[capítulo 80]: Redención

Martes, 21 de diciembre, 15:05

Sanjuán buscó el número en los contactos del teléfono. Por fortuna no había borrado el de Keith Servant. Dudó durante unos segundos. Empezó a hablar en alto, intentando aclarar sus vacilaciones.

—Esto es una locura. Un delirio producto de los celos. No puede ser verdad. ¿Por qué iba Morgado a matar a Lidia Naveira? No tiene ningún sentido. Pero… ¿por qué no dijo que la conocía? ¿Por qué no nos lo comentó en aquella comida?

Esperó nervioso, golpeando con un bolígrafo el escritorio de Lidia mientras escuchaba los pitidos de la señal. El inglés respondió con una exclamación en el momento en que se dio cuenta de quién lo llamaba.

—Por Dios, cuánto tiempo, señor Sanjuán. De verdad que estoy encantado de hablar con usted. Desde que estuvo aquí con la inspectora Negro no habíamos vuelto a saber nada y…

Sanjuán estaba demasiado ansioso como para ponerse a hacer presentaciones o ceremonias de saludo. Lo interrumpió.

—Servant. Escúcheme. Necesito un favor. O más bien dos favores. Ambos relacionados con el caso del Artista.

—Por supuesto, le ayudaré en lo que pueda ahora mismo. Pero… el Artista… —Su voz sonó muy sorprendida de repente—. ¿Ese caso no lo había cerrado ya la policía de La Coruña?

—En efecto. Pero es necesario aclarar algunos puntos que han surgido ahora… —Sanjuán puso su voz más persuasiva—. Necesito que averigüe si un profesor de la Universidad de A Coruña, Christian Morgado —lo deletreó—, estuvo en Londres impartiendo algún curso, o alguna ponencia sobre arte, cine… Londres o Inglaterra, da lo mismo… —Esperó a que Servant terminase de anotarlo todo para proseguir—. Y también me gustaría que me dijera con exactitud si hay alguna manera de saber si David del Valle se encontraba en Londres los días cuatro, cinco y seis de junio de este año. Pregunte, si puede ser, en el gimnasio, la empresa donde trabajaba… ya me entiende. Es muy urgente.

—No se preocupe, Sanjuán. Ahora mismo voy a ponerme a trabajar. En este momento estoy bastante liberado…

Sanjuán respiró hondo y cogió un Winston de la cajetilla. Se levantó y fue hasta la ventana, para no llenar el cuarto de humo. La asistenta ya se había marchado, y estaba solo en el piso.

Reflexionó si lo que estaba haciendo era el fruto de un pálpito real o producto del intenso odio que sentía durante aquellos instantes hacia Christian Morgado. Solo imaginárselo saliendo con Valentina le hacía temblar de rabia. Pero eso era culpa suya, no de Valentina, y menos de Morgado, que aprovechó la coyuntura que él mismo le había dejado en bandeja. Tenía que salir de dudas de una vez.

Cogió el móvil y llamó a Christian Morgado.

* * *

Morgado cambió de canal con cara de hastío y dejó el libro que estaba leyendo encima de la mesa de centro del salón. Lo esperaba una tarde sumamente tediosa. Valentina trabajaba hasta tarde y no se verían hasta el miércoles por la noche. Y él, de vacaciones, no tenía absolutamente nada interesante en qué ocuparse.

Se estiró. Iba a prepararse algo de beber cuando sonó su teléfono. No reconoció el número, pero la inconfundible voz de Javier Sanjuán resonó en el auricular al momento.

—¡Coño! ¿Sanjuán? ¡Benditos los oídos que te escuchan! Sanjuán escuchó aquel tono alegre y confiado, y lo maldijo en silencio.

—Qué tal, Christian. ¿Cómo te va la vida? —«Bastante bien, seguro, hijo de puta», pensó.

—Hombre, vamos tirando. Las navidades son siempre unas fechas muy aburridas, Sanjuán. Pero bueno… ¿Qué te trae por aquí?

—Pues… nada en realidad. Ayer di una conferencia en Santiago, y hoy me he pasado por Coruña para recordar viejos tiempos —vaciló un momento, luego se lanzó—. ¿Te apetecería tomar una copa? No hemos hablado desde el día aquel en que fuimos al pub aquel… Vela se llamaba, ¿te acuerdas?

—Pues claro que me acuerdo… Me encantaría, Sanjuán. Además, no tengo otra cosa mejor que hacer. Valentina trabaja hoy hasta las tantas y no le apetece salir de noche. Acabamos de volver de Oporto justo hoy por la mañana.

La puñalada trapera, no por esperada, menos dolorosa. Consiguió reponerse a duras penas.

—Genial, entonces. ¿Te recojo en tu casa? Yo estoy alojado en el Meliá. Puedo ir caminando hasta ahí.

—De acuerdo. Puedes subir a tomar algo, estaré en casa toda la tarde. ¿Qué hora es ahora? Las tres y media pasadas… puedes pasarte sobre las ocho y media más o menos, si te parece… Tengo un whisky buenísimo. Me lo acaban de regalar en una cesta de Navidad.

Sanjuán miró la pantalla del móvil con cara de circunstancias y pensó en las posibilidades que había de que estuviera cometiendo una locura. Tenía solo cinco horas para recibir noticias de Servant. Pero mientras esperaba, no tenía tiempo que perder.

Empezó a imprimir la crítica sobre Hitchcock del museo Pompidou. Luego cogió el libro de Trías y metió el retrato de Lidia al carboncillo entre dos folios para protegerlo. Todo fue a parar a su portafolio. Luego fue a la sala y cogió la bolsa de deportes donde estaba guardado el ramo de flores.

Escribió una nota a Manuel Naveira y la dejó en el recibidor:

«Creo que he encontrado algo. Mañana lo llamaré sin falta».

Luego cerró la puerta blindada sin hacer ruido y cogió el ascensor.

* * *

Intentaba concentrarse en la grabación del asalto al banco, pero Valentina no era capaz siquiera de fijar la vista en las evoluciones de aquellos atracadores con peculiares caretas de carnaval, como las de los Peliqueiros de Laza, que habían causado sensación en la comisaría. Suspiró. Por una parte quería que Sanjuán la llamara. Por otra, prefería que pasara aquel día cuanto antes para estar segura de que había vuelto a Valencia sin dar señales de vida. Se puso a rumiar, el bolígrafo mordido en la boca, mientras volvía durante un momento a recordar la funesta noche de San Juan, cosa que evitaba hacer siempre con absoluta tozudez.

La noche de la playa había conformado un antes y un después en su forma de afrontar las relaciones amorosas. Valentina se hartó. Había decidido cerrar su corazón a todo y a todos. Estaba hasta los cojones de confiarse para luego sufrir y recibir palos.

Y entonces apareció Christian.

Valentina se dejó llevar por unos sentimientos que le resultaron fáciles y complacientes. Con Chris no había dudas, ni falsedades, ni claroscuros. Todo era sencillo. Se gustaban, lo pasaban bien, sin más complicaciones. Era un hombre atractivo, divertido, culto, generoso. Y lo que era más importante: estaba colado por ella.

Se tocó el pelo y se retiró el mechón de la cara.

Volvió a mirar la pantalla del móvil con una punzada en las tripas. Algo muy en el fondo de su cerebro le decía que Sanjuán iba a llamarla. Y que no iban a ser buenas noticias.

* * *

Hotel Meliá María Pita, 19:45 h

Sanjuán esperaba, moviendo la pierna con los nervios a flor de piel. Los cigarrillos se agolpaban en el cenicero, y a pesar de que había tratado de ventilar infructuosamente, el humo empezaba a apestar la habitación.

Cuando sonó el móvil, pegó un respingo. Miró la pantalla. Era un número de una centralita británica. Lo cogió con rapidez.

Sanjuán empezó a apuntar en un papel todo lo que Servant le estaba narrando. Luego le pidió por favor que se lo enviara al fax del hotel con el papel timbrado de Scotland Yard.

* * *

Valentina vio el número de Sanjuán en su móvil y se quedó totalmente paralizada. Lo había borrado hacía meses, presa de la rabia y sobre todo para no caer en la tentación de llamarlo, pero lo recordaba perfectamente, estaba clavado en su memoria. «Lo sabía», pensó.

No fue capaz de contestar. Se quedó quieta, sin hacer nada, mirando la luz que se encendía y se apagaba al compás de la música, avisando de la llamada. Al cabo de un rato, paró.

Luego recibió la confirmación de un mensaje de voz, pero no lo escuchó. No pudo reunir el valor suficiente. La funesta sensación que llevaba en su pecho desde que había entrado en la comisaria se acrecentó de repente. ¿No le había bastado con destrozarle el corazón? ¿Por qué tenía que aparecer de nuevo cuando había alcanzado la estabilidad?

* * *

No le extrañó que no le cogiese el teléfono. Le había dejado un mensaje de voz. Pero era necesario que contactase con ella de alguna otra forma.

Escribió una nota manuscrita a Valentina y luego bajó a la recepción del hotel.

Un rato después, ya con todo lo que él quería hacer solucionado, bajó las escaleras del pórtico de entrada y cruzó la calle hacia el paseo marítimo, dispuesto a subir andando hasta la torre de Hércules. Eran las ocho y cuarto. En menos de veinte minutos podía llegar a la casa de Morgado.

* * *

Morgado contestó el telefonillo y vio a Sanjuán en blanco y negro en la cámara del portal. Esperó unos segundos, observándolo por la pequeña pantallita parpadeante. Luego apretó el botón gris, pensativo.

Sanjuán subió hasta el ático, en la planta sexta del moderno edificio de apartamentos. Su anfitrión lo esperaba ya en la puerta, y le ofreció una sonrisa del todo acogedora. Lo saludó con un breve gesto de la mano. Sanjuán se fijó en que estaba vestido como si fuera la falsificación perfecta de un profesor recién llegado de Oxford: pantalones chinos, camisa de franela, un jersey verde de pico de cachemir. Del perchero colgaban una chaqueta marrón de cuadros de tweed y una gorra a juego. Escuchó unos leves ladridos desde una habitación, y la pata de un perro rascó una puerta, intentando salir.

Al entrar en el apartamento el criminólogo no pudo evitar una punzada de envidia. Ya el recibidor estaba decorado con un gusto exquisito, casi minimalista. Las notas de color las daban los enormes cuadros figurativos y abstractos —nada de láminas— que ocupaban gran parte de las paredes pintadas de un blanco inmaculado, y un gran taquillón de anticuario. Lo acompañó a la sala de estar, cogiéndole el abrigo y colgándolo del perchero de madera noble.

Morgado había decorado el salón con una biblioteca enorme de color crema, llena de libros y una mesa de centro redonda de diseño; un sofá de lectura italiano y sillones tipo chaise longe de color chocolate. El televisor Loewe, montado en la pared, estaba en el fondo, y todo el suelo estaba cubierto de mullidas alfombras de color crema y marrón.

El salón acristalado estaba justo enfrente de la torre de Hércules. Cada vez que la linterna del faro más antiguo del mundo daba una vuelta para avisar a los barcos del peligro, iluminaba la estancia con una luz amarilla que resultaba acogedora, especialmente en noches de invierno como aquella. Morgado bajó la intensidad de la lámpara y la habitación quedó casi en penumbra, con un punto de luz añadido de otra lámpara veneciana que estaba en el suelo.

Se sentaron junto a una mesa baja, con vistas al exterior a través del gran ventanal. Sanjuán dejó una cartera de piel que llevaba junto al sillón italiano. Morgado se disculpó por los gemidos del perro, que había dejado dentro de una de las habitaciones para que no los molestase.

Sanjuán no pudo evitarlo: se fijó con disimulo en una foto que había sobre la mesa: Morgado abrazado a una Valentina que parecía sonriente y feliz delante de la basílica de San Pedro, en el Vaticano. Sintió un dolor lacerante durante unos segundos y se arrepintió de su curiosidad. Lo que él había podido tener y no había sido capaz de conseguir.

Morgado lo miró con extrañeza durante unos segundos y luego hizo un gesto para invitarlo a hablar.

—¿A qué debo el honor de tu visita, Javier?

—En realidad es un tema algo… complejo, Christian, pero confío en que entre los dos podamos aclararlo… —Sacó un cigarrillo…—. ¿Puedo fumar? —Ante el asentimiento de Morgado, encendió el Winston—. Antes que nada, permíteme que te felicite por lo de tu relación con Valentina, es una gran chica. —Sanjuán procuró decir eso con la mayor naturalidad, aunque un fuego abrasador lo consumía por dentro—, y creo que hacéis una pareja estupenda.

—Oh, ya te has enterado, claro… —Morgado sonrió—. Vaya, las noticias vuelan… Muchas gracias, Javier. Sí, es una mujer muy especial, la verdad es que estoy loco por ella. Es… ¿cómo decirlo?, fascinante: es fuerte y poderosa, pero al mismo tiempo tiene una feminidad arrebatadora… No hay muchas mujeres así disponibles y solteras. No iba a dejarla escapar… —Morgado fue hacia el bar que tenía instalado a un lado de la sala y sacó dos vasos de cristal grueso y una botella de whisky. Luego desapareció un momento en la cocina y volvió con los vasos llenos de cubitos de hielo. Le alcanzó uno y lo llenó de licor.

Sanjuán tenía que hacer grandes esfuerzos por conservar una cara plácida; no podía desviarse del guión, o todo se iría a la mierda en cuestión de segundos. Intentó convencerse de que su autocontrol estaba al ciento por ciento y le dio un buen trago al whisky de color miel, que le quemó la garganta.

Carraspeó.

—Sí, entiendo lo que quieres decir. Sabrás que Valentina y yo pasamos unos días muy intensos el pasado mes de junio, cuando investigamos el caso del Artista, y creo que llegué a conocerla bien, aunque no sea una persona demasiado transparente por lo que respecta a su mundo interior… Sí —suspiró—, es una mujer en todo punto admirable. Y una policía extraordinaria. Solo un necio no podría apreciarla en lo que vale, y tú, Christian, estás muy lejos de serlo, claro está…

—Vaya, gracias, Javier. Celebro que tengas un buen concepto de mí… —Christian estaba un poco desconcertado. No sabía exactamente lo que pretendía Sanjuán, pero pretendía algo, así que decidió averiguarlo, al tiempo que se dio cuenta de que podría divertirse un poco con aquel juego. Movió los cubitos en el vaso y continuó con su discurso:

—Por cierto, espero no ser indiscreto… pero he de confesarte, ahora que se han aclarado las cosas, que durante esos días estuve un poco celoso de ti… ya me entiendes, pensé que tú querías conquistarla, y que Valentina te correspondía… —Bebió un sorbo del vaso—. En fin, ya sabes, rivalidad entre machos alfa, la lucha por la hembra y el territorio… —Sonrió al decir eso—. Esas cosas que vemos en los documentales y que reconocemos asombrados que compartimos con casi todos los mamíferos… —Lo señaló con cara de satisfacción—. Javier, reconoce que estaba claro que ella no era para ti… Entiéndeme, quiero decir que ella sabe dónde pisa, y prefiere a alguien que pueda entenderla, que la acepte como es, pero que no se conforme con eso. Ella es poderosa y frágil a un tiempo, pero también necesita que alguien pueda llevarla a nuevas cotas de conocimiento, más allá de lo que haya aprendido en la policía, un mundo muy limitado, por otra parte, como tú bien sabes. —Morgado parecía lanzado, exultante, poseído por una extraña energía al hablar de Valentina.

Sanjuán, lejos de amilanarse, vio cómo se abría una gran grieta en el punto central de toda aquella perorata vanidosa que intentaba humillarlo, y decidió aprovecharla.

—Justamente quería hablarte de esto, Christian. Verás. —Hizo una pequeña pausa y sonrió—. Es cierto. Yo ya he aceptado que no soy el hombre adecuado para Valentina. Sí, tengo que reconocerlo, durante un tiempo creí que podía hacerla feliz, pero me di cuenta al fin de que no valgo para ese cometido. Sin embargo, llegué a quererla mucho. Y todavía la quiero… aunque ya no me coge el teléfono —Sanjuán sonrió de nuevo, esa vez con tristeza—, y por eso me gustaría asegurarme de que está en buenas manos, ¿comprendes?

—Oh, ya veo… qué tierno… —Christian le devolvió la sonrisa, acompañada de un ligero toque de burla—, ¿te sientes responsable de ella o algo así, como un padre…? Lo entiendo perfectamente. Desde luego, ella te admira… —el tono de voz cambió, se hizo muy sutil—, ¿o debo decir admiraba? Es cierto —continuó Morgado—, aprendió muchas cosas de ti, y tú te preocupas por su bienestar… Me parece todo un detalle, Javier… es bonito. —Se levantó, divertido, y se acercó al ventanal—. ¿Te gusta lo que ves? Tengo una buena casa, mi sueldo me permite una vida digna y en el futuro heredaré terrenos y otras propiedades de mi madre… Y, por lo demás, la respeto y la quiero con locura, que es lo importante. No hace falta que te diga que es increíblemente hermosa… ¿verdad? —Sonrió sabiendo que estaba haciendo sangre—. ¿Es eso suficiente para ti?

Sanjuán acusó el golpe, pero se rehízo y vio el momento de profundizar. Había lanzado el capotazo y el toro había embestido, poniéndose en posición. Se levantó y se puso cerca de él, junto al ventanal. Detrás del cristal se podía ver el mar en calma. La luz del faro seguía con su canción intermitente, iluminando la cara de Morgado con un contraluz dramático.

—Oh, todo eso me parece formidable, sé que puedes darle una vida muy agradable y muy interesante… Especialmente eso, interesante —recalcó—: tú eres un hombre muy culto y divertido, Christian. Eso es bueno para ella. No es eso lo que me preocupa. Lo que realmente me preocupa, profesor… —Sanjuán endureció la voz de repente—, es saber si Valentina une su destino al de un asesino.

Morgado, que sonreía plácido y frívolo, mudó su rostro, incrédulo, en una mueca de pura estupefacción. Tardó unos segundos en contestar.

—¿Un… asesino? ¿Qué coño estás diciendo, Sanjuán? —Entonces lo nombró por su apellido, detalle que el criminólogo registró con satisfacción.

—Has escuchado perfectamente lo que he dicho. —Se acercó un poco más, sus rostros estarían a unos cincuenta centímetros. Sanjuán empezó a recalcar como un salmo las palabras—. Un asesino, un patético y cruel asesino de mujeres indefensas.

Mientras Morgado estaba sin capacidad de reacción, Sanjuán recogió la cartera, que estaba a dos pasos, y sacó unos papeles.

—¿Reconoces este dibujo, Christian? —le espetó, al tiempo que le mostraba el retrato de Lidia hallado esa mañana en su habitación.

Morgado entendió, de súbito, que se hallaba en una situación de extremo peligro, y decidió aplicarse y retomar el control cuanto antes.

—¿Debería…? ¿Por qué? ¿Quién es…?

—Vaya… Me extraña que dudes. ¿No recuerdas a Lidia…? No lo entiendo, juraría que lo que tengo en la mano es un dibujo tuyo…

El faro iluminaba la palidez de Morgado, cada vez más evidente.

—¿Mío…? ¿Por qué tendría que ser mío…? ¿Estás de broma?

—Porque eres un pintor excelente, Christian. Eres capaz de reflejar el alma de las mujeres con muy pocos trazos… Es extraño que no hayas podido triunfar como artista… Y ahora cuéntame… ¿Por qué nos ocultaste que conocías a Lidia Naveira?

Como Morgado no articulaba palabra, siguió Sanjuán, implacable.

—¿Esto tampoco te suena? —Sanjuán extrajo una fotocopia del portafolio, y leyó—: «Espero que disfrutes de este libro. Un beso muy grande, guapa». Y curiosamente… ¿quién lo firma?… ¡Pues tú, cretino! Lo firmas tú, joder. —Lo dijo con rabia, mostrándole la fotocopia del autógrafo de Morgado en el libro de Trías sobre Vértigo.

Sanjuán lo cogió por las solapas, indignado y furioso. Indignado porque ese hijo de puta había matado a Lidia y con toda probabilidad también a Raquel, y furioso porque estaba acostándose con Valentina, él, un jodido asesino de mujeres, cuando debería ser suya. En esos momentos quiso hacerle patente el dolor de las víctimas, su justa ira que clamaba desde sus tumbas. Era un amante despechado a causa de su cobardía, pero también era un hombre que reprochaba los crímenes de la bestia a su cara. Todavía agarrado por las solapas, lo empujó hacia la pared, haciendo caer un jarrón con pinta de ser muy caro al entarimado perfectamente pulido.

—¡Y tú la mataste, hijo de puta, para demostrar lo jodido gran artista que eres!, ¿verdad? ¡Y luego a Raquel! ¡¿Pero qué coño tenías contra ellas…?! Era por Mendiluce, ¿verdad? Eran mujeres de Mendiluce y por eso tenían que morir, ¿no? —Como Morgado, las venas henchidas en el cuello, no decía nada, aunque sus ojos emanaban destellos de fuego, Sanjuán prosiguió—: ¡Di algo, maldito cabrón! ¿Cómo convenciste a Del Valle para que te siguiera el juego…?

Entonces Morgado reaccionó, se sacó de encima a Sanjuán de un empujón y se recompuso la ropa. Empezó a hablar con la voz agitada, pero rápidamente retomó el dominio de sí mismo.

—Sanjuán, eres un jodido paranoico. ¡Y ese jarrón valía una pasta, coño! ¡A ver si tienes más cuidado!

Al ver que la expresión furiosa de Sanjuán no desaparecía, Christian Morgado se quedó pensativo unos segundos y al final concedió.

—¡Sí, de acuerdo, Sanjuán…! ¡Conocía a Lidia! Pero yo no la maté, por supuesto… —Estaban los dos antagonistas de pie, pero más distanciados, Morgado dando unos breves paseos por la habitación—. Y en cuanto a Raquel, ¿qué coño tengo que ver con ella? Escúchame, Sanjuán. En fin, es un poco engorroso hablar de ello… Yo… verás, tuve un lío con Lidia… —bajó sin querer el tono de su voz—; era una locura, ella tenía solo dieciséis años, yo treinta y dos, compréndelo… ¿qué habría pensado la policía si se lo hubiera dicho? ¡Habrían armado un revuelo, se habría sabido y me hubieran expulsado de la universidad…! ¡Eso es todo, coño, me tiré a Lidia…! No seré el primero… ni tampoco el último que se acuesta con una alumna jovencita… —Y su cara adoptó un gesto de placer prohibido—. Y, por Dios, Sanjuán… que era adorable. Te lo juro.

Sanjuán calló durante unos segundos. Luego levantó la voz en tono jovial.

—Eres genial, Christian… Está bien, te creo. —Se dio cuenta de que Morgado había salido del abismo, así que decidió elegir una nueva estrategia, más relajada—. ¿Dónde la conociste?

—¿Eh…? Pues en un curso que di abierto, sobre el arte y temas misteriosos, ya sabes, esas cosas que gustan a mucha gente variada y mucho más a las adolescentes sensibles… Esas clases dan dinero a la Universidad porque se matriculan muchos alumnos, y ella se apuntó. Nada nuevo.

—Ya. ¿Era sobre Hitchcock? Lo digo por el libro de Eugenio Trías que le firmaste…

—Bueno, no solo, pero sí, habla un apartado importante sobre Hitchcock… ella no lo conocía demasiado, pero vimos un par de películas en el seminario, Vértigo y Frenesí, y quedó fascinada…

—¿Fascinada? Vaya, un maestro obsesionado extendiendo su evangelio… —Sanjuán tomó su cartera y sacó una nueva hoja, se acercó a Morgado y la apretó contra su pecho, al tiempo que recitaba de memoria una parte del texto de la crítica que había leído anteriormente en internet:

—«El arte y el crimen se han unido en un todo inextricable, y se produce una explosión avasalladora de placer sin adjetivos morales, porque la verdad de lo sentido está por encima de cualquier otra consideración».

De nuevo endureció su voz.

—No me jodas, Christian, no soy un vulgar madero a quien puedes marear con tus artimañas. «Placer sin adjetivos morales», ¿no se trata de esto? Aprovechaste tu cuenta pendiente con Mendiluce para crear tu propio arte, ¿no? Matando a sus mujeres ¡Querías demostrar a todo el mundo lo jodidamente bueno que podías ser! ¡Se trata de eso, ¿no?! —Morgado no dijo nada. Sanjuán estaba otra vez lleno de ira, dando vueltas a su alrededor como un león enjaulado y furioso—. ¡Hitchcock se contentó con simular la muerte, con trascender la moral para lograr el gozo absoluto, pero solo en las películas, cabrón, él era un artista, no un asesino…! Tú quisiste ir más allá, crear arte con la misma muerte, traspasar el límite de toda creación y sentir la experiencia del artista y del asesino a la vez, ¿no? ¡Contéstame de una vez, hijo de puta!

Pero Morgado no picó, volvió a separarse de Sanjuán, y le dijo con tono educado:

—Lo lamento, Sanjuán, pero me temo que esta conversación ha terminado. Vete con tus ideas paranoicas a quien quiera comprártelas. Todo esto está muy bien para tu programa de televisión, pero nada de lo que dices se sostiene por ninguna parte. Creo recordar que salió en la prensa que el ADN del Artista encontrado en la escena del crimen coincidía con el de Del Valle.

Sanjuán sabía desde que concertó la cita con Morgado que eso era verdad. No había ninguna prueba que lo incriminara directamente. Del Valle había confesado las muertes de Lidia y de Raquel; se había hallado un cabello de aquel en la escena del crimen de Frenesí; nadie podía presentar una sola prueba concluyente de que Morgado fuera el asesino de esas dos chicas. Y no condenan a nadie por negar que se conoce a alguien que sí se conoce.

Por ello Sanjuán decidió jugarse el todo por el todo.

—Está bien, Christian. Lo reconozco. Soy un paranoico… Pero no me negarás que la Valentina inspectora de policía encontrará muy interesante que tú negaras conocer a Lidia, y que además te la tiraras cuando tenía dieciséis años solamente… Y que Iturriaga, el fiscal Olmos y el juez López-Córdoba verán con mucha suspicacia tus opiniones encendidas sobre Hitchcock, y en particular tus comentarios de Frenesí… cuando una de las escenas del crimen del Artista es precisamente el asesinato más sádico de esa película… Qué casualidad, ¿no? Así como que yo recibiera un cuadro que representa a la heroína de Vértigo con la cara de Raquel… ¡Qué casualidad también que Lidia tenga un libro sobre esa película con tu autógrafo…!

—¿Un cuadro…? Vaya, no sabía nada de eso —Sanjuán creyó percibir un deje mínimo de sarcasmo en esa respuesta de Morgado…—. Pobre. Debió de ser muy duro para ti… —Morgado caminó imperceptiblemente hasta la puerta del salón y le cortó la salida a Sanjuán con su cuerpo.

—No, claro, no sabías nada… —Sanjuán se dio cuenta de esa maniobra, pero no podía hacer otra cosa que seguir con su plan; ya no había vuelta atrás—. Pero en fin, y esto es lo mejor… toda la policía se morirá de risa a mi costa cuando sepa que estuviste en Londres un semestre y… ¡oh, otra casualidad!, ¡allí tuviste como devoto alumno a David García del Valle! —dijo eso mostrando la copia mandada por Scotland Yard de un listado de alumnos en el curso impartido por Morgado—. ¡Sí, Christian, todos se morirán de risa y me tomarán por loco…! —Sanjuán seguía a Morgado, quien ya estaba cerca de una cómoda sobre la que reposaban costosos marcos de fotografías, repujados en plata maciza, pero que se detuvo un instante al oír esto último—. ¡Y acabarán de partirse el culo —Sanjuán volvió a elevar y endurecer de voz—, maldito hijo de puta, cuando sepan que Del Valle no pudo matar a Lidia porque esos días estaba trabajando en Londres…! —Y le enseñó un nuevo fax de Keith Servant, moviéndolo con violencia en el aire, delante de las narices del profesor de arquitectura.

Morgado ya no dudó más. Metió la mano en el cajón de la cómoda y extrajo de él una pistola, con la que encañonó a Sanjuán de inmediato, sin vacilación.

—Sanjuán, no voy a dejar que me jodas más, la conversación ya me está tocando los cojones, y perdona por la expresión. —Sanjuán miraba el cañón que le estaba apuntando—. ¿La pistola? Por favor. Me subestimas. Se te ve venir a kilómetros… Te felicito, sabueso. ¡El gran Sanjuán! Al final ha resultado que de verdad eras muy listo, como decían por ahí… pero me temo que vas a quedarte con las ganas de que otros se enteren… —Por un momento sintió pánico, se acercó a Sanjuán y se puso a registrarlo como un loco, en busca de un micrófono oculto. Al no hallarlo, suspiró, aliviado—. Vaya, has venido aquí a pelo… Vienes por tu cuenta… ¿por qué? ¿Por qué no has ido a la policía si sabías todo eso?

Sanjuán, resignado, se encogió de hombros.

—¿Quién iba a creerme? El caso del Artista ya estaba cerrado… Del Valle confesó las muertes… Y Valentina, es cierto, no está loca por verme…

* * *

Una policía alta, de pelo rapado, entró en la sala y preguntó por la inspectora Negro. Valentina se levantó de su silla y se aprestó a firmar la carta, que miró con extrañeza. La abrió.

El corazón le dio un vuelco. Era de Javier Sanjuán.

«Valentina, supongo que estarás sorprendida de leer esta nota, aunque quizá supieras que venía a Santiago por los periódicos. Sé que me porté como un cretino integral, pero ahora no pretendo tratar ese tema. Hay algo mucho más importante. Pasa por mi habitación del Hotel Meliá, AHORA. Por favor. Es MUY urgente. He firmado una nota autorizándote a entrar. Si te das prisa en estudiar con atención lo que te he dejado allí, quizá te dé tiempo de encontrarme con vida…

Javier Sanjuán».

Valentina leyó la nota con los ojos abiertos de asombro. Se fijó sobre todo en la última frase: «… Quizá te dé tiempo de encontrarme con vida…».

¿Qué quería decir aquello? La releyó con calma. No parecía ninguna broma. ¿Por qué estaba en peligro?

Se decidió a escuchar el mensaje de voz.

Unos minutos después, Valentina corría escaleras abajo hacia su moto.

* * *

Llegó a la recepción del hotel con semblante preocupado y enseñó su placa, explicando a su vez que quería entrar en la habitación de Javier Sanjuán, aunque no hacía demasiada falta. Su uniforme la precedía, eran conscientes de que Sanjuán había dejado una nota autorizándola, y su expresión de gravedad hizo que la recepcionista la atendiese sin perder un momento. Llamó a un camarero del hotel, que le acompañó a la habitación y abrió la puerta.

Valentina dio unos pasos hacia las mesas que estaban contra la pared. Sanjuán había quitado la lámpara y las había juntado para crear una especie de altar.

Había dispuesto para ella un extraño montaje que no era capaz de entender.

Lo primero que le llamó la atención fue un retrato al carboncillo. Lo cogió y lo miró con atención. No estaba completo, pero era suficientemente bueno como para ver las facciones de Lidia Naveira perfectamente dibujadas.

«¿Un retrato de Lidia? ¿De dónde lo ha sacado?».

Valentina analizó el dibujo durante unos instantes, sopesando con extrañeza si aquel carboncillo tenía algún significado especial. Algún significado que a ella, de momento, se le escapaba por completo. Lo dejó sobre la mesa con cuidado.

Luego miró las flores, dispuestas sobre un folio blanco. Las reconoció al momento. Las había estudiado durante días. «Rosas de mayo, amapolas, nomeolvides, violetas». No. No podía ser cierto. Leyó una nota que Sanjuán le había dejado en la parte inferior del folio:

«Este ramo llevaba varios días en la lápida de Lidia. Manuel Naveira te llamó ayer, pero creo que estabas en Oporto».

En Oporto. ¿Cómo se había enterado Sanjuán? ¿Habría llamado a la comisaría?

Valentina notó que la opresión en su pecho crecía y crecía hasta casi impedirle respirar. ¿Qué significaba todo aquello?, el Artista estaba muerto, había visto su cuerpo en el depósito de cadáveres.

Cogió el libro Vértigo y pasión. Vértigo. El retrato de Raquel. Carlotta Valdés. Lo abrió por la primera página y leyó la dedicatoria.

Valentina tuvo que sentarse en la silla cuando el nombre de Morgado saltó hacia sus ojos como una brasa incandescente.

Con las manos temblorosas, cogió el recibo del curso y lo leyó, recorriéndolo con la mirada de arriba abajo una y otra vez para cerciorarse de que aquello era verdad. Lidia Naveira en un curso de Chris en el MACUF. La conocía —notó cómo se abría el suelo bajo sus pies—, Chris la conocía y nunca se lo había dicho. ¿Cabía la posibilidad de que hubiese mucha gente en ese curso y no la recordara? No, él tenía una memoria casi fotográfica, ¿cómo olvidar a una chica pelirroja y tan llamativa? Leyó los términos de la matrícula, «máximo veinte personas», imposible. La conocía.

Su corazón iba cada vez más rápido. «Hitchcock y la Coartada para el Placer Innombrable». Su cerebro procesaba a toda velocidad, convertido en un puzle macabro de piezas que parecían dar vueltas y vueltas hasta encajar en una figura nueva y terrible.

Cogió aire con ansia y siguió por orden. Sanjuán había dispuesto todo in crescendo para hacerle comprender con claridad el camino que estaba siguiendo.

«La influencia de los prerrafaelitas o los simbolistas en la mujer glacial hitchcockiana ha sido estudiada ya muchas veces. Sin embargo, yo me quedo con la imagen helada de Kim Novak en la bahía de San Francisco, una Ofelia moderna rodeada de flores destinada a la tragedia por culpa de su destino cruel…».

La crítica de Chris de una exposición en el Centro Pompidou. Ofelia y Vértigo. Los prerrafaelitas. Pero no. No tenía lógica. Esa conclusión era la conclusión normal y corriente de cualquier crítico de cine amante de los prerrafaelitas, no de alguien sospechoso de… Intentó relajarse, convenciéndose a sí misma de que todo aquello tenía que tener una explicación sencilla, tranquilizadora.

Aún quedaban dos faxes.

Valentina vio el membrete de Scotland Yard y el nombre de Keith Servant. Empezó a leer con la ansiedad dibujada en su cara.

«… En las fechas que me ha consultado, efectivamente, David García del Valle estaba en Londres. Lo he comprobado en dos frentes: la empresa con la que colaboraba, que afirma haber estado en contacto con él durante todos esos días, presencialmente, y con el dueño del gimnasio, que asegura sin duda alguna haber ido a cenar con él y con otros después del entrenamiento ese fin de semana. Hay fotos de la cena, por lo que parece».

«Podía haberle dado tiempo de ir y volver… en un vuelo…». Valentina estaba procesando todo a gran velocidad, imaginando opciones diferentes a la terrible conclusión que se desprendía de la exhibición que le había preparado Sanjuán. «¿Cómo se me pasó comprobar esas fechas? No puede ser. ¿Cerramos el caso sin cotejar las fechas?», se preguntó, incrédula.

El último fax constaba de dos páginas. Valentina se enfrentó al papel con absoluto pavor. Evans contestaba afirmativamente a otra pregunta de Sanjuán.

«Sí, en efecto. Christian Morgado estuvo en Londres varias veces. Por ejemplo, participando en 2008 en una mesa redonda en la Universidad de Londres sobre “Tendencias Pictóricas en el Arte Actual: ¿Un Camino sin Salida?”. Una conferencia en el Barbican Center sobre Alfred Hitchcock y el arte, y lo más importante: impartió al año siguiente en la University of The Arts un seminario sobre pintura realista española del siglo XIX… le adjunto la matrícula de Héctor del Valle, Sanjuán».

Valentina leyó, estupefacta.

«No sé qué quiere decir todo esto, pero, Sanjuán, está usted en lo cierto. Del Valle no pudo matar de ninguna manera a Lidia Naveira».

Valentina cogió el teléfono y llamó a Christian Morgado.

No obtuvo respuesta.

* * *

—Por lo menos, satisface mi curiosidad… ¿qué hiciste para convertir a Del Valle en un asesino? ¿Por qué querías vengarte de Mendiluce?

Morgado seguía apuntándole. Asintió y empezó a hablar sin perder de vista a Sanjuán, que había levantado las manos en señal de rendición.

—Bueno, fue todo muy casual… El hijo de puta de Mendiluce me hizo una mala jugadita de las suyas… Impidió que me dieran el puesto de director del Centro Galego de Arte Contemporánea que todos habían ya acordado que iban a concederme, para enchufar a una de sus amantes, y luego se dedicó a putearme, denigrándome e impidiendo que las principales galerías expusieran mis cuadros… ¿entiendes? —Los ojos de Morgado adquirieron un extraño brillo—. Impidió que mi arte se conociera… Nunca me perdonó que fuera demasiado crítico con una exposición que él montó sobre «Nuevos Valores del Arte Gallego». ¡Ja! Toda la bazofia de artistas ungidores de políticos oportunistas, todos los estómagos agradecidos estaban ahí… La mayoría de las obras eran pura basura, pero eran trovadores de los que tenían el dinero, y ahí estaban todos recogiendo el fruto de su falta de escrúpulos… Yo creía en esa época que la gente sabría apreciar el arte en mayúsculas, pero Mendiluce resultó tener mucho poder… y a la gente le importaba el arte un carajo, la verdad. —Sanjuán vio un segundo de infinita tristeza en su rostro—. Ya movía voluntades y braguetas, sabía muchas cosas de mucha gente importante, y todos decidieron sepultarme en el anonimato. Mi vida artística se había acabado.

Sanjuán escuchaba todo aquel delirio con atención, captando toda la locura y la rabia que destilaban las palabras de Morgado.

—Entonces conocí a David en Londres, fue una casualidad, es cierto. Como los dos éramos de aquí, rápidamente nos hicimos amigos. Me contó su tragedia. Fue algo extraordinario, increíble. Una revelación. ¡Él también había sido una víctima de Mendiluce, su propio padre! Otro tipo de víctima, mucho más dañada, es cierto… En realidad me di cuenta de que estaba en el abismo de la locura, de la obsesión… Éramos hermanos de sangre: yo le inoculé más odio, mucho más veneno, tengo que reconocerlo… —Morgado apretaba con fuerza la pistola, el gesto crispado, reviviendo esos recuerdos, destilando ira otra vez—. Quería destruir a Mendiluce con toda mi alma. Y él se juramentó para ser el brazo ejecutor de la justicia divina.

Morgado se detuvo un momento, como transido por la magnitud de su idea. Luego continuó, orgulloso.

—Le propuse un plan: purificar mediante el arte el alma de las putas, recreando en la muerte sus imágenes favoritas. Cuando leí en internet a finales del año pasado que Patricia había sido hallada como Lucy, la protagonista de Drácula… entendí de inmediato que David había empezado a matar. Fui rápidamente a Londres: me contó que había descubierto que era una puta, que era como las mujeres que Mendiluce frecuentaba, como la ruina física y moral a la que había condenado a su madre, torturada y prostituida… Me contó todo esto llorando, con sus ojos llenos de ira, fuera de las órbitas. El pobre ya había traspasado el umbral de la cordura. Y vi entonces claro mi plan: él debía purificar las vidas de otras mujeres podridas, más aún, debía acabar con la vida de quienes dirigían el club de sado al que pertenecía Patricia, y yo mataría por él a las mujeres de Mendiluce, a aquellas de las que había gozado o utilizaba… y le prepararía el terreno para que matara a su padre, al fin cumpliendo su sagrada misión. Y al tiempo, ¡sí, Sanjuán, crearíamos auténtico arte! ¡Un arte nunca visto antes! ¡Si la ciudad se vendió a Mendiluce y denigraba a los artistas, yo les enseñaría a apreciar un ARTE NUEVO, con los cadáveres de sus hijas predilectas!

Sanjuán entendió todo al fin. Pero Morgado solo se equivocaba en una cosa. El abismo de la locura no solo había devorado a Del Valle, sino que también podía verlo ahora perfectamente en los ojos rebosantes de delirio de Christian Morgado, que lo miraban con el sello frío de la muerte pintado en los ojos de hielo.

Se preguntó qué diablos iba a hacer. Si Valentina no había leído su carta, estaba totalmente perdido.

* * *

Aparcó la moto en la calle de atrás del piso de Christian y dio la vuelta hasta el portal. Cogió la llave y entró. Luego subió en el ascensor hasta el ático.

Llamó al timbre, pero obtuvo el silencio por respuesta. Puso la oreja en la puerta. Nada. Abrió con cautela y metió la cabeza. El apartamento parecía estar vacío.

Valentina recorrió el pasillo y entró en la sala. Al momento notó el olor a tabaco. Christian no fumaba, por lo general. Se acercó al cenicero y vio la colilla de Winston Blue. Nadie que ella conociese fumaba Winston Blue… salvo Sanjuán, claro. Recordó que más de una vez se había metido con él por ello. Sobre la mesa había una botella y dos vasos medio llenos de whisky con hielo. Sin terminar. Como si se hubiesen ido de repente de allí…

Valentina recorrió la casa. Abrió la puerta a Lord Byron, que saltó para intentar lamerle las manos, lleno de alegría. Luego fue hasta la cocina. En el suelo, al lado de la nevera, había restos de cubitos de hielo casi fundidos. Hacía muy poco que se habían marchado.

Fue hasta el recibidor y vio sobre el taquillón unas gafas de sol que reconoció al instante, y en el perchero un abrigo azul que no era de su novio. Morgado no usaba gafas de sol de Prada. Cogió el abrigo. «Ni abrigos de Armani de esa talla».

«Quizá te dé tiempo de encontrarme con vida».

Las palabras de Sanjuán resonaron en su mente. Valentina empezó a interiorizarlo todo a la velocidad del rayo, mientras su pecho subía y bajaba poseído por un ansia brutal. Sanjuán había descubierto la horrible verdad: el asesino de Lidia Naveira no había sido Del Valle. Había sido Christian Morgado. Y por lo visto, había quedado con él en su propia casa.

Sanjuán la había llamado y ella no había querido coger el teléfono.

Dios. Dios. Imbécil. Era una imbécil. Morgado era el que los había guiado directamente hacia Pedro Mendiluce el día de aquella comida. Después con la becaria traumatizada por las fiestas del empresario. Morgado, mentor y amigo de Del Valle. Los dos eran cómplices en los asesinatos. Morgado era su contacto en Coruña, el que lo acogió, seguro, cuando volvió de Londres.

Y ella había picado como una principiante, babeándose ante sus atenciones desde el primer momento. Y después… después había salido con él. Su novio, su amante. El asesino de Lidia era su propio novio.

Y quizá también el asesino de Javier Sanjuán.

Era una verdadera imbécil.

Valentina corrió hacia el ascensor y bajó hasta el garaje. El Mini no estaba allí. ¿Dónde podía haberlo llevado?

Cogió la radio y llamó a Velasco.

—Velasco. Christian ha desaparecido. Sí, desaparecido, joder. Necesito un patrulla. ¡Escúchame! Está con Javier Sanjuán. No hagas preguntas, por favor. Es muy urgente, hay que encontrarlos cuanto antes. ¡Luego te explicaré, pero estad preparados para mi próxima llamada!

* * *

Ana Salazar estaba en el medio de la partida de mus en casa de su amiga Clarita Santurce cuando sonó su teléfono. Era Valentina. Podía esperar hasta el final de la mano.

Valentina cruzaba los dedos, de pie delante de la moto. «Por favor. Ana. Contéstame. Por favor…».

Ana iba a guardar el teléfono en el bolso. Miró su baza. No. No tenía muy buenas cartas, así que era un buen motivo para parar la partida.

Sonrió a sus tres amigas y señaló el teléfono móvil.

—Es mi futura nuera, chicas, voy a ver si al fin Christian se ha decidido a declararse. Ahora vuelvo. —Ana salió de la habitación y contestó a la llamada.

—Hola, Ana. Soy Valentina. Necesito ayuda.

—Dime, querida. —Le extrañó el tono urgente, cuando ella casi siempre era una chica relajada.

—No sé dónde está Christian. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Ayúdame, necesito encontrarlo ahora mismo.

—Pero mujer. ¿Chris desaparecido? ¡Qué va! Estará por ahí con algún amigote…

Valentina no quería asustar a aquella mujer a la que apreciaba, pero no vio otro camino.

—Ana, creo que Christian puede correr peligro. Ahora no puedo pararme a explicar lo que pasa, pero necesito que me ayudes. ¿Conoces algún lugar en donde pueda estar? ¿Algún sitio adonde él suela ir a refugiarse, a pensar…?

—Pero… querida… ¿No deberías de saberlo tú? Pensé que tenía más confianza contigo…

—Ana, no es momento para discutir eso. Necesito saber si Chris tiene algún sitio privado que yo no conozca. Es urgente. Tenemos que encontrarlo.

Ana pensó durante unos segundos. Notó el agobio en la voz de Valentina. Pero no se le ocurría nada.

—Piensa, Ana, por favor. Un lugar favorito de Christian. Algún sitio adonde le gustase ir de niño. No sé, alguna propiedad que tengáis además del chalet de Santa Cruz…

—Espera un momento. Sí, puede que esté en los terrenos que tenemos cerca de Santa Eulalia… ¿Conoces Montrove? Bien. Tienes que ir hasta Lians. Allí tenemos unos terrenos detrás de la capilla, en ese camino que va hacia el bosque. Mi marido se hizo hace años un refugio de madera adónde íbamos a hacer churrasco los domingos. Cuando murió mi esposo el sitio quedó bastante abandonado. Mira allí. A él le gusta mucho esa zona.

—Lians es muy grande, Ana.

—No tiene pérdida. Tú sigue por el camino que hay debajo de la capilla de Santa Eulalia de Lians. ¿Te das cuenta?… Recorres un kilómetro más o menos y tuerces a la derecha, hacia el bosque. Caminas unos cien metros por un camino de grava y encontrarás la cabaña con facilidad. Llámame cuando lo hayas encontrado.

Valentina colgó y se puso el casco. No tenía mucho más tiempo.

«¿En esa cabaña de Lians es donde escondiste el cuerpo de Lidia, Christian?».