[capítulo 82]: Remordimientos

Miércoles, 22 de diciembre, 04:30 h

La cabeza de Valentina Negro daba vueltas y más vueltas. Aún no había sido capaz de interiorizar nada de lo que había pasado desde que abrió la puerta de la habitación del hotel hasta que llegó a la cabaña secreta de Morgado.

Christian. La mañana anterior habían hecho el amor antes de coger las maletas y pagar en la recepción de aquel hotel tan cozy, como decía él. Recordó el olor de su piel, sus manos de pianista, su sonrisa de dandy… Aún tenía la esperanza de que aquello solo fuese una pesadilla espeluznante. Pero no. El hospital era muy, muy real. Y la imagen de Sanjuán dentro de aquel ataúd de acero era todavía más intensa. Cada vez que cerraba los ojos veía la mirada del criminólogo despidiéndose de ella. Aquello la perseguiría hasta el último día de su vida.

Delante de ella pasó un enfermero que corría empujando una camilla en la que yacía un hombre anciano en un terrible estado de emaciación. Se fijó en que llevaba una sonda en la nariz, la boca abierta en una mueca de agonía. Lo siguió con la mirada, sin saber ni siquiera lo que hacía. Estaba muy conmocionada, y el canto monótono de los niños de San Ildefonso leyendo los números de la lotería de Navidad, que oía como fondo sonoro, sumía todavía más en un mundo irreal sus percepciones.

Se torturó por enésima vez. Era una mala policía y una verdadera imbécil. Muerta de rabia, había decidido salir con Morgado para olvidar su desengaño. Y tenía que pagar su falsedad consigo misma. Y su falsedad con todo el mundo, fingiendo que estaba enamorada de aquel monstruo. Fingiendo que lo amaba para demostrarse a sí misma que aquella noche de San Juan jamás había existido.

Bodelón le pasó una mano por el hombro y Valentina notó que las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas. No había llorado el día en que Sanjuán la rechazó con frialdad en la playa. Se había tragado las lágrimas durante meses, pretendiendo parecer una chica dura y con una vida nueva y feliz.

Por su culpa Sanjuán había estado a punto de morir.

Y ella también.

Por culpa de su puto imán para los psicópatas. Siempre tenía que meter la pata hasta la cadera con los tíos. Era su destino.

Iturriaga se acercó a ella y se sentó a su lado. Sonrió con tristeza. Aún no había salido de su asombro. Sanjuán había descubierto vínculos inquietantes que unían a Morgado con Del Valle en los crímenes del Artista. Aquella noticia era un recipiente con nitroglicerina: había que manejarla con mucho cuidado. Ni por un momento ponía en duda lo que había encontrado Sanjuán, al revés. Había intentado matarlo… y había herido de gravedad a uno de sus hombres. Gracias a Dios, Velasco acababa de salir del quirófano y estaba estable.

Pero la policía tenía que ir con tino a la hora de acusar a un hombre que se encontraba en coma de los asesinatos atribuidos en un principio a Del Valle. Era necesario hacer una investigación exhaustiva, pormenorizada. Con la máxima discreción de cara a la prensa y a sus familiares… Eso sí. En cuanto se recuperase el muy cabrón iba a acordarse de haber nacido. Le iban a caer por lo menos veinte años por dos intentos de asesinato, incluido el de un miembro de la Policía Nacional…

Cuando Ana Salazar pasó por delante del grupo de policías, levantó la cabeza, adoptando una actitud egregia y altiva, y sostuvo la mirada de Valentina durante unos segundos interminables.

Valentina vio en ella los ojos claros de Morgado centelleando con un odio visceral.

* * *

Ana Salazar miraba con ternura a su único hijo, de pie, al lado de la camilla. Mantenía toda su dignidad, el moño blanco en lo alto de la cabeza, su chaqueta elegante de Chanel.

El pecho de Christian subía y bajaba acompasadamente. La cabeza estaba recubierta de vendajes, tubos y cables que parecían no tener principio ni fin. Electrodos conectados a su cuerpo lo mantenían con vida. Máquinas que narraban con su lenguaje críptico el estado comatoso y letárgico en el que se encontraba su cerebro pitaban cada pocos segundos, anunciando cualquier cambio drástico en su estado.

Agarró con fuerza su mano, pero Christian no contestó al gesto.

Aquella zorra lo había golpeado en la cabeza. Una policía arribista, que, además, no debía de quererlo demasiado para haberle hundido el atizador de su padre en la cara y haberle dejado en aquel estado.

Le dijeron que había intentado matar por celos a un antiguo amante de Valentina y ella tuvo que impedir su asesinato y el de dos policías. Menuda zorra. Eso era imposible por completo. Su hijo no era capaz de matar ni a una mosca.

Ella nunca sospechó de aquella modosa de colegio de monjas. La había tenido muy bien engañada con su belleza y su educación. Pero daba igual lo que dijeran los médicos. Que había sufrido múltiples daños en el lóbulo prefrontal y que a lo mejor nunca despertaba del coma en el que lo habían inducido. Lanzó una mirada de desprecio al policía grueso y calvo que habían puesto en la puerta de la habitación.

Ella sabía perfectamente que su hijo iba a ponerse bien.

* * *

Miércoles, 22 de diciembre, 10:20 h

La mano de Carrasco se posó en el hombro de Lúa y lo apretó. Estaba orgulloso. Aquella chica había realizado muy bien su trabajo. Ella, mucho más serena y relajada, como si lo vivido en las últimas dos semanas la hubiera hecho madurar diez años, también sonrió e hizo el gesto de la victoria con la mano.

Carrasco se encerró en su despacho y se sentó en la silla giratoria. Volvió a mirar los titulares del periódico del día anterior.

Redadas policiales contra la trata de blancas en A Coruña.

Pedro Mendiluce niega su participación en los hechos.

Carrasco restalló los dedos con satisfacción. Lúa era una mina. Habría que subirle el sueldo antes de que la ficharan los de la competencia. O algún periódico de la capital…

Lúa miró al cielo y puso los ojos en blanco, en pleno éxtasis. La exclusiva de la paralización de toda la obra de Ártabra y la búsqueda del yacimiento romano la habían dejado para el día siguiente.

A la gente había que darle todo poco a poco, para dar mayor audiencia a cada espectacular exclusiva.

* * *

Sanjuán se miró las muñecas vendadas y doloridas y suspiró. En la ventana de la habitación alguien había puesto un árbol de Navidad de plástico con enormes bolas rojas que tiraban de las ramas verde botella hacia abajo. Se daba cuenta de que estaba vivo de milagro. Se había comportado como un loco acudiendo a la boca del lobo sin armas ni protección. Y el lobo había enseñado los dientes con una fiereza que él había desestimado.

Había puesto en peligro a Valentina y a sus hombres. Se había dejado llevar por un arrebato de locura que, ahora en frío, le parecía totalmente impropio de él.

Se quitó la sábana de encima. La calefacción del hospital estaba a todo trapo y tenía calor. Una enfermera entró a tomarle la temperatura. No le extrañaría nada que pillase un buen catarro, le dijo entre bromas. Intentó fruncir el ceño, pero el golpe que le había dado Morgado en la frente con la culata de la pistola le hizo ver las estrellas.

Miró hacia abajo. Por lo menos llevaba un pijama, no una de aquellas horribles batas que dejaban ver el trasero cuando uno hacía cualquier movimiento…

* * *

Valentina Negro cogió la caja de bombones con fuerza y se armó de valor. Allí dentro estaba Sanjuán, devorando con hambre canina la comida de hospital que le habían servido en un horrible artefacto de color indefinido.

Entró con paso decidido y se puso a su lado. Quería gritarle, llamarle cualquier barbaridad, pegarle unas bofetadas, pero solo le salió una especie de tartamudeo.

Se puso a su lado y le alcanzó la caja de bombones.

Sanjuán la miró y sonrió. Parecía avergonzado. Dejó la comida a un lado y abrió la caja en silencio, pensando que Valentina Negro seguía siendo la mujer más bella que había visto en su vida, a pesar de las estragadas ojeras y la palidez mortal. El olor a chocolate y al fresco perfume de Valentina inundó sus fosas nasales.

Sus ojos expresaron un agradecimiento infinito. Al final consiguió decir algo coherente.

—Gracias, Valentina. Esto es mucho mejor que la comida de hospital.

Dentro de la caja había una nota manuscrita. Valentina le hizo un gesto para que la leyera. Sus mejillas enrojecieron de repente.

«Sanjuán. La próxima vez que pretendas decirme que te gusto, por favor… intenta hacerlo de una manera más normal.

Valentina Negro».

Ella se sentó en el borde de la cama. Cogió un bombón de chocolate blanco y se lo metió en la boca con sensualidad. Sanjuán la vio relamerse con lujuria y sintió una oleada de deseo.

Luego, lo besó apasionadamente.

Antes de correr la cortina, Sanjuán pensó que había valido la pena el mal rato que pasó en el congelador.

* * *

Entró en la habitación y abrió las cortinas con un gesto brusco. Luego, la ventana de par en par. Después, con paso triste, cansino, no, recorrió la habitación. Abrió la puerta del armario y empezó a sacar la ropa y a meterla en bolsas. Cogió con cariño la sudadera rosa pálido y los vaqueros. Aquel vestido largo de satén negro que había llevado en la fiesta de fin de curso. Recordaba su sonrisa cuando salió de casa aquella noche, tan perfecta y tan hermosa como había sido desde niña. No pudo reprimir las lágrimas mientras vaciaba todos los cajones y tiraba las perchas al suelo.

Sanjuán tenía razón. Había que empezar a vivir de nuevo. Había que pasar página. Prolongar una existencia que parecía una muerte en vida no tenía sentido.

El asesino de su hija ya no mataría a nadie más. Había llegado el momento de seguir adelante, de aceptar el dolor.

Manuel Naveira cogió el simpático pingüino de peluche que mordía su hija cuando aún era un bebé. No pudo más, se tiró en el suelo y lloró a gritos, como no lo había hecho desde el día en que el cuerpo de Lidia apareció flotando en el estanque.

* * *

Valentina buscó con la mirada en el hall del hotel hasta dar con un Sanjuán que estaba enfrascado en la lectura del periódico, sentado en uno de los sillones, con su pequeña maleta y su maletín descansando a sus pies. Cuando él la vio dejó el periódico en la mesita y se levantó para saludarla. Llevaba las muñecas y la frente vendadas y seguía con un semblante mortalmente pálido, pero sus ojos brillaron con calidez detrás de las gafas de pasta, y la sonrisa fue tan espontánea que Valentina tuvo que contenerse para no estrujarlo por la sensación de alivio que la embargaba cada vez que lo veía sano y salvo.

Sanjuán la abrazó. Luego sacudió la cabeza y se quedó en silencio, sin saber qué decir. Volvió a abrazarla. Cuando la soltó, se dio cuenta de que Valentina tenía los ojos llenos de lagrimones.

—Lo siento, Javier. Me he comportado como una cría —balbuceó.

—¿Lo sientes? Por favor, me salvaste la vida, Valentina. Casi te mata a ti también. Si no hubiese sido por tus compañeros… —Sanjuán la invitó a sentarse a su lado—. Valentina, no te culpes. En realidad yo cometí un error muy grave. Me obcequé con la idea de que había un asesino en serie que actuaba en los dos países, descartando la idea más simple: eran dos, se conocían y mataban en pareja, como muchos otros asesinos. Geraint Evans lo dijo muy claramente en Londres: las escenas del crimen son efectivamente similares, pero la de Lidia parece mucho más sofisticada, más exquisita. Y las de Patricia Janz y Floria eran brutales, sanguinarias… no sé, más expresivas, más «expresionistas», se podría decir. Fíjate en la escena del crimen de Raquel. Todo lo contrario de los crímenes de Londres: muy contenida, muy elegante, reflejaba con exactitud la escena de la película, imitando más que recreando… —Sanjuán atravesaba su particular calvario intentando no mostrar demasiado dolor, pero cada vez que se daba cuenta de los múltiples errores que había cometido se sentía abrumado—. En suma, no apliqué todo lo que me esfuerzo en enseñar a mis alumnos a diario. La simplicidad. Y la verdad, en este caso lo más simple era que una persona que mata en La Coruña de la forma en la que lo hacía Morgado, tenía forzosamente que ser de la zona. Porque si no no se explica cómo pudo seguir a Lidia, a Raquel… todas sus rutinas, los riesgos que corría todo el tiempo; no, tenía que estar muy seguro de lo que hacía. Una persona que vive en Londres no tiene la infraestructura para realizar semejante despliegue de medios.

Valentina negó con la cabeza una y otra vez.

—No investigué a Christian Morgado, el mayor especialista en arte prerrafaelita de toda Galicia. No lo investigué, y me dediqué a vigilar a un empresario solo porque tenía muy mala fama y muchos frentes abiertos. Yo tampoco me he lucido… —sonrió resignada.

—No obstante, los cazaste. A los dos, Valentina. Y encima a Mendiluce. Eso no es fácil. ¿No te das cuenta? No te culpes. Del Valle había confesado sus crímenes a Mendiluce antes de morir. O eso dijo. ¿Por qué iba a mentir? Estaba comportándose como un kamikaze vengador…

Valentina asintió.

—Es cierto. Y el cabello de Del Valle en la escena del crimen… —Se mordió el labio inferior—. ¿Quién iba a pensar…?

—Morgado utilizó a Del Valle para sus fines perversos desde el primer momento. Al conocerlo en Londres y descubrir que era una víctima de su padre, descubrió también su potencialidad homicida y lo convirtió en una bomba sin espoleta, insinuándole que debía purificar el mundo de personas como su padre y las mujeres que lo rodeaban. En mi opinión, Morgado era el ideólogo, el maestro, y Del Valle el discípulo devoto que seguía sus insinuaciones corregidas y aumentadas para regocijo de Morgado… que sabía que su «pupilo», desquiciado, acabaría matando a Mendiluce y suicidándose después de dar rienda suelta a su furia homicida. Y si no se hubiese suicidado, ya se habría encargado Christian de acabar con él de alguna forma antes de que lo incriminase. Por eso no tuvo el más mínimo reparo en coger un pelo de David del Valle (al que había refugiado en su cabaña de Lians) y colocarlo delicadamente sobre el cuerpo de Raquel…

Valentina asintió. Todo aquello tenía mucho sentido.

—¿De quién sería la idea de los cuadros como preludio del crimen?

—No lo sé. Está claro que Christian estaba traumatizado por su fracaso como artista. Por eso me enseñó el cuadro de Lidia antes de intentar matarme. Para que me fuera al otro mundo con la imagen de «su arte» en mi cerebro. Y seguro que también disfrutó enviándome el retrato de Raquel a mi hotel… Pero fue Del Valle quien pintó los cuadros de las víctimas que hemos ido descubriendo, así que, en mi opinión, la idea original fue de Del Valle y luego Morgado se la apropió. Yo creo que Del Valle, al crear y luego enviar los retratos de las futuras víctimas, sentía como una especie de poder bíblico, de omnipotencia, se regodeaba en la idea de que sus destinatarios tenían en su poder una especie de tarjeta de visita mortal, pero sin que pudieran saber su verdadero significado. Por otra parte, recuerda los anónimos. Ahora tienen sentido. El mail era «rope@gmail», Rope, La soga, la película de Hitchcock en la que dos jóvenes asesinos matan juntos para crear un ejercicio estético… Nos lo estaban diciendo sin disimular demasiado, pero no supimos verlo. Morgado solo cometió un error, producto de la típica vanidad de los asesinos: dejar el ramo sobre la tumba de Lidia. —Sanjuán exhaló el aire con fuerza y paró de hablar. Estaba cansado de tanta perversidad, de tanta insania.

Valentina lo miró con tristeza. Ella también se sentía inmersa en una perenne sensación de vértigo que no era capaz de dominar. En solo un día toda su vida había dado un vuelco inesperado, y de qué forma… Aún no había asimilado todo lo que iban a significar aquellos cambios tan radicales. Lo único que tenía claro era que no era tiempo de pensar en ello. Ya lo haría más adelante. Cuando empezase a ver más claro, con más distancia, todo lo que había ocurrido durante aquellos meses.

Miró el reloj y luego a Sanjuán. Sonrió con tristeza.

—¿Nos vamos ya? Tu avión sale en una hora y media…

Sanjuán se levantó y cogió su maleta. Su sonrisa se hizo más amplia cuando ella agarró el maletín y emprendió la marcha hacia el coche, a su lado. No sabía cómo abordar el tema, pero se le ocurrió una excusa un tanto pueril. «Pueril pero efectiva», pensó.

—Llámame en cuanto sepas algo de la investigación, por favor. Tengo curiosidad por saber qué encuentran en esa cabaña… y en la casa de Morgado.

Valentina le clavó la mirada mientras abría con el mando la puerta el Citroën C3 azul.

—La verdad es que pensaba llamarte antes, Sanjuán. Me preocupa mucho tu salud. Te recuerdo que acabas de estar metido en un congelador a cincuenta grados bajo cero. —Valentina adoptó un tono tragicómico—. Las secuelas pueden ser irreversibles… tengo que preocuparme por ti por narices. Aunque no quiera.

—Pensé que después de lo de la playa no querrías volver a saber nada de mí, inspectora. No sabes cuántas veces he lamentado ese momento.

Valentina metió la llave en el contacto y encendió el vehículo.

—Sí, claro. Pero lo del arcón congelador ha conseguido ablandarme algo el corazón, no puedo negarlo. —Dibujó un mohín lleno de ironía—. Eso y que gracias a ti me he librado de un plasta como Christian…

—Sí. Ahora es un plasta. No pensabas eso hace unos días, inspectora. Me enteré de que estabas con él en Oporto. Desde luego, las mujeres… siempre tan volubles…

Valentina dio un volantazo y salió del aparcamiento casi sin mirar.

—No puedo creer que estés celoso de Christian. Sanjuán. Por cierto. Haz el favor de no llamarme «inspectora» con ese tonito. Todos los tíos sois iguales… Ahora que lo pienso, deberías estarlo. Tiene un arcón congelador de primera calidad… Tuvo que costarle un montón de dinero. —Reprimió una carcajada ante su ocurrencia, repleta de humor negro.

Mientras Valentina parloteaba animadamente camino del aeropuerto, intentando quitarle hierro a lo ocurrido, Sanjuán sintió que sus miembros se relajaban por primera vez en mucho tiempo. Abrió la ventanilla y encendió un Winston. Dejó que el frío entrara para despejarse por completo.

Cuando ella hizo uno de sus inesperados cambios de carril entre los pitos e insultos de los otros conductores, sonrió con satisfacción.

Acabaría por cogerle gusto a su manera de conducir.