parte de Wilma, la mujer encargada de la lavandería, había decidido bajar a los pisos inferiores para saludar a sus antiguas compañeras. Sin embargo, cuando entró todas enmudecieron y comenzaron a hacer reverencias en su honor, Duna comprendió realmente lo mucho que habían cambiado las cosas.
Fueron pocas las caras que reconoció, pero no pasó por alto la de la pérfida Dora, la misma que durante su anterior estancia en el palacio le había recordado una y otra vez lo inútil y torpe que era frotando trapos y que ahora debía mostrarse tan educada y reservada con ella como con el resto de la familia real.
Habían sucedido tantas cosas desde que trabajara allí, desde que asistiera al baile y conociera a Adhárel, que aquellas humillaciones tan huecas le parecían cosa de la infancia. Con todo, no pudo evitar regodearse de su nueva posición y la miró una última vez para advertirle con los ojos que estaría vigilándola de cerca.
Quien no había cambiado en absoluto su modo de tratarla por muy cerca que durmiera del rey y por muchos rumores que recorrieran los pasillos del palacio sobre la inminente boda era la vieja Grimalda. Vestida con la misma ropa de labor que Duna recordaba y con sus anteojos desmesuradamente grandes, la mujer se paseaba por las cocinas, los pisos inferiores y las alcobas como si se tratara de la mismísima reina. Y lo más divertido de todo era que nadie se atrevía a contradecirle en nada.
Lo primero que le dijo en cuanto la vio regresar de su viaje por el Continente fue: «Espero que al menos tú, que sabes qué es estar ahí abajo, intentes manchar menos que el resto». Duna no pudo por menos que sonrojarse y asentir como si hubiera recibido un edicto real. Y desde luego que había intentado llevarlo a rajatabla. Incluso con sus doncellas personales, todas más jóvenes que ella, intentaba ser lo más cercana posible.
Después de desperezarse, se ocultó tras los biombos que hacían las veces de paredes y se desvistió para meterse en la enorme bañera. Aunque el agua estaba un poco destemplada, enseguida sintió cómo su cuerpo se relajaba y se dejaba escurrir hasta el fondo.
Le gustaba permanecer allí, conteniendo el aliento, donde los escasos sonidos del palacio llegaban amortiguados. Todavía no se había acostumbrado a la quietud y a la tranquilidad que arropaban el lugar. Era curioso preguntarse cómo en una casa tan pequeña como en la que habían vivido toda su vida pudiera haber más algarabía y ruido que en la inmensa mole donde ahora residían. Allí no llegaban las conversaciones de la gente o el canto de las chicharras en verano. La lluvia siempre repiqueteaba más allá de donde alcanzaba la vista, y solo el leve susurro de las gotas perturbaba el sueño.
Pero con todo, ya fuera por los cientos de soldados o por las anchas paredes de piedra, allí al menos se sentía segura y protegida. Y después de todas las idas y venidas por el peligroso Continente, no había nada que pudiera agradecer más.
Cuando dio por concluido el baño, salió para ponerse un discreto vestido de seda verde que la aguardaba estirado sobre el butacón frente a la enorme cama.
Ante el espejo, terminó de peinarse su cabellera azabache y le dio un suave beso al colgante de luzalita que su madre le regaló tanto tiempo atrás. Ojalá Cinthia pudiera ver pronto todo aquello, se dijo, reprimiendo las ganas de llorar.
Antes de que el recuerdo de su amiga y de su injusto cautiverio en lo más profundo de las Montañas Silenciosas enturbiase la mañana, salió de sus aposentos y tomó aire para enfrentarse, una vez más, a su nueva vida.
Aya y la reina Ariadne se encontraban desayunando en el comedor principal, arrebujadas en una de las esquinas del inmenso tablero que podía acoger a más de ochenta comensales, parloteando y engullendo las delicias y pastas que los cocineros habían horneado aquella misma mañana. Duna inhaló el dulce aroma de los postres recién sacados del fuego y se acercó a ellas.
—¡Duna, hija! ¿Qué horas son estas de levantarse? —preguntó Aya, con el ceño fruncido—. ¿Te encuentras mal?
Ella se acercó y les dio un beso a cada una.
—Estoy perfectamente, solo me he quedado dormida. ¿Vais a dejar alguna pasta o pensáis coméroslas todas?
Con una sonrisa, su madrastra le pasó el plato mientras un criado le servía una taza de té.
—¿Habéis visto a Adhárel esta mañana? —preguntó tras darle las gracias.
Ariadne negó compungida.
La muchacha se quedó observando los posos de la infusión flotando en el fondo. A veces se preguntaba si había sido una buena idea proponerles a las Musas aquel extraño pacto para que liberasen al resto del Continente de sus Maldiciones y Poesías. A fin de cuentas, ¿por qué tenían que luchar ellos las batallas de los demás reyes?
—Bueno, bueno —intervino Aya, haciendo un mohín—, tampoco hay que preocuparse. Adhárel es un muchacho fuerte y listo, y estoy segura de que solucionará todo esto antes de que nos demos cuenta.
—¡Ay!, ojalá que el Todopoderoso te oiga. —La reina la agarró del brazo y cerró los ojos, intentando que su plegaria llegara a las nubes.
Duna asintió y mordisqueó una de las pastas. Por desgracia, sabía que allí arriba no había ningún Todopoderoso escuchando, sino dos mezquinas criaturas que habían esclavizado a los hombres con sus tiranas profecías y sus crueles castigos durante siglos. Sin embargo, tras regresar de su viaje, Adhárel, Sírgeric y ella habían decidido no contar nada de lo sucedido a nadie y guardar el secreto de la verdadera identidad del Todopoderoso al que todos alababan.
Solo de pensar en la responsabilidad que había caído sobre los hombros de Adhárel tras ser coronado, el vello se le erizaba y un nudo se le formaba en la garganta. Y no era odio ni ganas de venganza lo que sentía entonces, sino miedo. El más puro y acérrimo miedo. Aquel que seguramente sintieran los reos al notar la áspera soga en sus cuellos, o el mismo que una madre sufría cuando veía partir a sus hijos a la guerra. Un terror apabullante que, además, no tenía un origen humano y contra el que era mucho más difícil lidiar. Por ello, la manera en la que Duna se enfrentaba al temor de los Versos era, simplemente, no pensando en ellos.
Estaba apurando las últimas cucharadas del té cuando la puerta que daba a las cocinas se abrió y por ella apareció Sírgeric con una enorme manzana en la mano y la mirada perdida en algún punto indefinido.
—Buenos días, Sírgeric —lo saludó la reina, captando su atención con la mano.
El chico pareció volver en sí y se fijó en las tres mujeres.
—Buenos días a todas. —Hizo una reverencia—. Majestad, no os había visto.
—Normal. —Duna asintió—. Es difícil con toda la gente que nos rodea.
Él le sonrió con desgana y ella hizo lo propio.
—¿Dónde has estado? —preguntó Aya. Su vena de madre seguía latiendo con la misma intensidad que el día en que decidieron adoptarlo en su peculiar familia—. ¿Y de dónde has sacado esa fruta? Ya sabes que a Lebadier no le gusta que andes por su huerto.
—¡Esta manzana es mía! —replicó el chico, cómicamente ofendido—. La he comprado con mis berones en el pueblo.
Duna se rió, divertida, y comprobó lo mucho que había cambiado su amigo desde que regresaron de Trono de Piedra. Tras pasarse largas semanas buscando a Cinthia sin ningún resultado, saber que se encontraba a salvo en las manos del inquietante Flautista le había permitido volver a vivir… al menos un poco.
Se había dejado crecer el cabello color fuego hasta la nuca y habitualmente lo llevaba recogido en una coleta descuidada y mal atada. Su aspecto físico había mejorado considerablemente y ya no era el muchacho esmirriado que había aparecido aquella noche de tormenta en la casa de Aya para robarles algunas joyas. No, ahora Sírgeric poseía un semblante fuerte que arrancaba suspiros y comentarios a cuantas mujeres se cruzaban en su camino.
Sus ojos azules, antaño inocentes y divertidos, se habían endurecido por el dolor y la tristeza, otorgándole el toque necesario para que nadie osara desafiarlo con o sin espadas de por medio…
—Todavía no me has dicho de dónde vienes.
… bueno, nadie excepto Aya, que seguía tratándolo como a un crío travieso.
Sírgeric se encogió de hombros y se sentó junto a Duna.
—He ido a dar un paseo por el reino. Hoy es día de comercio y quería saber cómo de caldeados andaban los ánimos.
—¿Y? —preguntó la reina, preocupada.
—Me temo que no me he llevado una buena impresión, majestad. La mayoría se quejan de que el palacio haya requisado todas las bombillas que no estuvieran gastadas sin dar motivos.
—Ya se lo advertí a Adhárel. —Ariadne asintió para sí— Sabía que pasaría.
—Algunos insinúan que nos estamos preparando para una batalla y tienen miedo de que vuelva a suceder lo mismo que con Belmont.
—¿Cómo puede alguien pensar que Adhárel dejaría que sucediera algo remotamente semejante? —Duna golpeó con enfado la mesa, haciendo titilar la vajilla—. ¿Acaso no estaban allí cuando se les informó de la traición de Dimitri?
—Cálmate, Duna. Muchos hablan por hablar, ya lo sabes.
—¡Me da lo mismo! Si supieran por lo que está pasando, por lo que estamos pasando, se guardarían sus palabras con mucho cuidado.
—Sírgeric tiene razón, querida. —La reina se masajeó el puente de la nariz y añadió—: Además, esa gente no deja de estar en lo cierto. Si por algo hemos recogido sus bombillas es para protegernos de lo que pueda venir.
—O atacar… —añadió el joven, taciturno.
Duna tragó saliva y bajó la mirada. Las máquinas de electricidad se habían destruido tras el intento de Teodragos de hacerse con su poder y con el reino de Bereth, o eso les habían hecho creer a los berethianos. En secreto, los ingenieros de palacio habían seguido investigando con ellas las posibilidades armamentísticas que una fuerza tan poderosa como la de los rayos ofrecía. Por ese motivo habían tenido que pedir de vuelta las bombillas que hasta ese momento habían servido para uso personal de los aldeanos.
—Y eso no es todo —añadió Sírgeric, tras dar un crujiente mordisco a la manzana—. El hecho de que desde hace tiempo no se vea a ningún sentomentalista por las calles está agudizando la sensación de que algo no anda bien.
—¿También nos culpan de ello? —preguntó la muchacha, airada.
—Duna… —le reprimió Aya.
—No, lo digo en serio. ¿De cuántas cosas somos nosotros los responsables? ¿De intentar salvarles el pescuezo? ¿De hacer todo lo posible para sobrevivir a la maldita Poesía Real?
—Pero todo eso ellos no lo saben —dijo la reina.
—Tampoco hacen ningún esfuerzo por entenderlo.
—Tampoco lo hacías tú cuando estabas entre ellos —le espetó Aya, con serenidad y franqueza.
La muchacha se quedó en silencio y aceptó con dignidad el punto de Aya.
Ariadne carraspeó y dijo:
—Hablaré con Adhárel. Si queremos que la calma siga reinando en Bereth habrá que tomar medidas.
—Estoy segura de que el rey sabrá cómo tranquilizar a su pueblo —comentó Aya, intentando quitarle hierro al asunto y con una sonrisa temblorosa en los labios.
El rey. Duna sentía escalofríos cada vez que alguien se refería a él con ese nuevo título. Tardaría tiempo en acostumbrarse.
A pesar de la nueva situación, Ariadne seguiría siendo considerada la reina hasta que el muchacho se desposase. Y ahora que ya no tenía que pasar las noches en vela cuidando de su hijo, su aspecto y lucidez habían mejorado considerablemente. Sí, seguía teniendo el cabello más platino que rubio, pero las arrugas de su rostro se habían dulcificado y la tensión que antes cubría sus ojos se había desvanecido. Su salud había mejorado por completo y había ganado algo de peso. Ya no parecía la mujer débil y quebradiza que Duna había conocido. Parecía más feliz.
Por el contrario, Aya se había convertido en la sombra de lo que antaño había sido. Estaba mucho más delgada y las oscuras ojeras la acompañaban noche y día. La desaparición de Cinthia no la dejaba pegar ojo. Y aunque Duna le había asegurado que su sobrina se encontraba bien, la mujer seguía tan inquieta y preocupada como cabía esperar. El fantasma de la ausencia de su buena amiga se estaba cobrando, de un modo u otro, la vitalidad de todos, y Duna temía que si el Flautista no la liberaba pronto, Aya terminara derrumbándose.
Sírgeric le dio un último bocado a la fruta y dejó los restos dentro de la taza vacía de Duna.
—Yo tampoco dudo de que Adhárel tomará la decisión acertada, pero hasta entonces será mejor que todos lo ayudemos. Últimamente lo encuentro algo… desmejorado.
En ese mismo momento, como si las palabras del joven hubieran sido el pie que necesitaba, Adhárel entró en el comedor vestido con la ropa de tonos oscuros que habitualmente llevaba.
Desmejorado era solo un eufemismo para describir el aspecto del nuevo rey de Bereth. Si la falta de Cinthia estaba drenando las fuerzas de Aya, la Poesía Real estaba consumiendo, literalmente, a Adhárel.
Sus ya de por sí marcadas facciones se habían endurecido y angulado de tal forma que la mandíbula se le marcaba incluso cuando estaba durmiendo. Tras el viaje, el rey se había cortado el pelo y lo llevaba despeinado de una manera que a Duna le encantaba. Nunca llevaba la corona en público a no ser que fuera absolutamente necesario. Quería dejar claro que, por mucho que ahora se sentase en un trono, seguía siendo el mismo hombre que había llegado a Bereth con la intención de luchar junto a sus hombres. Fuera por la causa que fuese.
Por otro lado, la presión de las nuevas circunstancias le hacía madrugar cada mañana para entrenar durante varias horas antes de comenzar con sus quehaceres de rey. Al menos, pensaba Duna, había ganado en musculatura lo que durante el viaje había perdido de peso.
Las dos noches anteriores a la inminente coronación, el rey, con ella, se había estado mentalizando para lo que las Musas les depararían con su poesía. Habían estudiado a conciencia las de sus antepasados, igual que las de los reinos vecinos, intentando encontrar los puntos en común para, así, saber de antemano cómo reaccionar.
Por desgracia, todo fue inútil, ya que nada los preparó para lo que encontraron la madrugada del día de su coronación…
—Buenos días a todos —saludó Adhárel, conteniendo un bostezo—. ¿Habéis dormido bien?
—¿A qué hora te has despertado? —Duna se puso de pie y se acercó para darle un beso en la mejilla cubierta por una barba de tres días.
—Me he desvelado, pero me había acostado pronto.
Mentira, pensó Duna. La medianoche había quedado bastante atrás cuando el rey se metió en la cama. Y aunque no dijo nada, una mirada bastó para hacerle saber que no lo creía.
—¿Has descubierto algo nuevo? —le preguntó Sírgeric.
—Nada. Esto es de locos. ¿Por qué me tiene que pasar algo así?
—Supongo que el hecho de que te enfrentaras a Ellas tendrá algo que ver —masculló Duna lo suficientemente bajo como para que solo él la escuchara.
La reina suspiró, alicaída.
—Adhárel, debes descansar. Ya sabes que las poesías no se cumplen de un día para otro. —O sí, pensó la muchacha. Si no que se lo dijeran al difunto rey de Manseralda—. Es posible que pasen años hasta que los Versos empiecen a tener algún sentido para ti. Agobiarte no servirá de nada.
Duna se mordió el labio.
Qué equivocada estaba. Aquella Poesía no era como la de los demás reyes y reinas del Continente. Los Versos que Adhárel había escrito en nombre de las Musas no eran corrientes. Más que una Profecía, era un reto. Más que un aviso, era una trampa. Más que hablar del futuro, hablaba del presente. Y más que una Poesía, eran solo cuatro estrofas.
Por eso habían ocultado el secreto a todos, incluso a sus familias. Solo ella y Adhárel habían leído una y otra vez las pocas palabras que las Musas habían decidido compartir por el momento.
Por el momento.
Como auguraban aquellos Versos, el resto de la Poesía se iría hilando ante sus ojos como un tapiz hecho con palabras según las decisiones que fueran tomando y los actos que fueran llevando a cabo. Hasta el momento, solo tenían un puñado de frases con las que empezar. Aunque, al menos, también les habían informado de que Ellas intervendrían dos veces más. Cuándo y con qué intenciones, seguía siendo un misterio que estaba desquiciando al rey.
—Estoy bien —les aseguró con una sonrisa cansada. Se acercó a la mesa y cogió una pasta. Después se giró hacia Sírgeric—. Heredias te está buscando. Dice que quiere hablar contigo sobre los nuevos reclutas.
—Ya le he dicho que esos críos necesitan más mano dura y menos juegos con espadas de madera —replicó Sírgeric, alzando las manos en un gesto de desesperación—. Llevan tres semanas con los mismos ejercicios y no veo que hayan ganado ni un mínimo de destreza.
Heredias era el nuevo capitán de la Guardia Real. Tal y como Barlof hizo en su momento, se encargaba de adiestrar y preparar al ejército del reino y de aconsejar a Adhárel en sus decisiones militares. Aun así, el rey había dejado claro que su segundo al mando sería Sírgeric y que ninguna decisión debía tomarse sin su consentimiento o el de su amigo.
Por otro lado, no es que al pelirrojo le hiciera demasiada gracia verse atado por las cadenas de una posición como aquella, pero sabía que era lo mínimo que podía hacer después de la ayuda que el rey le había prestado tantas veces en el pasado. Fuera como fuese, no se llevaba demasiado bien con el exigente capitán ni tampoco estaba demasiado de acuerdo con sus métodos de enseñanza.
—Habladlo entre vosotros —le cortó Adhárel—. Pero intenta ser un poco más comprensivo: este hombre lleva veinte años protegiendo el reino, es normal que no le agrade tenerte ahí diciéndole cómo hacer las cosas.
—No se lo diría si no fuera necesario —masculló el otro.
—Avísame cuando bajes, Sírgeric. Quiero acompañarte —intervino Duna.
Adhárel carraspeó.
—Duna…
—Ya hemos hablado de esto, Adhárel. ¿De verdad quieres tener la misma discusión otra vez?
Desde que habían vuelto, la muchacha se había mostrado más que interesada en aprender a blandir una espada tanto como en aprender a tensar un arco. Sabía que, llegado el momento, era posible que tuviera que recurrir a las armas y no quería volver a sentirse una inútil. Y aunque en todo ese tiempo había dejado más que claro que ella no era como las demás jóvenes del reino, Adhárel todavía ponía algunas pegas con relación a este tema.
—Sabes que no me gusta que pienses en ir a la guerra y combatir.
—Dará igual lo que te guste o no te guste cuando suceda y yo no pueda hacer más que huir, esconderme y esperar a que regreses vivo.
—Por favor…
—Adhárel, ella tiene razón —intercedió Sírgeric—. Además, ¿qué va a hacer todo el día aquí encerrada?
El rey lo fulminó con la mirada y frunció el ceño, pero no dijo más.
—Bajaré en cuanto me cambie, Duna. Te espero a la entrada.
Ella asintió y fue a preguntarle a Aya dónde estaban sus pantalones oscuros para entrenar, cuando la puerta se abrió una vez más y las carcajadas de varios adolescentes tronaron por toda la planta.
—¡Zennion! —Adhárel se acercó al viejo sentomentalista y le dio un abrazo. Seis muchachos desgarbados aparecieron tras el maestre e hicieron una breve reverencia al verlos a todos allí reunidos.
El rey les sonrió con ganas.
—Cuánto me alegro de veros de vuelta. ¿Cómo ha ido todo?
—No ha ido mal, no ha ido mal… —masculló el hombre, dirigiéndoles una significativa mirada—. Creo que al menos han aprendido algunas cosas.
—Unos más que otros —dijo Henry, cruzándose de brazos.
—Y todos más que tú —le espetó Marco, audaz.
Enseguida se armó un revuelo enorme para ver quién había conseguido hacer qué cosas mejor que el resto. Pero bastó con que Zennion se llevara la mano a la cabeza y cerrara los ojos para que los jóvenes dejaran de gritar y se pusieran a suplicar que les liberase de aquel extraño encantamiento. Duna contuvo una sonrisa.
Poco quedaba ya de los niños que habían ayudado a vencer a Teodragos en la torre del palacio. A medio camino para convertirse en hombres, en aquel escaso tiempo sus cuerpos se habían estirado y sus voces se habían agravado hasta puntos bastante cómicos en algunos casos.
Tail y Henry, los dos hermanos gemelos capaces de controlar los sentidos de las personas, habían crecido como auténticas espigas. Rubios y con la piel clara, era imposible distinguirlos de espaldas. Solo su rostro, el del primero más dulce que el del otro, podía ayudar a diferenciar a estos dos muchachos de dieciséis años recién cumplidos. Además, para hacerlo todo más complicado, les gustaba vestir siempre con ropa idéntica. Una broma privada, decían cuando les preguntaban.
Marco, a pesar de ser el más joven de todos ellos, estaba a punto de alcanzar a los hermanos. Ya fuera por sus largas sesiones de entrenamiento junto con las del resto de soldados o por las carreras que se daba alrededor del palacio, el muchacho había superado el metro setenta en el último año. Su pelo negro se había vuelto aún más oscuro, y las pecas de su rostro se habían extendido y diluido por los pómulos hasta quedar un rastro apenas visible.
El taciturno y esquelético Simon lo seguía de cerca, pero debido a su nula fuerza física y a su siempre encorvado aspecto, parecía estar a años luz de conseguir superarlo. Su pelo castaño estaba tan descolorido como su propio tono de piel, como si estuviera recubierto por una fina lámina de pergamino, y sus ojos eran tan esquivos como los de una ardilla. Siempre tenía la vista puesta en el suelo, y cuando alguien le hablaba, se sonrojaba.
Andrew tampoco se encontraba lejos de los demás, pero su cabello rapado y sus hombros anchos agudizaban la sensación de ser más bajo y más voluminoso que el resto. Nunca se separaba de un trozo de hierro que moldeaba a placer, creando desde espadas hasta caballitos de juguete. Siempre que podía, Duna le pedía que practicase algo nuevo para ella, y nunca la defraudaba.
Morgan, tan despistado como siempre, se encontraba unos pasos por detrás de los demás, libre del hechizo de Zennion, recogiendo en la mano una diminuta araña que se había colado en el salón para llevarla de regreso al jardín. Debido a su prematuro cambio de voz, había adoptado la costumbre de no hablar si no era absolutamente necesario.
—Debemos hablar con vos, majestad —comentó el Maestre, serio.
Duna percibió la preocupación en sus palabras y se acercó. Sírgeric hizo lo propio.
—¿Sucede algo? —preguntó la reina.
—Nada, majestad —replicó el sentomentalista, infundiéndole tranquilidad con una sonrisa—. Una tontería, seguramente, pero quiero cotejarlo con vuestro hijo.
Ariadne asintió, poco convencida. Y en cuanto apartó la vista, Zennion les indicó que salieran fuera a hablar. Por el gesto de su rostro, Duna percibió que, en realidad, sí que sucedía algo.
Y no parecía ser bueno.