19. Reencuentro

La caminata fue larga y agotadora. La lluvia no ayudó a mejorar los ánimos y, para cuando llegaron a la frontera del reino de Bereth, el mal humor se había extendido sobre ellos como una nube oscura a punto de descargar una tormenta.

Lysell y Vekka habían vuelto a discutir por un comentario del muchacho referido a su mal ojo con Firela. Ella, en respuesta, le había dicho que, si no quería seguir viajando a su lado, podía marcharse cuando le viniera en gana. A lo que Vekka se había limitado a responder con una mirada glacial antes de acelerar el paso para colocarse varios metros por delante.

Wilhelm, por su parte, intentó calmar a ambos bandos sin lograr nada salvo enemistar a los dos muchachos contra él. El hombre cuervo no sabía cómo lidiar con dos adolescentes en ciernes y lo único que le apetecía cada vez que los comentarios hirientes y los reproches volvían a florecer era amordazarlos con un trozo de tela y obligarlos a andar juntos el resto del camino. Por supuesto no lo haría nunca: primero, porque le preocupaba demasiado que Lysell llegara a escaparse otra vez y, segundo, porque el animal que los acompañaba no se lo permitiría, de eso podía estar seguro.

Por suerte, Lysell se había mantenido fiel a su palabra y no le había preguntado nada respecto a su parte animal. Con todo, Wilhelm comenzaba a sentir unas punzadas en los hombros por culpa de la tensión acumulada. Y es que, por mucho que lo intentara, no era capaz de relajarse mientras su sobrina tuviera tal poder sobre él.

El único que parecía estar disfrutando con la larga marcha era Lue que, de tanto en tanto, se separaba del grupo para campar a sus anchas, cazar y regresar varias horas después con el estómago lleno y la lengua fuera.

Vislumbraron la alargada silueta del palacio de Bereth a media tarde, tras alcanzar la linde del bosque. La idílica imagen y la promesa de comida y cobijo levantó los ánimos de los viajeros hasta tal punto que Wilhelm salió de su habitual hermetismo para contarles las pocas historias que recordaba sobre el reino y que sus amigos habían compartido con él tiempo ha. Cuando Lysell le preguntó acerca de Adhárel y de los motivos que le llevaron a asesinar a Kalendra, Wil les habló de algunas de sus aventuras por el Continente.

Escucharon todo tipo de historias durante un par de horas hasta que, todavía bastante alejados de los primeros grupos de casas, comenzaron a sentir algo extraño en el ambiente. Sin motivo aparente, el vello de los brazos se les había erizado.

—¿Va a llover otra vez? —preguntó Lysell, alzando la vista.

—No lo parece —respondió Vekka—. Además, yo nunca había sentido esto por culpa de una tormenta.

La intensidad de la energía se acrecentaba a cada paso que daban, electrizando cada poro de su piel, el pelo de la cabeza y el de la nuca.

—Esto no me gusta —masculló Wilhelm, sacando su espada del cinto. Los niños lo imitaron armándose también.

El zumbido fue lo siguiente que escucharon. Un zumbido suave y constante como los gritos de una muchedumbre muy, muy alejada o un centenar de abejas revoloteando cerca de sus oídos.

Los niños no supieron qué podía ser, pero de pronto a Wilhelm le sobrevino un recuerdo de cuando no era más que un niño y jugaba con sus hermanas a encender y a apagar una bombilla en una habitación a oscuras.

—¡Es electricidad! —dijo el hombre cuervo sin ninguna duda.

—¿Te refieres a…?

La pregunta murió en los labios de Lysell al reparar en una casa de piedra cercana en cuyas ventanas se advertía un resplandor que se encendía y se apagaba de manera intermitente. Parecía como si una tormenta de relámpagos en miniatura se estuviera produciendo en su interior.

—Tengo un mal presentimiento. Creo que no deberíamos acercarnos.

—¿No decías que eres amigo del rey de Bereth? —inquirió Vekka sin dejar de avanzar hacia la luz, como hechizado— ¿Y si están conspirando contra él?

Wilhelm guardó silencio. Su curiosidad era proporcional al temor de estar cometiendo una imprudencia, pero desde niño se había sentido extasiado por todo lo relacionado con las bombillas y las máquinas de electricidad.

Lysell fue la más comedida. Con cautela, se quedó a unos pasos de los hombres y alargó el cuello para intentar ver lo que fuera que estaba sucediendo entre aquellas cuatro paredes. También fue la primera en ver al soldado que hacía guardia sentado en el escalón de la puerta lateral.

Fue a advertir a sus amigos cuando el hombre reparó en ella y de un salto se puso en pie.

—¡Eh, vosotros! —exclamó andando hacia ellos con su lanza en alto. Un compañero más delgado y bajo apareció tras él, sorprendido y colérico a la par.

—¡Intrusos!

Wilhelm se tapó con disimulo el ala y levantó la mano en son de paz.

—Somos amigos de la familia real.

Los guardias desoyeron el comentario y siguieron apuntándoles con sus armas. Por detrás se acercaban unos cuantos más, igual de armados.

—Ni siquiera voy a perder el tiempo intentando averiguar por qué os molestáis en mentir. Os ordeno que os alejéis de esta propiedad antes de que terminéis con vuestros traseros en los calabozos del palacio.

—Solo queríamos ver qué pasaba ahí dentro —se excusó el hombre cuervo, señalando a la ventana—. No sabíamos que estaba prohibido; no lo pone en ninguna parte.

—¡A lo mejor podemos quitarles sus pertenencias como castigo! —sugirió el soldado delgado.

—Cállate, Mirilla.

—Nosotros ya nos vamos —insistió Wilhelm—. ¡Vekka!

Se giró hacia el chico justo cuando éste se volvía para exclamar.

—¡Son bombillas! ¡Luz artificial!

Uno de los soldados que se encontraban más cerca de la cabaña lo agarró de la oreja sin contemplaciones y lo echó hacia atrás con malas formas.

—Coge a tus hijos y marchaos de aquí si no queréis tener problemas —dijo.

El hombre cuervo fue a replicar que aquella no era su descendencia, pero optó por agarrar del brazo a Vekka y dar marcha atrás. El niño se soltó en cuanto estuvieron a cierta distancia.

—¡Y no se os ocurra volver! —les advirtieron—. ¡La próxima vez no seremos tan benévolos!

Sin volverse ni un instante, cambiaron de rumbo y enfilaron el camino de gravilla húmeda que desembocaba, en la distancia, en el palacio.

—Menos mal que somos amigos. No sé qué nos habrían hecho si no conociéramos a nadie —comentó Vekka, mordaz.

—Por favor, no compliques más la situación.

El muchacho se giró hacia Wilhelm.

—¿Y lo dices tú? ¿No se supone que aquí somos bienvenidos?

—Cuando lleguemos le preguntaré a Adhárel qué diantres está pasando ahí. Hasta entonces, haz lo que te han pedido y no lo comentes con nadie.

—Como si tuviera muchos amigos con los que…

—Vekka, cállate —le interrumpió Lysell con un tono de lo más autoritario.

El muchacho cerró los puños, pero obedeció. Se llevó los dedos a la boca y silbó con todas sus fuerzas. Unos instantes más tarde, escucharon el trote de Lue a sus espaldas. Como acto reflejo, Wilhelm se colocó entre el animal y la niña, lo que provocó una risotada envenenada por parte del joven.

—¿Crees que Lue le haría daño a ella?

El hombre cuervo lo fulminó con la mirada. Ya no quedaba ni rastro del poco buen humor que habían cosechado antes de encontrarse con la misteriosa cabaña de piedra.

—Ese lobo sigue siendo un lobo por mucho tiempo que haya pasado contigo. No deberías olvidarlo.

—Wilhelm, Lue sabe comportarse —dijo la niña con absoluta seguridad—. No le he visto atacar a nadie nunca.

—Querrás decir excepto a mí o a Firela.

—Vosotros os lo merecíais —le espetó el muchacho. Pero debió de ver algo en el rostro del hombre que le hizo añadir—: Al menos ella.

Era inútil discutir, se dijo Wilhelm. Y sumamente agotador. Pero con cada momento que pasaba junto a Vekka y el lobo, más preocupado y nervioso se sentía. Los niños tenían razón: el animal parecía lo suficientemente bien amaestrado como para no tirarse encima de nadie si no era para protegerlos, pero aun así el peligro era más que plausible. Además, estaba la arrogancia velada de Vekka con la que tenían que lidiar para no terminar gritándose. Más de una vez lo había descubierto burlándose con la mirada de él o de la niña, igual que tampoco le había pasado desapercibida su rabia cuando tío y sobrina se ponían al día con lo vivido por separado.

Prosiguieron con la caminata cada uno inmerso en sus pensamientos. Cuando pasaron junto a la estructura de metal en forma de mano que parecía salir de la tierra y agarrar una bombilla, solo Lysell se detuvo unos instantes a contemplarla. Su tío supuso que le preguntaría por qué estaba allí, pero se contuvo y siguió andando cabizbaja.

Llegaron a la muralla del reino poco antes de que comenzaran a cerrarla hasta la madrugada siguiente. Los soldados les preguntaron adónde iban, qué habían ido a hacer a Bereth y de dónde venían. No había ni rastro del lobo cuando Wil se giró para explicarle al chico que el animal debía quedarse fuera, lo cual no hizo más que acrecentar su turbación.

Los guardias se desentendieron rápido de ellos, cansados seguramente de haber estado todo el día haciendo el mismo trabajo. Pronto se vieron imbuidos por la marabunta de aldeanos que paseaban de aquí para allá con cierta prisa, cerrando los establecimientos y talleres. Wilhelm volvió a colocarse mejor la capa y guió a los niños mientras estos observaban obnubilados cuanto les rodeaba. Tardaron más de la cuenta, pues Lysell, cuando no Vekka, se detenía en cada puesto que se encontraba hasta que Wilhelm lograba convencerlos de que volverían por la mañana.

Cuando llegaron al palacio, la luz que iluminaba los alrededores ya no era la del sol, sino la de los farolillos y antorchas que colgaban de las paredes.

—Venimos a ver al rey Adhárel Forestgreen —informó Wil a los guardias que custodiaban el portón de entrada.

—Me temo que es tarde para concertar citas —respondió este, mirándolos de arriba abajo—. Tendréis que esperar al amanecer.

Vekka resopló a su espalda.

—No. Tenemos que verlo ahora. Somos amigos.

—¿Más? —preguntó el otro soldado, con evidente burla—. ¿Por qué será que los amigos de la realeza prefieren aparecer cuando el sol ya se ha puesto?

El hombre cuervo lo miró sin comprender el comentario, pero se mantuvo firme.

—No le hará ninguna gracia saber que he tenido que pasar la noche en una posada por vuestra culpa. Pero si preferís arriesgaros, no es mi puesto el que está en juego…

Se dio media vuelta y comenzó a descender los primeros escalones cuando escuchó la puerta abriéndose tras él.

—Estoy harto de ser el recadero. No me pagan para eso —masculló el soldado, desapareciendo en su interior.

—¡Mi nombre es Wilhelm!

Una brisa de viento agitó su capa y su pelo cuando se dio la vuelta. El otro soldado creyó ver algo, pero él se dio prisa en ocultar de nuevo su deformidad. Lysell estaba tiritando, frotándose los brazos con fuerza. Vekka aguardaba con la mirada puesta en el oscuro horizonte, el fuego se reflejaba en sus pupilas al tiempo que su pelo oscuro y lacio se agitaba a ambos lados de su rostro como las alas de un murciélago.

—¿Wil?

El hombre cuervo se giró para encontrarse con un Adhárel muy diferente al que recordaba: con el pelo corto, las facciones más marcadas y el cuerpo más fuerte.

—¿Eres tú de verdad?

Por respuesta, el hombre cuervo se apartó la capa lo justo como para enseñar las plumas de la punta.

—¡No puedo creerlo! —Además de la ilusión del reencuentro, Wil advirtió cierta inquietud en su voz.

—Yo también me alegro de verte de nuevo, amigo.

El rey le dio un amistoso abrazo y después se separó para observarlo entero.

—No te esperábamos.

—Ya sabes que rara vez planeo el próximo paso que voy a dar.

Adhárel reparó entonces en los dos niños que había a cada lado de Wil.

—¿Vienen contigo? —preguntó, sin perder la sonrisa.

—Majestad, os presento a mi sobrina Lysell D’Artenaz.

Adhárel lo miró de hito en hito.

—¿Es…?

—La futura reina de Salmat, sí.

El rey se acercó a ella y con el mismo desconcierto que había apreciado Wilhelm antes, le agarró la mano y se la llevó a los labios.

—Un honor conoceros, majestad.

La niña sonrió y apartó la mirada. El rey se volvió hacia el muchacho.

—Este es Vekka —explicó Wil—. Un… amigo suyo.

—Encantado igualmente. —Adhárel le tendió la mano y el chico se la estrechó con desgana—. Menudo frío hace aquí fuera —comentó—. Por favor, pasad adentro.

—¡Wil! —Duna bajó corriendo la escalera para saludarlos—. ¡No puedo creerlo! Qué alegría tenerte por aquí. —Le dio un abrazo y se volvió hacia los chicos—. Hola, me llamo Duna.

—Yo soy Lysell —respondió la niña. Después le dio un codazo a su amigo para que dijera algo.

—Vekka. —Apartó la mirada y la enterró en el suelo. Wil negó en silencio.

Duna, por el contrario, sonrió amigablemente.

—Encantada de conoceros, Lysell y Vekka.

Se acercó a Adhárel y le pasó la mano por la cintura.

—¿No me digáis que me he perdido la boda? —preguntó Wil, jocoso.

—Por el momento no te has perdido nada —replicó Duna, haciendo un gesto. El hombre cuervo los miró extrañado y Adhárel se encogió de hombros.

La puerta de una de las habitaciones se abrió en ese momento.

—¿Adhárel, piensas volver o termino de…? —Sírgeric se quedó en silencio al reconocer al recién llegado—. Alabados sean los ojos. ¿Wilhelm?

—El mismo —respondió haciendo una corta reverencia. Sírgeric se acercó y se estrecharon la mano.

—¿Y qué te trae por aquí?

—Estamos de paso hacia Salmat.

El muchacho pelirrojo frunció el ceño.

—¿Vas a volver?

Wil señaló a Lysell.

—Es mi sobrina. Tenemos algunos asuntos pendientes por allí.

—¿La hija de…? —Se volvió hacia la muchacha—. Vaya. Un placer conoceros, majestad.

—El placer es mío —dijo ella con un hilo de voz, abrumada ante la sensación de que todos supieran quién era.

Duna dio una palmada para llamar la atención.

—Debéis de estar muertos de hambre. Iré a avisar a las cocineras para que os preparen algo.

—Gracias, Duna —respondió Wil.

—Sírgeric, ¿puedes pedirle a Grimalda que prepare tres camas más esta noche? Y que tengan listos sus baños y cojan ropa limpia.

—¿Yo? ¿Hablar con Grimalda? ¡Antes les cedo mi habitación entera!

Adhárel alzó las cejas.

—No sé para qué tenéis criados si siempre acabo yo haciendo los encarguitos —masculló el muchacho, perdiéndose por la puerta a la lavandería.

—Acompañadme. Podemos sentarnos en el comedor, mientras.

Wil comprobó cómo los ojos de su sobrina brillaban ante las maravillas que se desplegaban ante ella.

—Son bombillas… —musitó, acercándose a la pared y rozando con el dedo suavemente una para hacerla bajar de intensidad. Wil sonrió al recordar que aquella había sido su misma reacción cuando entró por primera vez allí.

Vekka, por el contrario, no se había movido. Tenía la cabeza gacha y se agarraba con una mano el brazo contrario. Wil le palmeó la espalda y le pidió que los siguiera.

Duna los esperaba en el comedor mientras varias doncellas ponían la mesa para ellos. Wil se sentó en una de las esquinas y los niños lo imitaron. Adhárel se colocó enfrente, junto a la joven.

La comida no tardó en llegar. El aroma del guiso de cerdo les hizo la boca agua.

—Que aproveche —comentó Adhárel con una sonrisa cansada. Los recién llegados no esperaron más y se abalanzaron sobre su comida con mayor o menor educación.

Durante los siguientes minutos nadie habló. Duna y Adhárel aguardaron a que llenaran sus estómagos con la mirada perdida, atendiendo a sus pensamientos.

—Está todo delicioso —dijo Wilhelm, limpiándose la salsa de la comisura de los labios con la servilleta. Bebió un trago de la copa de vino que le habían servido y se recostó en la silla—. Delicioso.

Duna corroboró el comentario.

—Y decidme, ¿qué tal os va como soberanos de Bereth? ¿Ya os habéis aburrido?

—No tenemos tiempo para eso —comentó Adhárel con amargura. Wil percibió cierta tristeza en sus palabras y dejó de sonreír.

—¿Ocurre algo?

—¿No te has enterado?

Los niños dejaron de roer los huesos del plato para prestar atención.

—No, ¿de qué? —Wil tragó saliva y se reclinó sobre la mesa, agitado.

—Dimitri, mi hermano, es el nuevo rey de Manseralda y ha declarado la guerra.

—¿A quién? ¿Con qué hombres? Siempre creí que el sur no interfería en cosas del norte.

Adhárel negó con suavidad.

—Está reuniendo a los sentomentalistas de todo el Continente para crear un ejército que conquiste el resto de los reinos.

—¿Hablas en serio?

—No bromearía con algo así.

Wil se masajeó la frente y dirigió una mirada a su sobrina, que al mismo tiempo lo observaba preocupada.

—Bueno. Yo creo que es hora de irse a dormir, chicos —los apremió—. El viaje ha sido agotador y tampoco podemos abusar de la hospitalidad de este reino.

—¿Cómo que no? —le espetó Duna—. Podéis quedaros el tiempo que necesitéis. ¿Verdad, Adhárel?

El rey se encontraba, de nuevo, inmerso en sus pensamientos.

—¿Adhárel? —insistió Duna.

—¿Qué? ¡Oh! Desde luego. Lo… lo que necesitéis, Wil.

El hombre cuervo asintió, complacido, y se puso de pie.

—Ahora lo que necesitamos es descansar. Sobre todo estos jovencitos.

Vekka lo fulminó con la mirada por llamarlo así, pero Wil no quiso darse cuenta y los acompañó a la puerta del comedor, donde esperaba un sonriente lacayo que hizo una pomposa reverencia.

—Yo los acompañaré a sus aposentos —dijo con una sonrisa.

Adhárel asintió desde la mesa. Lysell dio las buenas noches mientras Vekka se limitaba a asentir con la cabeza.

En cuanto los niños desaparecieron, Wil regresó a su asiento, ansioso.

—¿Qué sabemos al respecto? ¿Ya habéis mandado alguna ofensiva? ¿Han intentado atacaros?

—No, por el momento no hemos… dado ningún paso.

—A excepción de la electricidad —tanteó Wil.

Adhárel se puso tenso.

—¿Qué sabes de eso?

—Calma, amigo —le dijo con un ademán—. De camino al palacio hemos descubierto una casita cerca del bosque repleta de guardias.

El rey asintió.

—Lo estamos manteniendo en secreto, por eso solo tenemos un pelotón encargado de su seguridad. En cualquier caso, es solo un proyecto. La idea es utilizar la electricidad como arma, llegado el momento.

Wilhelm asintió.

—Eso os proporcionará una gran ventaja. ¿Ya habéis enviado rastreadores a inspeccionar la zona? ¿Alguna cuadrilla?

—No, eso no.

—¿Y a qué esperáis? —preguntó con angustia.

Duna le puso la mano sobre el brazo a Adhárel para que le dejara responder a ella.

—No es tan sencillo, Wil. Hay más cosas en juego. —De soslayo observó al rey.

—La Poesía —adivinó el hombre cuervo—. ¿Tan mala es?

—Es… peligrosa —respondió Adhárel con una lacónica sonrisa. Su buen humor del principio se había esfumado.

—Por suerte todavía no han intentado atacarnos —añadió Duna—. O al menos no somos conscientes de ello.

Sírgeric entró entonces en el comedor amagando un bostezo.

—Si Dimitri decide atacar —dijo— solo tenemos que dejar que Grimalda se enfrente a él. Por las Musas, ¡esa mujer tiene la energía y el mal genio de un batallón entero!

—¡Te he oído! —escucharon gritar a la mujer desde el vestíbulo. Sírgeric hizo una mueca de preocupación.

Duna le palmeó la espalda.

—Olvídate de volver a tener sábanas limpias en una buena temporada.

—Estoy muerto. —Se echó el pelo hacia atrás con las dos manos y después miró a Wil—. ¿De qué hablabais?

—Me estaban poniendo al día. Estos últimos meses no he parado en ningún reino el tiempo suficiente como para enterarme de todas las… novedades.

—¿Dónde has estado? —preguntó el muchacho—. Ya vemos que la búsqueda ha dado sus frutos. Tienes una sobrina preciosa.

El hombre cuervo sonrió, cansado y orgulloso.

—Ha sido duro, pero ha merecido la pena. Lysell tiene el alma de una reina, aunque haya vivido desde que era una recién nacida con los némades.

—¿Némades? —Adhárel entrecerró los ojos con la cabeza en otra parte—. Némades…

Duna suspiró y le acarició el brazo al rey.

—Eso es fantástico, Wil —dijo—. ¿Y el chico?

—Es solo un amigo. Apenas me han contado nada sobre su anterior vida, pero no debían de ser muy felices. En cuanto Lysell le dijo que se marchaba, él decidió acompañarla.

—No parece muy amigable, debo decir.

—No lo es. En absoluto. Tampoco parece alguien peligroso, pero…

—Pero ¿qué? —preguntó Adhárel, mirándole interesado.

—Pero no tiene sombra.

Los tres comensales se quedaron con los ojos abiertos y sin palabras.

—Lo sé, lo sé. Yo tampoco le encuentro explicación.

—¿Es un sentomentalista? —preguntó Sírgeric.

—Que yo sepa, no. Y el hecho de no tener sombra no le…

—No podemos arriesgarnos —terció Adhárel—. Zennion tendrá que analizarlo.

Wilhelm se cruzó de brazos.

—Es solo un niño, Adhárel.

El rey pareció sorprendido.

—¿Solo un niño? Ahora mismo no me fío ni de mi propia alma, Wilhelm. Si tú no sabes nada de él y tampoco quieres que nosotros lo averigüemos, no podrá quedarse aquí.

—Adhárel… —masculló Duna—. Por favor.

—No, Duna, Adhárel tiene razón —intercedió el hombre cuervo—. Pero no os preocupéis, tampoco pensábamos quedarnos mucho más tiempo.

—Wilhelm, no te enfades —intentó mediar ella. El rey no dijo una palabra. Se limitó a observar al recién llegado—. ¿Pensáis iros a Salmat sin saber en qué situación se encuentra?

—¿Lo han asediado? ¿Han destruido el castillo?

—Que nosotros sepamos, no.

—Entonces lo intentaremos, sí —su voz sonó tajante y agotada—. El reino necesita una soberana y esa es Lysell. Le prometí a mi hermana que la protegería y la llevaría de regreso a Salmat.

Adhárel alzó una ceja.

—Y después, ¿qué, Wil? ¿Piensas quedarte con ella o, una vez que la sientes en el trono, te darás media vuelta y desaparecerás?

—¡Adhárel, basta! —le recriminó Duna—. ¿A qué viene esto?

—Veo que sigues siendo igual de impulsivo que cuando nos conocimos. —Wil ladeó la cabeza—. ¿Es eso lo que las Musas te están enseñando a controlar?

El rey se puso en pie de un golpe y tiró la silla al suelo. Sírgeric le imitó con igual rapidez y lo agarró antes de que cometiera ninguna estupidez.

—No se te ocurra volver a insinuar nada sobre mi Poesía.

Duna también se puso de pie.

—Creo que lo mejor será que todos nos vayamos a descansar. Ha sido un día muy largo y no somos conscientes de lo que decimos.

—Yo siempre soy consciente de lo que digo —replicó Wilhelm—. De cada palabra que pronuncio, créeme.

—Será mejor que te vayas a dormir —insistió Duna.

—Yo te acompañaré a tu habitación —se ofreció Sírgeric.

—Buenas noches —dijo el hombre cuervo antes de darse la vuelta.

El rey no respondió nada. Le observó con mirada furibunda hasta que salió del comedor. La muchacha se giró y le obligó a que le mirase a los ojos.

—Adhárel…

—Ahórratelo —le espetó él, liberándose—. O tendrás que volver a pedirme disculpas.

Duna fue a replicar, pero las palabras se le atragantaron en el paladar, junto a la indignación, la vergüenza y la rabia. No hizo nada por impedir que Adhárel abandonase también la sala. Se dejó caer sobre la silla, apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las manos mientras los últimos Versos de la Poesía revoloteaban en su mente como aves de rapiña…

Bien sabe la reina blanca

que hay lazos que se desatan;

el puñal que hoy te defiende

mañana estará en tu espalda.

Pregunta a tu amigo el cuervo

si confía en sus hermanas

o si vive con el miedo

de caer en una trampa.

La batalla es inminente,

todos hacen alianzas.

Deberías preguntarte

quién merece tu confianza.

Te traicionará un amigo

que ahora alojas en tu casa

y has olvidado que alguien

sigue queriendo venganza.

Laugard sonrió nervioso al tiempo que se ocultaba entre las sombras del vestíbulo para no ser visto. Estaba sudando a mares, pero ya estaba hecho.

Había resultado tan sencillo que hasta le costaba creer que hubiese salido bien.

Su don iba creciendo a cada día que pasaba y solo había necesitado un puñado de palabras para alterar de aquella manera a Adhárel. Sabía que con cualquier otro habría tenido más dificultad, pero el rey estaba tan confuso que bastaba con tocar los engranajes adecuados para poner la maquinaria de su ira en marcha.

De mejor humor y recuperando el aliento, comenzó a subir las escaleras hacia su habitación. Durante la madrugada se pondría en contacto con Dimitri y le contaría lo que había descubierto sobre las armas de electricidad. Ya podía imaginarse vitoreado y adorado por todos. ¡Nunca imaginó que su trabajo fuera a ser tan sencillo!

Cerró la puerta de sus aposentos y batió palmas como un niño pequeño. Se creía tan poderoso en ese momento que hasta podría lograr que Adhárel matara a cuantos le rodeaban antes de suicidarse él mismo. Sin embargo, Dimitri no quería eso. Necesitaba a su hermano. En el peor estado posible, pero lo necesitaba.

Tenía que haber guerra para que el resto del Continente supiera quién era él y cuáles sus propósitos. Si Bereth caía sin que, a primera vista, Dimitri hubiera intercedido, nadie lo temería tanto como precisaba. Por lo poco que había conocido al rey de Manseralda, su orgullo se alimentaba del temor que provocaba en los demás. Era mucho más cansado que los métodos de Laugard, pero también daba sus frutos.

Con la conciencia tranquila de quien había hecho un espléndido trabajo, el Marqués se desvistió y se metió dentro de su enorme cama. Se encontraba de tan buen humor que hasta se permitió acariciarle la cabeza al gato antes de quedarse dormido.

¿Cómo podía la gente quejarse de la vida si era tan sencilla?