Adhárel también madrugó al día siguiente, pero esta vez Duna estuvo atenta y se despertó con él. Durante las últimas noches se habían quedado hablando hasta tarde sobre Jack y la información que les había proporcionado.
—¿Y si lo ha enviado mi hermano para que comprendamos a lo que nos enfrentamos? —preguntó entonces Adhárel.
—¿Para asustarnos?
—Para desmotivarnos y que nos rindamos antes de que la sangre se derrame.
—No lo creo. ¿Viste sus ojos? ¡Está aterrado!
Siguieron argumentando sus posturas hasta bien entrada la madrugada y no llegaron a ninguna solución concluyente. Decidieron, pues, seguir con lo planeado y mantener vigilado al chico por si revelaba una actitud diferente y peligrosa.
En cuanto a su don, Duna nunca se había encontrado con algo tan… lleno de vida. Aquel muchacho podía hacer crecer todo tipo de plantas, de cualquier tamaño, forma o color, solo con desearlo y… bueno, escupir en un pedazo de tierra. Así había sido como había escapado y huido de Manseralda.
Pero su historia, como la de tantos otros sentomentalistas en el Continente, estaba repleta de sufrimiento. Años atrás tuvo que abandonar el hogar familiar cuando su padrastro descubrió que no era un humano corriente. En lugar de aceptarlo como era y huir los tres a un reino donde sí estuvieran permitidos los dones, su padre, fiel seguidor del rey de Hamel, intentó venderlo a la corte.
Aquella parte de la historia conmovió profundamente a Adhárel ya que él también había pasado por algo similar: su padre era un desconocido al que Ariadne había amado incluso después de casarse con su posterior marido por obligación.
Por suerte, Jack pudo escapar cuando su madre, arrepentida ante lo que estaba sucediendo, le habló del plan que su padrastro había trazado a sus espaldas. Antes de marcharse, la mujer le regaló una vaca para que tuviese algún medio de subsistencia.
Llegó hasta Belmont, pero al final tuvo que sacrificarla dado que no encontró a nadie interesado en el esquelético animal. Hacía semanas que ya no daba leche y su aspecto resultaba enfermizo. Su voz sonó impasible cuando comentó que al menos esa noche se dio un buen atracón. Lo malo fue que a la mañana siguiente lo vomitó todo.
Y así siguió, viajando en soledad, alimentándose nada más que de las plantas que podía hacer crecer en el suelo y de lo que lograba robar en los reinos hasta que, semanas después, llegó a Manseralda.
Duna y Adhárel se vistieron sin prisa antes de bajar. Al entrar en el comedor, se encontraron con Aya desayunando en uno de los extremos de la mesa. La mujer tenía la mirada perdida en el hermoso tapiz que colgaba sobre el cuello de la chimenea. Dos gruesos lagrimones corrían por sus mejillas mientras sus labios pronunciaban palabras sin sonido. En el exterior, las primeras luces del alba comenzaban a bañar el reino de Bereth.
Duna se acercó a paso rápido a la mujer.
—Aya, ¿estás bien? ¿Ha sucedido algo?
Ella se giró, sobresaltada y se secó los ojos al tiempo que componía una sonrisa.
—¿Qué? No, no, hija. —Le dio un beso y Duna sintió los labios calientes de quien lleva un buen rato sollozando. Adhárel se mantuvo alejado, algo incómodo—. Estaba… no importa. ¿Habéis dormido bien?
—¿Es por Cinthia? —Al oír su nombre, el gesto de Aya se quedó congelado. Después asintió y apretó los dientes. Hasta ese momento, y gracias al maquillaje, la muchacha no había reparado en que tenía peor aspecto de lo que aparentaba—. Estará bien. No te preocupes.
—¿Cómo quieres que no me preocupe? —dijo la mujer. No era una pregunta retórica. Sus ojos imploraban una respuesta a la que aferrarse para poder seguir adelante—. Me la arrebataron por un crimen que ella no cometió. ¿Cuándo se hará justicia? —Las lágrimas volvieron a salpicar el mantel—. Quiero a mi niña de vuelta.
Duna volvió a abrazarla con fuerza hasta que dejó de temblar.
—Mírame, parezco una tonta —masculló, quitándose las lágrimas con el reverso de las manos.
—No —replicó la muchacha—. Pareces la mejor madre que podríamos tener.
Adhárel se acercó por detrás y apoyó una mano sobre su hombro.
—Cinthia volverá a casa, Aya. Confía en nosotros.
Duna asintió, convencida. Le dio otro fugaz beso y se alejó de allí precipitadamente, en dirección a las cocinas.
El rey fue tras ella.
Se la encontró frente a la encimera, mirando a la pared.
Con un gesto rápido ordenó a las dos únicas cocineras que había allí que los dejaran solos. Con una breve reverencia salieron por la puerta lateral.
—Duna… —le tocó el hombro y le dio la vuelta.
Ella tragó saliva y suspiró. Antes de que se diera cuenta también estaba llorando.
Se cubrió el rostro con las manos y Adhárel la atrajo hacia sí. Sin decir una palabra, le acarició el cabello y la espalda, deseando poder liberarla de todos esos miedos que la asediaban incluso cuando parecía estar bien.
Allí se quedaron mientras el sol comenzaba a espiar por las ventanas y a reflejar su luz en las cacerolas y sartenes que colgaban de las paredes.
El ritmo del corazón de la muchacha se fue acompasando con el de Adhárel hasta latir al unísono. ¿Qué les estaba pasando? ¿Por qué le reconfortaba tanto un abrazo que creía tener siempre dispuesto?
La respuesta dolía tanto como la pregunta, pero no por ello dejaba de ser menos cierta. Desde que habían regresado, las circunstancias, la Poesía y todos los peligros que los acechaban como una lluvia de cuchillos y cristales les habían robado aquellos instantes que ahora tanto necesitaban.
Entre sus brazos, disfrutando de su aroma, sintiendo sus manos protegiéndola, Duna fue consciente de lo mucho que lo echaba de menos a pesar de dormir con él en la misma cama noche tras noche; lo mucho que lo necesitaba para seguir adelante.
—Tengo miedo —dijo en un susurro, con la cabeza apoyada en el pecho de Adhárel y los ojos clavados en las rojizas nubes del cielo a través de la ventana.
El rey la abrazó con más fuerza.
—Yo también. Por eso hay que seguir luchando.
—No, Adhárel. No tengo miedo de Dimitri ni de su ejército. Ni siquiera de las Maldiciones. —Se apartó y lo miró a los ojos—. Tengo miedo de que tú también desaparezcas.
El rey frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
Se secó las lágrimas con enfado.
—A que esta maldita guerra te transforme de tal forma que después no puedas volver a ser el chico del que me enamoré.
Adhárel la apartó de él unos centímetros, sin embargo a Duna le pareció una distancia más grande. Una que no podría salvar de un salto y que a cada instante iba haciéndose mayor.
—Hace tiempo que ya no soy el niño que solía tontear contigo por el palacio —dijo con la voz ronca, dolido—. Más o menos desde que tuve que luchar contra mi propio hermano y salvar a mi madre de la muerte, desde que descubrí que llevaba la vida entera maldito y engañado. Desde que tuve que viajar hasta el fin del mundo en busca de una cura y que volví con un castigo mucho mayor sobre los hombros.
Duna guardó silencio, sorprendida. ¿Cuándo había pasado Adhárel de consolarla a mirarla con tanto reproche?
Intentó tender un puente entre los dos, disculpándose. Pero no sirvió de nada.
—Si no eres capaz de apoyarme en esta guerra, dilo ahora. Porque temo que lo que venga después sea muchísimo peor.
—¡Desde luego que te apoyo! ¿Cuándo no lo he hecho?
El rey bufó, pero no dijo nada. La muchacha se lamentó por haber comenzado aquella discusión.
—Adhárel, por favor. ¿No te das cuenta de lo que te está pasando? ¡Están jugando contigo!
—Están jugando con todos nosotros.
—Quieren que te vuelvas loco, que desconfíes hasta de tu propia sombra. ¿Es que no lo ves? Nos necesitas para lograrlo y cada vez nos estás alejando más de ti. Crees que nos proteges, cuando lo único que haces es hacerte más vulnerable. —Duna se mordió el labio antes de añadir—: Sé que no es sencillo, Adhárel. Todos estamos sufriendo, pero…
El rey se carcajeó.
—¿Todos estáis sufriendo? —Su mirada la desafiaba a responder. ¿Dónde había huido todo el cariño con el que la había estado abrazando? También ella quería esconderse—. ¿De veras? ¿Todos os levantáis cada noche cubiertos en sudor y miedo, intentando despertar de una pesadilla que perdura incluso cuando hay sol? ¿También vosotros abrís los ojos rogando por no encontraros frente a un pergamino que habéis escrito sin daros cuenta?
—Esas palabras me hacen tanto daño a mí como a ti —dijo en voz baja—. ¿Cómo puedes siquiera dudarlo?
—Porque nunca será cierto. Por mucho que las odies o las temas, la culpa de que esa Profecía exista es mía. Solo mía. Y el peso de la responsabilidad nunca podrás comprenderlo. —Perdió la mirada en el exterior y después dijo—: Ojalá solo me afectara a mí.
—¿Qué estás diciendo?
—Ojalá bastara con que yo sufriera para que todo esto terminara.
—Por favor, no sigas.
—Lo digo de verdad.
—Adhárel, basta. Cállate.
El rey bajó la vista. Aunque pareciera imposible, había lágrimas en sus ojos cuando dijo:
—Ojalá no te hubiera conocido.
Duna se quedó sin aliento mientras las palabras penetraban en su cuerpo, en su mente y en su alma.
No podía creer que aquel comentario hubiera salido de los labios de Adhárel.
Entendía por qué lo había dicho, pero no por ello le hizo menos daño.
Sin decir nada más, se recompuso como pudo para que él no viera el dolor en sus ojos y lo apartó de un golpe antes de abandonar la cocina a toda prisa. Antes de que las puertas batientes de madera se cerrasen, estaba llorando de nuevo.
Escuchó a su espalda la voz de Adhárel pidiéndole que se detuviera, que le escuchara, que le perdonase, pero no tenía ni las fuerzas ni las ganas de poder cumplir sus deseos.
Y el día solo acababa de comenzar.
¿Qué se le había metido en la cabeza? ¿Cómo había sido capaz de decirle algo así?
Adhárel corrió hasta el vestíbulo, por donde vio a Duna perderse escaleras arriba.
¿Qué le estaba pasando?
La rabia que había sentido durante toda la discusión se evaporó como un charco de agua en pleno verano. Al salir del palacio, ya no quedaba ni rastro de ella, y ahora el hoyo se había llenado de vergüenza y arrepentimiento.
—Soy un imbécil… —masculló para sí, bajando las escaleras principales.
Pero ella no lo entendía, realmente no lo hacía. Aunque, ¿cómo iba a culparla? Aquello era mucho más de lo que nadie podría soportar. Y no quería que los demás también sufrieran tanto como él. Por eso le había dicho aquello.
Ese último pensamiento no le consoló lo más mínimo. El daño estaba hecho.
La falta de sueño tampoco ayudaba. No recordaba haber dormido de un tirón desde que regresaron a Bereth. Solo los primeros días pudo descansar hasta bien entrada la mañana, pero aquello se debió al agotamiento acumulado durante el viaje. En cuanto el cuerpo se acostumbró al lánguido ritmo palaciego y fue coronado, las pesadillas se hicieron dueñas y señoras de sus noches.
Los Versos se grabaron en su memoria a fuego. Un fuego que, sin que se hubiera dado cuenta, le había ido consumiendo el ánimo, las fuerzas y las ganas de seguir con todo aquello. No había día en que las dudas no le asediasen. Solo hacía falta que bajara la guardia para que el nudo en el estómago subiera hasta la garganta con la única intención de ahogarle e impedirle continuar. Duna solo había intentado advertirle…
¡Pero él ya lo sabía! Se daba perfecta cuenta de que ya no era el príncipe que la había rescatado de la torre convertido en dragón, ni el muchacho que la había besado por primera vez o que la había acompañado por el Continente.
Para empezar, ahora era rey. Sí, su madre le ayudaba en las situaciones más complicadas, pero en general ya no podía esconderse bajo su falda y jugar a ser un caballero. Ahora tenía que defender, proteger y cuidar de Bereth. Y en cuanto a la Poesía, ¿qué más podía hacer sino aguardar a que el resto de los Versos fueran apareciendo? No eran los designios de las Musas lo que más le aterraba, sino no saber cuándo aparecerían, que le pillaran desprevenido y con la guardia baja, que supusieran un golpe tan duro que no pudiera seguir adelante y se rindiera.
Con un gruñido, golpeó el tronco de un árbol y parte de su corteza seca cayó a sus pies. Esa actitud no le serviría de nada.
Por eso no había querido casarse con Duna por el momento. Sabía que los aldeanos murmuraban, que la corte entera se preguntaba por qué seguían siendo pareja sin unirse ante el Todopoderoso cuando él ya había sido coronado. Pero todo aquello le daba igual. Mientras no contrajeran matrimonio, Duna no tendría que temer que las Musas la encadenaran a una nueva Poesía si él fallecía.
Como esperaba, ella se mostró completamente en desacuerdo cuando se lo dijo. No por sus creencias ni por convertirse de una manera absoluta en soberana de Bereth. Simplemente porque ella también quería luchar contra las Musas si Adhárel llegaba a faltar. Pero en aquel tema él no dio su brazo a torcer y la muchacha tuvo que hacerse a la idea.
Sin darse cuenta, sus pasos le habían llevado hasta el campo de entrenamiento. Allí, en dos patios separados por una pequeña muralla de piedra, humanos y sentomentalistas practicaban sus ejercicios.
Sírgeric se encontraba dirigiendo uno de los bandos, con Zennion a su lado, mientras Heredias gritaba órdenes a los soldados en el otro.
El rey apartó sus preocupaciones de nuevo al rincón más oscuro de su conciencia y se centró en la situación práctica que tenía delante. Ante sus ojos se desplegaba un ejército de más de cuatrocientos hombres cuyas edades oscilaban entre los catorce y los casi sesenta años. Estaban divididos por edades y dirigidos por los subordinados de Heredias, expertos espadachines y guerreros que se encargaban de inculcar su conocimiento a los demás.
—¿Marcha bien el entrenamiento? —dijo a modo de saludo, colocándose a su lado y con las manos entrelazadas a la espalda.
—Majestad —respondió el otro, inclinando la cabeza sin apartar sus ojos de halcón del terreno—. Como veis, las tropas están cada día mejor preparadas y los nuevos reclutas se están amoldando sin problemas a los entrenamientos.
—Me alegra oír eso. Es probable que contemos con menos tiempo del que habíamos creído.
El capitán asintió, conforme, y preguntó:
—¿Cuándo pensáis que estarán listas las nuevas armas?
Esa era la manera en clave de referirse a los artilugios en los que llevaban trabajando varios meses los ingenieros del palacio. Se trataba, en resumidas cuentas, de armas a pequeña escala que pudieran utilizar la electricidad en el combate. Por lo que Adhárel había entendido, la meta de los ingenieros residía en lograr controlar esa fuente de energía tan codiciada en el Continente para la lucha cuerpo a cuerpo y no a gran escala, sin necesidad, pues, de las inmensas máquinas que antaño se habían ocultado en las torres del palacio.
—Es probable que tengamos las primeras muestras en las próximas semanas. Serás el primero en probarlas, ya lo sabes.
Heredias sonrió.
—Gracias, majestad.
Por precaución, y para evitar posibles filtraciones entre sus propios hombres, había enviado a los ingenieros a las afueras del reino, a una casa de piedra que era vigilada día y noche mientras trabajaban sin descanso.
Era consciente de que había jurado a los berethianos deshacerse de aquel infernal tesoro que tantos disgustos les había ocasionado en el pasado, pero cuando llegó el momento y los ingenieros le informaron de los avances que habían hecho durante su ausencia, tuvo que reconocer que sería absurdo no aprovechar aquella ventaja frente al resto de los reinos. Su único golpe de suerte en el tiempo que llevaba en el trono, se decía melancólico cuando creía que todo estaba empeorando por momentos.
—¿Os han informado ya del sentomentalista que llegó hace unos días al palacio?
El capitán de la guardia se giró hacia el rey.
—¿El chico de las plantas?
—Sí, el chico de las plantas. Esperemos que tarde o temprano decida unirse a nuestro bando. No nos vendría nada mal un don como el suyo.
—Me temo que ya ha hecho su elección. Yo por mi parte esperaría mejor que no fuese un espía y que hubiera mentido al facilitarnos esa información sobre vuestro hermano.
Adhárel le miró sorprendido.
—¿Quién os ha dicho eso?
—Zennion ha madrugado para venir a verme y comentarme la posible incorporación de un nuevo recluta entre los sentomentalistas.
Sin decir una palabra más, Adhárel se alejó de allí en dirección al Maestre.
—¿Has hablado con Jack esta mañana? —El viejo se volvió hacia él con el reflejo de la calma en todas sus arrugas—. ¿Cómo sabes que piensa ayudarnos?
—Buenos días a ti también, Adhárel.
El rey se sintió enrojecer, pero no bajó la vista ni un ápice.
—¿Y bien?
—Así es. Cuando despertó hoy dijo que se moría de sed después de las pruebas de ayer. Al parecer su don le cansa más de lo que aparenta y le drena todo el agua del cuerpo. Yo mismo me encargué de llevarle un vaso y una jarra de agua y nos quedamos hablando hasta que amaneció.
—¿Te contó algo más? ¿Ha dado alguna información sobre la situación en Manseralda?
Zennion negó, pausado.
—Nada que no dijera antes de dormir.
—¿Entonces?
—Entonces he estado explicándole la situación en la que nos encontramos, quién eres tú y tu relación con ese hombre que intentó destrozarle la vida.
Adhárel frunció el ceño. No le hacía mucha gracia que Zennion hubiera hablado con el chico sin estar él presente. No es que no confiara en el Maestre, pero de nuevo la sensación de que cualquier paso en falso podría provocar una catástrofe le obligaba a medir con tiento cada decisión tomada por él o por quienes le rodeaban.
—No pongas esa cara, antes nos aseguramos de que se podía confiar en él.
—¿Como hicisteis con Barlof?
Se arrepintió de sus palabras en cuanto las hubo pronunciado, pero, una vez más, ya no había marcha atrás. Si al Maestre le afectaron, no dio muestras de ello. En lugar de replicarle con enfado, a gritos, le miró fijamente y alzó una ceja, apesadumbrado y sorprendido a la par.
—No, esta vez estábamos preparados y hemos utilizado otros métodos mucho más complejos que pudieran combatir el don de tu hermano en caso de que lo hubiera utilizado en él.
—¿Se puede saber cuáles?
—¿No confías ya en mi, Adhárel?
¿No confiaba ya en él?, se preguntó a sí mismo. ¿No confiaba ya en su maestro más sabio? ¿En quien había estado con él desde la cuna para educarlo y enseñarle cuanto ahora sabía? ¿También de él dudaba? Su respuesta inmediata fue que no, pero la incertidumbre del futuro se cernía sobre cada afirmación que sus labios pronunciaban. No velaba solo por sus actos, sino también por los de los demás. Y el tiempo y la experiencia le habían enseñado que corromper el honor de un hombre era cuestión de averiguar el precio por el que llegaría a hacerlo.
—¿Entonces dices que podemos contar con él?
—Él mismo se presentó voluntario para ayudar a nuestro ejército, sí. Como pudiste comprobar, necesitará más disciplina que el resto, pero me encargaré personalmente de prepararlo para la batalla.
El rey arqueó las cejas.
—Parece que te ha caído en gracia el muchacho.
Zennion no se rió.
—¿Eres consciente de lo que podríamos hacer con alguien que puede levantar una muralla de troncos con un puñado de escupitajos?
—Supongo que sí.
—Le enseñaré todo lo que pueda antes de que empiece a practicar con los demás.
—Pues parece que te ha salido un alumno aventajado. —Con un gesto de la barbilla, el rey señaló al campo de batalla de los sentomentalistas, donde el chico acababa de entrar con la cabeza gacha, el paso renqueante y la mirada atenta—. Voy a decirle que vuelva a la cama.
—No. Veamos de qué es capaz.
Zennion llamó con un silbido a Sírgeric y este se acercó trotando.
—Buenos días, Adhárel. ¿Necesitas algo, Zennion?
—Parece que Jack tiene ganas de entrenar desde hoy mismo.
—Ya veo —comentó el muchacho. Adhárel sintió una punzada de envidia al comprender que hasta Sírgeric había sabido de la incorporación del chico a sus filas antes que él.
—Ponle con Benzo.
El gesto de Sírgeric fue de lo más elocuente.
—No creo que sea buena idea.
—Haz lo que te digo. Veamos qué es lo que sabe hacer.
El muchacho miró a Adhárel intentando que inculcase algo de sentido común al Maestre, pero no sirvió de nada.
Sírgeric puso los ojos en blanco y giró sobre sus talones. Pegó un silbido y un puñado de chavales se giraron para mirarle. Señaló a uno de ellos, de hombros anchos y cintura estrecha, que llevaba el pelo rapado y le indicó a quién tenía que enfrentarse.
Todas las cabezas se volvieron hacia Jack. Vestido con unos pantalones atados a la cintura con un pedazo de cordel para que no se le cayeran y una camisa desabotonada, todo su aspecto parecía decir: «soy débil, pégame».
Benzo, que rondaba los dieciocho años, se volvió hacia su profesor y abrió la boca para replicar con los ojos divertidos. Sus labios pronunciaron una sola palabra:
—¿Bromeas?
Sírgeric permaneció serio y volvió a asentir. El muchacho se encogió de hombros y se machacó los nudillos.
—¡Eh, tú! —gritó a Jack. Este, sintiéndose amenazado, se colocó en posición defensiva y con los puños en alto—. ¿Quién eres y qué haces aquí?
A su alrededor se fue formando un círculo de sentomentalistas a modo de arena de combate. En su centro, el matón seguía haciendo crujir sus articulaciones.
—¿No me has oído? ¿Quién eres y qué quieres?
—He… he venido a practicar —balbució el muchacho, sin perder de vista a ninguno de los sentomentalistas que se arremolinaban cerca de él.
—¿A practicar? No creo que estés en condiciones de practicar. Y menos con nosotros.
—Zennion me dijo…
Benzo se llevó las manos a la cabeza.
—¿Zennion? ¡Zennion! —le fulminó con la mirada—. Maestre Zennion para ti.
Los demás chicos se rieron y se agolparon con más ahínco, formando una perfecta muralla humana, sin huecos.
—Demuéstranos que puedes entrenar con nosotros.
—Yo no tengo que demostrar ná a nadie.
—Tic-tac, se acaba el tiempo.
Las risas tronaron una vez más al escucharle hablar. Jack buscó algún tipo de ayuda en alguna parte, pero las únicas personas que conocía en aquel lugar se encontraban lejos y fuera de su vista.
—Mira, paleto, aquí mando yo. Si consigues vencerme y no morir en el intento, te quedas. Si no, te largas por donde has venido.
Los ojos de Jack reflejaron su angustia y su miedo. Ya había pasado por algo así muchas otras veces, ¿por qué había creído que iba a ser diferente en Bereth? Zennion lo había engañado y él había vuelto a caer, se dijo.
Sin que nadie lo advirtiera, acumuló una gota de saliva en la punta de la lengua y esperó, como siempre hacía, a que su contrincante hiciera el primer movimiento. Para cuando intentara un segundo, él ya estaría muy lejos.
—Listo o no, aquí voy —la sonrisa de Benzo se extendió por sus labios mientras se llevaba la mano al chaleco y del bolsillo extraía un brillante reloj de oro—. Te presento a mi amigo Don Reloj.
El recién llegado observó el artilugio con cuidado. No parecía peligroso, pero el tiempo le había enseñado a desconfiar de las apariencias. Comprobó que la saliva estaba dispuesta y tensó los músculos.
Benzo se lanzó a por él en ese mismo instante con el puño derecho en alto. Jack calculó a toda prisa dónde estrellaría su mano el muchacho y se preparó para esquivarlo, pero cuando estaba a punto de moverse, advirtió que su contrincante presionaba un pequeño botón del reloj con su mano izquierda y que en lugar de abalanzarse sobre él, dibujaba un círculo en el aire con el puño. Jack no esperó para ver qué maquinaba. Se concentró en el suelo que había bajo sus pies y escupió. Benzo completó el dibujo y abrió la palma de la mano. El suelo tembló y la planta surgió entre los dos muchachos con el grosor de un barril. Todos los muchachos se apartaron aterrados mientras Jack se disponía a saltar sobre ella y a huir.
Pero entonces el tiempo se detuvo.
—Fascinante —masculló Zennion.
Los dos chicos se observaron aturdidos para después observar la planta a la altura de sus rodillas.
Jack no esperó más tiempo. Volvió a tomar saliva y a escupirla con fuerza a su alrededor. Y, de nuevo, Benzo dibujó el círculo en el aire mucho más rápido mientras apretaba el botón de su reloj. El suelo volvió a temblar. Pero esta vez la planta apenas tuvo tiempo de asomar el comienzo del tallo. Había vuelto a quedarse congelada.
—Puedes parar el tiempo —dijo Jack con la mirada fija en su contrincante y sin dejar de moverse alrededor de los dos vegetales.
—Y tú puedes hacer… eso. —Señaló a las plantas.
Jack escupió no una, sino tres veces a su alrededor. La tierra tembló mientras Benzo dibujaba tres círculos rápidos en el aire. Esta vez no se molestó en apretar el extraño reloj. El resto de los sentomentalistas se alejaron unos pasos, asustados por el terremoto que se estaba produciendo. No muy lejos de allí, los soldados y el propio Heredias se habían detenido para observar. Sin embargo, como había ocurrido las veces anteriores, las plantas apenas crecieron unos palmos.
—Pareces… cansado… —le dijo Benzo, apoyando las manos en las rodillas.
Jack solo sonrió. No tenía fuerzas ni saliva para responder. Todavía no se había recuperado por completo de lo sucedido el día anterior y, además, había quedado claro que no tenían nada que envidiar el uno al otro.
—¿Te rindes?
Jack se encogió de hombros.
—Supongo que es un empate.
Benzo asintió.
—Ahora, si no te importa, te pediría que te alejases. —Jack frunció el ceño e iba a responder cuando el suelo volvió a estremecerse. Benzo cerró los ojos y dejó caer los brazos, agotado.
Jack dio unos pasos hacia atrás para observar cómo las plantas que se habían quedado a medio crecer, comenzaban a sacudirse y a alargarse como serpientes hacia el cielo. A menos de dos metros, volvieron a quedar congeladas.
—¡Enhorabuena! —la voz de Zennion les llegó a lo lejos. Los estudiantes abrieron un camino al Maestre, que se acercó a los dos contrincantes batiendo palmas—. Gracias por tu colaboración, Benzo. Has estado espléndido. Cinco lazos al mismo tiempo, te felicito.
—Gracias, Maestre.
—Y tú, Jack. Esperaba que te rindieras cuando tu primer truco fallase, pero ya he visto que tienes madera.
El muchacho le miró extrañado. ¿Lazos? ¿Enhorabuenas?
Sírgeric también se acercó al grupo y les pidió que volvieran a sus entrenamientos. Después se giró hacia Jack y Benzo.
—Id a daros una ducha y comed algo. Volved después, ¿entendido?
Los dos asintieron, conteniendo un bostezo y se alejaron de allí.
—Podrían haberse matado —dijo Adhárel con preocupación cuando se acercó.
—Nosotros lo habríamos evitado —replicó Sírgeric—. ¿Has visto lo bien que se complementaban sus dones? ¡Podríamos utilizarlos en un millar de situaciones prácticas!
—¿Cuál es el poder concreto de ese muchacho?
Zennion se mesó la barba.
—Benzo puede detener el tiempo de un lugar durante unos instantes. Pero con cada segundo que utiliza su don, su energía se va agotando.
—¿Y así detuvo el crecimiento de estas cinco plantas? —preguntó el rey, palmeando uno de los tallos—. ¿Al mismo tiempo?
—Así es.
—¿Y Jack?
—Ese muchacho controla a la planta en todo momento: sabe qué va a crecer, su altura y su grosor. Digamos que las amaestra para que hagan lo que él desee.
—Entonces no entiendo por qué no permitió que crecieran hasta el cielo cuando Benzo dejó de utilizar su don.
Zennion sonrió.
—Porque estaba tan cansado que, cuando las plantas se liberaron de los lazos del otro muchacho, ya no tenía fuerzas para hacerlas crecer más. Por eso nuestra principal labor será enseñarle a aguantar con su don tanto tiempo como sea posible y sin agotarse.
El rey asintió, conforme. Sírgeric le puso una mano en el hombro y sonrió.
—Vamos por buen camino, Adhárel.
El otro no se arriesgó a sonreír convencido, no fuera a enfadar a las Musas.
—Pedidle a alguno de vuestros chicos que arregle este estropicio. Nos vemos más tarde.
Los dos sentomentalistas hicieron una reverencia y observaron al rey alejarse solo.
—Cada vez está más raro —masculló Sírgeric, negando con la cabeza.
—Cada vez está más asustado —le corrigió el Maestre—. Y eso le está haciendo débil. —Guardó silencio y miró al cielo—. Sus preocupaciones le están nublando la razón. Y si existe un arma capaz de volverse contra el mismo hombre que la empuña, esa es el miedo. Cada vez me gusta menos la situación…
—¿A qué os referís?
Zennion no respondió. Simplemente se dio la vuelta y llamó a un grupo de muchachos para que cortaran las plantas y alisaran de nuevo el terreno levantado.
El sol alcanzó su cenit unos minutos después.