La Coruña, martes, 21 de diciembre, 8:30 h
Cuando vio partir el Megane de su amigo Jorge, Sanjuán lanzó un prolongado suspiro y se enfrentó de nuevo a la puerta del hotel donde había pasado los días más intensos de toda su existencia. Allí seguía el portero con traje, y enfrente, la fuente de los dos surfistas, el paseo marítimo y el mar, que parecía alborotado e inquieto. Escuchó de nuevo el canto de las gaviotas, y se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos aquella ciudad.
Cogió su pequeña maleta con ruedas y entró en el hotel. Allí estaba la simpática recepcionista, que sonrió de oreja a oreja al verlo de nuevo, reconociéndolo. Le dio exactamente la misma habitación que había ocupado en junio, una individual para fumadores.
Cuando llegó, lo primero que hizo fue abrir la ventana y fumarse un cigarrillo, retomando las buenas costumbres. Se apoyó en el alféizar y se impregnó de la helada brisa marina y el penetrante olor a algas del océano Atlántico. Aquel olor le evocó recuerdos que se esforzó en reprimir con todas sus fuerzas, pero no fue capaz. La Coruña mostraba entonces su cara más triste, más amarga, más gris. Recordó el día en que rechazó a Valentina con total frialdad, en aquella cala de Mera. Hacía calor, las hogueras crepitaban y él había respondido a la pasión de aquella chica con la más absoluta cobardía. Y encima luego no había tenido los cojones de coger el teléfono y llamarla, aunque fuese para ver cómo estaba. La verdad, merecía con creces lo que le estaba pasando y más. Lo peor era que se daba cuenta de que, aun estando en la misma ciudad que ella, no era capaz de reunir el valor suficiente como para hablar con ella ni para tomar un miserable café. Terminó de fumar el cigarrillo y miró la hora. Tenía que ponerse en camino hacia la casa de Naveira. Menos mal que no estaba lejos.
Bajó a la calle y sintió la humedad y el frío invernal. Las luces de Navidad apagadas en los árboles del paseo producían un contraste melancólico a aquella hora de la mañana. Sacó de la cartera el papel donde había apuntado la dirección de Manuel Naveira. Por lo menos no tenía ni un poco de resaca, como había temido antes de quedarse profundamente dormido la noche anterior.
«Pedro Barrié de la Maza». Allí estaba la calle, bien cerca del hotel. Eran las nueve y veinticinco minutos, así que subió las escaleras que llevaban al portal de aquella casa. Llamó al timbre y le abrieron sin preguntar quién era. Sanjuán subió en el ascensor hasta el piso 6B. Manuel Naveira ya estaba esperándolo en la puerta, con un aire emocionado que conmovió al criminólogo.
Le dio la mano.
—Buenos días, señor Sanjuán. Gracias por venir… Gracias, de verdad. No sabe cómo se lo agradezco. Pero pase, por favor. ¿Un café?
—Buenos días. Y sí, agradecería un café, muchas gracias.
Sanjuán entró en el enorme salón, decorado con cierta ampulosidad. Se fijó en los cuadros de vanguardia que había colgados de la pared, en las macetas enormes con plantas exuberantes y en el árbol de Navidad adornado con muy buen gusto, con las luces de colores encendidas, que parpadeaban cada pocos segundos. Le extrañó ver adornos navideños en aquella casa silenciosa y llena de dolor. Se acercó al abeto, que estaba cerca de la ventana que permitía ver la playa del Orzán solitaria, por la que paseaba una chica que lanzaba la pelota a su perro.
Naveira entró con dos tazas de café con leche humeante y unas pastas.
—Dentro de dos días vienen mis hijos, gracias a Dios. Y familiares… No soporto tanta soledad. La casa se me viene encima. Pero sentémonos. El café está delicioso, ya lo verá…
Sanjuán tomó el café en silencio. Ya había desayunado en Santiago, así que no tomó más que una pasta. Manuel Naveira terminó, se levantó y cogió todo lo que había recopilado desde la muerte de su hija. Lo puso encima de la mesa, al lado de las tazas de café.
—Señor Sanjuán. Aquí tiene todo lo que yo he juntado desde el pasado junio. Imagino que no será nada diferente de lo que usted ha vivido de primera mano. —Su voz adoptó un tono de derrota, casi suplicante—. Verá, en realidad no estoy seguro de que pueda haber algo… Ayer me trastorné al ver el ramo de flores que le enseñé, pero esta mañana me he preguntado si no le había hecho venir en balde. Sin embargo, solo para quedarme un poco más tranquilo, le estaría eternamente agradecido si usted echara un vistazo. No quisiera tener la comezón de que dejé sin investigar todos los cabos, compréndame, se lo ruego.
Sanjuán asintió, comprensivo. En realidad había accedido con presteza a su petición más por ceder al sentimiento irracional de estar cerca de Valentina, aunque no pudiera verla, que por su convicción de que pudiera descubrir algo nuevo. El Artista ya era historia. Pero una vez ahí, ¿qué mal había en investigar un poco? También él había sentido meses atrás, cuando se resolvió el caso, una extraña inquietud en su interior que no supo explicar.
—No se apure, Naveira. Esto lo hago con gusto, tampoco tengo esta mañana otra cosa que hacer.
—Muchas gracias, Sanjuán. Ahora le llevaré a la habitación de Lidia.
Sanjuán lo acompañó por el pasillo hasta la habitación de Lidia. Estaba cerrada.
Cuando entró, la sensación de mausoleo lo golpeó como un mazo en el pecho. Olía a cerrado, como si solo se airease de vez en cuando. Era como si allí dentro el tiempo no fuese a transcurrir nunca más.
Naveira lo miró con intensidad e hizo una inclinación de cabeza.
—Tengo que irme a trabajar. Dentro de un rato vendrá la asistenta a limpiar y a hacer la comida. No lo molestará. Si quiere puede quedarse a comer, solo dígaselo. Yo por desgracia no podré acompañarle, he de atender una cita inexcusable. A la tarde, si puede y lo desea, después de las seis, podemos vernos. Lo dejo solo. Disponga de todo lo que quiera… Si necesita un ordenador, hay uno en la habitación de Lidia. Puede entrar sin contraseña.
—No se preocupe. Yo le llamaré para darle noticias, si no me encuentra cuando regrese.
* * *
Valentina abrió un paquete de patatas fritas con sabor a sal y vinagre y se comió un buen montón. Miró a Christian, que conducía muy concentrado, fijándose en los límites de velocidad con exactitud matemática.
—¿Quieres patatas? —Valentina le acercó el pequeño paquete azul—. Ayúdame o voy a comérmelas todas y me pondré como un tonel… Y dale un poco al acelerador, anda. Vamos muy despacio —le indicó acariciando su brazo, haciendo una mueca traviesa.
—Val, te juro que si me como una patata a estas horas de la mañana, me muero. Y no, no pienso ir más rápido. Ya no estamos en Portugal, lista. Puede pillarnos un radar móvil y no me apetece perder los puntos…
Valentina le dio un trago a su Coca-Cola zero y lo miró con una expresión indefinida. Luego sonrió de oreja a oreja.
—Cuando paremos a echar gasolina ¿me vas a dejar conducir a mí? —Soltó una carcajada al ver la expresión de Morgado—. Te recuerdo que entro a trabajar a las cuatro de la tarde…
* * *
Sanjuán repasó todo el legajo de la recopilación que había realizado Naveira, pero no encontró nada nuevo, o excepcional. Era todo lo mismo que habían investigado ellos con algún añadido de la prensa británica sobre Del Valle, entrevistas al dueño del gimnasio en donde se entrenaba, una foto de Patricia Janz con él… La asistenta lo sobresaltó cuando abrió la puerta de la calle, pero agradeció que le preparase otro café. Había pasado más de tres horas repasando todo aquel montón de documentos.
Volvió a ordenar el legajo y lo introdujo de nuevo en la gaveta.
Necesitaba tomar un poco el aire.
Sanjuán avisó a la asistenta y salió a dar una vuelta por el paseo. Buscó unas escaleras para bajar hasta la playa. Durante un buen rato paseó al lado del mar. La marea estaba bajando, y era agradable caminar por la arena compacta mientras escuchaba romper las olas con aquel sonido relajante. Estaba ya convenciéndose de que su trabajo de esa mañana no iba a dar ningún fruto; aquel ramo podía ser obra de cualquier obseso de los asesinos seriales, los que están todo el día navegando por esas webs de crímenes que hacían furor en internet. De hecho, había visto ya en la red a la venta camisetas con el retrato robot de Del Valle impreso y diferentes leyendas bastante originales sobre los crímenes, venta que Manuel Naveira había intentado detener sin éxito.
Se estaba engañando: estaba allí por Valentina Negro, por si surgía la más mínima posibilidad de ponerse en contacto con ella. A lo mejor encontraba algo nuevo, una disculpa para poder hablar, romper el hielo…
Una ola acarició sus pies y casi mojó sus zapatos, sacándolo de su ensimismamiento. Se dio cuenta de que había llegado hasta la Coraza. Respiró hondo y decidió dar la vuelta y volver de nuevo a la casa de Manuel Naveira.
La asistenta le abrió la puerta y Sanjuán pudo oler el embriagante aroma de la carne asada. Ella insistió en hacerle otro café, que pidió cortado y con dos terrones de azúcar.
Quedaba una última cosa antes de abandonar: decidió armarse de valor para entrar en la habitación de Lidia.
Una vez dentro, Sanjuán intentó no dejarse influenciar por aquel ambiente tan sobrecargado. No pudo evitarlo, corrió por completo las cortinas de color azul cielo y abrió la ventana, permitiendo que la brisa marina aireara aquella especie de catafalco y el sol iluminase toda la amplia estancia.
Se sentó encima del nórdico color crema, apartando un enorme perro de peluche, y se relajó. Había dejado la puerta abierta, así que el aire frío empezó pronto a circular, refrescando su mente.
En las paredes había varios posters de Lady Gaga y uno de Alejandro Sanz, firmado. Una foto de Ruth Beitia saltando en unos campeonatos informaba de su amor por el atletismo, y una lámina enmarcada del pintor Alma Tadema, de su amor por el arte. La mesilla de noche conservaba el despertador de dígitos luminosos y el vaso de agua, cuyo contenido se había evaporado hacía ya meses.
Sanjuán terminó de mirar las láminas y los posters y se acercó a la estantería blanca, que estaba llena de libros. A Lidia le gustaba la lectura, el arte… «Era una joven especial» pensó Sanjuán. Por eso le había gustado a Mendiluce.
Se fijó en que estaba ordenada por temáticas. Los libros de texto los tenía debajo de todo. Más arriba, un montón de libros sobre música, cine y arte, clasificados por tamaño. Sanjuán suspiró y cogió al azar uno de los libros sobre arte clásico.
Tenía mucho trabajo por delante.
* * *
Valentina besó a Morgado en los labios y bajó del coche para coger su maleta. Luego entró en casa. Miró el reloj: aún tenía tiempo de sobra para comer antes de entrar a trabajar por la tarde. Menos mal que había poco que hacer. Solo seguir investigando el robo de una sucursal bancaria, afortunadamente sin heridos, que se había producido una semana atrás.
Sonrió satisfecha mientras metía la pesada maleta dentro del portal. Le había encantado Oporto, una ciudad decadente pero espectacular. Y Christian había estado más atento y encantador que nunca. Y su hermano parecía al fin dispuesto a dedicarse a estudiar en serio desde que se había cambiado a una FP…
Por primera vez en muchos años, su vida parecía encaminada y feliz.
* * *
Sanjuán se dejó llevar por la intuición. No pensaba hacer una investigación criminológica de todo aquello. La policía ya había ido a aquella habitación a coger pruebas, analizar el ordenador, el diario, las redes sociales… Continuó buscando en la biblioteca de Lidia y cerró la puerta para ver los libros que estaban detrás. La bata rosa de la joven estaba colgada de la puerta y le impedía ver bien el resto de ejemplares. La quitó y la puso encima de la cama.
El retrato estaba pegado con celo detrás de la bata. Por eso no lo había visto antes, porque la puerta estaba abierta. Lo miró con atención: era un dibujo muy fino, exacto, un esbozo al aire a carboncillo que mostraba a Lidia sonriendo, con algunos mechones de cabello cayéndole por delante de la cara. Obra de un buen dibujante. Sanjuán lo despegó con cuidado de la puerta y lo llevó a la luz del sol.
«Estoy volviéndome paranoico yo también».
No podía evitarlo. Aquel dibujo le recordaba vagamente al cuadro de Vértigo que había recibido meses antes, el día de la muerte de Raquel. En realidad no tenía nada especial, pero la mano… los trazos, la forma del dibujo…
Lo dejó encima del escritorio de Lidia y se sentó en la silla a reflexionar.
«Si aquel retrato era realmente del Artista, ¿por qué no representaba a Lidia en una performance?», se preguntó. Se estrujó las meninges durante un rato, sin quitar la vista de los ojos en blanco y negro de Lidia, que lo miraban con dulzura desde el papel grueso.
Se repitió a sí mismo lo que siempre decía a sus alumnos: «Hay que hacer las preguntas esenciales». Si aquel dibujo era del Artista, y eso estaba por ver… era porque el Artista conocía a Lidia Naveira. Y la había dibujado del natural.
Entonces podía ser que el padre de Lidia tuviese razón y el asesino de la chica fuese un conocido de ella. No, no cuadraba. Porque la presencia de Del Valle en Coruña había resultado definitiva. Él había dicho a Mendiluce que había matado a Lidia y a Raquel. ¿Podía haberle mentido? ¿Por qué, por amor de Dios, iba a hacer una cosa así? ¿O quizá Mendiluce se lo había inventado? Era absurdo, no ganaba nada con ello: Lidia y Raquel eran mujeres a las que apreciaba. ¿Para qué iba a proteger a otra persona inventándose que el asesino muerto era el responsable de esos crímenes? Por otra parte, el cuadro que había recibido Mendiluce enviado por su hijo, esa Salomé tenebrosa, incluía en su arrepentimiento las iniciales de Lidia Naveira junto a las de Patricia y Sue.
Pero mientras hacía esas reflexiones no podía evitar verse asaltado por el presentimiento de que había tocado algo nuevo, algo diferente. Algo que no terminaba de sosegarse con la explicación conocida de los hechos. El ramo de flores. Aquel retrato. ¿Qué estaba pasando allí?
Volvió a la estantería y siguió repasando los libros.
Sección de cine. Una pegatina blanca con gruesas letras rojas en rotulador señalaba los ejemplares que trataban sobre historia del cine. A Sanjuán le complació el orden que había aplicado aquella chica a su biblioteca. Empezó a buscar algo que le llamase la atención.
Chaplin. No. Descartado.
Orson Welles. Tampoco.
Woody Allen… dudoso.
Alfred Hitchcock…
Sanjuán se fijó en que había por lo menos tres libros sobre Alfred Hitchcock. Luego vio, medio escondido, Vértigo y pasión, el ensayo de Eugenio Trías, y lo cogió al momento. Vértigo, la película del cuadro… Carlotta Valdés, Raquel pintada como Carlotta en el cuadro que le llevaron a su habitación. Se sentó en la cama, pasando hojas al tuntún. Lidia había subrayado varios párrafos. Más tarde los leería. De repente, un sobre blanco cayó al suelo.
Sanjuán lo cogió y lo abrió. Dentro había un díptico informativo y detrás, el recibo de una matrícula. Abrió el díptico y lo leyó con atención. Trataba sobre un curso de libre elección de la Universidad de A Coruña.
«El arte como puerta hacia el misterio».
Sanjuán siguió leyendo, su instinto cazador cada vez más agudizado.
«… Durante una semana, horario de tarde… se celebrará en el Museo de Arte Contemporáneo MACUF… Curso impartido por el profesor titular de la Universidad de A Coruña, Christian Morgado Salazar… febrero del año 2010…».
Morgado. Sanjuán leyó el nombre una y otra vez. Christian Morgado. Morgado nunca dijo que conociese a Lidia Naveira… ¿Qué quería decir aquello en realidad?
Siguió leyendo el contenido del curso. Uno de los puntos estaba resaltado por un rotulador fosforescente amarillo.
«Hitchcock y la coartada para el placer innombrable».
Sanjuán respiró profundamente al leerlo, como si aquel título encerrase una puerta secreta hacia algo que no era aún capaz de entender.
Sin embargo, el recibo de la matrícula a nombre de Lidia Naveira era un hecho objetivo. Lidia y Morgado se conocían.
Sanjuán siguió buscando en el ensayo de Trías por si había algo más. Abrió la portada y encontró una dedicatoria escrita a bolígrafo con una letra elegante y rebuscada.
«Espero que disfrutes de este libro. Un beso muy grande, guapa».
La firma era del todo legible: C. Morgado.
* * *
Christian Morgado se puso el pantalón del chándal y una camiseta, para estar cómodo. Fue a la nevera, se sirvió un zumo de naranja y luego se acercó hasta su dormitorio. Allí abrió la pequeña caja fuerte que tenía escondida detrás del espejo de la coqueta y sacó un pequeño joyero de terciopelo. Al admirar el elegante anillo de oro blanco, diamantes y un zafiro que iba a regalarle a Valentina cuando quedase con ella para cenar el viernes por la noche, sonrió complacido. A lo mejor ella pensaba que era algo precipitado, pero él era de la opinión de que cuando algo funcionaba bien, no valía la pena perder más tiempo.
El pequeño estuche se cerró con un «plop». Volvió a introducirlo con cariño dentro de la caja fuerte.
Lo dejó al lado de un largo mechón de cabello rojo atado con un lazo de terciopelo negro.
* * *
Sanjuán encendió el portátil de Lidia. En efecto, como había dicho su padre, no tenía contraseña, se podía acceder sin mayor problema a internet. Sanjuán tecleó Christian Morgado y lanzó un pequeño gruñido. Más de mil entradas. Habría mucha paja que quitar de allí.
Durante un buen rato navegó entre cursos, seminarios de arquitectura, presentaciones de libros y un sinfín de críticas de cine y ópera que tenía que leer a toda velocidad para descartar. No sabía lo que estaba buscando, pero seguro que en algún lugar de aquel mar de información podría encontrar algún dato, algún detalle, algo que pudiese guiarlo hacia el punto que su mente de criminólogo estaba pidiendo a gritos identificar.
La asistenta lo avisó de que ya estaba la comida en la mesa, y Sanjuán decidió respirar durante un rato, relajarse, dejar que su mente se olvidara por un momento de aquel asunto. Se levantó y aspiró el olor del guiso de carne con agrado. La verdad era que tenía mucha hambre.
* * *
Valentina entró en su oficina con una sonrisa en el rostro que no pasó desapercibida a sus compañeros.
—¿Qué tal el finde, inspectora Negro? Estás resplandeciente…
—Bien, muy bien. De cine, Velasco. Me ha encantado Oporto, es una ciudad preciosa, pintoresca, decadente… y se come de maravilla.
—Ya. Una ciudad pintoresca. Por eso tienes el cutis tan brillante… es obra del pintoresquismo.
Valentina levantó una ceja y lo señaló con el dedo acusador.
—¿Qué intentas insinuar, Velasco? Son las cremas que acabo de comprarme…
Velasco aguantó una carcajada.
—Nada, no insinúo nada, inspectora. No tengo ganas de que me abra un expediente disciplinario… Por cierto, ayer por la noche Sanjuán dio una conferencia en Santiago, le he guardado el periódico para que lo vea. Pensé que le gustaría saberlo… —No pudo evitar decir esto con un sentido marcado de ironía, que Valentina captó al instante.
La inspectora palideció a ojos vista, y, sin querer, lanzó una mirada asesina a Velasco y a su periódico. Luego recuperó la compostura e intentó sonreír.
—¿Sanjuán? Vaya. Una pena. Justo ayer que yo estaba fuera…
Valentina Negro trató de no pensar demasiado en el hecho de que su corazón se había puesto a galopar furiosamente.
* * *
Sanjuán volvió a sentarse delante del ordenador de Lidia después de fumarse un cigarrillo en la ventana. Había comido rápido porque estaba deseoso de regresar a la habitación de Lidia, y se había llevado el café a la habitación para no perder más tiempo. Retomó su tarea de «buscar la aguja en el pajar», como la había bautizado, tecleando entonces Hitchcock-Morgado.
Esa vez no tardó demasiado en aparecer algo más sabroso. Una crítica de Morgado en La Gaceta de Galicia sobre la exposición del museo parisino Pompidou que había tratado sobre el director inglés. Sanjuán recordaba muy bien aquella exposición celebrada unos años atrás en el famoso centro. Concretamente en el año 2001. Era una maravillosa retrospectiva de Hitch en la que se analizaban las influencias del arte moderno y contemporáneo en sus películas, al igual que el impacto que estas habían tenido en las otras artes, particularmente en pintura, escultura y fotografía. La exposición contenía una sucesión deslumbrante de fotogramas, posters de películas, objetos personales del director, películas con su familia, todo ello junto a obras de arte modernas que mostraban influencias de su cine o que podían haber influido en él.
El título de la exposición: Hitchcock y el Arte: Coincidencias Fatales.
Sanjuán leyó con rapidez las teorías sobre la influencia de la iconografía romántica y victoriana en sus películas. Luego se detuvo en la célebre frase de Truffaut que citaba Morgado:
«Hitchcock filmaba los besos como si fuesen asesinatos, y los asesinatos como abrazos amorosos». Sanjuán se detuvo unos segundos. Empezaba a sentir una extraña sensación de agobio, un pálpito cada vez más oscuro, preciso, que le produjo incomodidad y miedo. Continuó leyendo, y esa vez era texto escrito por el propio Morgado:
«La influencia de los prerrafaelitas o los simbolistas en la mujer glacial hitchcockiana ha sido estudiada ya muchas veces. Sin embargo, yo me quedo con la imagen helada de Kim Novak en la bahía de San Francisco, una Ofelia moderna rodeada de flores abocada a la tragedia por culpa de su destino cruel…».
Sanjuán continuó leyendo, ya fascinado por completo.
«… Hitchcock se adelanta a nuestros deseos, más aún, nos enseña a no temerlos, a aceptarlos como algo propio de nuestra psicología, y podemos hacerlo confiados porque sabemos que tenemos la coartada de su arte inmenso para disfrutar sin sentirnos culpables o malignos. En esta exhibición en el Pompidou no solo descubrimos sabrosas influencias del mundo del arte que el director inglés asimiló y plasmó en el cine repetidamente mediante secuencias sabiamente construidas que potenciaban el suspense, sino que él mismo ejerció como creador de una moral autónoma al cincelar en puro arte expresiones supremas de la dominación mediante el crimen. En Frenesí, por ejemplo, el espectador se sobrecoge no tanto por el destino infausto de la pobre Brenda, la directora de la agencia de viajes que niega sus servicios a Robert Rusk, el asesino de la corbata, debido a sus gustos sexuales “extraños”, cuanto porque le permite entrever, por solo unos instantes, el gozo inmenso que debe de sentir aquel cuando penetra ese cuerpo soberbio de inglesa orgullosa y, anudando la corbata hasta el paroxismo, se apropia para siempre de esa escena de su vida. El individuo que asiste a esta liturgia, fascinado, se queda en estado de shock: el arte y el crimen se han unido en un todo inextricable y se produce una explosión avasalladora de placer sin adjetivos morales, porque la verdad de lo sentido está por encima de cualquier otra consideración».
Sanjuán repitió en alto la frase para sí.
«El arte y el crimen se han unido en un todo inextricable y se produce una explosión avasalladora de placer sin adjetivos morales, porque la verdad de lo sentido está por encima de cualquier otra consideración».
Y entonces lo comprendió todo.