Martes, 22 de junio
Un plástico doblado señalaba con un número dos pintado en rojo la segunda prueba: la pequeña silueta dibujada en el suelo de la biblioteca donde había estado el cuerpo de Liu Contreras. Xosé García se rascaba la cabeza con perplejidad, mientras seguía con la mirada a los dos enfermeros que sacaban en camilla el cuerpo de David García del Valle. Los de la Científica recogían huellas y casquillos y sacaban fotografías de la ventana atravesada por el balazo.
Fuera, Pedro Mendiluce fumaba uno de sus habanos mientras hablaba con Amaro, antes de emprender la marcha hacia la comisaría. Valentina esperaba con los brazos cruzados a que terminase de darle instrucciones al mayordomo para poder llevárselo a Lonzas para interrogarlo. El forense salió detrás de los camilleros y se paró a hablar con Valentina.
—Inspectora, todo lo relacionado con este caso no deja de ser sorprendente. Estoy seguro de que los dos guardaespaldas de Mendiluce murieron a causa de algún alcaloide muy potente. Esa especie de estrella «ninja» que tenía la china clavada en la garganta estaba impregnada en una pasta negra y pegajosa, al igual que las dos agujas que tenía en la muñeca el asesino. No he visto nunca nada parecido. —Se dio cuenta de que desde que había empezado aquel caso no paraba de repetir la frase—. Pero por los inequívocos síntomas de parálisis, especialmente en la cara, pienso que se trata de algo similar al «curare», el veneno de las cerbatanas de los indígenas del Amazonas y de Asia. Ya nos lo confirmarán los del laboratorio… Una forma bastante horrible de morir: el alcaloide te paraliza los músculos. No puedes respirar, pero nunca pierdes el conocimiento. No se me ocurre de dónde puede haber sacado el tóxico. No es fácil de encontrar en Europa.
—¿Curare? —Valentina estaba igualmente sorprendida—. Como en las novelas, ya veo. Del Valle siempre buscó una forma cruel de matar, y ahora no iba a ser menos.
Valentina hizo un gesto con la cabeza. De forma inconsciente, sintió alivio al ver pasar el cuerpo inerte del Artista por delante de ella, hacia el coche fúnebre que esperaba fuera. Aquel hombre que yacía inmóvil había sido para ella una sombra mortífera, letal. Durante mucho tiempo había dejado un rastro de sangre tras de sí. Habían muerto por lo menos nueve personas a causa de su delirio criminal. Ya era hora de avisar a sus familias de que la pesadilla había concluido. Buscó con la mirada a su equipo: Velasco, López, Bodelón e Isabel charlaban cerca, en el pasillo, bajo la vidriera de San Miguel. Eugenio había sido trasladado al hospital, por si el humo de aquella pequeña bomba o el golpe que le había propinado Del Valle en las mazmorras fuesen motivo de alarma.
Los rayos del atardecer revoloteaban en los cristales y teñían las facciones satisfechas de los policías de reflejos de colores vivos. Casi no podían creerse que aquel caso, que había empezado con el cuerpo de una chica pelirroja flotando en un estanque, hubiera terminado.
El juez López-Córdoba se acercó a Valentina con la cara iluminada.
—Inspectora Negro, enhorabuena. Usted y su equipo han hecho un trabajo de primera. Tengo que felicitarla efusivamente. No solo ha cazado a ese psicópata tan peligroso, sino que encima nos ha puesto a Mendiluce en bandeja… —Miró al empresario, que seguía dando instrucciones a su sirviente haciendo grandes aspavientos—… Y mira que lo teníamos enfilado desde hacía tiempo sin poder meterle mano… ¿Quién iba a decirnos que la justicia triunfaría sobre este hombre sin escrúpulos mediante la investigación de un asesino en serie? —El juez sacudió la cabeza enfáticamente, le gustaba subrayar las cosas de modo ampuloso, pero eso no restaba sinceridad a sus palabras de elogio a la policía.
Ella lo miró con seriedad. Si hubiesen llegado un poco antes se habrían ahorrado aquel rosario de muertes.
—Teníamos que haberlo capturado hace días. Esto ha sido una masacre, señor juez. Del Valle ya no era capaz de controlar su furia sanguinaria. Si Isabel no hubiese disparado, Mendiluce no estaría ahora contándolo.
—Lo importante es que todo ha terminado por fin, inspectora. Eso es lo único importante. Ese hombre ya no va a seguir matando… gracias a usted y a su equipo.
Valentina tenía bien presente a Sanjuán, en realidad mucho más presente de lo que en ocasiones desearía, y esa vez no fue una excepción.
—En realidad, si no hubiese sido por Javier Sanjuán nunca lo hubiésemos logrado…
* * *
Valentina se dirigió hacia Pedro Mendiluce, que hablaba por teléfono con gran nerviosismo. Le hizo un gesto con la cabeza para que la acompañara. Dos policías iban con ella.
Mendiluce tapó unos segundos el auricular con la mano.
—Necesito un abogado, inspectora. Y estoy buscándolo. El mejor, claro está. Como puede comprender, la muerte de Raquel ha trastocado todos mis planes. Si me permite unos minutos, ahora mismo la acompañaré con gusto a la comisaría o a donde quiera llevarme… —Hizo un esfuerzo por sonreír y recuperar la compostura habitual.
Valentina asintió.
—Cinco minutos, Mendiluce. Ni uno más.
Lo dejó a su aire. Ni siquiera le apeteció analizar qué clase de personaje actúa así después de los acontecimientos que había vivido solo unos minutos antes; sencillamente, lo borró de su mente. Era hora de llamar a Sanjuán para comentarle todo lo que había ocurrido.
* * *
Sanjuán confirmó con un clic del ratón su vuelo desde Alvedro para el día veinticuatro a las nueve de la mañana. Se iría el jueves a primera hora. Con Del Valle en el depósito, poco le quedaba ya por hacer en La Coruña. Inspiró con fuerza y cerró la página de Iberia. Cogió la cajetilla y sacó un Winston. Luego se asomó a la ventana, su lugar favorito de meditación desde que estaba en la ciudad.
Al hablar con Valentina se había dado cuenta del alivio infinito que sintió al saber que estaba sana y salva, y de que Del Valle había muerto por fin, y fracasado en su intento de matar a su padre. No se alegraba de su muerte, ni mucho menos, pero por lo menos a partir de ese momento no podría hacer daño a nadie más. Sin embargo, meditó, ¿quién era el verdadero monstruo en esa historia que había vivido tan de cerca? ¿Era peor Del Valle que su padre, torturador de su madre y causante de su suicidio, y el que gracias a sus coacciones y abusos había arruinado la vida de tantas jóvenes? No, Del Valle era un ser desquiciado, porque había sido profundamente herido cuando estaba intentando comprender el mundo. Lo que había recibido de su padre no fue sino horror y desprecio. ¡Sabe Dios qué cosas tuvo que presenciar en casa de Mendiluce! Sanjuán recordó que Concha Fraga había relatado que el mecenas «había entregado» a Sara para que Delgado hiciese lo que deseara con ella, y que estuvo violándola durante una semana. Un escalofrió recorrió todo el cuerpo del criminólogo. ¿Qué habría pensado y sentido ese niño durante esa semana? ¿Cómo lo miró a los ojos su madre cuando hubo salido de esa tortura brutal? «No —concluyó Sanjuán— el niño que partió junto a su madre camino de Inglaterra era ya un proyecto de vida truncado por la semilla del odio y la locura».
Sanjuán constató que había dejado de llover en un rato. Vio las grandes olas rompiendo en las rocas de la playa del Matadero. Un nombre muy adecuado para aquel día, en el que Raquel había sido inmolada en nombre de una venganza propia de una mente completamente perturbada. Raquel… los ojos se le llenaron de lágrimas. Sanjuán pensó en la chica noble y con ganas de comerse el mundo que había compartido con él la vida durante unos años que él sintió perfectos en su idealismo. En el momento en el que el Artista la estranguló, de alguna manera también mató una parte de su existencia en la que aquella mujer había sido un ser delicioso, una persona que compartió junto a él momentos de pasión y de alegría, alguien que ya no pudo encontrar en los últimos meses de relación que tuvieron y que definitivamente era solo un recuerdo cuando volvió a encontrarla en Coruña.
«Mejor no profundizar en ello demasiado. No tiene ningún sentido hacerlo», se dijo. Sin embargo, las ganas de huir de Coruña se multiplicaban cada segundo que pasaba. Y se multiplicaban todavía más al pensar en la inspectora Valentina Negro. Pensaba en ella pero rápidamente intentaba bloquear cualquier tipo de sentimiento. ¿Para qué? Él se iría a Valencia de nuevo, y nunca más tenían por qué volver a verse…
Sanjuán decidió distraerse un poco. Abandonó la ventana y se repantingó en la silla, delante del ordenador, dispuesto a leer la crónica de Lúa Castro para La Gaceta de Galicia.
El Artista actúa de nuevo, y esta vez en pleno centro de la ciudad.
«Aún no ha trascendido la muerte de Del Valle a los medios», pensó. Siguió leyendo:
La abogada del bufete de Pedro Mendiluce fue asesinada entre las ocho y las once de la noche de ayer en su oficina por el asesino en serie apodado el Artista por la policía…
Sanjuán lanzó una exclamación. La periodista de las siete vidas parecía saber arreglárselas muy bien sola para enterarse de todos los cotilleos morbosos. Siguió leyendo, unos párrafos más abajo:
La muerte de Raquel Conde, expareja de Javier Sanjuán, el afamado criminólogo que está colaborando activamente en la resolución del caso…
Suspiró y se saltó ese párrafo para leer el siguiente; era inevitable que todo el mundo acabara enterándose del pasado.
El Artista recreó una película de Alfred Hitchcock en su intento de conformar una de sus habituales macabras obras de arte.
Aquella chica no se perdía una, desde luego.
Sanjuán dejó de leer cuando vio una foto suya al lado de Valentina Negro saliendo del bufete y le dio una calada al siguiente cigarrillo, que se consumía, abandonado en el cenicero. Tenía que empezar a hacer la maleta. El miércoles iba a tenerlo muy ocupado. La reunión en Lonzas con el fiscal y todos los miembros del operativo, el entierro de Raquel y, como colofón, la despedida. Iturriaga los había invitado a todos a cenar en su chalet de Canide para celebrar la noche meiga de las hogueras. La noche de San Juan.
* * *
Valentina miraba por el cristal el interrogatorio de Pedro Mendiluce a cargo de Iturriaga y Larrosa. Suspiró y miró su reloj. Eran cerca de las once de la noche. Aún quedaba mucho trabajo por hacer. Acababa de hablar por teléfono con Keith Servant y con Geraint Evans: los dos iban a viajar a Coruña en los días posteriores para cerrar los casos de Anido, Floria di Nissa y Patricia Janz, las victimas británicas de Del Valle.
No acababa de sentirse satisfecha, aunque sabía que tenía que estarlo, y mucho. Su primer caso, y lo había resuelto con creces. Sin embargo, la muerte de Del Valle no la hacía sentir demasiado bien. Le hubiese gustado cogerlo vivo, pero su vacilación a la hora de disparar había propiciado la intervención de Isabel, que lo había tiroteado certeramente. No la criticaba, todo lo contrario: había cumplido admirablemente con su deber. Había sido más rápida que ella. Había salvado la vida de Mendiluce por milésimas de segundo. Pero no podía por menos de lamentar aquella muerte. Quedaban muchos interrogantes en el aire que quizá él hubiese podido resolver. Como por ejemplo, quién pudo informar a Del Valle desde Coruña de los movimientos de las personas cercanas a Mendiluce mientras él estaba en Londres… Aunque estaba la alternativa de que él fuera con frecuencia a Coruña y realizara las labores de seguimiento e información sin que nadie se diera cuenta. Esto último también podía ser una posibilidad bien real: ¿quién lo conocía aquí y por qué nadie iba a sospechar de él? Valentina recordó que Del Valle era en verdad alguien cuidadoso, maestro en disfrazarse… ¡quién sabía cuánta energía había empleado en desarrollar un plan al que había consagrado su vida de forma tan obsesiva!
Valentina suspiró de nuevo y cogió el móvil. Era hora de llamar a Lúa Castro y darle una buena alegría. «Una promesa es una promesa»; recordó con dulzura esa enseñanza en los labios de su madre.
* * *
Lúa sonrió con los ojos chispeantes a Jordi, que descorchó con habilidad la botella de cava, aguantándose las ganas de agitarla y rociarse como si estuvieran los dos en el podio de una carrera de Fórmula 1. Luego vertió el líquido burbujeante en las copas de plástico que había comprado en Mercadona. Aprovechando que la mayoría de los compañeros se habían ido a sus casas, se habían encerrado en el archivo de la sección, dispuestos a celebrar el éxito de la exclusiva. Valentina Negro acababa de llamar a Lúa para contarle la exclusiva de la muerte del Artista. Era la exclusiva de su vida. Estaba exultante, pletórica, y sus pechos subían y bajaban presos de la excitación, porque no había nada en el mundo tan erótico para Lúa como una primicia sensacional.
—Por ti, Lúa. —Jordi la miró con ojos de cordero degollado tras las gafas de pasta negra; además, él mismo podía sentir la brutal electricidad erótica que en esos momentos envolvía todo el cuerpo de la periodista—. Por la exclusiva de la inspectora Negro. Y por el bombazo de la urbanización Ártabra.
—Y por ti también, Jordi. Por el día en que me llevaste en barca hasta la cala de O Xunqueiro.
Entrechocaron las copas y bebieron el contenido de un trago. Los ojos de Lúa lo estaban taladrando, como si fuera un pastel a punto de ser devorado.
—Y otro brindis por mi padre, que me salvó la vida. Y bueno, también por Valentina Negro. Al final, la inspectora ha resultado ser bastante mejor persona de lo que parecía…
Jordi resopló, juguetón, dispuesto a llevar a Lúa a la acción.
—No me nombres a la inspectora, que me pongo muy malo. Menudo pivón… Mi madre. Qué ojos tiene. Y qué… ejem…
Lúa le aplicó un fuerte pellizco en el hombro.
—¡Joder, Lúa, no te enfades, la cosas como son…! ¡Yo no tengo la culpa…!
Los labios de Lúa lo hicieron callar. Cuando Jordi notó cómo en el medio del beso se deslizaba un poco de cava desde la boca de la periodista hasta la suya, entró en un trance que lo llevó directamente al jardín del Edén y pensó, en su éxtasis, que su plan había funcionado a las mil maravillas.
* * *
Pedro Mendiluce miró el estrecho calabozo de Lonzas, el catre, la oscuridad, y lanzó un largo suspiro. Allí ni siquiera le apetecía fumar uno de sus magníficos puros. No en un sitio como ese.
Aún no habían terminado de interrogarlo. Seguirían el día siguiente muy temprano. De repente, echó en falta a Raquel. Ella lo hubiese sacado de allí a la media hora justa… O eso prefirió pensar.
Escuchó ruidos detrás la puerta, y también voces masculinas. Se tendió en el catre, maquinando la manera de salir indemne de aquel embrollo. Le habían presionado bien. Pero él se zafaba echando toda la culpa sobre el difunto Sebastián Delgado. Y tampoco estaba mintiendo de una forma descarada. En realidad. Delgado era el culpable de todo lo que le había pasado en los últimos días. Ese cretino se había dejado grabar en la fiesta y pillar con las manos en la masa en el secuestro de Lúa. Se reprochó haber sido tan generoso con él y se juró no volver a cometer un error semejante… cuando saliera de allí.
Miró a la pared. Se fijó en las innumerables pintadas que los anteriores ocupantes habían realizado para dejar constancia de su encierro. Su dedo recorrió un corazón dibujado con todo detalle, con su flecha y dos nombres en su interior, Roberto y Manuela. Luego leyó otra pintada más pequeña, grabada en la pared con el canto de un objeto romo:
«Maderos cabrones».
Mendiluce se quedó mirando un rato aquella frase. Luego, resignado, se dio la vuelta y se tapó la cabeza con la colcha de color ratonero que le habían dejado. Estaba totalmente destemplado. Pero no le apeteció rebajarse y pedir otra manta.
* * *
Lúa tecleaba sin apartar la vista de la pantalla del ordenador. Tenía que darse prisa para que salieran los detalles de la muerte del Artista en la edición en papel del día siguiente antes de que cerraran las rotativas. Aún estaba con la boca abierta. David García del Valle. Hijo no reconocido de Pedro Mendiluce. Por lo visto, antes de ser derribado por la policía, se cargó a dos guardaespaldas del empresario delante de sus narices. Un acto de violencia brutal y audaz. Y antes de matar a Raquel Conde, también fue el causante de la muerte del secretario de Mendiluce, Sebastián Delgado, al que atravesó con un arpón en circunstancias no del todo claras. Aquello parecía una vendetta en toda regla. Tenía que hablar con Javier Sanjuán para que le explicase cuáles eran las verdaderas motivaciones de aquel asesino que primero mataba en Londres y luego había vuelto para provocar una carnicería. Se fijó en el enorme reloj de la redacción: eran casi las doce de la noche, no era procedente llamarlo a aquella hora. Lo haría al día siguiente, con más calma.
La edición online ya mostraba los primeros retazos de su exclusiva.
Última hora: el Artista, abatido a tiros por la policía en la mansión de Pedro Mendiluce. El asesino en serie mató a dos personas antes de intentar acabar con la vida del conocido empresario coruñés.
Lúa volvió a leer el titular y sonrió.
A ver si así Carrasco le subía por fin el sueldo.