«… Svani per sempre il sogno mio d’amore
l’ora è fuggita…
E muoio disperato!
E non ho amato mai tanto la vita!…».
Tosca. Puccini
Martes, 21 de diciembre, 23:00 h
Morgado apuntó a la entrepierna de Sanjuán, luego a la cabeza. Aquello no era tan divertido como lo de Raquel y Lidia, pero tenía su punto. Luego lo invitó con cortesía a que siguiera hacia delante.
Sanjuán miró a su alrededor en la oscuridad del bosque. Delante de él había una cabaña de madera, no demasiado grande. Un camino de grava llevaba hasta la puerta. Un furgón blanco estaba aparcado en un lateral.
—Camina, por favor. Aquí fuera hace bastante frío. Dentro hay una chimenea. A lo mejor la enciendo para que estemos más cómodos, como dos tortolitos. —Morgado soltó una carcajada—. Algún día traeré aquí a Valentina para pasar una velada agradable. ¿Qué te parece? Un poco cutre, ¿verdad? Ella merece algo mejor… estoy de acuerdo.
Morgado abrió la puerta con la llave y empujó dentro a Sanjuán, atado y amordazado, que se negaba a caminar más rápido para arañar unos segundos de tiempo. La esperanza de que Valentina hubiese leído el mensaje cada vez se alejaba más y más. Era dolorosamente consciente del destino que lo aguardaba. Pero él mismo se había metido allí con todas las consecuencias.
—Perdona el desorden, Javier. Pero no esperaba venir hoy hasta aquí… Obedéceme, coño, o te pego un tiro en la rodilla. Eso sale siempre en las películas, ¿no? Tiene que ser muy doloroso, seguro. Morirás igual, pero mucho más jodido… Venga, anímate. —Morgado parecía estar pasándoselo bien—. No deberías amargarte. No pienso hacerte sufrir demasiado. No tengo el más mínimo interés en recrear una performance con tu cadáver. El Artista ha muerto después de acabar con Raquel, no hay motivo para hacerlo resucitar. Por cierto, tengo que reconocer que tu exmujer fue muy complaciente conmigo… una verdadera meretriz arrastrada a mi servicio. —Morgado cogió una silla de madera y la acercó al criminólogo—. Espero que apreciaras mi obra. Estaba por completo dedicada a ti. Desde el cuadro que envié al hotel hasta la escena de la película. Sabía que lo comprenderías… Sin embargo, todo eso ha terminado. Un buen artista ha de saber cuándo acabar un ciclo. Fíjate: ahora me apetece crear un nuevo tipo de arte. Algo más moderno, que por desgracia solo servirá para mi disfrute personal. Siéntate en esa silla, por favor. Y no te muevas.
Morgado sujetó a Sanjuán a la silla con una cuerda y subió por unas escaleras de madera hacia el primer piso. Al cabo de un rato, bajó con una cámara y un trípode.
Lo escrutó con complacencia.
—Querido amigo. Vas a ser el primero en saberlo. Voy a pedirle a Valentina que se case conmigo. No, no te emociones. No vamos a invitarte a la boda, me temo. A ella no le gustaría. A lo mejor acabarías contestándole algo muy feo al cura cuando preguntase aquello de «¿Alguien tiene algo que decir en contra de la celebración de este bonito enlace?».
Le quitó la mordaza de cinta americana de un tirón. Sanjuán respiró con fuerza una gran bocanada de aire.
—No soy un maleducado, Sanjuán. Tengo corazón. Voy a dejar que expreses tus últimas palabras. Y si quieres, puedes fumarte un cigarrillo… aunque has de recordar que fumar mata. —Rebuscó en los bolsillos del criminólogo hasta encontrar la cajetilla y el mechero.
Sanjuán sentía que el miedo lo atenazaba y agradeció esos segundos de vida que le proporcionaba el ego inflado de su enemigo; se obligó a pensar rápido entre bocanada y bocanada de humo. Entonces llegó a la conclusión de que si tenía que morir, al menos todavía podía estar en disposición de herir a su asesino de forma profunda. Se lo debía a Lidia y a Raquel. Era algo inexplicable: parte de ese miedo se había transformado en rabia sorda, como si la desesperación que le había hecho cometer esa insensatez le diera una presencia de ánimo desconocida. Así pues, lo miró fijamente después de terminar el cigarrillo.
—Sí. Tienes razón. Voy a decir mis últimas palabras, Christian. —La voz traslucía el más absoluto desprecio, mascado entre los dientes con rabia—. Nunca la tendrás, Morgado. Nunca. ¿No te das cuenta? Eres patético. Y lo sabes. Te crees un esteta, un tipo cultivado, pero no eres más que un vulgar asesino de mujeres, alguien que quiere convencerse de que hace arte con el asesinato porque le resulta muy duro comprender que es un jodido tarado que disfruta matando. Y en cuanto a Valentina, solo eres capaz de ver su belleza, pero no puedes aspirar ni por un segundo a entrar en su alma. Ni en su corazón. Ella nunca te dejará entrar, y lo sabes. Sabes que solo está contigo para distraerse, para calmar su ansia. No está enamorada de ti, Morgado… Solo eres un bufón sacado de una obra de Óscar Wilde. Yo sí que he entrado en ella, Morgado —dijo esto marcando cada sílaba—, y ella se ha entregado a mí por completo. Algo que tú nunca lograrás.
Morgado lo interrumpió con un golpe en la frente con las cachas de la pistola, que lo derribó al suelo con la silla. Luego rompió un trozo de cinta americana y se lo puso en la boca, apretado con fuerza. Habló entonces lleno de ira contenida.
—Así está mejor. Nunca me gustó tu programa de televisión, Javier… hablabas demasiado.
Morgado dispuso la cámara delante de un frigorífico enorme que estaba colocado frente a un sillón blanco. Miró a Sanjuán con una sonrisa.
—Aquí estuvo Lidia un par de días. Me sentaba en el sillón a admirar su belleza de hielo. Era como ver a Blancanieves con el trozo de manzana envenenada en la boca. Pálida, pelirroja, nívea… —Morgado dejó de hablar y lo miró con aire de sorpresa. Acababa de acordarse de algo—. Espera un momento: quiero que veas una cosa antes de morir.
Morgado subió las escaleras de dos en dos y no tardó en bajar de nuevo con un cuadro que sujetaba con las dos manos. Se puso delante de él y se lo enseñó. Sanjuán pudo ver a Lidia-Ofelia, sentada, muy recta, delante del estanque de Eirís, con las manos llenas de flores, el vestido que llevaba puesto en la escena del crimen, que caía hasta los pies desnudos.
—Te gusta, ¿verdad? Sé que soy un pintor excelente, Sanjuán. A pesar de las críticas de Pedro Mendiluce. En otra época hubiese sido considerado un genio del detalle. Ahora solo se valoran los ladrillos o los vídeos pornográficos. Y hablando de vídeos… ¿Sabes una cosa? Tengo una curiosidad enorme por ver cómo un cuerpo se congela vivo. Por eso voy a meterte dentro y voy a colocar la cámara delante de ti. Será interesante ver la grabación de tu muerte. ¿Congelado o asfixiado?… No sé… Cualquiera de las dos propuestas resultará fascinante de analizar a posteriori. Una obra de arte digna del Pompidou. ¡Ah! Yo no pienso quedarme a verlo y lo siento muchísimo. Tengo muchas cosas que hacer, Sanjuán. Tendrás que excusarme… por ejemplo, tengo que ensayar cómo voy a pedirle a Valentina que se case conmigo. Ya he hablado con el abad de la colegiata. Tenemos día para el veintidós de mayo del año que viene.
Morgado levantó a Sanjuán del suelo con fuerza y le apuntó con la pistola.
—Métete ahí dentro. Espero que no tengas claustrofobia. No importa, la puerta es de cristal transparente. La pedí por encargo, ya te imaginas. Así puedo ver lo que pasa en el interior.
Una vez dentro del aparato, sujetó sus muñecas esposadas a una anilla que había colocada en la parte superior del arcón congelador. Luego cerró la puerta de cristal, que incluía una cerradura, metió la llave y selló la puerta.
Su mano tecleó en una pantalla y giró el termostato para que alcanzase la temperatura más baja. Luego fue hasta la cámara, la encendió y enfocó la tumba de hielo. Sanjuán intentó desprender las esposas del gancho, sin éxito.
—Querido amigo. Me despido por ahora. Abrígate. Los pronósticos del tiempo son funestos. Dentro de un rato, te aviso, podrás encontrarte a temperaturas bastante incómodas. Ah, es cierto. Olvidaste el precioso Armani azul marino en casa. No importa. Ya te lo traeré dentro de unos días…
* * *
Valentina se metió con la moto por el camino de piedra y tierra que había detrás de la capilla de Lians. Recorrió un tramo aminorando la velocidad hasta llegar al desvío hacia la derecha que se perdía en el bosque del que le había hablado Ana Salazar. Dejó allí la Virago y empezó a caminar en la oscuridad por el camino de grava con su H&K desenfundada. Se daba cuenta de que todo aquello era una locura absoluta. Acababa de llegar de un maravilloso viaje romántico con su novio, y ella misma estaba buscándolo con una pistola semiautomática en la mano. Era absurdo.
«Por favor, que esto sea todo una pesadilla, por favor». Pero no, no lo era. Estaba bien despierta. Pasó al lado de un contenedor que apestaba a basura sin recoger. Siguió andando, hasta que llegó a una vieja cabaña de madera escondida entre el follaje. Al lado pudo ver los restos de una mesa de piedra y bancos resquebrajados, y un lugar para hacer el churrasco, sucio y envejecido. Aún había restos ennegrecidos en el interior.
Se acercó a la puerta de madera con sigilo y la empujó. No se movió ni un milímetro.
Valentina disparó al cerrojo de la puerta y la empujó con el hombro con fuerza. La pistola entró primero. Ella entró después.
La entrada daba directamente a la sala de la cabaña. Por dentro estaba bien acondicionada, limpia como una patena. Una inspección rápida detectó un televisor de plasma, un sillón viejo y descolorido y una mesa de madera.
En una esquina de la sala, delante del sillón, vio un gran arcón congelador de acero situado estratégicamente en posición horizontal. Delante, una cámara encendida sobre un trípode. Estaba grabando lo que ocurría en el interior del arcón.
La puerta acristalada estaba ya empezando a mostrar signos de congelación, pero aun así pudo ver el interior del frigorífico.
Había algo… no. Alguien dentro.
Valentina bajó la pistola y se acercó, con el cabello erizado por el miedo. Al aproximarse, tiró la cámara al suelo de una patada.
Javier Sanjuán la miraba desde el interior, iluminado por la tenue luz blanca. Valentina vio las manos esposadas a lo alto y la mordaza plateada que cubría su boca. Y también vio sus ojos suplicantes con una mezcla de terror infinito y esperanza entre los temblores incontenibles que le producían los cincuenta grados bajo cero que Christian Morgado había tecleado en el termostato.
* * *
El profesor de Arquitectura se había subido al Mini que estaba oculto detrás de la cabaña y había conectado ya las llaves cuando escuchó una sola detonación. Se quedó completamente quieto. «Un disparo. Eso ha tenido que ser un disparo. Un disparo aquí mismo».
Se bajó del coche con precaución y volvió a la cabaña.
La puerta estaba abierta de par en par.
«Pero… ¿quién coño ha descubierto…?».
Sacó la pistola del bolsillo y entró, intentando no hacer ruido alguno. Caminó unos pasos y vio a Valentina Negro tratando abrir la puerta que él mismo había atascado con tanto esmero.
Apuntó hacia ella con la pistola. La voz era tan neutra como la de un robot.
—Aléjate de esa puerta, Val. Ahora mismo. Aléjate o te mataré.
* * *
Valentina miró a Morgado durante un segundo, pero no sacó las manos del frigorífico. Siguió intentando abrir la puerta, que parecía encajada, incrustando las uñas hasta el fondo de la goma aislante hasta que se dio cuenta, desesperada, de que había una cerradura en la parte superior.
—Te he dicho que salgas de ahí. ¡TE HE DICHO QUE SALGAS DE AHÍ, JODER!
Valentina levantó las manos y se retiró unos pasos hacia el fondo, sin perder de vista a Morgado, que parecía estar a punto de perder el control de sus actos. La mujer policía se mordió el labio inferior y clavó su mirada en los ojos de su novio.
—Valentina, no actúes ahora como una estúpida polizonte, piensa un poco, está en juego nuestra felicidad. —Morgado decía eso adoptando un tono casi conciliador, como si lamentara haberle chillado antes; se acercó a ella, manteniendo una distancia prudencial, aunque en ese momento la pistola ya no la apuntaba directamente—. Escucha, cariño, pensaba pedirte que te casaras conmigo. Este papanatas no significa nada, olvídalo, piensa en el futuro que nos espera, mi vida.
Valentina escuchó esa declaración de amor con la mayor naturalidad que pudo, aunque por dentro estaba conmocionada al comprender lo estúpida que había sido al entregarse a un loco homicida. Pero en esas circunstancias comprendió que no tenía más opción que jugar sus bazas con astucia y rapidez.
—Chris, ¿qué significa todo esto? ¿Por qué tienes ahí dentro a Sanjuán?
Valentina lanzaba miradas de soslayo intentando no perder de vista los movimientos de Morgado, que estaba aproximándose a ella. A unos metros, al lado de la chimenea, había un atizador de hierro colado. Empezó a moverse de forma muy leve hacia él. Pero Morgado volvió a encañonarla con rabia, acercándose a ella de forma cada vez más amenazante.
—¿Me quieres de verdad, Valentina? Entonces… ¿Por qué te preocupas de Sanjuán? No, tú no eres como las otras, una puta estúpida. No, no puede ser cierto. Dime la verdad, por favor, te lo suplico. ¿Es cierto que le diste TODO a Sanjuán? —Golpeó la puerta del arcón con ira mientras la miraba totalmente fuera de sí—. Me ha dicho que te lo tiraste, Val, y que te robó el corazón. Que conmigo solo juegas, que estás conmigo para pasar el rato. Que te entregaste a él de modo absoluto, amándolo sin reservas. Merece estar ahí dentro solo por decir eso. ¿No te das cuenta? ¿Es verdad? —Su expresión adoptó un atisbo de súplica, entre el fuego de la ira que restallaba.
La mano temblaba con la pistola, los ojos insanos perdidos en los de Valentina, que aguantaba la mirada mientras buscaba desesperadamente una salida cualquier salida, para intentar liberar a Sanjuán de allí. El cristal estaba cada vez más congelado, pero aún se podía ver el interior. Estaba perdiendo el conocimiento. Su cara estaba totalmente blanca. Tenía que actuar cuanto antes. Aunque le costara la vida.
* * *
Sanjuán ya no tenía fuerzas ni para sacudir las esposas. Ya no sentía las manos ni los pies, ni las orejas, que le dolían de una forma horrible. Estaba quedándose sin aire. No sentía aquel punzante dolor, como unos minutos atrás. Ya no notaba ninguna parte de su cuerpo por culpa de la congelación, y la sensación de asfixia era cada vez más agobiante. Su corazón latía sin control, de una manera caótica, su pecho estaba a punto de estallar.
Reunió sus últimas fuerzas para mirar por el círculo blanco que aún quedaba libre de hielo. Vio a Valentina acercarse a Morgado, lentamente, con los brazos abiertos, sonriendo. Él empezó a recular y bajó la pistola. Su rostro pareció relajarse un momento… «No. Valentina. Por favor… No me hagas esto… —Sanjuán empezó a perder el sentido. Sus pensamientos vagaban sin control— aunque me lo merezca. No, Valentina…».
* * *
—Pero Chris… ¿cómo puedes pensar que yo he estado follando con este tío? —Valentina señaló también el arcón con un gesto de desprecio—. Por favor. ¿Con Sanjuán? ¡Pero si es un verdadero cretino! Yo con un imbécil… No tengo el más mínimo interés en él. ¿Cómo has podido creer semejante cosa? ¿No te das cuenta de que lo ha dicho para herirte y estropear lo nuestro? Él sabe perfectamente que va a morir ahí dentro… —Valentina se desabrochó el grueso chubasquero del uniforme y lo tiró al suelo—. ¿Qué te parece si hacemos el amor delante de él para celebrar su muerte? Puede mirarnos mientras follamos, cariño mío…
Morgado sonrió, embobado al ver a Valentina desabrocharse los botones del polo y mostrarle parte del pecho. Se acercó, dispuesta a besarlo en la boca con los labios entreabiertos, el cuerpo cálido insinuándose, entregándose por completo a él. Morgado cerró los ojos para besarla y subió la mano izquierda, libre de la pistola, hacia sus pechos, para acariciarlos.
Valentina aprovechó su cercanía para pegarle una patada brutal en los testículos con la bota. El grito de Morgado rompió el silencio. Luego atacó a patadas la mano de Christian, que tuvo que soltar la pistola por la intensidad de los golpes. Al momento, ella se tiró al suelo, detrás del congelador y desenchufó el cable de la corriente. Morgado se sobrepuso con un esfuerzo terrible, producto de su ira, y volvió a coger el arma, que no había caído muy lejos. Se acercó a ella, que aún estaba en el suelo, hasta quedar a unos centímetros, la agarró del pelo con fuerza y puso la pistola en su cabeza con el rostro crispado de ira y de dolor.
—Eres una verdadera puta, Valentina. Eres como todas. Una zorra. Una verdadera zorra. —Tiró del pelo con odio hasta doblarle la cabeza hacia atrás—. Me has decepcionado. Pensé al fin que había encontrado una mujer a mi altura, pero ya he visto que no era verdad. Ahora te reunirás con «tu amado». ¡Hasta nunca, Valentina!
El dedo de Morgado se crispó en el gatillo y Valentina escuchó el inconfundible ruido del seguro. Iba a matarla. Miró a Sanjuán con desesperación, casi a modo de despedida. Por lo menos, lo había intentado. Cerró los ojos, dispuesta a morir.
—¡Alto, policía! ¡Tira la pistola o te mato ahora mismo! ¡TIRA LA PISTOLA, AHORA!
Velasco, un metro pasado el umbral de la puerta, apuntaba a la cabeza de Morgado, y Bodelón, a su pecho. Morgado no dudó: disparó sin pensar y se movió con una agilidad inusitada, dándole en el hombro al policía, que, impulsado por la fuerza del proyectil, cayó al suelo, haciendo trastabillar a Bodelón en su caída. Morgado, aprovechando aquel momento de confusión, volvió a levantar el arma, dispuesto a acabar con los dos policías.
Valentina instintivamente supo lo que tenía que hacer: cogió con rapidez el pesado atizador de la chimenea con las dos manos, se levantó, ágil como una atleta, y antes de que Morgado pudiese volver a apretar el gatillo, le hundió el hierro en la cabeza con todas sus fuerzas. Morgado cayó al suelo con la cabeza abierta por el golpe, la cara ensangrentada y rota en mil pedazos. Valentina se giró hacia el arcón con el atizador lleno de sangre en la mano y empezó a hacer palanca con el hierro para abrir la puerta.
—¡Bodelón, rápido, ayúdame a sacar a Sanjuán de aquí o morirá asfixiado! —gritó Valentina.
* * *
Sanjuán, en su semiinconsciencia, notó que de repente era capaz de respirar. Unas manos recorrían su cuerpo; sus muñecas doloridas, en carne viva, eran liberadas de sus grilletes. Escuchó voces. En ocasiones la somnolencia lo sumía en un pozo oscuro y a veces era capaz de agradecer un extraño calor que subía por sus helados miembros. No supo cuánto tiempo había pasado, pero el ruido de sirenas y la percepción lejana de que estaba en una camilla y que se movía lo acompañaron durante un buen rato. Una máquina emitía pitidos, y unos pinchazos parecían multiplicarse en sus brazos, que curiosamente ya no temblaban.
Un calor agradable penetraba por una de sus venas. Antes de perder el conocimiento creyó entrever el pálido rostro de Valentina inclinada sobre él.