[capítulo 78]: Santiago de Compostela

Santiago, lunes, 20 de diciembre, 13:00 h

El avión de Iberia se acercaba al aeropuerto de Santiago, y Javier Sanjuán se despertó cuando atravesó una zona de turbulencias. Faltaban veinte minutos para aterrizar, según pudo deducir cuando miró su reloj. «Bueno, aquí estoy de nuevo», pensó mientras sentía cómo una desazón profunda invadía todo su cuerpo. Aceptar esa conferencia en Santiago de Compostela, invitado por su amigo, el prestigioso catedrático de Psicología Jorge Sobral, no había sido una decisión fácil de tomar. Habían pasado más de seis meses desde que Sanjuán se viera implicado en la investigación del Artista, pero ese tiempo no le había servido para mitigar ni un ápice el sentimiento de fracaso con el que abandonó La Coruña.

El criminólogo se puso la mano en las sienes, todavía se sentía con resaca. La tarde y noche del día anterior había estado celebrando con sus amigos de Jávea las cercanas fiestas navideñas. Empezaron bebiendo piña colada en el Montgo-DiBongo, un célebre local situado en la fastuosa bahía, donde las noches de verano se hacían eternas junto al rumor reposado de las olas y la claridad de una luna, que podía tocarse con los dedos de la mano. Claro que era pleno invierno, así que la tertulia la hicieron en una terraza protegida del exterior, y luego la continuaron en un restaurante de tapas de exquisita calidad, La Trastienda, ya en el interior del pueblo. El vino tinto hizo su aparición junto con el foie y los quesos curados, y su amigo José Martínez, jefe de la Policía Local de Denia, quien había conocido muy bien a Raquel Conde en la época en que era la mujer de Sanjuán, le hizo una pregunta aprovechando que estaba a su lado, en un tono discreto.

—¿Cómo llevas lo de mañana? Quiero decir… ¿Tienes el corazón en su sitio, o vas a ir a ver si arreglas algo?

José comprendía el duro golpe que había recibido su amigo, tanto más por cuanto que durante algún tiempo después del abandono de Raquel y el posterior divorcio, se había preocupado por presentarle a diversas chicas, sin ningún éxito. Pero a Sanjuán esa pregunta lo dejó sin saber qué decir porque, francamente, su vida emocional había sido un auténtico caos desde que abandonara Galicia el verano pasado. Había intentado olvidar a Valentina con todas sus fuerzas, pero no lo había logrado ni un solo día. Había querido llamarla mil veces, pero nunca se atrevió. Todavía peor: muchas de sus noches habían sido pasto frecuente de pesadillas en las que caminaba por el pasillo vacío que llevaba a la oficina de Raquel y, al abrir lentamente la puerta de su despacho, se encontraba con la brutal imagen de su asesinato: los pechos sobresaliendo en la blusa pasada de moda, la lengua fuera de la boca contorsionada en una mueca de horror; los ojos abiertos mirando al vacío… Cuando quería escapar de esa prisión e imaginarse con Valentina, cuando podía abrir un poco de luz e interrogarse sobre su futuro, la respuesta que combinaba sus miedos y sus dudas conseguía finalmente oscurecerlo todo. Por no hablar del modo en que se despidió de Valentina, a la que prácticamente echó de su lado después de que hicieran el amor. ¿Qué mujer en sus cabales podría querer volver a tener algo serio con un impresentable como él?

Así que cuando terminaron en el local de tapas y regresaron a la playa del Arenal para seguir bebiendo en el popular Champagne, Sanjuán solo deseaba olvidar que al día siguiente tendría que coger un avión hacia un lugar muy cercano al que le encaraba a sus peores temores, y a pesar de que en ese lugar se enfrentó al Artista con éxito, no era el crimen lo que lo ahuyentaba, sino hallarse cerca de una mujer que lo había consternado por completo, y a la que él había ofendido de un modo patético. Así las cosas, Sanjuán se dejó llevar por los reflejos dorados que iluminaban la barra larguísima del local, coronada al fondo por un televisor de plasma. Contempló el variopinto grupo de ingleses, franceses, alemanes y españoles que llenaban el pub, se dedicó a contar chistes y a hablar en los diferentes idiomas exigidos en las diversas conversaciones… y no quiso acordarse de nada más.

* * *

—¡Jorge! —Sanjuán se acercó y le dio un abrazo a su amigo. Un metro ochenta, recio y una personalidad cincelada por su fino humor y su vasta cultura, Jorge Sobral representaba la cara más conocida de la Psicología Social en España, aunque su aplicación en el trabajo no le impedía disfrutar de los pequeños placeres de la vida, cosa que a Sanjuán le producía siempre una sana envidia.

—¿Cómo estás, querido? —Jorge lo ayudó con la maleta y lo acompañó al aparcamiento en el exterior—. Te agradezco mucho que hayas podido al fin venir. Amelia tiene muchas ganas de verte, y todo el mundo espera con expectación tu conferencia. Fue una pena que no nos viéramos cuando estuviste en La Coruña este verano, pero estaba en Brasil impartiendo un doctorado.

—Lo sé, Jorge, no te apures, me lo dijo Amelia. Además, apenas tuve tiempo para nada, ya sabes que el azar quiso que me metiera en la investigación del Artista —dijo Sanjuán, sin querer hablar mucho de esos días.

—Sí, lo sé, pero de eso tendrás que hablarnos en la cena, Amelia te matará si no lo haces —dijo con tono socarrón.

—En realidad yo no hice gran cosa… la policía de La Coruña hizo un trabajo extraordinario, créeme. —Se arrebujó en el abrigo azul marino de Armani—. Menos mal que llevas la capota del descapotable puesta, hará muy buen tiempo y todo lo que quieras, pero yo tengo un frío que me muero —apostilló, mientras subían al Renault Megane y se aprestaban a dirigirse a la ciudad.

* * *

Manuel Naveira llegó a su casa y deshizo el ramo sobre la mesa del salón, manipulándolo con mucho cuidado. Luego se sentó y se cubrió el rostro con las manos. Suspiró profundamente. No quería derrumbarse. No quería pensar en su hija muerta, en el estanque, ni en cómo su mujer lo dejó a los tres meses, muerta de pena, culpándolo de todo. No quería pensar en el significado de aquel extraño ramo de flores. Pero aquel pálpito extremo podía más que sus miedos y sus deseos. Volvió a mirar las flores. No podía ser verdad.

Se hizo un café descafeinado en la cocina y volvió a la desierta sala de estar. Cogió de una gaveta de plástico todo lo que había recopilado sobre la muerte de Lidia. Su vida se había convertido en una obsesión por aquel asesinato. Recortes con todas las noticias de los periódicos, los informes de la autopsia, todo lo que había tenido que ver con el asesino de su hija. Con el hijo de puta que se la había llevado, violado y torturado hasta arrebatarle el último aliento. Con la muerte del Artista pensó que la vida volvería poco a poco a tener un sentido para él, aunque esos seis meses habían probado lo contrario. Y en ese momento aparecía algo que le exigía de nuevo el esfuerzo de abrir una herida que nunca se había cerrado del todo.

No supo cuánto tiempo estuvo inmerso en aquel infierno de datos. De repente, se dio cuenta de que no había casi luz en la sala. Cuando terminó de repasar el montón de folios, fotografías y recortes, fue hasta la habitación de su hija y cogió un grueso libro de arte moderno. Buscó el cuadro de Ofelia y se sentó en el sofá con el tomo sobre las rodillas. Luego fue señalando las flores con el dedo, una a una, mientras las comparaba con las que descansaban sobre el papel de estraza. Al final leyó de nuevo el desglose de todas las flores que había debajo de la ilustración.

«Rosas de mayo, ortigas, margaritas, violetas, narcisos, amapolas…».

Un nudo en el estómago lo avisó de algo ilógico: aquellas flores coincidían casi punto por punto con las del cuadro. No todas, pero sí «casi» todas.

Notó que su corazón iniciaba una carrera hacia el abismo y corrió al baño a buscar un tranquilizante. Lo tomó frente al espejo y constató la profundidad de sus ojeras.

«Cálmate, Manuel. Esto es una broma de mal gusto, nada más. Te has vuelto un paranoico».

Puso la televisión para intentar distraerse. Sintonizó las noticias locales, en un gesto mecánico.

Cuando se dio cuenta, estaba con los ojos clavados en la pantalla. Vio la foto de Javier Sanjuán, el criminólogo que ayudó a resolver el caso del Artista. Iba a dar una conferencia en Santiago de Compostela justo esa noche.

«Sanjuán es el que colaboró en el caso de Lidia, el que ayudó a resolver el caso».

Se abalanzó sobre el periódico, que aún no había tenido tiempo de leer. Buscó hasta encontrar la reseña de la conferencia, que se celebraría en el rectorado de la universidad a las ocho de la noche: Aplicaciones de la Criminología Forense.

Tenía que ir a Santiago de inmediato. Si no podía hablar con la inspectora Negro, hablaría con el criminólogo que los ayudó.

* * *

Manuel Naveira dejó el coche en el parking de Xóan XXIII y cogió del maletero el ramo de flores, metido dentro de una pequeña bolsa de deportes. Luego se dirigió con paso rápido hacia el rectorado, esquivando a la gente que se apiñaba en la Rúa de San Francisco. Miraba el reloj con desesperación. Eran las diez de la noche: rezaba para que aún no se hubiese ido Sanjuán del edificio al terminar la conferencia.

Llegó sin aliento a la plaza del Obradoiro, que estaba iluminada por las luces de Navidad y bullía de paseantes que admiraban la catedral, peregrinos que celebraban el fin del año Xacobeo, estudiantes ociosos… flashes de cámaras aquí y allá, música de villancicos, niños paseando con sus padres, todo lo cual mareaba a Naveira, que se paró jadeante en el medio de la plaza, al ver al fin el palacio de San Jerónimo, sede del rectorado.

Cuando se acercó a la portada antiquísima, se le cayó el alma a los pies. Estaba cerrada a cal y canto. Se giró con rapidez hacia la Rúa do Franco; recordaba que por allí había otra entrada.

—¿La conferencia de Javier Sanjuán? —preguntó, jadeante, a una señora muy elegante, envuelta en una estola de zorro plateado, que hablaba en la puerta con un señor mayor de cabellos grises. Se fijó en que dentro había varios grupos de personas charlando.

—¿La conferencia? Acaba de terminar hace media hora. Lo siento. Ha estado muy interesante.

Naveira movió la cabeza con pesar, casi hablando para sí.

—Necesitaba ver a Javier Sanjuán con urgencia. Es muy necesario que hable con él.

El hombre mayor observó el apuro de Manuel Naveira y decidió ayudarle.

—Acaba de irse con unos amigos. Me comentaron que cenarían en un sitio que se llama A Tafona do Peregrino. El restaurante de un hotel que está en…

—No se preocupe. Sé dónde está, conozco el sitio —sonrió—. No tiene ni idea de lo agradecido que le estoy.

* * *

Manuel Naveira se paró delante de la puerta del restaurante A Tafona do Peregrino y miró hacia el interior. La acogedora iluminación dorada le dio fuerzas. Luego entró con decisión. Lo atendió una chica joven, agradable, que lo invitó a pasar a una mesa de las antiguas caballerizas de la tahona, convertidas en uno de esos restaurantes con encanto, tan apreciado por las guías turísticas que celebraban la calidad por encima de lo ostentoso.

—No, no voy a cenar. Estoy buscando a una persona. Si no le importa… será un momento.

Naveira lanzó una mirada rápida a los comensales y detectó con rapidez a Javier Sanjuán en compañía de una pareja. Ya habían empezado a tomar los postres y el café y hablaban animadamente. Se acercó a la mesa con cierta vacilación y se situó en el campo visual de Sanjuán.

El criminólogo lo vio y se quedó unos segundos perplejo. Aquel hombre le sonaba muchísimo… pero… ¿de qué? Se fijó en el pelo furiosamente rojo, como un vikingo, y cayó en la cuenta.

—Perdonad un segundo. —Sanjuán se levantó de la mesa y dio unos pasos hacia Manuel Naveira con la mano extendida. Lo había reconocido por el color de pelo.

—Usted es Manuel Naveira, si no me equivoco. El padre de Lidia.

Naveira asintió, apretándole la mano con fuerza.

—Sí, soy yo. No he tenido hasta ahora la oportunidad de darle las gracias en persona, señor Sanjuán. Cuando lo intenté… ya se había ido a Valencia.

—No importa, por Dios. Comprendo lo mal que lo debe de estar pasando… —Se fijó en la bolsa de deportes y luego en las manos de Naveira, que temblaban en exceso.

—Perdone que lo interrumpa en medio de la cena, Sanjuán. Necesito hablar con usted con urgencia, será solo un minuto.

—No se preocupe, estamos ya terminando el café… Siéntese con nosotros. Mis amigos son de plena confianza. Si quiere tomar algo…

Naveira negó con la cabeza, dio la mano a Jorge y a Amelia mientras Sanjuán se los presentaba, y se sentó.

—Solo será un momento. No quiero molestarlo. Quiero que se fije en este ramo de flores, por favor.

Naveira abrió la bolsa, sacó las flores y se las dio a Sanjuán, que las cogió con cuidado. Luego las examinó, pero con el papel de estraza no podía ver nada.

—Perdone un momento… —Sanjuán se levantó de su asiento, se acercó a una mesa vacía y desenvolvió el ramo, desperdigando todas las flores en el papel.

El tono de su voz cambió, se hizo más serio.

—¿Dónde ha encontrado esto? —Manuel Naveira fue hacia la mesa contigua, donde estaba sentado el criminólogo.

—Sobre la lápida de mi hija, esta tarde, aunque por su aspecto deben de tener cuatro o cinco días. ¿Qué le parece?

Sanjuán movió la cabeza y se puso las gafas para ver las flores con más detalle.

—Amapolas, rosas de mayo, violetas, nomeolvides… —Se quitó las gafas, el ceño fruncido—. Es el ramo de Ofelia.

—Eso es lo que yo pienso —Naveira suspiró y se relajó—. Por lo menos no estoy loco.

—Puede ser una broma de mal gusto… hay gente para todo.

«¿Quién podría hacer algo así, tan cruel, tan despiadado?», pensó mientras miraba a un Naveira que parecía cautivo de un alivio extraño. Por lo menos su conmoción al hallar el ramo en la tumba de Lidia estaba justificada: Sanjuán estaba también impresionado.

Naveira lo soltó de repente, todo seguido, sin parar.

—Señor Sanjuán. Yo… yo llevo mucho tiempo estudiando el asesinato de mi hija. Yo no creo que ese hombre, el hijo de Pedro Mendiluce, la matara. Siempre he pensado que fue alguien de nuestro entorno, alguien conocido. Nadie me lo quita de la cabeza. Alguien que la conocía y la siguió. No ese inglés. No me lo creo.

—Del Valle confesó los crímenes, señor Naveira… y no era inglés, era de aquí. —Sanjuán volvió a notar aquel trozo de cemento en el estómago que llevaba persiguiéndolo desde el asesinato de Raquel. Aquel extraño pálpito insidioso que había introducido Geraint Evans cuando discrepó de su teoría sobre el asesino.

—Sí era de aquí, pero había crecido en Londres, ¿no? Y además, Del Valle está muerto, Sanjuán. Muerto y enterrado. No confesó nada a nadie. Eso fue lo que se supone que le dijo a su padre.

—Encontraron ADN de David del Valle en la escena del crimen de Raquel Conde…

Naveira negó, los ojos entrecerrados.

—En el cuerpo de mi hija no encontraron nada.

—¿Le ha enseñado este ramo a la policía?

—No. Llamé hace un rato a la inspectora Negro, la encargada del caso. Me dijeron que hasta mañana por la tarde no se incorpora, está de libranza.

Sanjuán sintió una ligera turbación al escuchar el nombre de Valentina por primera vez en muchos meses.

—Bueno, pues sería una buena idea que fuera mañana a ver a la inspectora… Yo no sé cómo podría serle de ayuda en estas circunstancias.

—Sanjuán… sé que lo que voy a decirle va a parecerle una estupidez. Pero me gustaría que viniese a mi casa y viese todo lo que he recopilado sobre el caso. Y también que le echara un vistazo a la habitación de mi hija. Está todo como el día en el que desapareció. No he movido ni uno de sus libros…

Sanjuán se dio cuenta de la profunda desesperación que atenazaba el alma de aquel hombre desgraciado. No le costaba nada ir a su casa… salvo que, al hacerlo, tendría que volver a La Coruña, algo que temía y deseaba al mismo tiempo con todo su ser. Al fin pudo más el deseo.

—De acuerdo. Mañana por la mañana, si le viene bien, iré a visitarlo.

—Si puede estar a las nueve y media, sería fantástico. Luego tengo que irme a trabajar. Lo dejaré a su aire. Espere. Tome mi teléfono. Por si pasa algo.

Naveira recogió el ramo de flores, lo empaquetó de nuevo con el papel de estraza blanco y lo introdujo en la bolsa de deportes. Luego le dio la dirección de su casa a Javier Sanjuán, se despidió de los otros comensales y salió del restaurante.

No sabía por qué, pero sintió que su angustia intolerable le había dado una pequeña tregua por primera vez en muchos meses.

* * *

Sanjuán ya había relatado los hechos más sobresalientes a Jorge y Amelia durante la cena, satisfaciendo su curiosidad por conocer más de lo que habían podido saber a través de la prensa y la televisión. Amelia González era catedrática de Derecho, y Jorge lo era de Psicología, así que los dos hacían una pareja particularmente dotada para las preguntas incisivas y los comentarios inteligentes.

Sanjuán, que se había sentido lleno de una extraña energía al decidirse a volver a La Coruña y ayudar a Manuel Naveira, confió a sus amigos el secreto del extraño objeto que había llevado a este a buscarlo en Santiago.

—Es curioso… —Jorge escrutó a su amigo hasta el fondo—, pero si dices que vas a ir a Coruña es porque puede que ese hombre tenga algo de razón…

Sanjuán se quedó unos segundos en silencio. Amelia aprovechó para arrebujarse en su cazadora camel de cuero y sugerir un nuevo lugar para tomar una copa.

—Creo que el Dado Dada sería el sitio ideal para llevar a Javier, ¿no te parece, Jorge?

* * *

Salieron del coche. Eran ya las doce de la noche y hacía mucho frío, o al menos eso pensó Sanjuán, porque sus anfitriones no aparentaban sentirlo demasiado. Jorge llevaba un traje oscuro y una gabardina con la que él se hubiese congelado allí mismo, y Amelia vaqueros, un jersey azul marino ajustado, chaleco gris y un fino colgante de plata que colgaba de su pecho; sus botas negras de medio tacón se dejaban oír en la acera húmeda. Ambos formaban una pareja estupenda: el porte informal pero elegante de Jorge casaba bien con la belleza griega de Amelia.

Habían conseguido aparcar cerca del pub, así que no tuvieron que caminar demasiado. A Sanjuán le encantaba el jazz, y sus amigos lo sabían, así que se encontró a sus anchas en aquel tugurio de luz tenue, poca gente, fotografías en blanco y negro de grandes intérpretes y un hombre en el escenario del fondo que tocaba lánguidamente un saxofón.

Ocuparon una de las mesas más apartadas, y una vez pedidas las bebidas, Amelia miró a Jorge y decidió que tenía que darle una mala noticia a su amigo, cuanto antes mejor. Había escuchado con mucha atención el relato pormenorizado que Sanjuán les había hecho de todo lo acaecido durante esos días de vértigo, y dado que se sentía tan angustiado, les había contado también sus sentimientos profundos hacia Valentina y lo miserable que había sido con ella. Les relató el efecto devastador que le había causado la muerte de Raquel, y cómo en aquellos días se había sentido incapaz de tener una relación decente con la inspectora. Pero Amelia, siempre práctica, suspiró y pensó que era mejor moverse para resolver los problemas, y si su amigo estaba viviendo en la angustia, solo podría hallar una salida si se sentía impulsado a actuar. Así que disparó:

—Javier… ejem… quería comentarte una cosa. Resulta que conozco mucho a la madre de Christian Morgado, Ana Salazar. Vive aquí. Es amiga de mi madre desde hace siglos… Hemos coincidido muchas veces, forman un grupo de señoras que suelen reunirse para jugar al mus. La cuestión es que hace un par de meses me contó que estaba muy contenta, que parecía que su hijo al fin había sentado la cabeza, cerca ya de los cuarenta… —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. En fin, Javier, que Christian sale desde el verano con Valentina Negro.

Sanjuán se puso lívido, a su pesar. ¡Había temido escuchar aquella noticia un millón de veces! Pero nunca había querido averiguarlo. Notó que le faltaba el aire, pero se recompuso en un instante.

—¿De veras…? ¡Joder! ¿Sale con ese baboso con ínfulas? ¡No es posible…! —Por unos momentos se había quedado sin palabras. ¿Qué más podría añadir? Imaginarse a Valentina con un lechuguino como aquel le rompía el alma.

Jorge acudió en su auxilio.

—Javier, si esa chica es como dices que es, ese no le durará dos telediarios. Simplemente, se está dejando querer… Vamos, bebe un poco y recupera el color… —Le dio una palmada amistosa en el hombro y le acercó el gin-tonic. Era un buen momento para animarlo.

—Propongo un brindis: por los amores que perdemos y que luego… ¡seguro recuperamos después de que nos den una buena patada en el culo!

—¿Tú crees, Jorge? —preguntó Sanjuán con una expresión medio cómica, medio derrotada, dándose cuenta de lo triste que era ver que se había condenado él mismo con la mayor de las penas: el autodesprecio por su cobardía.

—¡Seguro, amigo! Si no conoceré yo a las mujeres… —Y guiñó un ojo a Amelia, quien asintió, esperanzada en que Sanjuán hiciera algo por su vida de una vez.

—¿Sabes… Amelia… si viven juntos? —preguntó temeroso Sanjuán, con la mirada suplicante por un «no». Amelia puso cara de circunstancias.

—Ni idea, Javier. Espera… su madre me dijo algo así como que su hijo estaba muy ilusionado por vez primera, y que pensaba pedirle a Valentina algo muy importante… supongo que querrá tenerla a su lado, pero de eso podemos deducir que ahora no lo están, supongo.

—Bueno, Javier —intercedió Jorge—, lo mejor que podrás hacer mañana, ya que vas a Coruña, es pasarte por ahí y verla, ¿no crees?

Sanjuán resopló.

—No sé, Jorge, no sé si seré capaz de hacer semejante cosa… y sobre todo tengo miedo de que me pegue dos tiros, ¡no veas cómo apunta la cabrona!

Los tres amigos se rieron. Siguieron bebiendo, y a las dos de la madrugada dejaron a Sanjuán en el Hostal de los Reyes Católicos, en el marco majestuoso de los aledaños de la Catedral. Jorge se ofreció a llevarlo mañana a Coruña y a traerlo si era menester. Cuando Sanjuán subía a pie las escaleras de madera entre las paredes de piedra del imponente hotel, se tambaleó. Estaba un poco bebido, pero no estaba seguro de si lo estaba lo suficiente para conciliar el sueño esa noche.