—Concéntrate en tu objetivo y no lo pierdas de vista, ¿me has entendido?
Duna asintió conforme, aunque con aquel inmenso casco de hierro poco habría importado si se hubiera mantenido quieta.
—De acuerdo. Pues volvamos a empezar.
La muchacha alzó la enorme espada y aguardó en posición defensiva. Sírgeric podía ser todo lo simpático y divertido que quisiera fuera del campo de entrenamiento, pero cuando estaban practicando se convertía en un ser tan frío y desprovisto de tacto que empezaba a darle miedo.
—Los enemigos no tendrán ningún respeto cuando tengan que apuñalarte —decía siempre que ella le reprochaba su actitud. Aunque tampoco podía negarle que, de tanto en tanto, se molestaba en pedir disculpas si el golpe había resultado demasiado duro o difícil de esquivar. Muy de tanto en tanto.
El joven comenzó a moverse en círculos, cruzando las piernas.
—Esos pies —gruñó—. Más suaves, flexiona las rodillas un poco. ¡Estás llevando una espada en las manos, Duna, no una cesta de ropa!
—¡Eh! —se quejó ella—. ¡No te pases que sé dónde duermes!
—Concéntrate.
Lo intentaba, lo intentaba, pero no lo conseguía. Llevaba días sin dejar de darle vueltas a las palabras de Adhárel y todavía no había sido capaz de asimilarlas. ¿Por qué no lo dejaba correr? ¿Qué más pruebas necesitaba para saber que no había sido su intención herirla? Ninguna. Pero eso no cambiaba nada.
Bajó con disimulo la mirada para intentar comprobar el movimiento de sus pies.
—¡Duna! Mira al frente. Esto no es una clase de danza.
—Pues a veces lo parece.
Sírgeric cambiaba cada pocos segundos de estrategia, desviando el peso del cuerpo de un lado a otro para pillarla desprevenida. Su trabajo consistía en imitarle tan rápido como pudiera para practicar los reflejos. Dejó la mente en blanco e intentó sacar lo mejor de sí misma.
Aguantó con estoicismo los diez minutos largos que duró el ejercicio obteniendo como única recompensa un «no está mal» de su reluctante maestro.
—La idea es que termines haciéndolo sin darte cuenta —explicó.
—Ya sé moverme sin prestar atención a mis pies, Sírgeric. Lo que tú me pides es que me prepare una coreografía.
—Sí, pero a diferencia de en el baile, aquí tu agilidad y velocidad pueden evitar que alguien te corte un brazo.
Duna hizo un mohín y se quitó el casco. No quiso imaginar el aspecto que tendría con las mejillas enrojecidas y el cabello totalmente alborotado.
—A veces eres de lo más desagradable, ¿lo sabías?
—Si quieres lo dejamos por hoy y otro día practicamos con las espadas.
—Si quieres le pido a Heredias que me ayude él —golpe bajo.
Sírgeric se apartó un mechón rebelde de delante de los ojos.
—La verdad es que no sé de qué te quejas. Me tienes aquí esclavizado y a tu servicio cuando podría estar descansando en mi habitación y encima me regañas. ¡No seré yo quien se quede para verte llevando una corona!
Duna sonrió ante el comentario y se masajeó el puente de la nariz. El olor a cuero de los guantes le hizo apartar los dedos rápidamente.
—Lo siento. Últimamente no duermo bien y… bueno, da lo mismo.
Sírgeric se acercó a ella.
—No lo da. ¿Qué ocurre? Sabes que puedes hablar conmigo de lo que necesites.
Ella respiró hondo y esbozó la sonrisa más sincera de la que fue capaz.
—Lo sé. Pero estoy bien. Es solo cansancio. Y este tiempo horrible —añadió, alzando la mirada hacia las oscuras nubes que se estaban congregando sobre Bereth como el augurio de una pesadilla.
Sírgeric la miró con el ceño fruncido unos instantes más antes de rendirse. Conocía demasiado bien a Duna como para saber que, si no quería, no abriría la boca aun siendo torturada.
—¿Seguimos entonces?
La muchacha asintió y volvió a colocarse el casco.
—Sin olvidar lo poco que hayas logrado aprender con el ejercicio anterior…
—Ja, ja.
—… quiero que intentes atacarme. Después probaremos qué tal están tus defensas.
Dicho eso, Duna agarró con mano dura su espada desafilada e hizo lo que Sírgeric le había pedido. Tras cerca de dos horas esquivando espadazos, evitando perder el equilibrio y, de vez en cuando, probando suerte con el ataque, las primeras gotas de la tormenta dieron por concluido el entrenamiento.
—No ha estado mal —comentó el muchacho con tal tranquilidad que parecía haber estado jugando al ajedrez en lugar de luchando. Rápidamente se puso a recoger las pertenencias desperdigadas por el suelo.
—A veces no sabes lo mucho que te odio —le espetó Duna, levantando la visera de su yelmo.
—Si tuviera que guiarme por tus golpes, desde luego que no. Pero ya sabes lo fácil que me resulta discernir tus miradas de odio de las de amor. —Se echó al hombro su camiseta y se giró hacia ella—. Sí, esa es de odio. ¿Lo ves?
—No tientes a tu suerte.
Se quitó el casco por completo y se lo lanzó al joven con algo más de fuerza de la necesaria para que lo llevara de vuelta a la armería. Alzó la cabeza y dejó que la lluvia se escurriese por su piel y se llevara consigo el sudor de la frente.
—Ve a cambiarte antes de que te resfríes —canturreó Sírgeric, riéndose mientras se alejaba de allí.
—¿Quién te crees ahora? —gritó la muchacha al tiempo que el joven desaparecía por la puerta—. ¿Mi madre?
La sonrisa se congeló en sus labios al procesar las palabras. Chasqueó la lengua, molesta consigo misma por encontrarse últimamente tan irascible, y anduvo a paso rápido hasta el castillo sin preocuparse por los charcos que se estaban formando en la tierra.
Desde que habían regresado de sus periplos por el Continente, el recuerdo de su madre se había vuelto más angustioso y latente. Como si haber visitado Luznal hubiera desenterrado todos los recuerdos, reales e imaginarios, que conservaba de ella.
De tanto en tanto se descubría tarareando una canción que juraría no haber escuchado nunca, o acariciando el colgante de luzalita que conservaba de ella como si fuera el dorso de su mano o su mejilla. Alguna que otra vez incluso, se había despertado en mitad de la noche, resollando, al imaginar sus gritos mientras los mercaderes de esclavos la alejaban de ella. El fantasma de su recuerdo poseía una inusitada solidez que la arrastraba a derramar más lágrimas de las que nunca hubiera llorado por ella.
Al Flautista intentaba no dedicarle ni un instante de su tiempo. Ni a él ni a la historia que les había contado en su cueva de Hamel.
¿Y qué si aquel hombre había conocido a su madre? ¿Y qué si era realmente su padre? ¿Cambiaría algo? Solo atestiguaría la maldad de las Musas y avivaría las llamas de la rabia que sentía hacia ellas.
Y en su vida ya había demasiado por lo que odiar como para seguir añadiendo motivos.
Después de darse un largo y relajante baño en su habitación, Duna se embutió en un vestido dorado con dos hombreras redondas y manga larga para bajar a cenar.
Se miró en el espejo una vez más y sintió una punzada de nostalgia al recordar aquel día de verano, tanto tiempo atrás, cuando Aya las había llevado a ella y a Cinthia a comprar algo que llevar al baile del vigésimo primer cumpleaños de Adhárel. El vestido que se acababa de poner le recordaba a aquel que no pudieron permitirse.
¿Cómo podían haber cambiado tantas cosas en tan poco tiempo?
En el comedor la esperaban Aya y la reina, como siempre, charlando animadamente una al lado de la otra.
—Buenas noches —saludó la muchacha, tomando asiento junto a su madrastra.
—Duna, estás preciosa —le aseguró la reina.
—Gracias.
—Era tan bonito que no pude resistir la tentación de traérselo —explicó Aya.
Duna se rió con suavidad.
—Lo que me recuerda que, por favor, no me compres más.
—¡Pero es que no puedo evitarlo! —arguyó la mujer—. Si vieras las nuevas telas que han traído del sur. ¡Son espléndidas!
—Del sur… —Duna frunció el ceño y se apuntó aquel detalle para comentárselo a Adhárel cuando le perdonara. Es posible que ya lo hubieran hecho, pero sus hombres no podían perder la oportunidad de hablar con quienes recorrían el Continente de una punta a otra. Nadie mejor que ellos les podría informar de la situación de esos reinos.
—Ariadne —comentó de pronto, recordando algo.
—Dime, Duna.
—He oído que sois buena amiga de los soberanos de Gélinaz.
Ella sonrió.
—Así es. Nuestras familias llevan muchos años siendo aliadas. Pasé muchos veranos de pequeña en sus montañas heladas.
Duna asintió, ansiosa.
—Entonces, ¿creéis que en caso de que la guerra estallase nos apoyarían con sus ejércitos?
—Esperemos que el Todopoderoso no quiera que nada de eso ocurra —rogó Aya, agarrándose el faldón con las dos manos.
—Es posible —respondió la reina con aire ausente—. De todas formas Adhárel no quiere precipitarse. ¿Lo has hablado con él?
Duna negó con vehemencia.
—Pues debes hacerlo. Seguramente a ti te escuche más que a los demás. No se perdería nada por retomar el contacto, desde luego.
Duna sonrió y asintió, complacida de haber ayudado. Ahora solo tenía que lograr perdonar a Adhárel lo suficiente como para compartir su idea.
Se llevó un pedazo de pan a la boca cuando la puerta se abrió con un suave lamento y el rey entró en la sala. Sus botas iban dejando huellas húmedas en el suelo.
—Buenas noches a todos. Disculpad la demora. Estaba…
Con la Poesía. No hizo falta que lo dijera en voz alta para que todos asintieran. Con un gesto rápido, la reina informó a la doncella que aguardaba junto a la puerta de la cocina de que ya podían comenzar a traer la cena.
—¿Hay noticias de Heredias? —quiso saber la reina.
Duna frunció el ceño sin saber de qué hablaban.
—Se ha tenido que marchar a mediodía con Zennion —explicó Adhárel—. Uno de los mercaderes proveniente de Salmat nos ha revelado cierta información que queríamos investigar cuanto antes.
Desde luego que Adhárel ya había tenido aquello en mente, se dijo la muchacha. ¿Cómo podía haberlo dudado?
Aya se quedó sorprendida ante la noticia.
—¿Con la que está cayendo?
—La guerra, como el amor, no entiende de tormentas —replicó él con una media sonrisa—, solo de tempestades.
Duna se mordió la lengua para aguantarse las ganas de reír al escuchar aquello.
Tres doncellas salieron de la cocina con una olla humeante y varias bandejas repletas de pescados y verduras. Cuando terminaron de servir los platos, regresaron a sus quehaceres. Durante los siguientes diez minutos no se escuchó más que el ruido de los cubiertos tintineando contra la vajilla.
Sírgeric llegó en ese momento con un elegante traje negro y burdeos. Hizo una rápida reverencia y por saludo dijo:
—Adhárel, deberías estar orgulloso de tu chica. Cada vez me cuesta más tirarla al suelo.
Duna le fulminó con la mirada mientras el muchacho tomaba asiento. ¿Cómo se le ocurría sacar el tema del entrenamiento de esa forma? Parecía que una bomba hubiera caído en mitad de la mesa. Un silencio mucho más pegajoso se instaló entre los platos y las espinas de los pescados. Entonces, Adhárel respondió:
—Lo sé, lo he visto. —Se volvió hacia Duna y le sonrió—. Todavía tiene que mejorar su postura, pero desde luego lo hace mucho mejor que algunos de mis soldados.
La muchacha sintió que se sonrojaba. ¿Había estado espiándoles mientras practicaban? ¿Desde dónde? ¿Y por qué no se había acercado a decirle nada? Ariadne recibió la noticia con un aplauso comedido, mientras que los ojos de Aya permanecían puestos en su comida. Su rostro había adquirido un tono macilento.
Por debajo de la mesa, Duna agarró su mano y se la apretó hasta que sintió que la mujer le respondía al apretón.
—Es solo una manera de hacer ejercicio. Odio montar a caballo y lo de correr me resulta muy aburrido —comentó para quitarle hierro al asunto y animar a su madrastra—. Además, mirad qué brazos se me están poniendo.
Intentó sacar músculo pero apenas sí se percibía algo bajo la tela.
—Impresionante —masculló Sírgeric, provocando una carcajada general en la mesa. Incluso Aya se atrevió a curvar los labios levemente.
—Adhárel, antes de que se me olvide —comentó la reina, recuperándose del ataque de risa—. Duna ha tenido una excelente idea. Quizás debamos…
Las puertas del comedor se abrieron lánguidamente y un criado se escurrió dentro, carraspeó para llamar su atención y una vez que se giraron todos, dijo:
—Os pido disculpas por la intromisión, majestades, pero ha llegado un hombre que dice ser el rey de Caravás. Ha pedido audiencia con vos cuanto antes.
En un visto y no visto, Adhárel dejó a su madre con la palabra en la boca, se levantó de su sitio y desapareció fuera del comedor. Los demás no tardaron en seguirlo.