El Marqués apareció en plena tormenta, entre relámpago y relámpago. Sus labios dejaron escapar un chillido cuando sintió las gotas de lluvia repiqueteando con fiereza sobre todo su cuerpo. Estaba desnudo, asustado y de muy mal humor.
Se encontraba en mitad de un callejón empedrado. Junto a él, como le habían indicado que sucedería antes de emprender el viaje, había un morral de tela hundido en un charco de barro.
—¡Gracias por vuestra comprensión! —gritó a nadie en particular mientras recogía la pesada bolsa de tela y deshacía el nudo. En su interior encontró unos pantalones oscuros y una camisa abierta con cordeles a la altura del pecho. Se habían olvidado de incluir los zapatos.
—Excelente. ¡Ay! —El gato salió de la tela de un salto. Cuando sus pezuñas entraron en contacto con la tierra húmeda y el agua sucia, soltó un bufido tan agresivo que llegó a asustar al Marqués.
—¿Ves que yo esté mejor? —le replicó.
Haciendo equilibrios, se embutió en las chorreantes prendas y después se miró entero con los brazos extendidos. No recordaba haber tenido peor aspecto en la vida.
—¿Y de verdad quieren que alguien se crea que yo soy un rey?
El animal se colocó a sus pies y antes de que pudiera evitarlo, se lanzó sobre su pecho para que lo agarrara entre los brazos.
—Yo no puedo tener carruaje, pero tú sí. ¡Me encanta!
Refunfuñando sobre su mala suerte e indiferente a la incesante cortina de agua que no daba tregua, Laugard miró a su alrededor para intentar ubicarse. Por lo poco que se habían dignado a explicarle sobre Bereth, el palacio se encontraba en lo alto de la ladera que ocupaba la zona amurallada del reino.
El agua corría por el empedrado en diminutos riachuelos. Intentando no pensar en las inmundicias que seguramente estuviera pisando con sus pies desnudos, salió a una calle más ancha y después la enfiló hacia arriba.
El gato maullaba cada vez que el Marqués saltaba de un extremo a otro para evitar las zonas más encharcadas. Más de una vez tuvo que reprimir las ganas de coger al felino y hundir su hocico en alguno de ellos hasta que dejara de respirar.
—Lo haré como no te estés quieto —murmuró, seguro de que el animal había seguido el hilo de sus pensamientos.
Diez minutos, varias piedrecitas clavadas y algún que otro arañazo de gato en el hombro más tarde, Laugard de Siol llegó a una inmensa escalera de piedra. Con los pulmones echando humo, alzó la mirada y contempló ensimismado la inexpugnable sombra que era el palacio, con la mano a modo de visera para protegerse de la lluvia.
Una punzada de envidia le recorrió el espinazo. Quería vivir ahí. Quería reinar ahí. Se dio la vuelta y contempló Bereth. Incluso bajo el manto de la tormenta, las siluetas de las casas bajas y los tejados puntiagudos conferían al lugar un halo hermoso y mágico que no había visto en otros reinos. Ni siquiera en Altocielo.
—Listo o no, allá voy. —Le palmeó la cabeza al felino y ascendió las escaleras. A cada paso que daba, más se convencía a sí mismo de poder lograrlo. Los hombres de Dimitri se encontraban lejos, pero su don funcionaría mientras alguien creyese en él.
Llegó al patio de entrada con una nueva actitud. Podía estar empapado, magullado y sucio, pero seguía siendo el rey de Caravás. Y así se lo hizo saber a los soldados que guardaban la puerta.
Sin dejar de acariciar el pelaje de su gato, el Marqués les contó los terribles acontecimientos que había tenido que sufrir de camino allí. Cómo una banda de ladrones le había dejado sin su montura y pertenencias, cómo le habían robado la corona y hasta los zapatos antes de amenazarlo con asesinar al gato si no hacía lo que ellos le ordenaban. Aderezó sus desventuras con algunos hipidos ocasionales y la desesperanza de quien ha estado a punto de morir sin haber llevado a cabo la misión que le había llevado hasta allí.
Los soldados lo miraron desconfiados durante buena parte del relato, pero de pronto, igual que había sucedido con Fidgerpatt en Manseralda, hubo algo en su mirada que se nubló lo suficiente como para que la segunda parte de su historia les resultara mucho más verosímil.
Y además estaba el hecho de que la información que llevaba era de vital importancia y que solo se la daría a su majestad, el rey Adhárel Forestgreen en persona.
Para cuando los lagrimones de Laugard se mezclaron con la lluvia sobre sus mejillas, el más joven de los guardias ya se había dado la vuelta en busca de su superior para que le dejaran pasar.
Cuál fue su sorpresa cuando, en lugar de ver al guardia de vuelta con un soldado de más rango, se encontró mirando de frente al archiconocido soberano.
—Pasad dentro —le dijo el joven inmediatamente.
Haciendo una breve reverencia, Laugard lo siguió al interior del palacio con el rostro constreñido en una mueca de desesperación.
—¡Traed toallas y ropa limpia! —ordenó el rey a un grupo de doncellas que se había arremolinado en lo alto de las escaleras principales—. ¿Cómo os llamáis?
—Laugard de Siol, majestad. Soy el rey de Caravás.
—¡Odarión!
El gato se le escapó de las manos al escuchar el grito y correteó por el vestíbulo dejando a su paso las huellas de barro. Estuvo tentado de pedir disculpas cuando la mujer que había pronunciado aquel nombre maldito se detuvo a unos pasos de Adhárel con las manos en el pecho. Sus ojos se cerraron con suspicacia al contemplar al Marqués.
—Vos no sois Odarión.
Una muchacha de pelo azabache, un joven de hombros anchos y pelo anaranjado y una mujerona regordeta se colocaron a su alrededor, en un claro gesto de protección.
—No lo soy, no —replicó Laugard sin apartar sus ojos de los de ella. Dimitri la había descrito mucho más vieja y desmejorada, pero no le cabía ninguna duda de que se encontraba ante la reina de Bereth, Ariadne—. Vuestro hijo me ha permitido entrar debido a la tormenta.
—¿Entonces no sois quien decís ser? —intervino Adhárel al tiempo que dos doncellas le tendían un par de toallas.
Necesitaba recuperar la confianza de los allí reunidos lo antes posible. Si no, toda su cuartada se vendría abajo.
—Soy el rey de Caravás, sí. Pero mi nombre no es Odarión —se volvió hacia la reina y con gesto serio añadió—: mi predecesor falleció hace tiempo y yo ocupé su lugar.
—No recuerdo que tuviera ningún hijo.
Laugard se mordió la lengua y sonrió tan cordialmente como fue capaz.
—No soy su hijo, sino su aprendiz. Me llamo Laugard de Siol y estuve a su lado hasta el día en que falleció.
La reina tragó saliva y cerró los ojos. El gato se arrebujó junto a sus piernas hasta que la muchacha de pelo azabache se agachó para acariciarle el lomo.
—No sabía que hubiera… Lo siento.
—Laugard de Siol —repitió Adhárel con extrañeza—. Juraría haber oído ese nombre en alguna parte.
El Marqués se encogió de hombros con inocencia.
—El Continente es un lugar más pequeño de lo que imaginamos, supongo.
—Supongo que sí.
El silenció se apoderó del vestíbulo, interrumpido solo por el incesante ronroneo del gato. Laugard aprovechó para tomar aire y volver a la carga.
—Majestades, me temo que no traigo buenas noticias.
—¿De qué se trata?
El Marqués miró a todos los allí reunidos y concluyó que sería una temeridad intentar utilizar su don en tantos desconocidos a la vez.
—¿Podría hablaros a solas?
—Todo lo que tengáis que decirle podéis compartirlo con nosotros —replicó el muchacho pelirrojo.
—Sírgeric —le dijo el rey, volviéndose—. Estaré bien. Mientras tanto, ve a buscar a Zennion. Dile que baje cuanto antes.
El otro fue a replicar, pero se contuvo. Asintió y sacó el colgante que pendía de su cuello. Laugard no había terminado de procesar aquello cuando el muchacho desapareció.
—¿Qué…? —dio un paso hacia atrás.
Adhárel no le dio la más mínima importancia.
—Madre, podéis terminar de cenar. Yo me encargaré de esto. —Por el modo en que había sonado, pareció más una amenaza velada hacia el recién llegado que un mensaje tranquilizador para la reina. A continuación se volvió hacia el Marqués—. Seguidme.
El rey se abrió paso a través del grupo sin bajar la mirada y cruzó el vestíbulo hasta una puerta lateral.
—¿Puedo al menos cambiarme de ropa? —preguntó el Marqués. Adhárel no dio muestras de haberlo oído. Laugard tragó saliva y sonrió—. Más tarde, quizás.
Mejor no tentar a la suerte y darse prisa, recapacitó. Ya tendría tiempo después para comodidades si lograba que aquello saliera bien.
Nadie los siguió cuando atravesaron la puerta, pero el Marques sintió varios pares de ojos puestos sobre su empapada nuca. Silbó una sola vez y el gato se levantó del suelo y lo siguió hasta el interior de la nueva estancia.
Se trataba de un pequeño despacho o sala para tomar el té. El mobiliario estaba compuesto por una mesa baja en el centro y varios sillones a su alrededor. De la pared colgaban las amenazantes cornamentas de ciervos y machos cabríos.
Aunque no le disgustaba la decoración, no podía evitar sentirse atrapado en una jaula de madera. Apartó de un plumazo sus dudas y se concentró en los hechos; ahora más que nunca necesitaría hacer acopio de toda su concentración para que Adhárel lo creyese.
El rey no se sentó en ninguno de los sillones. Se quedó de pie escrutando al Marqués con la mirada.
—Vos diréis.
—La guerra es inminente, majestad —se apremió a decir con la voz quebrada. ¿De verdad iba a tener que mantener aquella conversación de pie?
—Lo sé.
—No quería decirlo frente a vuestra madre, pero Caravás se encuentra en un estado horripilante: nadie cultiva los campos ni cuida de los animales. Estamos viviendo de lo salvado en los últimos años… y no sé cuánto tiempo aguantaremos de este modo.
Bajó la cabeza y se enjugó las lágrimas falsas con el reverso de la mano.
—Lo siento muchísimo —dijo Adhárel—, pero no sé qué tiene que ver eso con la guerra o con…
—¡Fue vuestro hermano, majestad! —le interrumpió el Marqués, con un gruñido. El gesto torvo de Adhárel le hizo comprender que había dado en el clavo—. Dimitri se ha coronado a sí mismo rey de Manseralda y ahora envía a sus secuaces a gobernar en las tierras de otros para expandir su ejército.
Adhárel avanzó un paso hacia él.
—¿Cómo sabéis eso?
—Porque lo he visto con mis propios ojos. —Por si no había quedado suficientemente claro, se señaló la cara—. Vinieron a Caravás y me usurparon el trono. Después se llevaron a Manseralda a todos los hombres, mujeres y niños que quisieron. ¡Por el Todopoderoso! —exclamó, llorando con más fuerza—. ¿Por qué no me llevaron a mí en su lugar? ¡¿Por qué?!
Adhárel le puso una mano sobre el brazo.
—Calmaos. ¿Hace cuánto que sucedió esto?
El Marqués hizo como que pensaba y después respondió:
—Cerca de un mes, quizás menos. El viaje hasta aquí ha sido horrible y lento. Y después, al llegar, los ladrones… —La voz se le desgarró de una manera muy convincente.
—¿Pudisteis hablar con Dimitri?
—Cada vez que vino. Antes de llevarse a mi gente me advertía que tarde o temprano sería yo el que montaría en sus jaulas con ruedas.
—¿Por qué no enviasteis a vuestro ejército a defenderos?
—¿¡Creéis que soy tan idiota como para no hacerlo!? —El grito le salió demasiado agudo y potente—. Os pido disculpas, la tensión…
—¿Debo entender que mi hermano y sus hombres pudieron con vuestra guardia?
Laugard asintió y se sentó en el sillón, indiferente a la protesta en los ojos del rey. Después enterró la cara en las manos y sollozó.
—Fueron los primeros en sucumbir. Nunca debí quedarme en Caravás. Tendría que haber huido cuando mi maestro falleció.
—Me temo que no habría servido de nada esconderse. Parece que mi hermano sabe demasiado bien lo que hace y temo que lo hayamos subestimado todos.
El Marqués alzó la mirada.
—Y solo acaba de empezar.
Adhárel se paseó alrededor de la mesita hasta colocarse frente al Marqués. Tomó asiento y apartó suavemente al gato, que se paseaba indiferente a la conversación.
—¿Averiguasteis algo más acerca de sus planes?
El Marqués asintió.
—Tiene sentomentalistas. Más de los que yo haya visto jamás reunidos en un mismo sitio.
—Somos conscientes de ello.
Laugard suspiró, no lo dudaba.
—Quieren hacerse con el control de los reinos colindantes antes de comenzar su ascensión hacia el norte. Caravás fue el primero, pero yo logré escapar.
—¿Escapasteis? —la duda cruzó los ojos de Adhárel—. ¿Cómo?
El otro sintió una gota de sudor escurriéndose por la nuca.
—Huí en un descuido de sus hombres. Mientras se llevaban a un nuevo cargamento, yo me escabullí con mi caballo y el gato a través de los bosques que rodean Caravás. Por desgracia, si lo que querían eran tierras y soldados, los obtuvieron. Pero no a mí.
El Marqués bajó de nuevo la cabeza y aguardó a que Adhárel hablara. Si había picado o no el anzuelo lo sabría enseguida.
—¿Qué es lo que queréis?
Perfecto.
—Que me permitáis guarecerme aquí.
Adhárel lo miró circunspecto.
—Os ayudaré cuanto esté en mi mano —añadió con desesperación. Se puso en pie de un salto y transformó la sonrisa en un gesto serio—. Yo llegué tarde para defender mi reino, ¡estaba desprevenido! Pero no permitiré que Dimitri vuelva a salirse con la suya una vez más.
Adhárel asintió, agradecido, pero al Marqués le preocuparon las dudas que emanaban de sus ojos.
—No quiero mentiros —dijo—, pero es peligroso confiar en desconocidos con los tiempos que corren. ¿Cómo sé que vos no sois un impostor? ¿Y si tenéis a Odarión encerrado en una mazmorra en Caravás? ¿Y si sois uno de los ladrones que han atacado al verdadero Laugard de Siol cerca de Bereth y os estáis haciendo pasar por él?
El Marqués sintió que se le secaba la boca. Las indicaciones de Dimitri habían sido sencillas y fáciles de memorizar: nunca, jamás, Adhárel desconfiaría de una pobre víctima. Era demasiado bueno y, por ende, demasiado tonto como para sospechar de él. ¿También se había confundido en eso?
Odiaba improvisar.
—Adhárel, yo no puedo ofreceros más que mi palabra. Si buscáis mi corona, la encontraréis en los sacos de esos maleantes. Los pocos sirvientes que quedan en mi castillo podrían corroborar mi historia, pero ellos están allí y yo aquí. Decidme, ¿debo seguir caminando en busca de un nuevo reino que me acoja y se disponga a pelear contra la locura de vuestro hermano?
Y eso sin haberlo previsto ni ensayado.
—Laugard, yo… —El rey se interrumpió al escuchar unos golpes en la puerta—. Adelante.
El Marqués se giró a tiempo de ver entrar a un anciano de barba rala y azulada vestido con un camisón amarillento. Sus raquíticas piernas asomaban hasta los pies, calzados con unas botas claramente embutidas con prisa.
—Zennion, no era necesaria tanta premura.
El muchacho pelirrojo se encontraba detrás del viejo con gesto serio.
—No importa —dijo el hombre con la voz pastosa de quien había sido arrancado del sueño hacía poco—. ¿Es él?
Laugard se puso en pie como un resorte y le tendió la mano.
—Mi nombre es Laugard de Siol, y soy el nuevo rey de Caravás.
—Eso tengo entendido. Ahora comprobemos si es cierto.
El Marqués se volvió hacia el rey y lo observó consternado.
—¿A qué se refiere?
—No tenéis de qué preocuparos —replicó Zennion, adelantándose—. Si decís ser quien realmente sois, no tenéis nada que temer.
—¿Vais a… interrogarme?
—Oh, no, claro que no. —El Marqués suspiró más tranquilo—. Eso llevaría demasiado tiempo. Iremos más rápido si utilizo mi don.
Laugard creyó que se desmayaría allí mismo. Tenía que pensar rápido si no quería…
—Al menos podré cambiarme antes de empezar, ¿no? —Alzó la nariz y miró a los allí reunidos con los aires que le caracterizaban.
Zennion fue a replicar algo, pero esta vez Adhárel no le dejó.
—Le pediré a una de las doncellas que os acompañe a uno de los aposentos libres. Después podremos terminar con esto.
El rey hizo un gesto rápido a alguien y enseguida se presentó una muchacha de pelo rubio que no debía alcanzar ni los dieciséis años.
—Acompaña a nuestro invitado a una de las habitaciones del primer piso para que se cambie.
—Como deseéis, majestad —respondió la joven mostrando los modales que se esperaban de ella. Después se dio la vuelta y le hizo un gesto a Laugard para que la siguiese. Antes de alcanzar la escalera escuchó al rey amonestar al viejo sentomentalista.
—No nos servirá de nada si cuando estés a solas con él sufre un desmayo.
El Marqués sonrió para sí. Se adelantó un poco hasta ponerse a la altura de la muchachita y se dispuso a utilizar sus encantos con ella.
—Siento hacerte trabajar —dijo con la voz más acaramelada que pudo.
—No es problema —respondió ella sin ralentizar el paso ni girarse para mirarlo.
—Desde luego que lo es. Si no fuera por mí ahora podrías estar descansando. ¡Y aquí está este viejo interrumpiendo tu sueño!
Ella sonrió.
—Lo digo de verdad: no es problema. Estoy acostumbrada. Es un placer serviros.
Giraron al final de las escaleras por un pasillo poco iluminado.
—¿Cuál es tu nombre?
—Maia.
—Es un nombre precioso. Conocí a una Maia hace tiempo, pero no era ni la mitad de hermosa que tú.
El Marqués comprobó que sus mejillas se habían sonrojado antes de añadir:
—Pero fue hace mucho tiempo. Cuando el Continente no se había vuelto tan despiadado y peligroso. Cuando la muerte no acechaba en cada rincón.
Ella no comentó nada. Por supuesto que no lo haría: le habían enseñado a mantener las orejas bien abiertas y la boca igual de cerrada. Pero todavía le quedaban unos segundos.
—Temo estar siendo demasiado pesado —se excusó con voz inocente—. Ha sido una noche horrible. Una pesadilla que me gustaría olvidar lo antes posible. He sido vapuleado, robado y agredido. Estoy empapado y mi reino… Mi reino se muere sin que yo pueda hacer nada.
La doncella se detuvo frente a una puerta.
—Es aquí —dijo. El Marqués se tensó: si no conseguía lo que se proponía antes de meterse en el aseo, no volvería a tener oportunidad.
—Maia, ¿creéis que soy un monstruo?
—Yo…
—He dejado que todos mis súbditos fueran apresados o asesinados, he huido y no sé qué hacer. Estoy asustado y temo no estar preparado para enfrentarme al futuro…
La doncella bajó la cabeza; sus mejillas se habían coloreado todavía más.
—Estoy asustándote una vez más. Lo siento. Solo necesitaba alguien con quien hablar. Temo haberme excedido contigo.
El Marqués se preparó para rendirse cuando Maia habló:
—No soy nadie para deciros si… si sois un monstruo o no, pues no os conozco. Pero no parecéis mala persona, si me lo permitís. Solo alguien asustado. Y por lo que me habéis contado, es comprensible.
Al menos es un comienzo, pensó.
—Siento mi cabeza como… como un laberinto. Quiero llegar al centro, donde está la salida, pero cada vez que encuentro el camino, el miedo se vuelve piedra y me corta el paso. ¿Cómo voy a hacer para que alguien confíe en mí si ni yo mismo me conozco?
Suspiró, abatido.
—Supongo… —La doncella se mordió el labio antes de proseguir—. Supongo que todos nos perdemos alguna vez dentro de nosotros mismos, ¿no? —Él asintió, mostrándose irrevocablemente interesado por lo que ella opinase—. El problema… el problema es que nadie puede ayudarnos a salir de ahí, ¿no? Bueno, no lo sé, yo no soy…
—¿Realmente lo crees? —le interrumpió, con desesperación.
—Eh… sí, creo que sí —respondió la muchacha, bajando de nuevo la cabeza—. Ahora debería…
El Marqués se hizo el sorprendido.
—Oh, claro. Discúlpame. Gracias por tus palabras. Eres una jovencita muy inteligente. Solo espero que el miedo que siento no tarde en desvanecerse y me deje salir de aquí —se dio unos golpecitos con el dedo en la cabeza y sonrió.
Ella hizo una breve reverencia y él se metió en el cuarto. Salió unos minutos más tarde. Con la ropa empapada hecha un gurruño y el corazón latiéndole desbocado, anduvo por el pasillo del palacio admirando cada pintura y cada escultura que se encontraba. Tenía que alargar el momento todo lo que pudiera sin llegar a llamar la atención. Necesitaba que la conversación que había mantenido con la joven terminara de aposentarse en su justa medida y que su coartada se extendiese y tomara fuerza.
Cuando llegó al borde de las escaleras calculó que debían de haber pasado cerca de diez minutos. ¿Sería suficiente? Se humedeció los labios y descendió los escalones.
Había hecho cosas más complicadas en veces anteriores. Esto sería sencillo. Solo tenía que concentrarse. Y si la cosa fallaba… bueno, si la cosa fallaba y Dimitri había cumplido su parte del trato, Cuervo estaría esperándole en la tormenta para llevarle de regreso a Manseralda. Aunque, ¿qué haría después? ¿Regresar a la soledad de Caravás y aguardar a que alguien enviado por los reyes de Bereth le cortara el pescuezo?
—¡Basta! —gruñó en voz baja.
En el vestíbulo, Adhárel, el pelirrojo y el viejo sentomentalista se dieron la vuelta.
—¿Habéis dicho algo? —preguntó el rey.
—Ha sido un estornudo —improvisó—. Me temo que me he constipado.
—Si estáis listo, me gustaría acabar con esto cuanto antes.
—Lo estoy —respondió el Marqués, amagando una sonrisa.
—Os dejaré solos —anunció Adhárel, apartándose de su camino mientras Zennion volvía a entrar en la misma sala donde habían estado antes.
Cuando las puertas se volvieron a cerrar tras ellos, Laugard de Siol supo que, para bien o para mal, su tiempo se había acabado y que si su don había surtido o no efecto lo descubriría en los instantes siguientes.
Se aseguró de tener cerca la ventana en caso de que algo fallara, tomó asiento frente al sentomentalista y le tendió las manos cuando este se lo pidió.
A continuación cerró los ojos y dejó que el Maestre intentara descubrir los secretos que se ocultaban en su cabeza… si es que llegaba a dar con ellos, claro.
—¿Y bien? —Adhárel se abalanzó sobre Zennion en cuanto la puerta se abrió. Había pasado más de media hora dando paseos por el vestíbulo sin descansar. Si hubiera tenido la costumbre de morderse las uñas, ya no le quedaría ninguna.
El Maestre se limitó a negar con la cabeza y a poner gesto de aturdimiento.
—Parece que todo es correcto.
El Marqués salió un instante después, bostezando.
—¿Cuál es vuestro veredicto? ¿Vais a ofrecerme asilo o pensáis encerrarme en un calabozo?
El rey agarró del brazo a Zennion y lo alejó del Marqués.
—No te veo muy convencido —dijo—. ¿Sucede algo?
—Sí… o no. ¡No lo sé! —murmuró, con enfado—. Puede que solo sea que estoy cansado, pero ¡por el Todopoderoso!, ese hombre está perdido dentro de su cabeza.
—Tendrás que explicarte un poco mejor si quieres que te entienda, Zennion. Son más de las dos de la madrugada y el cansancio empieza a hacer mella en mis nervios—. Adhárel se masajeó la frente, agotado.
Zennion suspiró.
—Normalmente percibo la mente de las personas como un enorme cristal que se extiende bajo mis pies. Con un leve esfuerzo puedo deshacerlo y entrar en el nivel inferior, donde esconden los recuerdos y secretos menos importantes: qué han comido por última vez, qué fue lo primero que hicieron al despertarse… si hago más presión, pasaré al siguiente estrato, donde ocultan otro tipo de información más privada: de quién están enamorados, alguna mentira sin importancia que pudieran haber contado, ese tipo de cosas. Por supuesto, todo varía en cada persona: para quien el almuerzo no fue importante, para otra puede suponer el más oscuro de sus secretos si envenenó la comida de su huésped. Así, poco a poco, puedo ir introduciéndome en su mente hasta llegar a los escalafones más bajos, donde guardan sus verdades más oscuras, aquellas que no desean que nadie, jamás, descubra. Traiciones, falsas intenciones… —Zennion se giró hacia donde aguardaba el Marqués y frunció el ceño—. El problema con él es que, además de tener que atravesar los cristales, tengo que luchar contra… ¡paredes que se alzan y se destruyen continuamente y que no me dejan avanzar!
—¿Es un don?
—No podría asegurarlo. Todas esas barreras están creadas por su mente. Ya lo he visto antes, pero no de una manera tan aguda. Normalmente las provoca un miedo o un trauma reciente. Digamos que agitan de tal forma a la persona que ni siquiera ella sabe qué quiere esconder y qué no. Y si ni ella misma lo sabe, yo no tengo nada que hacer.
—¿Dimitri podía hacer eso?
El Maestre negó, taciturno.
—Tu hermano, por lo que sabemos, es capaz de insertar pensamientos y recuerdos que no existían previamente para confundir a la víctima y, en consecuencia, a quien intente investigarla. Esto es diferente: no es cuestión de separar los recuerdos o intenciones reales de los falsos; es que, simplemente, no puedo llegar a muchos de ellos porque… porque no sé dónde están.
Adhárel se cruzó de brazos, pensativo.
—En tal caso lo mejor será que se vaya.
—¿Y si estamos echando al rey de Caravás, Adhárel?
—Me preocuparía más que estuviéramos metiendo en Bereth a un espía de mi hermano.
Zennion seguía mirando al Marqués con preocupación.
—Todo lo que he logrado desvelar sobre él no suponía ninguna amenaza. Realmente está aterrado por lo que tu hermano hizo con su reino. Te aseguro que los muros que su mente ha levantado no los provoca alguien de manera artificial. Pero tú tienes la última palabra. Solo quiero que pienses en las consecuencias antes de decidirte.
—Te aseguro que las tengo muy presentes —masculló el rey. El cansancio comenzaba a transformarse en un persistente dolor de cabeza. Pero ¿qué podía hacer? ¿Arriesgarse a tener a aquel desconocido rondando por su palacio? ¿Estaba convirtiéndose, tal y como Duna le había dicho más de una vez, en un paranoico? ¿O solo estaba siendo prudente?
—Maldita sea… —¿Y si por el hecho de ordenarle que se fuera se ganaba un nuevo enemigo que confabulara contra él y Bereth? Necesitaba aliados. ¿Por qué no Laugard de Siol?
—¿Vais a tardar mucho más? —Cansancio, enojo y cierto aire petulante fue lo único que Adhárel percibió en la voz del Marqués.
—Supongo que la decisión está tomada —le dijo en voz baja al Maestre. Zennion asintió.
El rey se volvió hacia Laugard.
—Podéis quedaros. Siento que hayáis tenido que aguardar tanto tiempo, pero cualquier medida es poca con los tiempos que corren.
El Marqués sonrió esplendoroso. El gato, que había estado rondando de aquí para allá mientras investigaban a su amo, se frotó contra su pierna antes de maullar.
—Os lo agradezco, rey Adhárel. No imagináis cuánto.
El joven apartó la vista antes de que, una vez más, aquel hombre adulto se pusiera a llorar. Le inquietaba y le ponía nervioso.
—Os enseñaré yo mismo dónde podéis descansar.
—¿Has oído, minino? —escuchó decir al Marqués a su espalda—. Nos quedamos para luchar. ¿A que sí? ¿Quién es el gato más mono? ¿Quién? ¿Quién? ¡Au!
Adhárel se giró a tiempo de ver al Marqués levantando el puño contra el felino. En cuanto percibió su mirada, se controló y sonrió.
—A veces es tan juguetón que no se da cuenta de que sus uñitas pueden hacer daño —se excusó. Después se puso de pie y se alisó la ropa—. Os sigo.
El rey se volvió con los ojos en blanco para encontrarse con Zennion riendo en silencio.
Duna se estremeció al sentir movimiento a su lado. Abrió los ojos y aguardó hasta que sus pupilas se acostumbraron a la falta de luz. Para cuando logró ver algo, distinguió la silueta de Adhárel incorporándose de la cama.
Extrañada, se giró hacia la ventana para comprobar que no se hubiera quedado dormida. Todavía era noche cerrada. El rey se había acostado largo rato después que ella. ¿Ya se había desvelado? ¿Tan pronto?
—Adhárel, vuelve a la cama, por favor —le dijo, intentando por todos los medios controlar su mal humor y no reprocharle que ya ni siquiera fuera capaz de dormir tranquilo ni un par de horas.
Pero él no contestó.
—¿Adhárel?
Por respuesta, el rey se puso en pie y rodeó la cama en dirección a la puerta. La escasa luz de la luna que se filtraba por las cortinas de la habitación mostró el torso desnudo del joven.
—¿Por qué no me respondes? ¿No vas a ponerte nada para salir? —Duna se había despabilado por completo. Se deshizo del barullo de sábanas y se puso en pie—. ¡Estupendo!
Adhárel abrió la puerta de la habitación y salió. Duna bufó, se colocó una manta sobre los hombros y se precipitó tras él. Lo adelantó a mitad de pasillo.
Los ojos de él permanecían cerrados. Su cara presentaba el aspecto más apacible y tranquilo, pero ahí estaba: andando por los pasillos sin problema alguno.
—Adhárel, por favor. Me estás asustando. —Duna le agarró del brazo, pero fue en vano. Él se deshizo de ella con facilidad y torció por la esquina para enfilar la escalera de caracol que lo llevaría a los pisos inferiores.
La muchacha se debatió entre pedir ayuda a gritos o aguardar para ver qué ocurría. No quería asustar a todos por un simple ataque de sonambulismo. Porque era eso, ¿cierto? Las dudas y el miedo se agolparon en su pecho.
Lo siguió escalones abajo. Las pocas velas y bombillas que iluminaban los corredores desiertos convertían el palacio en un paisaje onírico, aterrador y fascinante al mismo tiempo.
¿Y si le despertaba? Temía que el remedio fuera peor que la enfermedad. ¿Enfermedad? Que ella supiera esa era la primera vez que a Adhárel le ocurría aquello, ¿no? ¿Y si lo había estado haciendo todas las noches? ¿Y si alguien lo hubiera encantado?
—No… —Sintió la boca seca solo con imaginar la posibilidad de que volviera a convertirse en dragón. Lo agarró de la mano—. Por favor, despierta.
Sus dedos no reaccionaron. El muchacho tenía la piel de gallina por todo el pecho y estaba tiritando levemente. Sin pensárselo, Duna se quitó su manta y se la colocó por encima de los hombros.
Llegaron al primer piso y siguieron bajando por la escalera central. ¿Adónde iba? Estaba decidida a gritar en caso de que optara por dirigirse al portón principal cuando, en el último momento, torció y se dirigió a la puerta que había debajo de las escaleras y que llevaba a la lavandería.
¿Estaría suficientemente consciente como para intentar huir por la puerta oculta en el jardín? Fuera como fuese, ella se encargaría de que no llegara más lejos. Con un grito alertaría a todos los guardias.
Adhárel volvió a girar. No se dirigían a la lavandería. No se dirigían a ningún sitio que ella conociese. Dieron vueltas sobre el suelo de piedra frío y húmedo. Tomaron varias bifurcaciones hasta que comprendió que se había perdido y que no sería capaz de encontrar la salida. Y ya había tenido aquella sensación tiempo atrás. Mucho tiempo atrás.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven. De pronto supo adónde estaban yendo.
Las pocas dudas que albergaba se disiparon cuando se encontró frente a la puerta con el cartel de aviso. Adhárel se quitó la llave que colgaba de su pecho desnudo y la introdujo en la cerradura. Las volutas de su aliento y su respiración entrecortada se mezclaban con el sonido de las filtraciones empapando el suelo y el correteo de algún animal pequeño.
La puerta chirrió como tantas otras veces al abrirse. El pergamino de la Poesía Real brillaba con un halo ancestral, seductor y peligroso.
Duna se quedó en el dintel de la puerta observando al rey con lágrimas en los ojos, aterrada por lo que sabía que ocurriría a continuación.
Adhárel se acercó a la mesita y tomó entre los dedos una pluma oscura que había en un extremo. La mojó en el frasco de cristal que había a su lado y a continuación se reclinó sobre el pergamino.
El rasgar de la pluma sobre el papel penetraba en los oídos de Duna como mil agujas afiladas. Eran latigazos sobre la piel de su espalda, puñaladas en su pecho. Rápidas y continuas. Cerró los ojos e intentó contener las lágrimas, pero no pudo. Todos los consejos que había osado darle a Adhárel se derramaban por aquella diminuta habitación al tiempo que el miedo y la rabia ocupaban su lugar. ¿Qué crueldades les habrían preparado ahora las Musas? ¿Podrían con ello?
El rasgar se detuvo. Adhárel se incorporó, dejó la pluma sobre la mesita y una gota de tinta negra se deslizó sobre la madera hasta formar un diminuto charco en la base. El joven agitó la cabeza, desorientado. Se dio la vuelta y se encontró con Duna llorando.
—¿Qué…? —de pronto cayó en la cuenta de dónde se encontraban y se giró como una exhalación. Tomó el pergamino entre las manos y sus ojos recorrieron los nuevos Versos que había compuesto sin saberlo.
Duna se acercó a paso lento. Adhárel dejó la Poesía en su lugar y se desmoronó en el suelo. Se agarró la cabeza con las manos y la enterró entre las rodillas. Duna se agachó y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—Lo siento… —susurró con la voz entrecortada—. Siento todo lo que te he dicho… lo siento…
Adhárel sollozaba como un niño. Duna no se atrevió a leer los nuevos mandatos de las Musas. Todavía no. Lo haría con la luz del sol, cuando el frío y las sombras de la noche dejaran de resultar tan amenazadoras. Ahora debía permanecer junto al rey para consolarlo.