12. Preguntas y respuestas

Como Firela había previsto, llegaron al castillo donde una vez se alojó Drólserof al atardecer del segundo día de viaje.

—Es aterrador —masculló Lysell, pegándose a Vekka.

A la luz del crepúsculo, las ruinas parecían la silueta de una dentadura de piedra y madera de incisivos rotos. La montaña sobre la que se erigía estaba pelada en su mayor parte y los pocos árboles que se veían eran delgados y faltos de follaje. Abetos en su mayoría, las puntiagudas agujas verdes se clavaban en sus brazos desnudos mientras ascendían.

Lue iba delante, dando saltos y levantando polvareda en la tierra seca. Lysell perdió pie un par de veces, y un puñado de cantos rodados se despeñaron montaña abajo. Quien más cómoda parecía con aquel terreno era Firela, que, sin bajar el ritmo, los guiaba por el camino más transitable.

Alcanzaron la cima a tiempo de ver al sol despedirse antes de ser engullido por el horizonte. Sudorosos y con los músculos agarrotados por la tensión de la subida, se desplomaron sobre unas rocas cercanas a la entrada principal mientras Firela se aproximaba a la puerta y tentaba el enorme picaporte con cerradura.

Tras unos cuantos chasquidos y la ayuda de su afilado puñal, los engranajes cedieron y las bisagras dieron una lánguida bienvenida a los nuevos huéspedes con su tétrico lamento.

Dos cuervos alzaron el vuelo, graznando, cuando entraron en el vasto recibidor del castillo. Las piedras también se quejaban en las estancias ocultas, y las maderas del suelo gruñían con cada paso que daban.

Hacía tanto frío entre aquellas paredes que parecía que el invierno se hubiera refugiado allí dentro a la espera de que el resto de estaciones volvieran a permitirle campar a sus anchas por el Continente.

—Lo primero será encender un fuego para calentarnos y cocinar —dijo Firela, alejándose en dirección a una puerta lateral que se encontraba en un estado lamentable.

Lysell se agarró del brazo de Vekka para entrar en calor y juntos siguieron a la mujer de una habitación a otra.

Tardaron más de veinte minutos en encontrar la adecuada: una que se encontrara en ese mismo piso, no fuera a derrumbarse con ellos dentro, no demasiado grande como para que tardaran horas en aclimatarla y que se encontrara en un estado lo suficientemente aceptable como para que el viento no se colara por ninguna grieta. La cocina fue la elegida.

Tras salir de nuevo a la intemperie y recoger la leña seca que encontraron en los alrededores, encendieron la chimenea y comprobaron que tiraba; no fueran a ahogarse por culpa del humo. Después Vekka sacó de su atillo dos conejos que había cazado de camino allí y Lysell los condimentó con algunos frutos silvestres. Mientras los chicos lo preparaban todo en una de las ollas polvorientas que encontraron dentro de uno de los armarios bajos de la encimera, Firela se dedicó a abrillantar y afilar sus dos puñales.

—Son lo más parecido a unos hijos que tengo —comentó con una sonrisa torcida cuando descubrió a Lysell observándola con el ceño fruncido.

Minutos más tarde, la estancia entera olía a bayas, carne frita y leña quemada. Los tres se reunieron alrededor de la mesa de madera que había en el centro de la habitación, sentados en sillas cojas.

Durante un buen rato ninguno pronunció palabra. Sus bocas estaban exclusivamente al servicio de la comida. El agotamiento del viaje se disipó con el aroma del plato y no hubo más preocupaciones en las que pensar hasta que los estómagos no estuvieron llenos.

Cuando terminaron, se repanchingaron a descansar y a relamerse las comisuras de los labios.

Vekka soltó un eructo y las dos chicas se rieron.

—Supongo que lo que Vekka quiere decir es que estaba delicioso —comentó Lysell sintiéndose, por fin después de tanto tiempo, relajada y tranquila. Por primera vez desde que habían huido del campamento empezaba a encontrarle algún sentido a toda esa locura.

—No puedo estar más de acuerdo. —Firela cerró los ojos y se colocó las manos en la nuca. También a ella parecía que le hubieran quitado un enorme peso de encima.

Lue se encontraba frente a la chimenea, tumbado y con los ojos cerrados. Su respiración acompasada y profunda se mezclaba con el chisporroteo del fuego y las ramas agitadas por el viento en el exterior.

Lysell se llevó a la boca uno de los pequeños huesos que quedaban en su plato y, olvidándose de su don, preguntó:

—Firela, ¿de dónde eres?

—De Salmat —replicó la otra, abriendo los ojos de pronto.

—¿Por dónde está? —preguntó la niña, todavía con la vista puesta en su comida y sin reparar en el gesto de preocupación de la mujer.

—Al sur, junto a la costa.

—Debe de ser precioso…

—Lo era —respondió Firela, sonriendo con los labios, pero no con los ojos—. Recuerda que hace mucho que me marché de allí.

—Querrás decir que os marchasteis, tu hermano y tú ¿No?

—No.

La niña frunció el ceño y se giró hacia ella.

—¿No os fuisteis de Salmat juntos tu hermano y tú?

—No.

Lue abrió sus ojos oscuros y Vekka se tensó al percibir que algo no marchaba bien, a pesar de no saber discernir de qué se trataba.

—¿Te fuiste sola?

—No.

Lentamente, sin que nadie lo advirtiera, Firela fue moviendo su mano hacia la cintura.

—¿Con quién te marchaste de allí?

—Con mi hermana Kalendra.

Lysell miró a Vekka, que se mantenía impasible. Parecía una estatua de sí mismo. El lobo alzó las orejas, alerta.

—¿Y dónde está… Kalendra?

—Muerta.

Parecía que estuvieran bailando una coreografía sobre un campo repleto de trampas. Y que con cada paso que daban, con cada pregunta que la niña realizaba, el terreno se fuera complicando.

—Lo siento mucho —guardó silencio—. ¿Cómo murió?

—Asesinada.

Sabía que si dejaba de hablar volvería a la seguridad que había dejado atrás. Pero, si no lo hacía, nunca sabría qué se ocultaba al final del camino. Y aunque en los ojos de Firela la oscuridad comenzaba a ganar terreno a la luz, no podía contener su lengua.

—¿Por quién? —se sonrojó mientras pronunciaba las palabras.

—Adhárel Forestgreen.

La niña meditó las palabras. Firela sacó con suavidad uno de los puñales de su vaina y aguardó con el brazo en tensión.

—¿Fue cuando te encontraste con tu hermano?

Firela pareció luchar contra sí misma por no abrir la boca, pero finalmente respondió:

—Sí.

—Y juntos vinisteis hasta el bosque de Célinor, ¿no?

—No.

Lue comenzó a gruñir tan bajo que el sonido se confundía con el viento de fuera.

—¿No vinisteis juntos?

—No. —La Asesina del Humo tenía los ojos puestos en su sobrina y los dedos alrededor de la empuñadura del arma mientras que su mente elucubraba el plan adecuado para la situación. Necesitaba ganar tiempo—. Parece que te has vuelto muy curiosa.

—Es un defecto —replicó Lysell, dando un rápido golpe a Vekka en la pierna—. ¿Te encontraste con tu hermano en el bosque de Célinor?

—Así es.

La niña se giró hacia Vekka y mientras volvía la cabeza preguntó:

—¿Lo heriste tú?

—Sí.

El puñal salió disparado de debajo de la mesa antes de que Lysell pudiera advertirlo, pero Vekka estaba preparado y la agarró del brazo para tirarla al suelo. Lue también se levantó de un salto y se abalanzó sobre la mujer.

De una patada, Firela se deshizo del animal, que cayó gimiendo sobre las losas de la cocina. Vekka recogió rápidamente el puñal que acababa de lanzar para devolverle el ataque, pero Firela saltó por encima de la mesa y le agarró del brazo para retorcérselo hasta que el chico cayó al suelo, gritando.

Lysell no se quedó quieta: gateó hacia el rincón donde había dejado su arco y sus flechas. Los agarró con manos temblorosas, pero antes de que consiguiera apuntar a nada, Firela le arreó un puntapié y lanzó el arma y los proyectiles al otro extremo de la cocina. A continuación, desenvainó el segundo puñal.

—¡Dijiste que no ibas a matarnos! —sollozó la niña, pegándose a la pared.

—No. Lo que dije fue que quería escapar de mi hermano y del campamento. Lo demás lo dedujiste tú solita. —Se colocó un mechón tras la oreja y preguntó—: Entonces, ¿eres realmente una sentomentalista?

Lysell entornó los ojos. El tiempo se agotaba. Vio una sombra cruzar la cocina como una exhalación.

—¿Por qué quieres matarme?

—Porque fue el último deseo de mi hermana. —Firela guardó silencio, paralizada por aquellas palabras que para la niña seguían sin tener sentido.

El grito de Vekka las sacó a las dos de aquel extraño trance que habían compartido. Se abalanzó sobre la espalda de la mujer con su cuchillo en la mano. De un golpe certero, la intentó apuñalar a la altura del omóplato, pero falló por un suspiro. Por suerte, el arma de la mujer se escapó de sus manos y cayó al suelo con un tintineo metálico. De una patada, Vekka la mandó contra la pared. Cuando fue a repetir el movimiento, Firela se revolvió y lo lanzó contra la mesa.

Enfurecida, se giró hacia Lysell para descubrir que la niña ya no se encontraba allí, sino junto a su arma.

Haciendo todo lo posible para que los nervios no la traicionasen, cargó el arco y apuntó con él a la Asesina del Humo. Las tornas habían cambiado.

—Si haces cualquier movimiento sospechoso, disparo.

Firela levantó las manos sobre su cabeza.

Vekka se acercó al lobo y le echó agua sobre el hocico para que se despertara. En cuanto estuvo listo, se colocaron junto a la niña.

—¿Por qué quería tu hermana matarme?

—Para hacerse con la corona de Salmat.

El arco tembló en sus manos. No tuvo que aguardar para comprender las implicaciones de esa respuesta: su trono la aguardaba en Salmat.

—¿De qué está hablando? —preguntó Vekka.

Aquella mujer deforme era su tía, igual que el monstruoso hombre cuervo. Y solo había llegado hasta ella para asesinarla.

—Tu hermano… tu hermano quería protegerme.

Ella se encogió de hombros.

—Una pena que fuera yo quien llegara al campamento consciente, ¿no crees?

Lue enseñó sus dientes. El rugido salía de su garganta cada vez con más fuerza.

—¿Y si yo hubiera renunciado al trono?

—Te habría matado de todas formas —replicó con el mismo tono desinteresado.

—¿Ahora tú quieres ser reina?

—La verdad es que me da igual.

—¿Reina de dónde? —insistió Vekka.

Lysell arrugó el morro. No podía comprender la lógica que motivaba a aquella mujer a manchar sus manos con sangre inocente. No quería reinar. Lo hacía por su hermana muerta. Y la venganza…

—¿Qué pasa con el hombre que la mató? ¿Ya acabaste con él?

Firela se rió sin ganas.

—No. Mis últimas noticias son que ha sido coronado rey de Bereth. Ya le llegará su turno.

Lysell sintió que las fuerzas empezaban a fallarle. Todo aquello la superaba. Ella no estaba preparada para las rencillas palaciegas donde, por encima de la vida de los hombres, estaba el ansia de poder.

—Sé que no vas a dispararme —dijo Firela, acercándose a la mesa.

La niña retrocedió.

—No te acerques más.

—Estás temblando como una hoja, Lysell. Nunca has matado a nadie, ¿crees que estás lista para hacerlo?

Dio otro paso. La yema de su dedo se deslizó por su cintura en busca de la daga oculta bajo la ropa.

—Lo haré si hace falta.

—¿Matarías a alguien de tu propia sangre?

—No vi que a ti eso te preocupara.

Vekka llamó su atención con un dedo. Mientras hablaban, había entornado la puerta para que pudieran salir.

—¿Pensáis huir solos? —Se encontraba a un metro escaso de los muchachos. Lue se adelantó y aguardó la señal de su amo para tirarse sobre ella—. ¿Qué vais a hacer cuando os encontréis en mitad del bosque, de noche?

—Nos las apañaremos —replicó el chico.

—¡Permitidme que os lo ahorre!

A la velocidad del rayo, Firela agarró el mango de una sartén que había sobre la encimera y se la colocó en el pecho al tiempo que Lysell disparaba. La flecha rebotó en el metal con un ruido seco. La nueva daga brilló en sus manos.

—¡Lue! ¡Ahora!

El lobo se abalanzó rugiendo sobre ella como una bestia poseída.

—¡Corre! —Vekka agarró del brazo a la niña, que se había quedado inmóvil ante la imagen, y la arrastró fuera de la estancia, a través del recibidor y a la intempestiva noche.

Los gritos de dolor de la Asesina del Humo tronaron junto al aullido del viento y los truenos de la tormenta que poco a poco se iba cerniendo sobre el bosque.

Sin detenerse a mirar hacia atrás, se dejaron caer pendiente abajo sin preocuparse por las piedras que se clavaban en las suelas ni en las magulladuras que la vegetación seca les estaba provocando. Más de cuclillas que de pie, alcanzaron la falda de la montaña.

—¿Y Lue?

Lysell se atragantó con su saliva y se dobló con las manos en las rodillas. Una vez que se recuperó, se llevó los dedos a la boca y silbó. El sonido se escurrió entre las rocas y los arbustos hasta la cima. Vekka rodeó a Lysell con el brazo y ella apoyó la cabeza sobre su hombro. Estaba llorando.

—Tenemos que seguir.

—¿Y si le ha pasado algo?

—Estoy seguro de que podrá salir de esta.

Se perdieron entre la maleza cuando las primeras gotas comenzaron a empapar el bosque. En pocos minutos su ropa y sus pocas pertenencias estaban caladas y no había ni rastro del lobo.

Lysell permaneció en silencio con un huracán de imágenes dando vueltas sin control dentro de su cabeza. Su arco, los ojos de su tía, la flecha directa a su corazón, el lobo saltando sobre ella, la huída. Le dolía el pecho y no era por el cansancio.

Habían cambiado tantas cosas en los últimos días, había desenterrado tantos secretos sobre su pasado de golpe y sobre el auténtico potencial de su don, que no se reconocía.

¿Quién era ella? ¿Una princesa raptada? ¿Una niña maldita? ¿Una mujer sentomentalista? ¿Eis? ¿Lysell?

De repente no supo qué hacía en aquel bosque ni hacia donde corría, tampoco de qué huía ni quién era el joven que estaba a su lado. Pronto dejó de sentir la tierra bajo sus pies y antes de que pudiera detenerse para tomar aire, se desplomó y perdió el sentido.

No escuchó los gritos de angustia de Vekka, ni tampoco el trote de unas patas a su lado.

La oscuridad fue tirando de su conciencia hasta robársela por completo.

Firela rodó por el suelo de la cocina con el persistente dolor de cabeza amenazando con hacer que esta estallara. ¿Qué había sucedido?

Recordaba a los niños corriendo fuera de la cocina y al lobo abalanzándose sobre ella con las fauces abiertas. También recordaba cómo cayó al suelo y el golpazo de su cabeza contra la piedra.

Los ojos dorados de la criatura husmeando a través de sus pupilas más allá de donde nadie había llegado, su hambre feroz devorando algo que jamás había sido consciente de tener y que era incapaz de explicar.

Abrió los ojos y alzó los brazos esperando encontrarlos cubiertos de sangre. Se quedó aturdida al comprobar que no había ni rastro de mordeduras ni de arañazos. El pecho tampoco parecía haber sufrido un solo desgarrón. ¿Lo habría imaginado todo?

Se puso de pie apoyándose en la mesa, pero tuvo que agarrarse con la otra mano a la encimera para no perder el equilibrio. ¿Cómo era posible que no hubiera un charco de sangre allí donde su cabeza se había estrellado?

Cerró los ojos y contó hasta cien antes de volver a abrirlos.

Tardó un rato más en acordarse de su sobrina y de Vekka.

Habían escapado.

Habían escapado y ahora tenía que buscarlos otra vez.

El fuego de la ira inflamó sus pulmones antes de desinflarse de sopetón, como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el pecho.

Tomó aire varias veces y volvió a incorporarse. No sabía lo que acababa de ocurrir, pero se sentía extraña. Notaba escalofríos, pero la chimenea seguía encendida y no estaba tiritando.

El vacío en el pecho se hizo más pronunciado al dar un par de pasos; como si presintiera que se le hubiera olvidado algo, o como si echara de menos a alguien que ya no recordaba. Como si el deseo y la ambición por seguir adelante se hubieran evaporado. El repentino vértigo la llevó a agarrarse de nuevo a la mesa. Inhaló y exhaló con fuerza, concentrándose en que el oxígeno llegara bien a sus pulmones.

Cuando se encontró mejor, salió de la cocina con la mano en el pecho, como si fuese a dar con el agujero que de pronto sentía y que embargaba todo su ser.

Vagó por las habitaciones acariciando las maderas astilladas y el musgo entre las piedras. La única luz que entraba en las ruinas era la del cielo encapotado de la noche.

Se preguntó qué clase de enfermedad podía haber contraído. ¿Estaría el conejo envenado? No tenía sentido: los dos chicos lo habían devorado con tantas ansias como ella. Pero ¿qué si no? ¿Le habría contagiado alguna enfermedad el lobo al tirarse sobre ella? Imposible: no tenía rasguños ni marcas de sangre, ¿cómo si no? Tenía que calmarse o no se iría el dolor de cabeza.

No tenía prisa por ponerse en marcha. Solo quería sentirse mejor. Era como si una vela que no sabía que hubiera brillado dentro de ella se hubiera… extinguido. ¿Estaba perdiendo la cabeza? Los niños se habían ido. El lobo la había atacado. Y ella solo deseaba sentarse allí mismo, en los mugrientos escalones de aquella escalera y esperar a encontrarse mejor.

La situación estaba pudiendo con ella, pero por mucho que intentaba ver el lado positivo del asunto: que Lysell todavía estaba cerca, que ella conocía aquel terreno, que solo necesitaba ponerse en marcha en ese instante para alcanzarlos, no lograba levantar el ánimo.

—Te echo de menos… —murmuró de repente a las ruinas.

La imagen de su hermana Kendra se presentó ante ella como el fantasma que era. Quiso alargar la mano para acariciarle los tirabuzones caoba de su cabello, pero antes de que sus dedos se enrollaran en ellos, su gesto se crispó en una mueca de dolor y cayó al suelo.

Hacía semanas que las pesadillas habían desistido, ¿por qué tenían que regresar de nuevo? Se puso en pie como un resorte, intentando distraer a las alucinaciones con la jaqueca. Dio una vuelta más a todas las estancias hasta que, de repente, su mano chocó contra algo en lo que no había reparado antes.

Con gesto lánguido volvió sobre sus pasos y agarró con las dos manos lo que parecía ser un picaporte. Parecía la entrada a un compartimento oculto entre los demás tablones de la pared.

Hizo presión con los dedos y, gastando las pocas energías que parecían quedarle, abrió de un empujón la puerta secreta. A punto estuvo de caerse rodando escaleras abajo por culpa de la inercia. Pero sus reflejos la hicieron agarrarse a la barandilla lateral que discurría en paralelo a los escalones.

Sabía que lo mejor era volver a cerrarla. No podía haber nada lo suficientemente valioso allí abajo, en las profundidades de la húmeda y oscura cueva que crecía a sus pies, como para arriesgarse a despeñarse.

Y fue a cerrarla, convencida. Pero entonces cambió de opinión y regresó a la cocina, cogió una rama delgada y, tras prenderle fuego a una de las puntas, se internó en el oscuro pasadizo recién descubierto.

Los escalones eran de piedra y parecían haberse escavado en la misma roca que sostenía el resto de la estructura. La precaria cadena que hacía las veces de barandilla era la única separación que Firela encontró entre la pared y el oscuro vacío.

Bajó y bajó al tiempo que los sonidos de la planta superior se magnificaban allí abajo. Las goteras, el correteo de los roedores y otros animalejos chapoteando sobre los charcos, los lamentos del viento…

Llegó al final de la escalera.

Zarandeó la improvisada antorcha de un lado a otro para poder hacerse una idea de las dimensiones y la utilidad de aquel sitio abandonado. A diferencia de lo que había creído en un principio, aquella gruta no era un simple calabozo, sino un inmenso taller artesanal con objetos a tamaño humano ocultos bajo sábanas blancas.

Se dio la vuelta, intrigada por aquel descubrimiento cuando reparó en la figura que la miraba a unos metros de distancia. El susto fue tal que la antorcha cayó al suelo y rodó por las baldosas hasta casi extinguirse. Tardó unos instantes en descubrir que se trataba de su reflejo. Un reflejo monstruoso que le recordaba lo que un día fue.

Rápidamente recogió el leño del suelo y sopló sobre la llama para avivarla. Después arrancó un trozo de sábana y lo enrolló en la punta de la rama.

Estaba rodeada de espejos. De todos los tamaños y formas. Mirase donde mirase, a la vista u ocultos por las telas, los cristales se repartían por las paredes y el suelo hasta donde alcanzaban sus ojos.

Y si había algo que odiaba más que su deformidad, era su reflejo.

De repente, el vacío que había sentido hasta ese momento, se transformó en una rabia incontrolable. Para cuando quiso darse cuenta, se encontraba empujando y lanzando y destrozando todos los espejos que tenía a mano. Los cristales estallaron por los suelos, reflejando la luz de la antorcha en mil pedazos diseminados a sus pies como estrellas.

Cuando la sensación de vacío regresó con mayor intensidad y se encontró una vez más preguntándose a qué había venido aquel ataque de furia, se apoyó en la mesa y dejó que las lágrimas se escurriesen por sus mejillas hasta precipitarse sobre la madera.

Iba a estirarse para marcharse de allí cuando reparó en la tenue luz blanquecina que irradiaba el espejo de mano que había sobre una torre con varios libros, frente a ella.

Firela lo cogió con una mano y se lo colocó enfrente para comprobar que no se había vuelto loca. Pero allí donde debía estar observándola su reflejo, el rostro de un anciano de ojos azules como el hielo le sonreía con las arrugas intensificando su gesto de alegría.

—Por fin ha llegado el momento de volver a casa —dijo con voz cansada.

Firela, asustada, dejó caer el objeto sobre la mesa.

Cuando creyó que se había imaginado todo, que aquello era producto de su agotada mente, que el veneno de la cena o el golpe en la cabeza o el cansancio le estaban provocando aquellas visiones, volvió a escuchar la misma voz de antes, amortiguada.

—No es suficiente con pasarme una eternidad encerrado en un espejo, que encima tengo que aguantar que me traten así. —Quien fuera guardó silencio antes de gritar—: ¿Me oye alguien?