Lysell dio vueltas sobre el colchón sin lograr conciliar el sueño. Llevaban allí cuatro noches y todavía seguía pensando que aquello era demasiado perfecto para ser real: el olor a lavanda y jabón que su piel desprendía, la suavidad de las sábanas que se escurrían entre sus dedos como el agua, el volumen de la almohada que acariciaba sus mejillas…
Cuatro días y seguía creyendo que todo aquello era una fantasía.
Intentó que el sueño la embargara con su cálido aliento cuando un golpe seco al otro lado de la pared le hizo abrir los ojos. Alguien abrió una ventana cercana.
De un salto, se puso en pie y se acercó al cristal. La luna creciente, apuñalada por jirones de nubes grises, derramaba su fría luz sobre los jardines del palacio. La niña agarró el picaporte y dejó que el viento se escurriera por su habitación.
—¿Vekka? ¿Eres tú? —le preguntó a la noche.
—Sí. Vete a dormir —le espetó la voz del niño.
Lysell se aupó al alfeizar y, agarrándose con una mano de la pared, se asomó hasta ver a su amigo en la ventana contigua.
—¿Vas a saltar? Porque está un poco alto.
—No, no voy a saltar.
La niña se mordió el labio. No quería seguir preguntando sin estar segura de que su amigo quisiera responder, pero la curiosidad era mucho más fuerte.
—Entonces, ¿qué haces?
—Llamar a Lue.
—Oh.
El niño echó hacia atrás la cabeza y después la empujó hacia delante. El aullido que sus labios dibujaron en el aire se despegó del vaho de su boca y se alejó flotando por el cielo. La niña le observó repetirlo con diferentes tonalidades.
La respuesta llegó unos segundos más tarde. Suave y lejana, pero llena de vida. Vekka repitió una vez más la tonada antes de guardar silencio.
—No sabía que podías hablar con él —masculló Lysell, con la vista puesta en el brillante astro.
—No sabes muchas cosas sobre mí, Lysell. Igual que tu tío.
—¿Qué tiene que ver mi tío en esto?
—Sé que me odia —se limitó a contestar—. No le caemos bien. Ni yo ni Lue.
—Eso no es verdad.
—Sabes tan bien como yo que sí lo es. Estaría encantado si de pronto decidiéramos marcharnos y dejarte sola con él.
—Vekka, eso no lo sabes. Wil puede ser algo frío de vez en cuando, pero te aprecia.
—No. Él me está agradecido por haberte mantenido con vida hasta que llegó; es muy diferente.
La niña se quedó en silencio. Valoraba a Wil por todo lo que suponía para ella: una soga a la realidad que le había sido ocultada hasta que le conoció, la llave al mundo al que sus padres habían pertenecido… Pero Vekka era su amigo. Su guía durante todo ese viaje. Alguien en quien podía confiar por muchas peleas que tuvieran. Alguien que sabía que la escucharía cuando necesitara hablar de algo y que guardaría su secreto.
Quería que se llevaran bien, pero ella también era consciente de lo poco que se agradaban el uno al otro.
—¿Qué te parece el palacio? —preguntó para cambiar de tema.
—Grande. Asfixiante. Supongo que bonito.
—A mí me gusta mucho. Y el rey Adhárel me resulta encantador.
—¿Te resulta encantador? —La imitó—. ¿Se te han pegado tan pronto las costumbres de la corte?
Lysell se sintió enrojecer y agradeció que Vekka no tuviera un don que le obligara a responder la verdad.
—Cállate.
Él se rió entre dientes. Sí, se le habían pegado. O al menos deseaba que se le hubieran pegado, pensó Lysell. Le gustaba aquella vida que solo había comenzado a saborear. También seguía teniendo miedo de las pérfidas intenciones de quienes pudieran estar a su alrededor, pero los beneficios eran demasiado brillantes y hermosos como para obviarlos.
Durante el viaje hasta allí se había concienciado de lo mucho que quería llegar a ser una buena soberana. Ayudar a sus súbditos, aprender sobre política y arreglar las injusticias. ¿Por qué le costaba tanto a Vekka comprenderlo? No había hablado con él al respecto, pero ¿de verdad no era capaz de advertir por sí solo lo feliz que se encontraba allí? ¿No podía, aunque solo fuera por una vez, aceptar que ese podría ser su mundo?
—Me muero de sueño. Buenas noches, Eis —dijo el muchacho.
La niña golpeó con los puños la piedra.
—¡Mi nombre es Lysell! —exclamó, pero la ventana contigua ya estaba cerrada—. Idiota.
Volvió a la cama y se tumbó con los brazos cruzados sobre el pecho. Mientras los pensamientos se iban calmando y el sueño le daba una nueva oportunidad para que lo siguiera, la niña se olvidó de Vekka, de Wil, de los reinos, del bosque y de los némades. Y solo intentó recordar a una madre que nunca conoció y nunca conocería.
Para cuando la primera lágrima se perdió en el intrincado tejido de la almohada, la joven princesa ya estaba dormida.
Le dio la sensación de que habían pasado apenas unos minutos cuando oyó que alguien llamaba con insistencia a la puerta. Desorientada, abrió los ojos y giró sobre sí misma hasta quedar boca arriba.
—¿Lysell, estás despierta? —Era Wilhelm.
—Sí… —masculló con la voz pastosa.
La puerta se entornó y el hombre asomó la cabeza.
—Buenos días.
Lysell bostezó con una sonrisa.
—Buenos días, tío.
—Te traigo un vestido de parte de la reina —explicó, mostrando la prenda de color verde esmeralda perfectamente doblada sobre los brazos y otra más sencilla, blanca—. Lo ha pedido expresamente para ti.
Lysell salió de debajo de las sábanas y gateó por la cama hasta el extremo donde el hombre cuervo había depositado la ropa. Pasó los dedos por las filigranas del suave escote y alzó la mirada.
—Es precioso. Dale las gracias.
—Ya tendrás tiempo de dárselas tú misma esta noche: han preparado una cena de gala en tu honor.
Lysell tragó saliva, intimidada y halagada a la par.
—Vaya… —Tras unos segundos en silencio, añadió—: Me gusta este lugar.
—A mí también, pero sabes que no podemos quedarnos mucho tiempo. —Su voz quedó velada por algo que la niña no supo identificar y que no se atrevió a preguntar—. Vístete. Te esperaré fuera para bajar juntos: este palacio parece un laberinto.
Fue a salir cuando Lysell recordó algo.
—¿Y Vekka?
Él encogió los hombros en un gesto de ignorancia.
—He pasado por su habitación antes y estaba vacía. Quizás haya salido a dar un paseo por los jardines.
La niña desvió los ojos hacia la ventana y, en cuanto su tío cerró la puerta, se lanzó a mirar por el cristal. A parte de setos perfectamente recortados y parterres de hermosas flores multicolores, allí no se veía un alma.
Con cierta dificultad, se puso el vestido sobre la otra prenda de lino con forma de túnica y, agarrándose la parte delantera, se observó en el espejo que había junto a los armarios, sonriente. Ahora sí que parecía una princesa. Su pelo blanco y enmarañado se asemejaba a los últimos vestigios de una nevada sobre el bosque. Se sorprendió de lo mucho que había crecido en las últimas semanas; sin ningún lugar donde contemplar su reflejo durante aquel tiempo, el cambio le resultó evidente.
Estaba dando una vuelta sobre sí misma cuando alguien llamó a la puerta.
—Lysell, soy yo otra vez. Me había olvidado del calzado. ¿Puedo pasar?
La niña se colocó el vestido correctamente y dijo que sí.
—¡Vaya! ¿De verdad eres tú? —bromeó Wil visiblemente sorprendido—. Estás guapísima.
Ella se sonrojó.
—Necesito ayuda con los lazos de la espalda…
El hombre cuervo asintió, dejó los zapatos que llevaba en la mano y fue a acercarse cuando reparó en algo.
—Me temo que no soy el más indicado —con la mano apartó la nueva capa que llevaba encima, roja y con bordados oscuros, y dejó a la vista las plumas negras.
—Oh, lo siento. No pretendía… —la niña deseó que se la tragara la tierra.
—Lo sé. No pasa nada. —La tranquilizó con un ademán—. Espera aquí.
Sin perder un instante, volvió a salir. Lysell se sentó al borde de la cama y negó en silencio. ¿Cómo podía ser tan desconsiderada? ¿Así iba a actuar cuando tuviera que resolver los dilemas de sus súbditos? ¿Obviando sus auténticos problemas? Wil era Wil, pero cualquier otro podría haberse ofendido de verdad si hubiera pensado que se estaba burlando de él.
La puerta volvió a abrirse y por ella entraron Duna y el hombre cuervo.
—Buenos días, Lysell.
—Hola —saludó la niña, intentando borrar de sus ojos cualquier rastro de tristeza.
—Os dejo solas —dijo Wil, haciendo una breve reverencia.
La niña se puso de pie para señalarse la espalda.
—No llego a abrocharme —explicó.
—Déjame a mí.
Con manos expertas, Duna fue cerrando el vestido desde la cintura hasta los hombros. Cuando terminó, le dio la vuelta.
—¿Te aprieta demasiado?
Lysell negó repetidas veces, ansiosa por poder colocarse frente al espejo. En cuanto Duna le liberó los hombros se giró para encontrarse con su reflejo.
—Apenas me reconozco…
Duna sonrió. Ella tragó saliva y se atrevió a preguntarse si, por fin, las némades, esas que siempre se habían burlado de ella por corretear por los bosques arco en mano y por llevar pantalones y camisolas desgarradas, la reconocerían y la respetarían.
—Tienes el porte de una reina —comentó Duna, mirándola sonriente—. Y esos zapatos te van a quedar como anillo al dedo.
Lysell asintió, agradecida por el cumplido y, por primera vez en mucho tiempo, se atrevió a ser algo coqueta.
—Pero mi pelo… —masculló sin saber cómo seguir—. Es culpa de este color tan raro.
—¿Eso crees? —Duna se puso de pie y se acercó a ella—. A mí me parece uno de los colores más bonitos que he visto nunca. Como la nieve o el hielo.
—Lo dices para que no me ofenda —repuso la niña.
—Todavía no me conoces —dijo Duna con una sonrisa—, pero pronto te darás cuenta de que soy demasiado sincera como para mentir en estas tonterías. —Lysell le regaló el atisbo de una sonrisa—. Pero sí que es verdad que necesitas peinarte.
La niña asintió encantada.
—Déjame que te quite el vestido para no mancharlo.
En cuanto se vio libre de las ataduras, ataviada solo con la prenda interior, volvió a sentirse tan corriente como la noche anterior.
—Aguarda aquí.
Lysell obedeció y se acomodó en la silla que había frente al tocador, situado en una esquina junto a la ventana. ¿De verdad estaba ahí? ¿No despertaría de pronto en mitad del bosque para descubrir que todo aquello había sido un sueño?
El corazón le latía con entusiasmo. Tenía que obligarse a respirar despacio para tranquilizarse. Nadie, jamás, se había interesado y preocupado tanto por ella como en aquel palacio. No entendía cómo Vekka no podía verlo tan claro como ella.
El recuerdo de su amigo le nubló el ánimo. ¿Y si le había ocurrido algo? ¿Y si… se había ido por su cuenta? No. Vekka nunca haría algo semejante. Estaría, como había presupuesto su tío, dando un paseo por los alrededores del palacio. Quizás, incluso, se había acercado al bosque para reunirse con Lue.
—Lysell, te presento a Maia.
La niña dio un respingo y se giró para encontrarse con una muchacha rubia que sonreía, algo azorada, con una bandeja repleta de frascos en la mano.
—Yo solo podría enredarte aún más el pelo —confesó Duna—, pero ella es una auténtica artista.
—Encantada de conoceros, majestad.
—Bueno, todavía no me han coronado —se atrevió a bromear—. Puedes llamarme Lysell.
Duna chasqueó los dedos.
—Manos a la obra.
La niña se dio la vuelta y se quedó mirando a su reflejo mientras la doncella jugaba con su cabello, levantando algunas capas y probando diferentes opciones de flequillo. Durante todo el rato que duró la prueba, Duna se mantuvo de pie, observando complacida el hacer de la doncella.
Tardaron cerca de una hora en terminar de arreglarla. Para entonces, sus tripas se quejaban con tantas ansias por el hambre como su cuello dolorido por la incómoda postura que debía adoptar. El ir y venir de tijeras, pinzas y peines llegó después.
—Ya está —dijo Maia un rato más tarde. Dio un paso hacia atrás y aguardó.
Lysell se giró poco a poco con la reminiscencia del tacto de los dedos de la doncella todavía fresca en la cabeza y observó a la jovencita que le devolvía la mirada desde el espejo.
—No puede ser… —fue lo único que se atrevió a decir.
Con temor, alargó los dedos hasta las puntas de su nuevo peinado y las acarició con cuidado.
—Buen trabajo —dijo Duna a la doncella.
Aquello era mejor que un buen trabajo. Era perfecto, pensó la niña. Ya no había pelos flotando a su alrededor, ni mechones más largos y encrespados que otros. Llevaba el cabello liso y brillante hasta los hombros y el flequillo recogido en dos trenzas.
—Es… —sintió que se iba a poner a llorar cuando un grito en el exterior hizo que las tres se volvieran hacia la ventana—. ¡Vekka!
La niña se lanzó contra el cristal para descubrir a su amigo y a Lue rodeados por un puñado de muchachos que iban cerrando el círculo a su alrededor.
—¿Qué están haciendo?
El niño empuñaba un palo alargado y decía algo que, a esa altura, Lysell no lograba entender.
—Tengo que ayudarle.
Sin dejar tiempo a Duna y a Maia para que reaccionasen, vestida solo con la camisola interior, se puso los zapatos que su tío le había traído y bajó atropelladamente las escaleras.
Tras perderse un par de veces y tomar las escaleras equivocadas, se arrojó a la intemperie del exterior con la respiración entrecortada. El frío del jardín la abrazó con descaro, burlándose de lo poco que le cubría la prenda que llevaba.
Cuando llegó al lugar donde su amigo lidiaba con los otros, el grupo se había cerrado casi por completo. Incluso a aquella distancia podía distinguir el rugido apagado del lobo.
—¡Vekka! —exclamó. Los muchachos que estaban acosándolo se volvieron al unísono, clavando sus desdeñosas miradas en ella.
—La que faltaba —masculló el más alto de ellos.
—Henry, déjala en paz y vayámonos de una vez.
—Cállate —le espetó este, avanzando hacia Lysell.
—¿Qué le estáis haciendo? —preguntó la niña, sintiendo una inyección de adrenalina por todo el cuerpo.
—Asustándolo un poco. No te metas si no quieres salir mal parada.
—Dejadlo en paz si no queréis salir vosotros mal parados.
Se reprochó no haber cogido con las prisas el arco y el carcaj. En realidad no tenía más que sus palabras para amedrentarlos.
—¿De verdad? —insistió el muchacho, cruzándose de brazos. Los otros chicos también se alejaron unos pasos de Vekka, aunque sin quitarle el ojo de encima—. ¿Vas a llamar a tu ejército? ¡Uy! Pero si no tienes…
Lysell se mordió con fuerza el labio inferior antes de responder.
—Como reina de Salmat os ordeno…
Hubo un instante de silencio que casi estuvo por parecer reverencial antes de que Henry estallara en carcajadas.
—¿De qué te ríes?
—De que yo no obedezco tus órdenes —replicó el muchacho, algo confundido.
Lysell arrugó la nariz y se tiró sobre el chico, que le sacaba una cabeza y media. El empujón le hizo retroceder unos pasos, pero rápidamente volvió a recuperar la estabilidad. Ya no estaba en el campamento. Ya no tenía que seguir las normas de Bautata o de Azquetam. Allí, si alguien se metía con ella, podía defenderse sin miedo a las represalias.
—¡Mirad a la gatita!
—Henry, basta —esta vez fue un chico moreno quien se interpuso entre ella y el abusón.
—¿Todavía no entiendes que no necesito estar a su lado para dar lecciones, Marco? —El tal Henry cerró los ojos y Lysell sintió que todo a su alrededor se magnificaba como si de pronto le hubieran puesto dos lupas en los ojos.
Gritó angustiada mientras caía al suelo. Cerca de ella escuchó un grito de enfado, varios de terror y un rugido animal. Después se hizo el silencio.
Cuando logró recuperarse del inesperado mareo y abrió los ojos se encontró tirada en la tierra. Alguien la estaba agarrando del brazo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó el muchacho de pelo azabache y tez morena. Ella asintió y, con su ayuda, se puso en pie.
Un hombre anciano estaba regañando a gritos al grupo de muchachos mientras Vekka acariciaba con paciencia a Lue. Lysell se deshizo de la mano del chico y se acercó a su amigo un poco mareada.
—¿Estás bien? —le preguntó, acuclillándose a su lado.
—Sí. ¿Qué te has hecho en el pelo? —quiso saber el muchacho, arrugando la nariz.
—¿No te gusta? —Lysell se acarició con nerviosismo las puntas. Por unos segundos se había olvidado de su nuevo aspecto.
—Sí. Supongo. Te queda raro.
—¡Esto es vergonzoso! —gritaba el anciano mientras señalaba a los chicos con el dedo—. No puedo creer que seáis alumnos míos.
—¡Pero la sombra…! —intentó excusarse el más beligerante de todos.
—¡Basta! ¡No quiero saber las estúpidas razones que os han llevado a actuar así con un inocente! Henry… Tú y yo ya hablaremos. Antes de que se ponga el sol habrás recibido tu castigo, no te quepa la menor duda. ¡Y vosotros también!
Con un gruñido, el hombre se dio la vuelta y se acercó a Lysell y a Vekka. También el chico de pelo negro se encontraba junto a ellos.
—¿Estás mejor? —le preguntó. La niña asintió, cohibida.
—Mi nombre es Zennion, majestad, y soy el Maestre sentomentalista de la corte. Es un honor teneros aquí.
—Gracias —respondió ella, tragando saliva. Cuatro días y todavía no conocía ni a los principales hombres del reino, meditó.
—Os pido disculpas en nombre de los muchachos. Y a ti también —añadió, ladeando su cabeza hacia Vekka—. No volverán a atreverse a haceros nada.
Lysell echó un vistazo al grupo y comprobó cómo el joven que había empezado todo los fulminaba con la misma rabia, o más, que antes.
—Ahora hay algunos asuntos que requieren mi presencia, pero si necesitáis algo podéis llamarme.
Dicho esto, se dio la vuelta y se alejó de allí. Antes de llegar a la puerta del palacio, Duna apareció pidiendo explicaciones. El anciano la detuvo y le contó lo que había sucedido. La muchacha le dedicó un vistazo a Lysell y ella aprovechó para sonreír y decirle con las manos que se encontraba bien. Duna le devolvió el gesto y pareció tener la intención de acercarse, pero Zennion le pidió que regresara al palacio con él.
—Vamos, levántate —le dijo la niña a su amigo—. Tenemos que llevar a Lue de vuelta al bosque. Aquí no se puede quedar.
—¿Qué? No —replicó tajante—. Lue se queda aquí o yo me voy con él.
—Pues entonces ya estás tardando —intervino una voz desdeñosa a su espalda. El resto del grupo permanecía alejado.
—¿No te ha dicho tu maestro que nos dejes en paz? —le espetó Lysell.
—Sí —replicó sin querer el muchacho.
—Pues entonces para ya, Henry —la defendió de nuevo el otro chico—. O te vas a meter en un lío muy grande.
—¡Aquí viene el salvador de damiselas, Marco Sin Padre!
El niño cerró con fuerza los puños y se encaró a Henry.
—Repítelo si te atreves —le dijo entre dientes.
—¿Me estás amenazando?
El muchacho se preparó para atacar, pero en ese momento un chico cuyo parecido a Henry era innegable se le acercó por detrás.
—Debes de haberte golpeado en la cabeza o algo, hermano. ¿Qué crees que haces?
—Sí, Henry, es una reina —añadió uno con pinta de estar a punto de caerse redondo allí mismo—. Deberías dejarla de una vez.
Henry se deshizo de sus amigos y se cruzó de brazos con aire de superioridad.
—No era con ella con quien hablaba. De hecho, ni siquiera me estaba metiendo con la niña. Es él quien no debería estar aquí. Alguien sin sombra no puede ser… normal.
El lobo se puso a gruñir otra vez. Estaba claro que Vekka estaba haciendo todos los esfuerzos posibles por controlar al animal y que no se lanzase sobre el muchacho a desgarrarle el cuello.
—Es un invitado —terció Marco.
—¿Y su alimaña también? Ya veremos qué le parece a Heredias cuando descubra que hay un lobo asesino paseándose a sus anchas por los terrenos.
—¡No es un asesino! —gritó Vekka, a la defensiva.
—Vaya, pero si el raro sabe hablar.
—Vekka, vámonos —le dijo Lysell, agarrándole del brazo. Pero él se soltó con premura.
—Hazle caso, sí. Márchate y esconde a tu bicho antes de que vengan los soldados; ellos no tendrán tanta paciencia como nosotros.
—No te tengo miedo —masculló el niño con la rabia implícita en cada palabra.
—Pues deberías —le advirtió—. Esta noche, más te vale cerrar tu puerta con pestillo porque a lo mejor te encuentras con una sorpresa al despertar.
Vekka se acercó a él hasta que sus narices estuvieron a punto de tocarse. Era algo más bajo que Henry, pero el odio que emanaba era tal que Henry tragó saliva.
—Eres tú quien debería tener cuidado —se limitó a decir antes de darse la vuelta y echar a correr hacia la explanada verde que había más allá del jardín. El lobo gruñó al chico y después lo siguió. Lysell se quedó en su sitio sin saber muy bien qué hacer.
Henry tardó unos segundos en quitarse el escalofrío de encima.
—Menudo gallito está hecho el niño —comentó a sus amigos una vez logró serenarse.
—Henry, déjalo de una vez —repitió Marco con la mirada puesta en la silueta ya lejana de Vekka—. Lo decía demasiado en serio.
—¿Y si se vuelve loco y prende fuego al palacio entero? —dijo el más apartado del grupo mientras jugaba con una bola de hierro en sus manos.
Lysell se volvió hacia ellos, escandalizada.
—Vekka nunca haría algo así. Sois vosotros los… los… ¡Ugh! —con un gruñido se marchó tras su amigo.
Mientras se alejaba, llegó a escuchar el comentario que hacía Henry:
—Mira, en eso estoy con ella. No seáis idiotas. Le tendremos vigilado y si se atreve a mover un solo dedo… se lo partimos.
La niña no paró de correr hasta alcanzar a Vekka, que se había sentado en el borde de una hermosa fuente rodeada por un camino de gravilla.
—Vekka, —dijo, recuperando el aliento. Las tripas le rugían cada vez con más fuerza—. ¿Estás bien?
El niño se secó las lágrimas con el brazo y apartó la cara para que su amiga no lo viera.
—No. ¿Qué quieres?
—Yo… —Lysell se sentó a su lado, azorada. Lue se encontraba a sus pies, repanchigado—. Lo siento.
—¿Qué sientes? —le espetó—. ¿Acaso los enviaste tú?
—No, claro que no. Siento… siento que te hayan hecho eso. Fuera lo que fuese. —De repente se sintió idiota y se revolvió—. ¿Qué pasa, que tampoco puedo sentir lástima?
—¡Sí que puedes! —Vekka se giró hacia ella. Tenía los ojos rojos—. ¿Contenta? ¿Has llorado suficiente por mí?
Lysell no supo qué responder.
—Este es tu maldito mundo, no el mío —le dijo el chico—. Y esos… desgraciados solo me lo han recordado. No existe ningún lugar para mí.
—No digas eso, sabes que no es verdad.
El muchacho sonrió con desgana.
—Tú puedes decirlo, doña reina. Todo el mundo te mima y te quiere. Después de sonreírte todos se giran hacia mí y se preguntan quién soy, qué hago perturbando su perfecto mundo y dónde está mi sombra…
Lue alzó las orejas.
—¡No todos son así! —se defendió Lysell—. Duna es encantadora. Y Adhárel también. Esos chicos son bobos, ¿por qué dejas que te afecte lo que te han dicho?
—¡Porque tienen razón!
Las palabras flotaron entre los dos como una maldición. Lysell comprobó asombrada el mal aspecto que Vekka había adquirido en las últimas horas. Su piel, de por sí macilenta, se había vuelto un poco más gris, y sus ojos enrojecidos no ayudaban a mejorar su aspecto.
—Deberías descansar —le dijo—. Tienes muy mala cara.
—No pienso hacerlo hasta que… —no quiso continuar y su mirada le indicó a Lysell que más le valía no preguntar.
—Volvamos al palacio. Seguro que Adhárel entiende que no quieras separarte de Lue.
—Me voy a marchar esta noche —anunció de pronto el niño.
Lysell creyó que se iba a marear.
—No puedes irte.
—Claro que puedo. Y voy a hacerlo. Tú decides si acompañarme o quedarte aquí y vivir en tu casita de muñecas.
Sintió que algo se partía dentro de su corazón.
—Vekka, por favor… —¿Ahora que había encontrado su sitio, ahora que por fin empezaba a sentir que encajaba, le obligaba a elegir?
Tragó saliva.
—Lo he decidido y no pienso volverme atrás —se puso en pie y añadió sin mirarla—. Ojalá decidas acompañarme. Nosotros no necesitamos nada de esto. Todo este lugar está podrido, como el campamento. Yo necesito ser libre. —Se volvió hacia Lysell—. Y la Eis que yo conozco, también. El pelo que llevas, la ropa, esos zapatos… son solo cadenas para encerrarte aquí. ¿De verdad quieres que te cacen?
Colocó su mano sobre su mejilla, con suavidad y tensión. La niña sintió el frío manando de su piel, igual que si fuera roca. Cerró los ojos e intentó averiguar qué callaba su amigo. Cuando los abrió, Vekka se alejó corriendo junto a Lue.
Sola y asustada, agachó la cabeza para encontrarse con su imagen en el agua de la fuente. Con la palma de la mano deshizo el reflejo y gruñó con exasperación.