2. El rey de las marionetas

Dimitri irrumpió en sus aposentos con la ropa cubierta de manchurrones de sangre todavía húmedos. Tras cerrar la puerta se deshizo con repugnancia de la capa oscura y del chaleco; se desabotonó la camisola blanca y la lanzó al suelo junto a lo demás. De dos patadas se quitó los botines para después hacer lo mismo con los pantalones oscuros. No quería tocarlos. No quería ni verlos. Jamás volvería a ponerse ninguna de aquellas prendas. Ordenaría que lo quemasen todo junto al cadáver del culpable de aquella escabechina.

Echó un último vistazo al montón de ropa y sintió que la rabia recorría todo su cuerpo; ¡aquella capa era su favorita!, pensó cerrando los puños.

Así, con la respiración entrecortada y el pecho danzando todavía desbocado, quedó frente al enorme ventanal, observando el atardecer que se diluía en el horizonte de Manseralda como la sangre en el patio empedrado del castillo. Las últimas horas habían echado por tierra la labor de las anteriores semanas y todo lo que había podido ir mal, había terminado saliendo peor.

Golpeó el marco de madera, enfurecido, y se volvió para encontrarse de frente con su reflejo en el espejo situado en la pared opuesta.

Su pelo cobrizo, oscurecido durante los últimos meses, le caía sobre la frente empapado en sudor. Las facciones de su rostro parecían haberse cincelado con cada decisión que había tomado desde que abandonó Bereth, y su antaño colorida tez se había vuelto de un gris lapidario. Con todo, su belleza seguía siendo indiscutible. La nuez subía y bajaba en su garganta de manera espasmódica mientras buscaba saliva con la que humedecerse los labios. Los pectorales, el vientre plano sin apenas vello y parte del brazo se encontraban decorados con ribetes oscuros que habían ido extendiéndose como los tentáculos de una medusa o las patas de una araña desde su muñeca derecha.

La mano que reposaba junto a la pelvis se ocultaba tras un guante de cuero del que rara vez se despegaba; en buena medida, su segunda piel. Estaba claro que hacía tiempo que había dejado de ser un príncipe malcriado. Ahora era el capitán de un ejército que daría su vida por él si así lo ordenara.

Con cuidado, como si temiera que pudiera convertirse en polvo si sufría la más leve sacudida, fue descubriendo la mano enguantada. Toda ella estaba tiznada de color oscuro; como si la sangre que corría por sus venas fuera alquitrán, como si estuviera podrida por dentro.

El joven rey desentumeció los dedos tal y como hacía siempre que sacaba fuerzas de flaqueza para comprobar el deterioro de su propia extremidad. Sus ojos siguieron en el espejo el recorrido de la mancha en el brazo y el pecho. Por el momento su don no se había cobrado más piel, pero pronto los primeros hilos oscuros comenzarían a reptar por el cuello y entonces no habría manera de ocultarlos. Sentía tanta repulsión por su cuerpo como admiración y orgullo por su poder. Era temible en todos los sentidos.

Sobre el pecho reposaba una fría llave dorada de la que nunca se separaba.

Con paso lánguido se dirigió al armario de doble puerta que había a su derecha y escogió unos pantalones marrones y una camisa oscura para bajar a cenar. Si bien lo único que deseaba en realidad era tirarse sobre la enorme cama y dormir hasta el día siguiente, sabía que el tiempo apremiaba y que tenía que reunirse con sus hombres para debatir cuál sería su siguiente movimiento.

Si al menos hubieran contado con un don como el que habían descubierto aquella tarde… se lamentó al tiempo que se vestía. Pero no. Se había esfumado con la vida de su portador.

Ya llevaba medio año en el trono de Manseralda. Seis meses en los que su única preocupación había sido llevar a cabo el sueño que rondaba en su cabeza desde que abandonó Bereth. Seis meses en los que se había dedicado a expulsar a cuantos habían osado interponerse en su camino y a reunir a todos aquellos sentomentalistas que alguna vez habían sido repudiados u obligados a servir a un rey. Hombres que vagaban sin rumbo fijo por los caminos y los bosques en busca de un hogar donde no tuvieran que esconderse y donde pudieran preparar su ansiada venganza.

Con el tiempo, Manseralda se había convertido en el refugio de decenas de personas con poderes inimaginables.

Sin embargo, había quienes no lo veían así; quienes osaban rechazar la hospitalidad de Dimitri y optaban por marcharse y seguir su camino en solitario. Como si no fueran conscientes de la oportunidad que les brindaba para formar parte de la Historia del Continente. Como si tuvieran opción.

—Desagradecidos… —masculló para sí mientras se ataba los cordones de los zapatos nuevos. ¿Acaso no lo veían? ¿No comprendían la magnitud del proyecto que intentaba llevar a cabo?

Le resultaba inconcebible imaginar que alguien en su situación, alguien con un don, quisiera oponerse a formar parte del brillante futuro que Dimitri se disponía a escribir con sangre en las tierras del Continente.

Por el Todopoderoso, ¡tendrían que haberle cortado el cuello antes de que la situación se hubiera descontrolado tanto!

Al igual que tantos otros que ahora moraban en los terrenos de Manseralda, el bárbaro que había provocado aquella escabechina durante la tarde había llegado al reino seducido por las palabras de Mantra, su segundo al mando. Este peculiar sentomentalista tenía el maravilloso don de localizar a sus semejantes a cientos de kilómetros a la redonda y enviarles mensajes telepáticos sin que ninguno fuera consciente de su procedencia. Una buena mañana, Mantra se presentó ante el palacio del reino, asombrado por la cantidad de sentomentalistas que había sentido concentrados en un mismo lugar. En cuanto Dimitri descubrió las posibilidades que ofrecía un don semejante, decidió someterlo a su voluntad y nombrarlo su mano derecha.

Gracias a él, el número de sentomentalistas se había multiplicado en los dos últimos meses, y con ello, las posibilidades de que su sueño llegara algún día a hacerse realidad. Pero, como bien habían podido comprobar, no siempre resultaba sencillo…

Teradoc había llegado aquel mismo día a la hora del almuerzo, movido, no solo por los hilos de Mantra, sino también por el olor a comida recién hecha que se escapaba por las chimeneas del castillo. Hasta entonces se había mantenido siempre en las sombras de los reinos como un animal salvaje y un fugitivo, alimentándose de lo que robaba y durmiendo en escondrijos y cuevas en mitad del bosque. Más bestia que humano, tenía la mirada huidiza y vacilante y se movía encorvado como un simio o un oso. Era extremadamente delgado y llevaba el pelo grasiento y cubierto de hojas. La poca ropa que cubría su demacrado cuerpo estaba hecha jirones y apestaba a orina y sudor. Cuando los lazos de Mantra captaron su presencia, todos los hombres, incluido Dimitri, se prepararon para darle caza y averiguar qué clase de don ocultaba antes de que pudiera utilizarlo contra ellos.

Por desgracia, todo se había trastocado en el último momento.

Fidgerpatt, el hombre más gordo que se hubiera cruzado en la vida, se encontraba obnubilado mirando la comida mientras el rey daba la orden de actuar con tranquilidad ante la llegada del nuevo huésped. Así pues, cuando Teradoc cruzó las murallas del palacio y su pestilente aroma se extendió por doquier, todos hicieron un esfuerzo sobrehumano para ignorarle hasta que Dimitri diera la señal. Todos menos Fidgerpatt, que en cuanto sus desarrolladas fosas nasales percibieron semejante hedor, se puso a maldecir y a gruñir contra aquel que le había estropeado su hora de la comida.

Antes de que ninguno pudiera hacer nada, el hombre se levantó, volcando la mesa y tirando parte de la cubertería, y se giró, gruñendo al recién llegado. Este, como una rata acorralada, abrió los brazos de manera amenazadora y enseñó los dientes amarillos con un gruñido gutural más propio de un roedor que de un humano.

Sin vuelta atrás, los treinta hombres que hasta entonces habían estado conteniendo el aliento se pusieron en pie y rodearon al sentomentalista.

—¡Que nadie se mueva! —Había advertido Mantra—. No hasta que sepamos qué don oculta.

—¿Acaso no está claro? —bramó el gordo con una risotada—. ¡El de oler a mierda!

—Fidgerpatt, cierra tu maldita boca si no quieres terminar con la espada ensartada en tu enorme papada —siseó Dimitri cada vez de peor humor. Después se giró hacia el recién llegado—: ¿Cómo te llamas?

El tipo dio un paso hacia atrás, asustado ante la idea de que se dirigieran a él.

Viendo que no llegarían a ninguna parte por el método tradicional, el rey se volvió hacia su izquierda.

—Tocón, su nombre.

Tocón era un joven miope y desgarbado cuyo poder consistía en averiguar el verdadero nombre de todo aquel que le mirara a los ojos. Más de una vez había tenido que soportar las burlas del resto de sus compañeros por poseer, a su parecer, tan patético don. No obstante, en ocasiones como aquella podía resultar de lo más útil.

—Teradoc, señor —informó tras relamerse los labios resecos.

El hombre dio un respingo al escuchar aquello y flexionó las rodillas otro poco. La tensión se reflejaba en sus agarrotados dedos.

—Tranquilízate, Teradoc —susurró el rey dando un paso al frente—. No queremos hacerte daño. ¿Te gustaría sentarte a la mesa y comer un poco?

El interpelado se irguió ante la propuesta, pero continuó con la mirada vigilante.

—Tenemos de todo: pollo, conejo, jabalí, pescado… —Un solo roce de mis dedos con su piel y se calmará como un bebé, se dijo para sí el rey.

—Rayos —masculló Fidgerpatt impaciente—, se me revuelven las tripas solo de imaginar que vamos a compartir nada con este… ¡engendro!

Al oír aquella palabra, Teradoc se irguió por completo y soltando un grito inhumano, se lanzó a por él con la mirada fija en su oponente. El gordo Fidgerpatt se colocó en posición defensiva con más miedo que vergüenza y aguardó el golpe.

Los acontecimientos posteriores se sucedieron a tal velocidad que incluso ahora, en la tranquilidad de sus aposentos, Dimitri era incapaz de ordenarlos correctamente.

Lo que sí recordaba con angustiosa claridad era la manera en la que el mendigo había abierto los brazos hasta casi unir los reversos de las manos a la espalda para después invertir el movimiento con intención de dar una potente palmada colocando la gorda cabeza de Fidgerpatt entremedias. Sin embargo, el diestro armero del ejército se adelantó en un valiente y estúpido gesto, y presuponiendo el ataque, se lanzó sobre su enorme compañero para interceptar la trayectoria. Antes de que nadie pudiera evitarlo, las mugrientas manos de Teradoc se aplastaron contra el cráneo del herrero, y en un abrir y cerrar de ojos, el cuerpo de este reventó en una tormenta de sangre, vísceras y huesos que empapó a todos.

Todavía estaban aturdidos cuando Mantra se lanzó sobre el escuchimizado cuerpo del mendigo y le rebanó el cuello sin más contemplaciones.

Dimitri se agarró la mano izquierda con la derecha para que dejara de temblar. ¿En qué momento se habían torcido las cosas? El rey resopló consternado. Lo sabía perfectamente: cuando el maldito Fidgerpatt había abierto la boca.

En cualquier otra circunstancia lo habría matado directamente. Un corte limpio en su enorme panza y su inoportuna lengua se habría callado para siempre. Pero en el fondo sabía que no le convenía.

Cada uno de ellos, cada don, por muy estúpido que pareciera, podría serles útil durante el ataque. Y por mucho que le doliera reconocerlo, incluso el estómago sin fondo de Fidgerpatt les podría beneficiar tarde o temprano. Haber perdido a uno ya había sido más que suficiente. Con todo, le impondría un castigo que jamás olvidaría. De eso podía estar seguro.

Enfurecido, golpeó la colcha de la cama.

¿Quién se encargaría ahora de armar a su ejército? ¿Quién podría elaborar espadas tan afiladas y ligeras? Habían perdido a un peón insustituible de la noche a la mañana.

Se puso de pie y se masajeó el cuello. La tensión de los últimos días se le acumulaba en los hombros y durante las noches no le dejaba conciliar el sueño. Este era el segundo traidor que se encontraban en los últimos días y empezaba a estar cansado de ellos. Por suerte, el otro no había causado ninguna baja.

Sintió otra punzada en la espalda y gruñó de dolor. ¿Cuándo llegaría un sentomentalista capaz de curar cualquier dolor con un simple masaje?

Se rió ante aquella estupidez mientras se dirigía hacia la puerta. Fue entonces cuando escuchó un ruido seco sobre su cabeza.

—Espléndido… —murmuró con desgana. Tan oportuna como siempre, añadió para sí.

Giró sobre sus talones y se dirigió a la estantería que había junto al espejo de pared. Agarró un libro con tapas oscuras y filigranas doradas y tiró de él hacia atrás. Como si de una palanca se tratara, el volumen puso en marcha un mecanismo de cadenas y engranajes que terminó con un suave «Clic» procedente del espejo.

Dimitri se acercó a él, metió los dedos en la finísima ranura que acababa de aparecer entre el cristal y la pared e hizo palanca. Cuando el agujero fue lo suficientemente holgado, se coló dentro. Tras esto, cerró la puerta secreta y comenzó a subir las escaleras de caracol con apatía.

Cuanto más avanzaba, más claramente podía escuchar los golpes. A mitad del ascenso llegó a sus oídos un leve gemido entrecortado que las paredes magnificaban hasta convertirlo en el llanto de un alma en pena.

Jamás había mantenido a nadie durante tanto tiempo bajo su hechizo como a la joven reina Thalisa de Manseralda. Tras las primeras semanas actuando como un hipócrita enamorado, Dimitri había decidido pedirle la mano a la insegura y crédula muchacha. Esta, embriagada de amor, caricias y dulces mentiras, aceptó sin pensárselo dos veces y selló su compromiso con un largo y apasionado beso.

Dispusieron todo para celebrar la boda a la semana siguiente: fue una ceremonia tranquila, sin apenas invitados y menos celebración. Durante la noche, el ahora rey le concedió el honor a su nueva esposa de ver qué se ocultaba bajo aquel guante del que nunca se desprendía. Cuando la mano negra surgió del cuero, la muchacha intentó gritar, pero Dimitri la agarró con fuerza de la muñeca y, concentrándose en la lucha mental, logró doblegar el temor de Thalisa hasta tranquilizarla por completo. Tras ello, se dedicó a juguetear con sus pensamientos aquí y allá hasta convertirla en la marioneta que necesitaba.

En los siguientes días, la joven, instigada por la magia de Dimitri, fue despidiendo uno a uno a todos aquellos que osaban cuestionarse el verdadero motivo por el que el joven había desposado a su reina maldita. Tras ello, ordenó a todos los sentomentalistas de Manseralda que se reunieran a las puertas de su palacio y les prometió riquezas y cobijo en el propio palacio si mostraban en público sus dones.

Fueron muchos quienes abandonaron las tierras del reino tras aquel anuncio, aterrados ante la idea de una plaga de hombres con dones campando a sus anchas bajo la protección de su propia reina. Precisamente lo que Dimitri había buscado.

De ese modo comenzó a reunir a su ejército. A cada día que pasaba nuevos sentomentalistas se presentaban y demostraban sus diversas cualidades. Hubo, como siempre sucede, quien intentó engañarlos con tretas y trucos. Pero tras los primeros ahorcamientos dejaron de aparecer impostores.

El rey se detuvo ante el último tramo de las escaleras y se agarró al pasamanos de hierro. Después de la agotadora tarde que habían vivido, nada le complacía menos que tener que ir a ver a su esposa. Ahora bien, sabía que no le quedaba otra opción si quería que las cosas siguieran siendo igual que hasta el momento.

Dos semanas más le había dado a la joven antes de apartarla de la vida pública. Tras informar a sus súbditos y médicos de que había contraído una terrible enfermedad por la cual no podría abandonar sus aposentos en lo que le quedaba de vida, Thalisa se despidió de ellos y cumplió su palabra, no sin antes comunicarles que desde ese día su esposo, el rey Dimitri, tomaría el control y el poder de Manseralda en su ausencia.

Así de fácil y sencillo había sido.

Hubo numerosos médicos y sanadores que suplicaron ver a la reina para probar con ella sus potingues, pero Dimitri se deshizo de ellos tan pronto como llegaron. Nadie excepto él tenía derecho a ver a la reina enferma. Y quien osara incumplir aquella sencilla regla lo pagaría con la vida.

Se encontró con la enorme puerta de madera justo cuando alguien la aporreó sin apenas fuerza desde dentro.

—Ya voy, amor mío —dijo el rey, quitándose del cuello la cadena de la que colgaba una llave dorada y abriendo la cerradura.

El cuerpo de Thalisa cayó sobre él como un peso muerto.

—Mmmsss Dimm… —murmuró ella con los ojos medio cerrados. El rey cogió a su esposa en brazos y la depositó sobre la enorme cama con dosel que había en el centro de la habitación circular. Una mesa de madera con una silla, un arcón y un biombo tras el que se ocultaba una bañera completaban el mobiliario.

—Ya estás, amada mía. Ahora, descansa.

Thalisa agitó los brazos sin fuerza por encima de su cabeza, como si intentara apartar una mosca… o una pesadilla. Dimitri se sentó a su lado y con voz dulce le susurró al oído lo mucho que la quería. Acarició su pelo y su mejilla con delicadeza. El rostro de la joven se constriñó en una mueca de terror, acaso de tristeza. Dimitri la arrulló durante unos segundos antes de deshacerse del guante que cubría su mano derecha.

—Tranquila, mi dama de las estrellas. Pronto volverás a dormir… Shhh…

Con cuidado, sin hacer caso de la resistencia que la muchacha oponía, el rey se acercó a su rostro, y mientras unía sus labios con los de ella, posó la mano sobre su pelo y su cuello. Los alborotados pensamientos de Thalisa se agolparon en las yemas de sus dedos antes de salir disparados hacia su mente. El rey cerró los ojos y se concentró en domarlos y combatirlos. A continuación, los intercambió por unos de calma y sueño, de protección y cuidado, de amor y esperanza.

—Todo va bien, mi reina —le susurró al oído.

Poco a poco los músculos de la joven se fueron relajando hasta que, con un último suspiro, se quedó dormida. Le dio un último beso en los labios y se levantó. A continuación la arropó con las mantas y se puso a recoger lo que Thalisa había tirado al levantarse.

Todo aquello podría haberse evitado de no haber sido por la maldita Poesía Real, se dijo airado; por el miedo a enfrentarse a la que el destino le reservaba si su mujer fallecía; por la vergüenza de no saber si podría soportar la presión y si acabaría maldito junto a todo Manseralda tras destruirla.

No, aquello era mucho más sencillo: mientras Thalisa siguiera viva, independientemente de su estado, y su Poesía protegida, él podría reinar sin preocuparse por unos Versos que solo limitarían sus propósitos.

Se dirigió al arcón que había a los pies de la cama y con la misma llave con la que había entrado en la habitación abrió la tapa. En su interior, bajo un puñado de camisones de diferentes texturas, había un pequeño cofre de madera. Dentro aguardaba el pergamino con los designios de las Musas que Thalisa había escrito con letra clara la noche en que su anterior marido, el joven Baudelor, falleció.

El rey lo cogió con dedos temblorosos y comprobó que se encontraba en perfectas condiciones, algo que hacía cada vez que subía a ver a su esposa. Tras ello, volvió a dejarlo todo en su sitio y salió de la habitación con una sonrisa en los labios y mucho más tranquilo.

Mientras bajaba al comedor donde le aguardaban sus fieles siervos se atrevió a burlarse de las Musas y pensó que, por primera vez, un hombre las había vencido.