Duna llamó con los nudillos a la puerta y aguardó a que Adhárel le permitiera el paso.
—Buenos días, princesa —dijo, sonriendo.
—¿A qué hora te has despertado hoy? —le preguntó ella, sentándose en uno de los taburetes. La luz del sol inundaba el enorme mapa desplegado sobre la mesa de la torre Estratega.
—Pronto, como siempre —contestó él, despreocupado y sin dejar de observar los diagramas.
—Tenemos que hablar. Sobre Wil y su sobrina. Y el niño.
Adhárel alzó la mirada.
—¿Ha ocurrido algo? Si vas a venir a hablarme del lobo tú también, no tengo tiempo.
—Henry y su pandilla han aprovechado la mañana para acosar al crío.
—¿Y Zennion? ¿Dónde estaba?
—En clase con Jack, como siempre. —Hizo una pausa—. Ese muchacho, Henry, cada vez está más descontrolado.
—¿Por qué no estaban entrenando? —insistió el rey.
—No lo sé, Adhárel. No soy su niñera. Solo te estoy advirtiendo de que más os vale pararle los pies a ese chico antes de que meta la pata en un agujero demasiado profundo y no pueda sacarla.
—Se lo diré a Heredias para que los canse tanto que no tengan ganas ni de comer.
Duna asintió y se puso a juguetear con un compás que había sobre la mesa.
—¿Has hablado con Wil? —preguntó, con cuidado.
—No creo que haya nada de lo que hablar.
—¿Ah, no? ¿Y qué me dices sobre alguno de los últimos Versos de la Poesía? ¿Esos que mencionan un cuervo?
Adhárel suspiró.
—¿Estás insinuando que debería compartirlos con él? ¿Darle la ventaja de saber que lo vigilo con cuidado?
—¿Por qué hablas así de tu amigo? ¿No te ha demostrado suficientes veces que es de fiar? Si las Musas quieren dividirnos, lo están consiguiendo. Algún día tendrás que volver a dirigirle la palabra.
—No mientras suponga una amenaza.
—Para ti todos somos amenazas.
Se quedaron observándose en silencio.
—No es tan fácil —dijo Adhárel finalmente.
—Me temo que sí que lo es. Ya estamos otra vez con lo mismo: vuelves a no confiar en quienes te rodean.
—Y tú vuelves a insistir sin motivo.
—Adhárel, ¿tengo que recordarte la cena del primer día? ¡Saltaste como un maníaco!
—Las Musas me advierten de una traición, Wil ha traído a un chico que no conocemos de nada, que, por lo que sé, ronda con un lobo los jardines del palacio y que encima se enfrenta a mis sentomentalistas, ¿y dices que yo soy el maníaco?
Duna golpeó con los puños la mesa.
—¡No tergiverses las cosas! Yo no he dicho que el crío se haya enfrentado a tus sentomentalistas, sino al contrario. ¿Y por qué te pones a la defensiva? ¡No digo que no tengas tus reservas! Pero eso no debería ser un motivo para que los demás…
—Estoy seguro de que solo estaban jugando.
—¡Bah! —Duna se dio la vuelta y se cruzó de brazos—. Estoy cansada de enfrentarme a ti día tras día. —Volvió a girarse y a mirarlo de frente—. Sé que los últimos Versos y la llegada de Wil no son buena señal, pero no entiendo por qué te cuesta tanto confiar en él. Te ayudó a rescatarme y aun después se mantuvo a nuestro lado.
—Tú no lo entiendes…
—¡Desde luego que no, si no me lo explicas! ¡No soy adivina!
Adhárel abrió la boca, pero al instante volvió a cerrarla.
—Estoy trabajando, Duna. Las máquinas de electricidad están casi a punto y debo…
La muchacha tragó saliva y asintió.
—Lo entiendo. —Se dio la vuelta y abrió la puerta para marcharse—. Avísame cuando deje de ser una molestia.
—Duna…
La puerta se cerró con un chasquido seco.
Para Adhárel fue como el ruido de un cañón. Aquel sonido tan inofensivo significaba otra muralla levantada entre él y Duna.
Miró el mapa con desgana. Enfadado con las Musas, con los Versos y, sobre todo, consigo mismo. ¿Por qué no era capaz de medir sus palabras antes de pronunciarlas?
Todavía podía correr escaleras abajo y no dejar que se fuera. Darle un beso y pedirle perdón. Asegurarle que ella nunca estorbaba, que siempre era bienvenida, que sin ella nada de lo que hacía tenía sentido… Y con todo se quedó allí parado, observando aquel pergamino extendido, intentando descifrar, no solo los secretos de su mundo, sino los del mismísimo cielo.
Wilhelm era una nueva prueba, lo sabía. Desde que había llegado, una incomprensible desconfianza se había apoderado de él. No porque pudiera atacar desde dentro o porque creyese las últimas palabras que Kalendra había compartido con él antes de morir en mitad del bosque. Wilhelm oía voces. Voces que le decían qué hacer y qué no hacer en cada momento, qué rumbo tomar y qué decisiones llevar a cabo a cada instante. Voces que, perfectamente, podían pertenecer a las propias Musas. ¿Y si le habían enviado para vigilarle, para conocer de primera mano sus estrategias? ¿Y si la trampa de la que los Versos hablaban los arrastraba a todos con él?
No podía fiarse. Tiempo atrás juró que no revelaría a nadie su secreto, pero aquello no significaba que él tuviera que confiar en su presencia. Wilhelm no era de fiar, estaba manchado por una Maldición que podía salpicar a cuantos se encontraban a su alrededor. Tenía que sacarlo de Bereth. Era su deber como soberano y como protector de Duna y de su familia. Ella se quejaba de que no confiaba en quienes tenía a su alrededor cuando lo único que intentaba era mantenerlos lejos del peligro.
Se levantó del taburete, malhumorado, y anduvo en círculos por la sala hasta quedar frente a una de las ventanas, observando la mañana.
Pero ¿y si era él quien estaba equivocado? ¿Y si Wil, a pesar de lo que los Versos insinuaban, tuviera que estar a su lado para ayudarlo? ¿Y si…?
Alguien llamó a la puerta en ese momento.
—Adelante —respondió él, deseando que fuera Duna. Sin embargo, fue Laugard quien entró.
—Estoy agotado de subir escaleras —se quejó el hombre, pasándose un pañuelo por la frente.
Adhárel recuperó la compostura y le indicó un taburete donde podía descansar. El rey de Caravás lo observó con cierto reparo, pero terminó aceptando.
—¿Queríais verme, majestad? —preguntó, estudiando con interés el estado de sus uñas.
—Sí —respondió Adhárel—. Necesito que me sigáis contando con detalle todo lo que sepáis acerca de Dimitri y sus planes de ataque. Cualquier dato puede ser fundamental, así que no os dejéis ninguno.
Laugard de Siol suspiró con hastío antes de asentir y comenzar a divagar…
Durante la siguiente hora, el Marqués habló sin parar acerca de los terribles ataques que su gente había sufrido. Se inventó el número de soldados que los asediaron, los métodos que emplearon y la formación que utilizaron. Imaginó en voz alta el sufrimiento de cientos de familias y las amenazas de los hombres de Dimitri y del propio rey. También mencionó algunos dones sentomentalistas para darle verosimilitud al relato, aunque dejó bien claro que él siempre se mantuvo lejos de todos ellos.
Fue hilando una mentira con otra mientras salpicaba su historia con comentarios en voz baja que iban calando en Adhárel sin que él se diera cuenta.
Al tiempo que la mente del rey digería las tragedias inventadas de Caravás, su alma se iba emponzoñando con las dudas hacia Wilhelm que el Marqués iba compartiendo con él.
Un rato más tarde, cuando se quedó sin ideas, comenzó a llorar.
—Es suficiente —le dijo Adhárel, incómodo.
—Siento… siento no ser de más ayuda.
—Nos habéis ayudado más de lo que creéis. Ahora podéis… retiraros.
El Marqués se puso de pie y asintió.
—Si necesitáis algo más, estaré en mis aposentos.
El rey le dio las gracias, inmerso en las notas que había tomado. Laugard salió de la torre Estratega y bajó las escaleras sintiendo algo extraño.
No era enfado ni indignación. Tampoco era la falsa rabia que había intentado transmitir a Adhárel unos instantes antes, ni el remordimiento de quien sabe que está haciendo algo malo.
Era vergüenza.
Vergüenza de sí mismo por haberse dejado embaucar para aquel juego tan mezquino. Vergüenza por saber que aquello era como una bola de nieve bajando sin ningún tipo de freno por una montaña helada. Vergüenza porque, si decidía encararse a Dimitri y decirle que no quería seguir con su juego de verdades y mentiras, acabaría muerto antes de que se diera cuenta. O, peor, olvidado por todos.
¡Con lo feliz que se había sentido unos días atrás!
Cerró de golpe la puerta de su habitación y se tiró en la enorme cama con dosel. El gato se encontraba en una esquina, limpiando con la boca unas raspas de pescado que alguna considerada sirvienta le debía de haber traído.
¿Qué iba a ser de él?, se lamentó. Cuando habló con Dimitri y le contó sus hallazgos respecto a las máquinas de electricidad, esperaba que le felicitara por su trabajo y le permitiera regresar a la seguridad de Manseralda. Pero, por el contrario, el rey le había ordenado que siguiera investigando, sembrando la duda en Adhárel e intentando hacerse con aquellos artilugios de los que había oído hablar.
¡Quería que fuese un ladrón!
¿Y si Dimitri se equivocaba y la cosa no salía tan bien como él pensaba? ¿Y si terminaba muerto? La posibilidad no resultaba tan remota, dadas las circunstancias.
Se arrastró hasta el borde de la cama y volvió a ponerse de pie. Anduvo hasta la ventana, desganado, y se quedó observando los jardines tal y como había hecho cuando se entretuvo practicando su don con los críos sentomentalistas y el niño del lobo.
Entonces recordó los entrenamientos que había visto los días anteriores y le invadió un hondo pesar. Se dio la vuelta preocupado y se apoyó en el cristal con los brazos alrededor del pecho.
No, Bereth no tenía nada que temer a los hombres de Dimitri. Allí debía de haber varios centenares de soldados ejercitándose y lo menos cuarenta sentomentalistas desarrollando sus dones. Dones poderosos, peligrosos.
Estaba asustado. Diantres, estaba asustado. Sabía que si se marchaba sin acabar el trabajo, Dimitri se encargaría de que acabara muerto en alguna ciénaga en mitad del bosque de Célinor. Viviría con miedo el resto de su vida, incapaz de fiarse de nadie.
El gato maulló en ese momento, satisfecho con la panza llena.
—¿Te lo estás pasando bien? ¿Te gusta este sitio? —le inquirió el Marqués con desdén—. Pues como a mí me corten la cabeza, tú vas detrás.
El animal lo miró sin comprender. Laugard sintió que le faltaba el aire. Tragó saliva y cerró los ojos. Era el sentomentalista más poderoso del Continente, ¿verdad? Pues debía empezar a demostrarlo.
Necesitaba salir de allí. Respiró hondo y agitó los brazos para deshacerse de aquella sensación tan miserable. Después salió de sus aposentos.
Llegó a la escalera precisamente cuando el portón principal se abría y la jauría de críos de antes irrumpía armando barullo en el vestíbulo. Con desgana, los saludó a todos y después se dirigió al exterior, dispuesto a pasar un hermoso día por las calles de Bereth practicando su especialidad: engatusar a mujeres y engañar a hombres. No le pasó desapercibida la mirada que uno de los críos le dedicó.
—¡O estás con ellos o estás con nosotros! —le advirtió Henry a Marco cuando entraron en el palacio.
El muchacho tardó unos segundos en darse cuenta de que hablaba con él. Sus ojos siguieron al rey de Caravás hasta verlo desaparecer por la puerta.
—No estoy ni con unos ni con otros porque no tengo que estar ni con unos ni con otros.
—Ya, seguro —prosiguió Henry—. Todos vimos cómo cambiaste de bando en cuanto la niña del pelo de vieja apareció.
—Esa niña con el pelo de vieja es la reina de Salmat. Más te valdría tener un poco de respeto.
Iban de camino a la clase donde Zennion los esperaba. El resto del grupo venía detrás.
—Espero que no sea muy duro con el castigo… —masculló Tail a su espalda.
Su hermano gemelo se encogió de hombros.
—A mí no me preocupa. ¡Esta noche he quedado otra vez con Divania! —Se dio la vuelta sin dejar de andar y alzó las manos para que se las chocaran—. Gracias, gracias…
Marco se mordió la lengua. Se suponía que no debían salir del palacio pasada la hora de la cena, y mucho menos para reunirse con chicas. Era una regla sencilla de cumplir, ¿por qué Henry tenía que complicarlo todo siempre? Desde que había conocido a esa aldeana, su concentración durante los entrenamientos había menguado mientras su mal humor por falta de sueño aumentaba en proporción. Si la cosa seguía así, hablaría con Zennion a expensas de que le llamaran traidor. Parecía que solo él se preocupaba por la situación tan delicada en la que se encontraba Bereth.
Llegaron al aula indicada y se alisaron los chalecos y casacas hasta quedar medianamente presentables. Después, Henry llamó a la puerta con los nudillos.
—¡Pasad! —les gruñó el Maestre desde dentro.
Entraron en fila, rápido y con las miradas pegadas al suelo. Cada uno tomó asiento en un pupitre. Jack también se encontraba allí, en la mesa de la primera fila más alejada de la puerta.
—Solo cinco minutos tarde —masculló el hombre, mirando el reloj de cuco que colgaba de la pared.
—Lo sentimos —dijeron todos al unísono.
—No sentís nada, panda de zagales mentirosos.
Marco tragó saliva, solo le bastó echar una mirada rápida para comprobar la rabia y la decepción que el aura de Zennion irradiaba.
—¿Habéis perdido la cabeza? —les preguntó, moviéndose de un lado a otro con sus andares renqueantes—. ¡Primero atacáis a un invitado del rey y más tarde dejáis inconsciente a una reina!
Jack dio un respingo en su sitio, anonadado.
—No fuimos todos —masculló Morgan, sin atreverse a apartar los ojos de su mesa.
—Fuisteis todos, dado que ninguno detuvo al principal agresor.
Henry esbozó una sonrisa maliciosa.
—¡Ay! —exclamó de pronto, golpeando la mesa con los puños—. ¿Por qué yo?
Zennion se acercó al muchacho y le amenazó con el dedo.
—Ni se te ocurra reírte de algo tan serio. La próxima vez removeré tus secretos de tal forma que no sabrás ni lo que intentas ocultar.
El muchacho enrojeció. Marco se volvió para ver cómo los colores de su aura pasaban del verde más oscuro al burdeos más intenso, salpicado en algunos sitios por motas oscuras. Su rabia solo era comparable a la del Maestre.
—Como castigo —prosiguió Zennion, volviéndose hacia los demás—, esta semana os encargaréis de hacer la guardia del Palacio.
—¿¡Qué!? —Los muchachos gruñeron y maldijeron en voz baja. No había cosa que detestaran más que pasar la noche en vela, a la intemperie y, dada su suerte, en plena tormenta.
—Vigilaréis —añadió, subiendo el tono para acallar sus voces— la muralla exterior y la interior. Si descubro que alguno se escabulle —miró a Henry con especial interés— las consecuencias serán peores.
Dio una palmada y tomó asiento en su silla de respaldo alto.
—Ahora poneos con el trabajo que os mandé ayer e intentemos sacar algo productivo de esta mañana tan nefasta.
Marco fue a replicar, pero Zennion alzó un dedo y le advirtió que cerrara la boca y obedeciera. Con un gruñido apagado, el muchacho guardó silencio y se recostó en su silla para pasar dos horas en aquella claustrofóbica aula.
Más tarde, tras la comida, los entrenamientos con Heredias y los ejercicios de meditación, los seis amigos se vistieron con sus mejores galas, como el capitán del ejército les había dicho, y bajaron a cenar. Ninguno esperaba encontrarse con aquel banquete preparado en la sala de baile del palacio donde se habían dispuesto cuatro largas mesas que cruzaban de punta a punta la inmensa estancia y que estaban cubiertas de manjares de todo tipo y condición.
—Por si te cabía alguna duda de quién era la niña —le dijo en voz baja Marco a Henry.
Siguieron a Zennion por el pasillo central hasta el lugar que les habían preparado, frente a la mesa horizontal que presidía el resto de la sala. En ella, además de Duna, Adhárel, Sírgeric, Aya, Heredias y la reina Ariadne, se sentaban la joven Lysell y su oscuro acompañante de aspecto peligroso. En uno de los extremos, el otro recién llegado, el rey de Caravás, sonreía emocionado. No había, sin embargo, ni rastro del niño con el lobo.
—A lo mejor lo han expulsado por fin del reino —sugirió con malicia Henry.
La enorme sala fue llenándose poco a poco de gente y, en consecuencia, de voces y risas que tronaban con mayor o menor fuerza. Marco miró de soslayo para ver a la reina hablando animadamente con la niña.
Lysell llevaba un hermoso vestido verde que se ceñía a su pálido cuerpo como una segunda piel. Tenía su misterioso pelo platino recogido tras las orejas, adornadas con un par de elegantes pendientes de esmeraldas que titilaban cuando la luz los rozaba. Pero, al igual que cuando la muchacha salió a defender a su amigo, lo que más impresionó a Marco fue su aura: de unos colores tan claros y dulces que eclipsaba las de todos los demás. Era como ver un arco iris en mitad de una tormenta. La del rey Adhárel variaba del negro más oscuro a un ocre dorado, mientras que la de Duna se mantenía estática en un aséptico gris plata. La menos sincera de todas, comprobó el niño, era la de Laugard. Era como si una parte de él estuviera luchando porque sus verdaderos colores no salieran a la luz, si es que aquello tenía algún sentido…
La colleja le llegó sin esperarla.
—¡Ay! —se quejó, girándose para encontrarse con un sonriente Andrew—. ¿A qué ha venido eso?
—¿No sabes que es de mala educación mirar tan fijamente?
—Cierra el pico y déjame en paz —replicó él, gruñón.
Zennion dio una palmada y todos se giraron para mirarle.
—No quiero tonterías esta noche. Os he colocado aquí cerca para teneros bien vigilados. En cuanto den las once, os marcháis sin hacer ruido a vuestros puestos en la muralla. Afuera os estará esperando Igdom.
—¿Igdom? —se lamentó Tail.
—Pasad una dulce velada —dijo Zennion antes de darse la vuelta y tomar asiento junto a Heredias en la mesa principal.
—Tenéis que cubrirme —les pidió Henry en cuanto se aseguró de que el Maestre no podía oírle.
—No. Tú haces la guardia como todos nosotros —le cortó Andrew antes de que siguiera hablando.
—¿Estás pirado? ¿Y perderme la cita con Divania? Ni muerto.
—Seguro que a Divania no le importa esperar a mañana —añadió Simon sin demasiado convencimiento.
—Cómo se nota que no conoces a las mujeres. —Henry puso los ojos en blanco—. Como no vaya hoy, ya puedo olvidarme de volver a verla nunca.
—Henry… —le amonestó su hermano, preocupado.
—Por favor, Tail. Por favor. —Juntó las manos para rogarle—. Tú deberías comprenderlo mejor que nadie. Cúbreme.
—¿Y cómo quieres que te cubra con Igdom vigilándonos?
—Sí, ese tipo está pirado. He oído que una noche despeñó a uno de sus hombres por la muralla porque le descubrió durmiendo en plena guardia.
—Pamplinas. No me da miedo.
De repente Marco sintió un escalofrío en la nuca y se dio la vuelta a tiempo de ver llegar al muchacho del lobo. El resto de los amigos ladearon también la cabeza. Sin decir una palabra, Vekka tomó asiento junto a Andrew y se quedó mirando fijamente su cubertería.
—¿Qué hace el raro en esta mesa? —gruñó en voz baja Henry.
Marco se volvió hacia la mesa principal para descubrir a Zennion vigilándolos fijamente.
—Nos está poniendo a prueba —le dijo a su amigo—. Intenta no armarla otra vez y, a lo mejor, nos reducen el castigo.
El gemelo arrugó el labio con asco y giró la cara para escuchar el discurso que Adhárel, ahora de pie, se disponía a pronunciar.
—Queridos berethianos —dijo con una sonrisa—, guerreros, sentomentalistas, amigos y compañeros. Se acercan tiempos oscuros y peligrosos para el Continente. Los momentos de dicha y las celebraciones son cada vez más escasos mientras que el duelo y la pena se van cobrando a cada día que pasa más almas inocentes. —Marco le observaba con atención mientras las tonalidades de su aura bailaban a su alrededor como las olas del mar, cambiando del anterior ocre a un brillante dorado—. Pero hoy podemos olvidarnos del miedo y de la tristeza. Hoy nos hemos reunido en esta mesa, en esta sala, para honrar la presencia de la joven y futura reina Lysell D’Artenaz, de Salmat, y de Laugard de Siol, soberano del lejano reino de Caravás. Juntos, luchando como hermanos, protegiéndonos los unos a los otros, podremos hacer frente a todos los peligros que el destino nos tenga preparados. —Una mancha oscura se extendió de pronto por su aura, contaminando el resto de los colores sin que Adhárel dejara de sonreír. Marco frunció el ceño, extrañado—. Por ello, hermanos en armas, os pido que alcemos las copas y brindemos por el porvenir. Por el triunfo del bien sobre el mal. Por la paz en el Continente, la familia, la amistad y el amor.
—¡Viva! —vitorearon un centenar de voces al unísono. Marco y el resto de la pandilla también levantaron sus copas y asintieron.
El muchacho sonrió, aún preocupado por lo que acababa de percibir con su sexto sentido, cuando descubrió que la joven Lysell lo estaba observando desde la mesa. Con cierto reparo y el corazón acelerado, se humedeció los labios, sonrió tímidamente y alzó la copa un poco más, antes de llevársela a los labios. Pero ella no se movió. Sus ojos parecían traspasarle y observar algo que hubiera más allá, más…
Marco se volteó para encontrarse con Vekka, que también miraba a Lysell con gesto serio. Negó una vez y se centró en la comida que había ante él. Después se volvió hacia la joven princesa para descubrir que ella también había dejado de estudiar el panorama, centrándose en la conversación de la soberana Ariadne.
Mohíno, dejó la copa en su sitio y se sintió aliviado de ser el único en aquella sala capaz de estudiar las auras. Esperaba que Lysell no le hubiera visto.
—Oye, ¿estás bien? —le preguntó Andrew.
Simon alzó la mirada.
—Sí, Marco, tienes la cara roja. ¿Quieres salir a dar un paseo fuera?
—¡Estoy bien! —les espetó de mal humor—. Que aproveche.
Sus amigos pusieron cara de extrañeza y también comenzaron a comer.
—Oíd, lo digo en serio. —Henry dejó los cubiertos sobre el plato y volvió a la carga—. Por favor, que alguien me cubra esta noche. Os juro que os devolveré el favor.
—Povavia efcoi efpeando a que me eulvas el e a eana asada —se quejó Andrew con la boca llena. Los demás rieron.
—Si estamos en este lío es por tu culpa —le recordó Tail—. Encima no nos dejes solos ahora.
—Pero Divania… —Cambió de estrategia—: Hagamos una cosa. Os pago un berón a cada uno si me ayudáis a ir hasta la plaza y a volver antes de que amanezca.
—Pero ¿cuánto tiempo piensas estar con ella? —le preguntó Tail, asombrado.
—El que haga falta —replicó su hermano, guiñándole un ojo.
—No —zanjó Marco.
—Me niego —añadió Andrew.
—Yo no quiero líos —comentó Morgan.
—Lo siento, hermanito —masculló Tail.
Henry golpeó la mesa con los puños.
—No tendría que estar pidiéndoos esto si la gente rara tuviera prohibido el paso al palacio.
Marco se volvió para descubrir a Vekka centrado en su comida, indiferente a su conversación.
—Henry, para —le advirtió.
—¿Qué? ¿Tampoco puedo hablar? ¡Sois unos cobardes! —gruñó. Le dio un mordisco a su muslo de pollo y dijo—: Y todo para que seguramente hayan sacrificado al asqueroso lobo y hayamos evitado que alguien resultara herido.
Esta vez el muchacho se volvió para mirarlo. Marco dio un respingo. Su aura… su aura resultaba casi transparente, invisible. La comida se le atragantó en la garganta y se apresuró a beber agua. Jamás había visto algo parecido. Zennion nunca le había mostrado esa posibilidad en sus libros.
Vekka no dijo nada, observó en silencio a Henry, entrecerró los ojos y a continuación se levantó.
—¿Adónde te crees que vas, bicho raro?
Pero él no dijo nada. Apartó su silla y sin mirar atrás se dirigió a la puerta por el pasillo central.
Marco se quedó unos instantes observándolo, anonadado ante aquel extraño descubrimiento. Tenía los pelos de punta cuando Zennion apareció al otro lado de la mesa.
—¿Qué le habéis hecho? —Marco se volvió con el corazón en un puño, sorprendido.
—Nada —respondieron los seis al unísono.
El Maestre los miró con el ceño fruncido.
—Más os vale… Más os vale. —Alzó la cabeza y miró el reloj que había en la pared opuesta, sobre la puerta por la que Vekka acababa de marcharse—. Os quedan veinte minutos.
Y dicho esto, se dio media vuelta.
—Yo ya no tengo más hambre —masculló Marco, cruzándose de brazos y fijándose de soslayo en Lysell. Ella, como esperaba, tenía la mirada puesta en la lejanía.
—Yo tampoco —confesó Tail, imitando a Marco.
—¿También vais a culparme a mí de eso?
—Por una vez, Henry —le dijo su hermano—, cierra el pico y termina de comer.
—¡Vale, vale! Yo también he acabado. Vámonos.
Sin esperar a que Andrew, Morgan y Simon decidieran si su cena había concluido, todos se levantaron, hicieron una breve reverencia a la mesa del rey y se alejaron a paso rápido de allí.
Una vez fuera, se arroparon con sus capas para combatir el frío.
—¡Buenas noches, princesitas! —rugió Igdom con las manos entrelazadas a la espalda. Más ancho que alto, parecía la viva imagen de un minotauro, peludo, sucio y con cara de mala uva—. ¿Estaba rica y calentita la cena? ¡Espero que sí porque no vais a volver a estar a cubierto hasta que el sol despunte!
Los niños se miraron entre ellos, desesperados.
—¡Vamos, gandules! ¡A vuestros puestos! Tú, tú y tú —dijo señalando a Marco, Henry y Andrew —os quedáis aquí, vigilando la entrada al palacio. Los otros tres, bajad a la muralla del reino. En la puerta os indicarán dónde tenéis que colocaros.
El aura de Henry se volvió de un rojo brillante mientras las aletas de su nariz se abrían y se cerraban con furia.
—¿Algo que objetar? —preguntó con voz dulce Igdom—. ¿No? ¡Pues fuera de mi vista! ¡Ya!
Bajaron las escaleras del palacio en silencio y fueron a separarse según les había indicado el hombre, cuando Tail agarró a su hermano del brazo.
—Escucha, voy a acercarme a la plaza de camino a mi puesto. Si veo a Divania hablaré con ella y le diré lo que ha ocurrido. ¿De acuerdo?
El enfado de Henry disminuyó considerablemente y asintió agradecido.
—¡Nada de cháchara! —gritó Igdom desde arriba.
Los muchachos se despidieron entre gruñidos y se prepararon para combatir el frío y a las sombras de la noche.
—Yo me desvío por aquí —anunció Tail a Morgan y Simon.
—Te vas a meter en un buen lío por culpa de tu hermano… —le advirtió el segundo, arrebujándose bajo su capa.
—No tardaré.
El muchacho salió corriendo calle abajo sin mirar atrás. Si se encontraba con alguien, reduciría sus sentidos hasta que no pudiera percibirle. Además, solo pensaba quedarse un minuto para disculpar a Henry.
Torció por la segunda bocacalle que encontró, descendió unas escaleras de piedra y dejó atrás la tienda de artesanía más grande del reino. Comenzó a vislumbrar la plaza al fondo cuando escuchó unos pasos a su espalda. Se detuvo en seco.
Miró hacia todos lados para intentar averiguar en qué dirección debía lanzar su don, pero el sonido no volvió a repetirse. A lo lejos, una contraventana suelta golpeteaba contra un cristal a causa del viento.
Con cierta angustia, retomó la carrera.
Los latidos de su corazón se intensificaron según se apremiaba por llegar al final y regresar con sus amigos. Entonces los ruidos volvieron a repetirse. Más cerca, más intensos. A la derecha.
Se giró como una exhalación para toparse con la misma negrura. La luz de los farolillos que titilaban en las paredes reflejaba como fuegos fatuos su marchita luz en el húmedo adoquinado.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó sin convicción—. ¿Sois vosotros, chicos?
Se ordenó a sí mismo respirar con tranquilidad y prepararse para responder a un posible ataque. Pero una vez más, quien fuera, había desaparecido en la penumbra.
A paso mucho más lento recorrió los últimos metros que le quedaban hasta el lugar de la cita. El viento arreció al llegar a él. Un gato maullaba a la noche con desgana. Tail supo que no era buena idea lo que estaba haciendo. Si el idiota de su hermano quería meterse en más líos, que se las apañara él solito.
Un trote rápido le sacó de sus pensamientos. Definitivamente tenía que salir de ahí. El ruido de pisadas se aceleró. El viento parecía arrastrarlo desde la izquierda. No, desde la derecha. No, desde la espalda. Se giró, desesperado, y alzó las temblorosas manos.
—¿E… eres tú, Divania?
Por respuesta, un gruñido amortiguado penetró en sus oídos, directo a sus nervios. Sintió un escalofrío y echó a correr. No quería quedarse a averiguar qué era aquello. Se dio la vuelta y enfiló la primera calle con la que se topó. Sentía los latidos tronando en sus oídos y los pulmones amenazando con salírsele por la boca. Pero no bajó el ritmo. Necesitaba llegar como fuera a la muralla. Pedir ayuda. ¡Algo!
Una sombra le cortó el paso a unos metros de distancia.
Tail gritó. Ni siquiera se detuvo a practicar su don. Se dio la vuelta y probó una nueva dirección. No había dado ni diez pasos cuando una nueva silueta oscura y mucho más pequeña se cruzó en su camino.
—¿Q… qué queréis? —logró articular. Se giró, pero la otra sombra ya le había dado alcance. No tenía escapatoria: estaba atrapado.
La pequeña se arrastró por la noche, evitando los círculos de luz que despedían los fuegos de los faroles hasta que Tail fue capaz de percibir las nubes de vaho que escalaban su hocico al respirar.
—Eres… el lobo… —sin esperar un instante, alzó la mano e intentó dejar al animal aturdido: sin oído, sin vista, ¡sin algo! Pero de nada sirvió. El cánido siguió avanzando con calma hasta que el niño advirtió el brillo dorado de sus ojos—. ¡Lobo! —gritó con desesperación para advertir a los vecinos—. ¡Lobo! ¡Socorro!
Pero si alguien lo escuchó, llegó demasiado tarde. Pues en aquel momento, el animal rugió con ferocidad y se abalanzó sobre el niño con el hambre, el ansia y la rabia brillando en sus pupilas como ascuas del infierno.
Las puertas de la sala de baile se abrieron de par en par y una doncella se escurrió presurosa hasta la mesa real. Allí, se inclinó junto a Adhárel y le susurró al oído unas palabras. El rey se puso en pie inmediatamente y corrió por el pasillo, seguido por los demás miembros de la realeza y la doncella.
La música de los trovadores dejó de sonar y las voces se fueron acallando a su paso.
—Una niña lo vio todo —explicaba la doncella, sin dejar de avanzar a su lado.
—¿Ha habido heridos?
—Sí, majestad…
—¡Henry! —exclamó Duna al salir al vestíbulo y encontrarse a Morgan y a Simon sosteniendo a su amigo, inconsciente. No parecía tener ningún rasguño visible.
—No, es Tail —dijo Zennion con voz pausada.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Adhárel.
Los niños estaban conmocionados. Unos pasos más allá, una muchacha tapada con un mantón lloraba en silencio.
—No lo sabemos. Se… separó del grupo —respondió Andrew—. Dijo que volvería pronto, pero… pero no volvió.
—Escuchamos el grito después —añadió Simon—. Pero ya era tarde.
—Hay que llevarlo a algún sitio urgentemente —dijo Adhárel—. Sírgeric, súbelo a la enfermería. Deprisa.
El muchacho obedeció. Cogió al chico entre sus brazos y se perdió escaleras arriba.
—Yo voy con él —dijo el Maestre.
Wilhelm fue el último en entrar, tras el Marqués. Cerró la puerta en silencio y apoyó la espalda. Lysell también se encontraba allí, a su lado, agarrada a su larga capa.
Adhárel se giró hacia los niños.
—Ahora quiero que me contéis lo que hayáis visto.
Andrew y Simon se miraron entre sí y comenzaron a relatar el motivo por el que Tail se había rezagado, sin ganas de seguir mintiendo. Habían llegado a la muralla unos minutos más tarde. Intentaron inventarse alguna excusa verosímil para compartir con los guardias, pero sin demasiada suerte. Fue entonces cuando escucharon el grito. Primero el de Tail. Después el de una muchacha.
Divania, a su lado, se convulsionó con el llanto y se tapó la cara con las manos. Adhárel fue a acercarse, pero Duna lo detuvo, negó con la cabeza y se agachó ella frente a la niña.
—Necesitamos que nos ayudes, Divania —le dijo con voz dulce—. Tenemos que saber qué ha ocurrido para intentar curar a Tail, ¿lo entiendes?
Ella asintió y se apartó las manos de los ojos. Tragó saliva varias veces antes de hablar.
—Fue el lobo —dijo con un susurro.
A Duna se le detuvo el corazón.
—¿Le atacó un lobo?
La niña asintió con más vehemencia.
—Se… se lanzó sobre él y… y yo grité y salí corriendo —de nuevo volvió el lamento.
La puerta del comedor se abrió de par en par.
—¿Dónde está mi hermano? —gritó desesperado Henry. Tras él venían Marco y Andrew.
—En la enfermería —respondió Simon, acercándose a ellos.
—¿Qué le ha pasado? ¿Qué le han hecho?
Duna miró a Adhárel poco convencida de que fuera una buena idea decírselo, pero el rey no estaba prestándole atención: sus ojos estaban fijos en Wilhelm.
—Ha sido tu culpa… —masculló el rey con la voz ronca.
Morgan agarró a Marco y a Henry del brazo para llevarlos al piso de arriba, pero el primero se liberó para observar aquella escena tan… extraña. Los otros cuatro muchachos salieron del comedor sin que nadie les prestara atención.
Adhárel se acercó al hombre cuervo.
—No te precipites, Adhárel —le avino Wil, separándose de la pared.
—Ha sido tu culpa —repitió el rey.
—No tenemos más que la palabra de esa niña —replicó, poco convencido.
—Niña o no, es la única testigo. Y no creo que haya muchos lobos rondando por mi reino, Wilhelm. Ha sido ese maldito niño que vino contigo y su endiablado animal.
—¡No hables así de Vekka! —intervino Lysell, colocándose entre los dos.
—Lysell… —dijo Duna.
La niña se apartó de su tío y corrió hasta Divania. La agarró del brazo y la miró directamente.
—¿Es verdad que viste al lobo atacándole?
—Sí.
—¿Qué más pruebas necesitas? —preguntó Adhárel, dando otro paso hacia el hombre cuervo.
Ninguna, pensaron él y Lysell al unísono. Porque sabía que la respuesta había sido absolutamente sincera.
—Adhárel, por favor, yo…
—¡Cierra la boca! —rugió el rey.
Duna corrió a su lado y le puso la mano en el brazo de manera conciliadora.
—Debe de haber una explicación…
—¿También para esto? ¿Cuándo vas a darte cuenta, Duna? ¡Él está con ellas! ¡Él trajo al niño y al lobo!
—¡Yo no traje a nadie! —se defendió Wilhelm—. Vinieron solos. Yo los quería a mi lado tan poco como tú.
Lysell se volvió hacia él, abatida y con la sorpresa y el dolor impregnando su inocente mirada.
Marco seguía la escena, atónito y asustado.
—No son más que excusas —le espetó el rey—. Quiero que me digas qué haces aquí. Cómo te manejan las Musas. A qué has venido. Todo.
—Adhárel… —Sus ojos brillaron con auténtico pavor.
El rey desenvainó su espada.
—Ahora.
—¡Adhárel! ¿Qué estás haciendo? —le espetó Duna.
—No te metas. Esto es algo entre nosotros.
Lysell se quedó en el sitio, junto a Divania, paralizada de miedo.
—Adhárel, te lo ruego… —Duna no podía creer lo que veían sus ojos: lágrimas en el rostro de Wilhelm.
Volvió a acercarse a Adhárel.
—¡Basta! ¿Estás loco? ¿No podéis hablarlo como personas civilizadas?
El rey se zafó de su mano y se acercó al hombre cuervo con la espada en la mano.
—Las palabras ya no sirven —dijo en voz baja—. Nada ocurre porque sí. No cuando este hombre está cerca. Responde a mis preguntas.
—¡Sabes lo que me pasará si lo hago!
Adhárel avanzó en dos zancadas hasta ponerse a su lado.
—No sé lo que ocurrirá si hablas. Pero sí sé lo que pasará si no lo haces —el filo de la espada rozó el cuello de Wil.
El hombre cuervo se convulsionó en un sollozo silencioso e intentó soltarse, pero fue inútil.
—Te lo ruego…
El hilo de sangre se perdió entre las plumas negras de su cuello. Duna observaba la escena, aterrada e incapaz de moverse.
—Se acaba mi paciencia —susurró Adhárel con los ojos desorbitados.
Y entonces Wilhelm comenzó a hablar.
Les contó cuanto había sucedido desde que se separaron. Su viaje por el Continente en busca de su sobrina, el ataque sorpresa de Firela en el campamento, su reencuentro con Lysell, su peregrinaje hasta allí… Cómo las Voces le habían indicado qué paso dar en cada instante y qué decisión tomar cuando no parecían existir opciones. Su negativa a que se interpusiera entre Lysell y el niño con el lobo. Sus órdenes para que le dejara viajar con ellos y sus avisos de que no informara a nadie en Bereth de la existencia de aquel peligroso animal. Sus deseos de que aguardase más disposiciones cuando llegara al palacio…
Habló sin descanso durante largos minutos mientras su cuerpo se iba cubriendo de un plumaje tan oscuro como el de su extremidad. Pronto no hubo ni rastro de piel humana. Su tamaño fue menguando al tiempo que Adhárel lo soltaba, asustado, y observaba cómo el hombre se retorcía en el suelo sin dejar de hablar hasta que su última palabra salió en forma de graznido del pico de un cuervo grande y de un lustroso color azabache. Sus ojos habían perdido cualquier rastro de humanidad.
El ruido de la espada de metal cayendo al suelo reverberó por toda la habitación.
—¡Wil! —gritó Lysell, echándose sobre la ropa que había quedado bajo el animal, a modo de nido, para intentar cazarlo. Pero el ave fue mucho más rápida y se escabulló de sus dulces dedos, remontó el vuelo y antes de que nadie pudiera impedirlo se coló por el resquicio de la puerta—. ¡No!
—¿Qué he hecho? —escuchó lamentarse a Adhárel.
Sin pensárselo dos veces, la niña agarró las pertenencias de Wilhelm y salió tras el animal.
—¡Ha sido él! —gritó de pronto Marco desde el comedor, pero ella no se volvió para ver a quién se refería—. ¡Que venga la guardia!
El vestíbulo se encontraba todavía atestado de curiosos. El cuervo sobrevoló las cabezas y atravesó el portón principal ante las miradas de sorpresa y los gritos. Al mismo tiempo, Lysell esquivó piernas y vestidos tan rápido como pudo hasta llegar a la fría noche.
Después, echó a correr tan rápido como pudo lejos de aquel lugar de pesadilla sin volver la vista atrás.