El Marqués descorrió la cortinita de su carromato cuando atravesaron las murallas de Manseralda. Los dos soldados de la puerta, aterradores y fieros como perros de caza, los dejaron pasar sin hacer ninguna pregunta. Supuso que ya estaban informados de su llegada.
Sebastian iba en la parte superior, azuzando a los caballos con su fusta de cuero. Durante todo el trayecto no había abierto la boca ni una sola vez y, aunque jamás lo reconocería en público, Laugard empezaba a aburrirse de no tener a nadie con quien charlar o a quien gritar.
El gato parecía ser el único que estaba disfrutando del extenuante viaje. Aovillado en la hermosa jaula de madera que Laugard había hecho construir para ese tipo de ocasiones, le observaba con los ojos bien abiertos como único público de su insoportable drama mientras daba buena cuenta de la comida que las cocineras le habían preparado. Se encontraba tan hastiado que ni siquiera intentó divertirse a costa del animal.
El traqueteo se volvió mucho más convulso cuando llegaron, una hora más tarde, al centro urbano. El Marqués arrugó el morro al contemplar, consternado, el precario estado en el que se encontraban las casas y las plazas de Manseralda. Parecía como si una manada de bestias salvajes hubiera arrasado la ciudad dejando a su paso paredes descascarilladas, estatuas rotas y desniveles en el suelo cubiertos de barro y otras sustancias en las que prefirió no detenerse a pensar.
Las dudas le acecharon como fieras entre la maleza: ¿cómo encontraría allí lo que él necesitaba? Las personas que se paseaban por las sucias calles tenían la mirada perdida en el irregular adoquinado y la piel del color de la ceniza. Los pocos que parecían disfrutar de aquel lugar, ostentando sonrisas y abanderando carcajadas, eran hombres. Y él, sobre todo, necesitaba mujeres. Damas que estuvieran dispuestas a dejarse engatusar por las palabras de un rey y le ayudaran a convertirse en emperador. No esas que observaba desde el carromato arrastrando los pies y vistiendo harapos cubiertos de suciedad.
¿Dónde se había metido?
El balanceo se detuvo de golpe y a punto estuvo de comerse la jaula del gato con el bicho incluido. Maldiciendo, golpeó con su bastón de ébano el techo enmoquetado del habitáculo.
—Hemos llegado, señor —escuchó decir a Sebastian.
Laugard suspiró con fuerza, se arregló la chaqueta y los pantalones lo mejor que pudo y se atusó el pelo con la corona. Si no le convencía lo que allí le aguardase, siempre podía dar media vuelta y regresar a Caravás, donde podría continuar marchitándose en el abono de los recuerdos.
El mayordomo, antes cochero y ahora paje, abrió la portezuela, y el Marqués salió cubriéndose sus delicados ojos claros de la irritante luz del sol. Su morro seguía tan arrugado como el del gato.
Con un movimiento rápido, se sacó un pañuelo de lino del bolsillo de la chaqueta y se lo llevó a la nariz. El olor a suciedad y depresión ascendía por sus fosas nasales como un veneno dispuesto a marearle.
Alzó la mirada y observó con cierto resentimiento y envidia la preciosa construcción que era el palacio de Mánser. Lo había visitado en el pasado por motivos muy diferentes y todavía recordaba la alcoba donde se hospedó: en la segunda planta, con vistas al río. Buenos tiempos que habían quedado atrás y que ahora solo regresaban en forma de recuerdos para provocar dolor.
Las puertas dobles se abrieron con un gruñido tosco, y la figura de un muchacho apareció en el dintel con los brazos abiertos. El Marqués alzó una ceja, incrédulo. ¿Qué hacía un muchacho que no superaría ni los veinticinco años con la corona…?
Imposible.
—¡Bienvenido, majestad! —saludó, dándole un apretón con las dos manos. El cuero de sus guantes dejó irritada su delicada piel. Huraño, asintió aceptando de buen grado el título escogido—. Soy Dimitri, marido de la hermosa Thalisa y, por tanto, rey de Manseralda.
—Rey de…
—Por favor, no os quedéis en la puerta. ¡Sois nuestro invitado! Seguidme, por favor. Decidle a vuestro lacayo que traiga vuestras pertenencias. Mis hombres le indicarán dónde dejarlas.
El Marqués subió las escaleras de piedra como un autómata mientras sus pensamientos bullían como géiseres en su cerebro. ¿Cuánto tiempo llevaba en Caravás como para no saber que los dos reinos de Mánser y Alda se habían fusionado? ¡Si hasta donde él recordaba lo único que les había unido habían sido los ríos de sangre que sus espadas habían regado en esos campos! ¿Y Thalisa? ¿La cría de cinco años que no dejaba de preguntar tonterías cuando la conoció se había casado? ¿Con quién? ¿Quién era ese Dimitri del que no había oído hablar nunca? Algún noble con mucha suerte, se dijo, entrando en el acogedor recibidor del castillo. Varios hombres aguardaban con las cabezas gachas mientras el nuevo soberano le guiaba por los pasillos alfombrados con paso seguro, como el señor y amo de aquella propiedad que era.
El Marqués contuvo su incomprensible ira cerrando los puños a la espalda, con fuerza.
No hablaron durante todo el paseo. Mejor, se dijo. Todavía estaba haciéndose a la idea de aquella situación y podía soltar alguna inconveniencia que después pudiera acarrearle más problemas de los que ya tenía. Debía pensar en positivo. Con algo de suerte el viaje no sería en vano y lograría encantar a un puñado de pueblerinos ineptos. Es más, si jugaba bien sus cartas, la mismísima reina Thalisa le serviría de trampolín para sus propósitos. Pero ¿dónde estaba la muchacha y por qué no había salido a recibirlo junto al rey?
—Majestad. —Se adelantó unos pasos y se puso a su altura. Le sacaba media cabeza, pero el chico era más apuesto que él. Sintió una nueva punzada de envidia en su orgullo.
El otro se volvió con una sonrisa en los labios, sin dejar de andar.
—¿Sí?
—¿Cuándo podré ver a la reina Thalisa? Como buen amigo de la familia que soy, me encantaría poder conversar con ella y que nos pusiéramos al día con todo el pasado.
El Marqués rió entre dientes y Dimitri le imitó.
—Como buen amigo de la familia que sois, sabréis de la enfermedad que achaca a mi pobre mujer desde hace ya meses.
Touché.
—Algo había oído…
Dimitri asintió.
—Los curanderos que la han tratado insisten en que nadie la moleste hasta que no se recupere por completo.
Definitivamente, la suerte lo había abandonado en el instante en el que había puesto un pie en aquel mugriento reino. Sin la reina a mano, las posibilidades de lograr un mínimo avance se veían drásticamente reducidas.
—¿Es muy contagioso? —insistió, desesperado.
—Me temo que sí —respondió el joven, apenado.
—Lo siento mucho —dijo, tan bajo que dudaba que alguien le hubiera escuchado.
El rey de Manseralda lo guió por unas escaleras de caracol que había al final del pasillo. Al final de ellas se cruzaron con un muchacho miope que le dedicó unas breves palabras al rey antes de despedirse con un apretón de manos. Al pasar junto al Marqués, sonrió e inclinó la cabeza. Lo perdieron de vista en cuanto giraron por la primera esquina y enfilaron el corredor iluminado por vidrieras multicolores hasta una puerta de madera cubierta de puntas de hierro.
—Me temo que tenemos algo de prisa —explicó Dimitri, girándose—. Sé que debéis estar agotado por el viaje, pero os pediría que aguantaseis hasta más tarde para descansar.
—Lo comprendo —replicó él, mordiéndose la lengua.
El soldado que había junto a ella haciendo guardia se apresuró a abrirla y a esperar con la cabeza gacha hasta que hubieron pasado. A continuación, volvió a cerrarla.
El Marqués tuvo la repentina urgencia de darse la vuelta y suplicar que le sacaran de allí, pero aguantó el tipo y alzó la barbilla.
La sala en la que acababan de entrar era circular y de techos altos. De su centro colgaba una hermosa lámpara de candelabros que en esos momentos permanecía apagada a favor de la luz del sol, que entraba con intensidad por los amplios ventanales. Los espacios entre ellos se encontraban cubiertos por estanterías repletas de libros y pergaminos que parecían haber estado allí desde que se construyera el castillo. Bajo la lámpara, había una mesa grande y redonda cuyo pie central semejaba las cuatro patas de un león con sus garras incluidas. Frente a ella aguardaban siete hombres de diversos aspectos y edades con cara de pocos amigos.
—Caballeros —dijo Dimitri, acercándose a ellos con una sonrisa tan amplia como la que había exhibido a la entrada—, por fin tenemos con nosotros al gran aliado de Manseralda y buen amigo de la familia, el rey de Caravás. —Laugard asintió, complacido, aunque una repentina angustia comenzaba a aflorar en su interior al preguntarse si al menos aquellos hombres conocían su nombre real—. Su majestad nos honrará con su presencia los próximos días mientras le informamos de nuestros propósitos para el futuro. Unos propósitos que estaríamos absolutamente encantados de compartir con él para, así, extenderlos por el resto del Continente y más allá de las fronteras del sur. —Se volvió hacia él y añadió—: Sin más dilación, majestad, tomad asiento y prestad atención a cuanto tenemos que contaros.
El Marqués aceptó el sitio que el rey le ofrecía a su lado y cruzó las manos por encima de la mesa de manera solmene, dispuesto a escuchar lo que tuvieran que decirle.
Fue el hombre que se sentaba en el extremo opuesto de la mesa quien tomó la palabra. Un tipo rudo y de voz grave que retumbaba en los delicados huesos del Marqués. Tras presentar a todos sus compañeros, dijo:
—Hace ya unos meses, como os informamos en la misiva, su majestad Dimitri puso en marcha un brillante plan que hasta el día de hoy no ha dejado de cosechar éxitos. Desde el comienzo, su intención y la de todos aquellos que le seguimos de manera fiel, fue la de…
Bla bla bla, se dijo el Marqués, dejando de prestar atención a la conversación sin parar de asentir. ¿Cuándo empezarían a hablar de él? Acababa de sentarse y ya estaba aburrido. El viaje había sido insoportable, y temía que, encima, lo hubiera hecho para nada. Allí nadie sabía quién era. Habían enviado la carta al rey de Caravás sin preocuparse por quién la recibiese. ¡Si ni siquiera sabían su nombre! Lo único que querían era un soldado más en su guerrilla personal contra algo que todavía no le había quedado demasiado claro.
¡Y encima esa silla era de lo más incómoda! Si seguía allí sentado durante mucho más tiempo acabaría con las pantorrillas destrozadas.
—¿Qué opináis, majestad?
El silencio cayó sobre la sala como una sábana. Todos los ojos puestos en él. Todos los oídos esperando su respuesta. Todas las espadas dispuestas, seguramente, a rebanarle el cuello si no acertaba a la primera.
¿Cuánto tiempo había estado hablando el hombre? ¿Y sobre qué?
Idiota, idota idiota, se reprochó. ¡Debían de haber mencionado su nombre mientras no prestaba atención!
No le pasaron desapercibidas las miradas que Dimitri le dirigía al tal Mantra. ¿Era irritación lo que veía? ¿O quizás impaciencia? ¿Enfado acaso? Estaban sudándole las manos. Los ceños fruncidos de los demás hombres se arrugaron todavía más aguardando su resolución. ¡Y ahora sentía la presencia de la jaqueca zumbando en sus oídos como una colmena de abejas! Necesitaba calmarse. Preguntar de qué hablaban, estaba descartado; solo podía arriesgarse, dar una respuesta y rezar porque fuera la esperada.
—Estoy… ¿de acuerdo?
El corazón dejó de latirle mientras aguardaba la reacción. Tensó los músculos dispuesto a correr llegado el caso. Las miradas se intensificaron. ¿Había fallado? Había fallado, seguro.
Estaba a punto de ponerse en pie y disculparse cuando Dimitri asintió y le agarró del brazo. El Marqués fue a retirarlo de un golpe cuando comprendió que era un gesto amistoso; al igual que el resto de sus hombres, estaba sonriendo.
—Me alegro de que así sea, Laugard —comentó, distendido.
No tuvo tiempo ni de asimilar que sí que sabían su nombre y que lo conocían, pues las felicitaciones y los halagos se sucedieron como una plaga mientras él mantenía el porte y les daba las gracias una y otra vez sin saber de qué estaban hablando.
¿En qué lío se había metido?
Estaba dentro. Ya eran uno más.
Dimitri sonrió, emocionado ante las posibilidades que se presentaban ante él. Un nuevo sentomentalista en sus filas, ¡y nada menos que un rey! No podía creerse su suerte. Cuando lo vio descender de su roñoso carruaje con aquel gesto de superioridad supuso que todo serían complicaciones, que necesitaría su don para lograr acercarse a él. Prejuicios infundados; el hombre había resultado manejable y dócil como un cachorro. E igual de estúpido.
Con aquella corona tan deslucida y ese traje tan viejo parecía más un bufón imitando a un soberano que un rey de verdad. Pero ¿qué importaba mientras hubiera decidido estar de su parte?
Laugard de Siol.
Hasta su nombre parecía una broma. Dimitri arrugó el pedazo de pergamino que Tocón le había entregado con disimulo cuando se cruzaron en las escaleras y volvió a esconderlo en el bolsillo de su pantalón. Hasta ese momento no había sabido ni siquiera cómo se llamaba.
Mantra fue el siguiente en actuar. Con un simple gesto de cabeza, le informó de que el recién llegado era un sentomentalista. Ahora solo quedaba averiguar cuál era su don.
Mientras el resto de los hombres terminaban de felicitar al rey de Caravás, Mantra le dirigió una significativa mirada desde el otro extremo de la mesa y Dimitri asintió, conforme. Le tocaba tomar el relevo de la conversación y terminar de atar todos los cabos.
—Majestad, en ese caso habremos de saber primero cuál es vuestro don.
—¿Mi don?
Laugard pareció de pronto sorprendido. ¿Acaso no había estado escuchando?
—Sí, vuestro don. Dado que vais a infiltraros, desde este lado nos gustaría poder…
—¿Infiltrarme? —Su piel, levemente bronceada, se volvió casi tan pálida como la de Zuco—. ¿En dónde?
Dimitri se mordió la lengua y volvió a sonreír. O bien el hombre tenía muy, muy poca memoria, o bien no había estado prestando atención. La otra posibilidad era que se estuviera burlando de ellos.
—Majestad, Laugard, quizás Mantra no se haya explicado con suficiente claridad. —Con un gesto le advirtió a su segundo que no intentara excusarse.
—Es posible, es posible…
—Lo que intentaba explicaros es la importancia de vuestra ayuda para lograr sobreponernos a la tiranía de los reinos que han estado esclavizando y controlando a nuestra gente desde tiempos inmemoriales.
—Ajá.
¿Ajá? ¿Ajá? Dimitri apretó los puños con fuerza bajo la mesa para no estampárselos a ese paleto ignorante en la cara.
—Entonces necesitáis que…
—Necesitamos que vayáis a Bereth, os coléis en la corte de mi hermano Adhárel y trabajéis desde el interior a nuestro servicio.
Laugard se golpeteó el labio inferior con el dedo índice, pensativo.
—O sea que, a fin de cuentas, estáis pidiendo que haga lo mismo que, según vosotros, rechazáis.
Los murmullos de enfado se sucedieron por toda la mesa. No podía permitir que se saliera con la suya ni que por un leve descuido de su indómita lengua deshilachase alguna de las correas que mantenían tan mansos a sus hombres. Con cuidado, se fue deshaciendo de uno de sus guantes…
—No es lo mismo —dijo, con la sonrisa tensa—. Os pedimos ayuda, como un favor. Podéis negaros si no queréis…
—¿Y qué ganaría yo a cambio?
Lo acababa de interrumpir. Aquel desconocido no solo parecía estar burlándose de él, sino que además había tenido la osadía de interrumpirlo.
Dimitri hizo acopio de toda su paciencia y respondió:
—Berones, títulos, mujeres… lo que deseéis.
El rey de Caravás se quedó observando meditabundo el ventanal que se hallaba frente a él, como si las nubes, el cielo o el mismísimo Todopoderoso le estuvieran infundiendo el toque justo de inteligencia para comprender las palabras de Dimitri. Este, por su parte, sacó otro trozo de su mano del guante, aunque solo utilizaría su poder ante todos sus hombres en caso de que Laugard mostrase algún signo más de rebeldía. Lo mejor sería, en cualquier caso, esperar a estar a solas con él para apresar con doble nudo su razón.
—Berones, ¿eh? —comentó el hombre al volver en sí.
—Eso es…
—¿Y podré escoger yo a las mujeres?
—De entre todas las que encontréis.
Laugard asintió, cada vez más convencido.
—¿Y qué decís que tendría que hacer una vez que estuviera dentro de Bereth?
—Este hombre es imbécil —dijo Fidgerpatt lo suficientemente alto como para que lo oyeran todos. Dimitri le dirigió una mirada tal que el gigantón se echó a temblar. Lo había traído para que, llegado el caso, pudiera continuar con su castigo. Laugard no se dio por enterado.
—Tendréis que averiguar cuáles son sus planes de ataque, dónde creéis que residen sus puntos débiles, haceros con la Poesía de mi hermano, descubrir si aún queda algo de electricidad en el reino… Cualquier cosa nos será útil.
Una sonrisa malvada se extendió por los correosos labios de Laugard antes de volverse hacia Dimitri.
—¿Y por qué he de hacerlo yo y no alguno de los hombres que se sientan en esta mesa?
Dimitri suspiró tan fuerte que a punto estuvo de marearse.
—Porque ellos ya tienen sus cometidos. Unos mucho más horribles y peligrosos. Y porque será más sencillo que vos, como rey de Caravás, podáis quedaros un tiempo en el palacio. Aunque si preferís cambiaros por alguno de ellos…
De nuevo guardó silencio. ¿Qué tenía que sopesar?
—¿Y bien? —preguntó con tono impaciente.
—Supongo que no me queda mucha elección —masculló. Dimitri apretó los dientes.
—Ahora, Laugard, necesitamos que nos reveléis vuestro don para organizar entre todos la mejor táctica.
—Mi don, ¿eh? —La bruma volvió a cubrir sus ojos, como si hubiera bebido o le faltara sueño. Quizás fuera eso y estaba cansado—. Mi don… bueno, mi don consiste en…
Dimitri observó cómo sus hombres se tensaban en sus asientos. ¿Qué intentaba ocultar? ¿Por qué no respondía directamente? ¿Tan patético era su poder? ¿Quizás demasiado poderoso? Maldita sea, ¿cuándo llegaría alguien que pudiera descubrir los poderes de otros sentomentalistas con solo estar en su presencia?
—Soy capaz de hacer crecer la desconfianza en cualquiera que yo desee —respondió finalmente.
Los hombres le miraron en silencio antes de prorrumpir en carcajadas.
—¿Nos tomáis el pelo? —preguntó Vilanís.
—¡Eso puede hacerlo cualquiera! —Añadió Zuco, tan poco impresionado que ni siquiera le estaba mirando, sino quitándose la suciedad de las uñas con su daga.
Fidgerpatt golpeó la mesa con la palma de su mano.
—Cortadle la cabeza y dejemos de perder el tiempo, por el amor del Todopoderoso.
Dimitri miró con recelo a Laugard.
—¿Lo decís en serio?
Si alguna vez había existido alguna duda en aquellos ojos, se esfumó en aquel instante.
Dimitri se giró hacia el único que podía saber si decía la verdad:
—¿Dareen?
El viejo se encogió de hombros.
—Parece nervioso, pero no está mintiendo. Al menos yo no lo percibo, majestad.
Laugard le amenazó con un dedo, airado.
—Yo nunca miento. Y menos con algo tan serio.
—Demostrádnoslo, pues —sugirió Dimitri, abriendo los brazos—. Fidgerpatt se ofrece voluntario.
—¿Que yo qué?
El rey lo miró significativamente.
—Que te ofreces como voluntario, ¿no es cierto?
Las palabras que tenía listas para replicar se escurrieron por el interior de su enorme papada, y asintió.
—Hace tiempo que no lo practico —se excusó el recién llegado mientras estiraba el cuello para desentumecerlo—. Pero no hace falta que os lo demuestre, pues todos aquí sabéis perfectamente que yo no siempre fui rey de Caravás, ¿verdad?
Dimitri hizo un gesto de sorpresa contenida. ¿A qué estaba jugando? Mientras continuaba con sus ejercicios metódicamente, prosiguió con la historia:
—Odarión me precedió en el trono. Un tipo de lo más desagradable, si me permitís la apreciación. —Estiró cada una de las falanges de sus dedos antes de añadir—: Pronto se quedó sin familia ni amigos. Los sirvientes abandonaron el reino para no volver más y su comportamiento se volvió de lo más ermitaño. Menuda peste desprendía el castillo cuando lo encontré.
—¿Adónde queréis ir a parar? —preguntó Dimitri, alzando una ceja.
Laugard lo ignoró.
—Llegué a Caravás una noche de tormenta hace algunos años. ¡Y menuda tormenta! Solo con recordar sus rayos y truenos todavía se me ponen los pelos de punta.
—¿Por qué será que no me extraña? —masculló Vilanís, siseando.
—Cuando llegué, el hombre quiso echarme. Me dijo que no había habitaciones libres en su castillo y que, además, no pensaba dar cobijo a un harapiento mendigo. —Se puso de pie y se dobló hasta tocarse las puntas de los pies con los dedos. Dimitri lo miró sin entender qué hacía—. ¡Un harapiento mendigo! ¡Yo! Tuve que contarle cuál era mi don y amenazarle con que me dejara guarecerme si no quería sufrir mi ira.
Dimitri echó un breve vistazo de soslayo a sus hombres y descubrió, para su sorpresa, que el relato comenzaba a interesarles y que guardaban silencio.
—¿Y creéis que incluso con esas tretas me dejó entrar? Os aseguro que no. Ese tipo era un monstruo bajo la piel de un rey. Y se lo hice pagar con creces. —Estiró los brazos hacia el techo y añadió—: En cuanto cerró la puerta, comencé a utilizar mi don, hablándole a la mente sin que él se diera cuenta, susurrándole lo peligrosos que eran todos aquellos que le rodeaban. Las intenciones ocultas que guardaban para hacerle daño. El peligro de muerte que corría si se quedaba una sola noche más entre esas paredes. —Sonrió con ansia—. Pero no contento con eso también añadí que el resto del Continente lo buscaba, que, allá donde fuera, la muerte estaría al acecho. Que sus familiares y antiguos amigos habían puesto un precio muy alto a su cabeza y que pronto llegarían los primeros mercenarios a realizar el trabajo para cobrar sus berones.
»El rey Odarión se volvió loco antes de llegar a sus aposentos. Para cuando alcanzó el segundo piso del castillo, no pudo soportar más la presión y se lanzó a través de la cristalera del pasillo hacia los acantilados. —Se encogió de hombros y concluyó—. Así fue como llegué yo al trono. Tampoco es que hubiera muchos hombres sobre los que gobernar, y las tierras estaban tan descuidadas como un desierto. Pero me aceptaron como amo y señor del lugar y, dado que el hombre no había tenido descendencia, nadie vino a reclamar el título.
La sala continuó en silencio incluso cuando él calló. Dimitri percibió en los ojos de sus hombres un brillo distinto al que tenían cuando Laugard había comenzado a hablar. Ya no le miraban con la misma socarronería. No había ni un ápice de burla en sus pupilas, si bien cierta desconfianza.
—Bueno, ¿quién se había ofrecido para la demostración?
Todas las cabezas se volvieron hacia Fidgerpatt, que abrió la boca para quejarse.
Laugard miró a Dimitri y cuando este asintió, conforme, se concentró en los ojos de su víctima.
Sin pronunciar palabra, comenzó a vocalizar sin emitir sonido mientras todos los hombres lo observaban de cerca. Al principio no sucedió nada, pero de repente hubo algo que nubló los ojos del gordo sentomentalista. Fidgerpatt comenzó a temblar y a observar los rostros de sus compañeros con una sombra de angustia y preocupación que no había existido hasta entonces. Después comenzaron los gruñidos. Era como si se hubiera convertido en un animal que estuviera apresado. Sus ojos saltaban de uno a otro, aterrado. Sus manos temblaban como flanes, tensas y listas para arrear un mamporro al primero que se moviese.
El viejo Dareen y Cuervo, que no habían intervenido apenas durante toda la velada, se alejaron de él arrastrando sus sillas.
—Majestad, creo que ya es suficiente —sugirió el viejo.
No, no lo era. Se dijo. Quería saber cuál era su límite.
Laugard prosiguió con su habilidad, mascullando palabras cada vez más audibles, aunque del todo incomprensibles.
De repente, Fidgerpatt se levantó de un golpe y tiró la silla al suelo.
Todos se alejaron de él con sus armas en alto. El brillo de los aceros enfureció aún más al hombre, que se puso a gruñir como un perro con los ojos vidriosos. Dimitri se mantuvo en el mismo sitio, asombrado y convencido.
—¿Podrías hacer que matase a cualquiera? —dijo en un murmullo.
—Podría hacer lo que me ordenaseis —replicó él—. Ahora mismo no se fía ni de sí mismo.
—Espléndido.
Sagath se aproximó a su rey.
—Señor, no creo que sea buena idea seguir con el experimento. Ya ha demostrado con creces su don.
Dimitri alzó las cejas, fascinado. Sus hombres temblaban como hojas, cuando ellos mismos poseían dones mucho más peligrosos.
Más que complacido, le puso una mano en el hombro al rey de Caravás y le indicó que podía parar.
Laugard asintió y de nuevo, con la misma cantinela de antes, hizo que Fidgerpatt regresara a su estado natural. Una vez que estuvo completamente libre del encantamiento, se llevó las manos a la cabeza, masculló que le dolía mucho y cayó redondo sobre el suelo de piedra.
Dimitri aplaudió con entusiasmo a su nuevo caballero y espía.