17. Al otro lado del espejo

Firela intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Después se arrodilló despacio y alargó la mano. Sus dedos estaban a punto de tocar el marfil que rodeaba al espejo cuando la voz regresó, mucho más enfadada que antes.

—¡Cómo puedo tener tan mala suerte!

El susto la hizo caer de espaldas y arrastrarse lejos del objeto. Su corazón seguía desbocado. Sus ojos le decían que aquello era imposible, pero sus sentidos le mostraban lo contrario: aquel espejo estaba vivo. ¿Qué clase de sentomentalista lo había embrujado?

Cerró los ojos y dejó que el aire entrara en sus pulmones. Se concentró en la inmensa cueva oscura y fría en la que se encontraba y dejó que el chapoteo de las goteras licuándose entre las piedras sosegara sus nervios.

Cuando estuvo lista, se puso de rodillas y avanzó gateando hasta el espejo. Con cierto temblor todavía, agarró el intrincado mango y lo levantó. Un suave resplandor iluminó la piedra del suelo, la pared y la mesa que había junto a ella. También el cuerpo sin vida que reposaba a sus pies, muerto.

Dio un respingo y se alejó, asustada. A continuación giró el espejo para enfrentarse al cristal.

Ahí estaba el hombre de los ojos azules. Ya no parecía tan feliz como al principio. Sus despeinadas cejas blanquecinas se arrugaban en un gesto de disgusto. Su boca parecía estar a punto de decir algo, pero volvió a cerrarse en silencio. La asesina lo agradeció en su fuero interno, aunque tampoco pronunció palabra. Poco a poco sus dedos fueron recuperando la estabilidad y dejaron de agarrar el mango del objeto con tanta fuerza.

Más tranquila, estudió con detalle lo que tenía ante ella: aparte del anciano que la escrutaba con intensidad y que vestía con auténticos harapos, descubrió que, tras él, la habitación era la misma en la que ella se encontraba, solo que invertida. La luz provenía del propio cristal. Como si le hubiera robado un destello al amanecer o estuviera hecho con luzalita.

—¿Eres… real? —preguntó con un pequeño gallo al final. No recordaba cuando fue la última vez que sintió el miedo tan de cerca; mucho menos la última vez que permitió que llegara a notársele en la voz o en los gestos.

El viejo del reflejo asintió una vez sin cambiar su gesto. Con aquella macilenta piel y esos ojos del color de la ventisca, parecía tallado en piedra y encerrado bajo el hielo.

—Di, ¿eres real? —esta vez sonó más confiada, más segura, más Firela.

—¿Qué es real y qué no lo es? —replicó el anciano sin relajar sus cejas. Su voz sonaba como el crepitar del hielo al echarle agua encima.

—¿Cómo te llamas? —insistió la mujer.

Algo se resquebrajó en la imperturbable mirada del hombre al escuchar aquella pregunta. Desfrunció el ceño y sus párpados se cerraron antes de responder.

—Galasaz.

Firela hizo memoria por si alguna vez en su vida había escuchado hablar de él, pero fue en vano. Igual que tampoco había escuchado hablar jamás sobre un sentomentalista que pudiera encerrar a nadie en un espejo. Y eso que era extraño.

¿Cómo podía alguien con aquel don tan espeluznante no ser conocido y temido en todo el Continente? ¿Podía ser que nadie hubiera salido indemne de un encuentro con él? En tal caso, ¿por qué iba a dejar abandonada una prueba tan fehaciente como aquella sin ninguna protección? Sintió un escalofrío y no permitió que los nervios pudieran con ella. Cuanto más pensaba, más preguntas se acumulaban en su cabeza y más difícil le resultaba asimilar aquello.

—¿Quién te hizo esto?

Galasaz miró hacia abajo y de nuevo a Firela.

—Salió bien, ¿verdad? Por un momento creí que no lo lograría, pero ya veo que mi plan funcionó.

—¿Lo… lo hiciste tú? ¿A ti mismo?

El viejo asintió, y Firela reprimió las incesantes ganas de lanzar el espejo de nuevo a la oscuridad y huir de allí por miedo a que le hiciera algo similar a ella.

—Esta fue mi única manera de liberarme de las cadenas.

—Las… —de pronto la asesina reparó en las cadenas de hierro fijadas por argollas a la pared que se escurrían bajo la mesa hasta los tobillos del cadáver. Asombrada, se volvió hacia el espejo.

—¿Drólserof te hizo esto?

Galasaz soltó una carcajada insidiosa.

—Ese enano solo fue capaz de ponerme las esposas, y no sin cierta dificultad. Después se limitó a dar órdenes.

—Estabas a su cargo.

—Era su prisionero.

Necesitaba sentarse, pensó la mujer. Y buscar algún lugar con más luz.

—No tienes buena cara —comentó el anciano, genuinamente preocupado.

—Estoy bien. Solo necesito… ¿Puedo sacarte del sótano sin que ocurra nada?

—Bueno, esa es la idea, sí.

¿La idea? ¿Qué idea? No quiso saberlo. Primero volvería al piso superior.

Con ayuda de la luz que emanaba el espejo, logró encontrar los primeros escalones de la escalera. Las luces de la tormenta seguían destellando en la noche cuando cerró la puerta y regresó a la cocina. Las llamas de la chimenea estaban a punto de extinguirse, por lo que echó un par de troncos a la lumbre y los azuzó hasta que las maderas comenzaron a prender con vigor.

En su pecho, más allá de la sensación física, tenía la impresión de que el agujero que había comenzado a sentir al despertarse seguía creciendo y extendiéndose como un rumor incesante. No le dolía, ni tampoco reparaba en él si no se fijaba, pero sentía un hondo pesar cuyo origen desconocía y que drenaba sus fuerzas y sus ganas de seguir adelante.

—He olvidado lo que es sentir calor o frío —escuchó decir a Galasaz desde el espejo.

Con curiosidad, Firela lo levantó y se puso de espaldas al hogar. Después alzó el cristal y contempló las llamas crepitando en el reflejo, a la espalda del anciano.

—¿No lo notas? —preguntó.

Galasaz se volvió dentro del reflejo y anduvo unos pasos hasta su chimenea. Verlo de cuerpo entero dio una dimensión nueva a lo extraño de la situación. El hombre colocó las manos sobre las lenguas de fuego y se encogió de hombros.

—Nada —respondió de vuelta a su posición inicial—. Solo siento su caricia, pero no su energía. Qué curioso…

Por su tono, Firela supuso que era la primera vez que probaba algo así.

—Mirar tan descaradamente a alguien es de mala educación —comentó con cierto humor el viejo.

—Lo siento. Es que nunca había visto algo así.

—Me halaga el comentario, hija. Eso significa que, como imaginaba, he sido el primero en lograr semejante prodigio y demostrar que no estaba equivocado.

Firela arrastró una silla y después tomó asiento. Dejó el espejo en su regazo y se inclinó sobre él para estudiarlo con paciencia.

—¿Cómo has hecho para llegar ahí dentro? —preguntó en un hilo de voz.

—¿Quieres que te revele mis secretos cuando todavía no sé ni tu nombre?

La asesina sintió que se sonrojaba.

—Me llamo Firela. Fira para los amigos —añadió sin saber muy bien por qué. Solo su hermana la había llamado así.

—¿Y a mí me consideras tu amigo? —preguntó el otro, imaginando sus pensamientos.

—Eso depende de si tienes intenciones ocultas o no.

—¿Qué hombre no tiene intenciones ocultas siempre que toma una decisión?

A diferencia de lo que podía aparentar, no le molestaba que el hombre siempre replicara con otra pregunta; le gustaba.

—En cualquier caso, si lo que me quieres preguntar, pero no te atreves, es si saldré de aquí cuando menos te lo esperes para matarte, o robarte, o las dos cosas, no tienes de qué preocuparte. Hasta donde yo sé —golpeó el espejo con los nudillos—, estoy encerrado. Y muerto.

Firela negó incrédula.

—Esto es… ¿Cómo terminaste ahí? ¿Por qué?

—No me quedaban más opciones… —El hombre se alejó un poco del cristal y tomó asiento en el reflejo de una silla—. Sabía que Drólserof acabaría muerto tarde o temprano. Era demasiado idiota para este mundo. Y albergaba ciertas dudas de que se acordara de liberarme antes de fallecer. Por lo que veo, acerté punto por punto.

—¿Qué quería Drólserof de ti?

Galasaz se meció en la silla.

—Antes quiero saber de qué conocías tú a ese hombre. —Sonrió desganado—. No tuve la oportunidad de tratar mucho con él, pero no me dio la sensación de que fuera alguien particularmente… famoso. ¿Cómo puede ser que dos almas tan dispares como las nuestras lo conocieran? ¿Casualidad? ¿Destino?

—Me temo que todavía no nos conocemos lo suficiente como para poder responderte a esto.

—¿Y cuándo se conoce a alguien lo suficiente?

—Supongo que nunca.

Galasaz asintió en silencio.

—Soy sentomentalista —confesó—. O al menos lo era antes de entrar aquí. Drólserof me secuestró cuando me encontraba de regreso a Gélinaz. Era fabricante y comerciante de espejos. —El anciano desvió la mirada a las llamas del reflejo antes de proseguir—. Me encerró en el castillo para que trabajara para él. Creé casi un centenar de espejos diferentes. Unos que solo decían la verdad, otros que reflejaban el alma y no el aspecto exterior, los había para comunicarse a cualquier distancia… —La mujer dio un respingo al advertir que ella misma había utilizado uno de esos para mantenerse en contacto con Drólserof—. No sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Ni siquiera sé donde estoy, ni si mi familia sigue esperando mi regreso.

Firela sintió un latigazo en el corazón. Culpa, o pena, o algo similar que no sabía reconocer porque nunca se había identificado con aquellas emociones. Y menos por un desconocido como Galasaz.

—Lo siento —dijo.

—Deja de sentirlo todo. Nada de esto es culpa tuya.

—Aun así, realmente… lo siento.

Galasaz no peleó más. Asintió y cerró los ojos.

De pronto fue consciente de lo mucho que había necesitado hablar con alguien después de todo ese tiempo sin Kalendra. Antes, aunque fuera en contadas ocasiones, su gemela había estado allí para escuchar sus dudas y preocupaciones. Desde entonces no había vuelto a abrir la boca más que para comerciar o pasar desapercibida hasta que se encontró con su sobrina. Pero ni siquiera entonces, aun con la imperiosa necesidad de decir siempre la verdad, había sentido lo mismo que con aquella conversación. Y eso le preocupaba.

—No sé cuándo te aprisionó Drólserof, pero nosotras lo conocimos hace unos meses; a comienzos del invierno.

—Era otoño cuando me encerró en su castillo. ¿Sigo aquí?

—Supongo que sí. No son más que ruinas, pero de un castillo a fin de cuentas.

—Entonces puede que no haya pasado tanto tiempo.

—¿No pasan ahí los días y las noches?

Galasaz se encogió de hombros.

—No lo sé. Desde que crucé a este lado siempre he permanecido en los subterráneos del castillo, sin alejarme del espejo. Esta es la primera vez que subo. Y por las ventanas no veo más que oscuridad.

—Es de noche aquí también. —Le indicó la gemela, esforzándose por comprender la realidad del espejo—. No entiendo a qué te refieres con que no quieres alejarte. ¿Tienes otra opción?

—Existen tantas opciones como decisiones queramos tomar, querida. Y aquí, como en el otro lado, yo puedo recorrer el Continente entero, o al menos eso creo.

—¿Y qué te lo impide?

—Déjame que te ponga un ejemplo sencillo: ¿qué ocurriría si yo saliera por la puerta de este castillo y comenzara a alejarme hasta perder de vista las ruinas? ¿Y que, mientras eso sucede, tú te llevaras el espejo en la dirección opuesta?

—No lo sé.

—Pues que mi única ventana a ese mundo se iría contigo y tardaría una eternidad en volver a encontrarla, si es que tuviera la suerte de cruzarme con ella por casualidad. —El anciano atisbó el comienzo de una nueva pregunta en los labios de Firela, por lo que se le adelantó—: Solo me reflejo en este espejo. No puedo viajar de uno a otro a placer.

La mujer guardó silencio, pensativa. En el exterior, la tormenta fue disminuyendo de intensidad hasta convertirse en una mera llovizna que golpeteaba contra los cristales.

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

—¿Hay algo que quisieras hacer? —replicó el viejo. Firela no respondió—. Me encerré aquí para huir del tiempo, consciente de que mi destino dejaría de estar en mis manos.

—¿Y de qué sirve escapar del tiempo si a cambio debes pasar la eternidad encerrado?

—¿Eternidad? ¿Quién ha hablado de eternidad?

Firela apretó los labios, sintiendo que jugaba con ella.

—En este mundo no corren los minutos. Si decidí atravesarlo no fue para esconderme, sino para huir. Por desgracia, me di cuenta demasiado tarde de que necesitaría a alguien en esa otra realidad que me ayudara. Alguien que me llevara de vuelta a mi hogar para poder ver una última vez a mi mujer y a mis hijos.

Firela tragó saliva y dijo:

—Yo te ayudaré.

Ya estaba. Sin segundos pensamientos. Sin meditarlo. El impulso había sido tan fuerte que no supo controlarlo. El vacío que sentía ahí dentro desde la pelea con los niños y el lobo seguía cavando su espacio a través de su pecho, sus pulmones, su alma… Quizás aquello, por algún extraño motivo, la ayudaría a combatirlo. Quizás no.

—¿Estás segura? —Galasaz ni siquiera se atrevió a contradecirla o a ofrecerle la oportunidad de que explicara que no había dicho aquello, tan desesperado estaba. Sus ojos se abrieron por completo y se levantó para acercarse al cristal—. ¿Podrías hacerlo?

Firela se mordió el labio y apartó los ojos para concentrase. ¿Podría hacerlo? ¿Podría anteponer aquel favor a los deseos de su hermana? ¿Debía dejar que Lysell huyese ahora que estaba tan cerca?

Podía, se dijo. Y lo haría. Al menos hasta que volviera a encontrar el suficiente sentido a sus actos como para retomarlos.

¿Esperaba redimir sus años de asesina con un gesto de amabilidad tan vacuo y sencillo como aquel?

—Sí —respondió con seguridad.

—¿Y ella qué opina? ¿También vendrá?

Firela sintió que se le secaba la boca y se ponía en alerta.

—¿De quién hablas?

Galasaz fue a responder, pero en lugar de eso señaló con su dedo más allá de Firela. Lentamente, la asesina se dio la vuelta y se dispuso a defenderse de un ataque sorpresa. Colocó su mano sobre su puñal y se giró por completo.

Pero allí no había nadie.

Se volvió hacia el espejo, enfadada.

—¿Te burlas de mí? ¿Quieres que te deje aquí la eternidad entera?

El anciano pareció realmente ofendido y extrañado.

—¡No! ¡Desde luego que no!

—¿Entonces?

—¿No la ves?

Firela volvió a darse la vuelta.

—Me estás poniendo nerviosa.

Galasaz se masajeó la frente.

—Ahí, detrás de ti, veo a una mujer. Lleva el pelo suelto largo, ondulado. No habla. Solo te mira fijamente.

—¿Te has vuelto loco?

Antes de que el viejo pudiera responder, la asesina agarró el espejo. El hombre se asustó creyendo que intentaría machacarlo otra vez, pero en su lugar, Firela movió el objeto hasta obtener una visión de la misma parte de la cocina a la que Galasaz se refería.

Y entonces la vio. Su corazón se olvidó de palpitar, la boca se le quedó seca y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Allí, observándola en silencio, estaba Kalendra.