Martes, 22 de junio
Mendiluce abrió un cajón del escritorio y sacó un puro, aunque nunca fumaba en la biblioteca, aquel momento bien se merecía una excepción. Lo encendió con evidente placer, dándole vueltas hasta que la llama acarició y prendió con suavidad el habano. Luego exhaló el humo, disfrutando de la presencia de su torpe hijo, que, evidentemente, creía que iba a entrar en la casa y acabar con él sin más, imbécil…
—Siempre has sido un idealista, David. Y un ingenuo. Lo que no sabía era que, además, te has convertido en un enfermo mental peligroso, un loco, un asesino de mujeres inocentes… pero siéntate, por favor.
David continuó de pie, observando fijamente a su padre. Los ojos claros emitieron un extraño fulgor.
—¿Inocentes? Ninguna de ellas era inocente, padre. Primero contaminaste a Lidia con tus manos sucias de vicioso, convirtiéndola en una puta rastrera. Y segundo… ¿Cómo puedes atreverte a decir que Raquel Conde era inocente? Menuda zorra. Ella y tu lacayo Delgado querían matar a esa periodista, Lúa Castro, fingiendo que era obra del Artista. ¿Sabías ese pequeño detalle de tu abogada «inocente»? En realidad era una ramera insaciable que estaba robándole a manos llenas y una ambiciosa sin escrúpulos. Ah, me olvidaba… Delgado… no sabes cuánto me gustó acabar con él por la espalda con el arpón… —Los ojos de David refulgían como plata mientras narraba la muerte del secretario—. Merecía haber sufrido mucho más. Si vieras cómo se retorcía en el suelo… Disfruté hasta el último espasmo de su agonía.
Mendiluce acusó el golpe y se levantó de la butaca. Se acercó lentamente a su hijo, fuera de sí. Quería golpearlo y machacarlo allí mismo. De repente había perdido todo su autocontrol, y los sucesos de aquellos días se agolparon en su cerebro provocando su ira; nadie le había hablado nunca como estaba haciéndolo David. Levantó la mano, dispuesto a abofetearlo como si aún siguiese siendo un crío.
Del Valle observó cómo sus dos guardianes se distraían durante un instante al ver el movimiento brusco de Mendiluce hacia él y aprovechó la situación. No tuvo que pensar qué hacer: toda su vida se había preparado para eso. Con un gesto sinuoso, desarmó primero a la mujer, dándole en la cara un golpe seco y brutal de su puño, y luego al ruso, con una patada brusca en la mano. Se escuchó el ruido de los huesos al romperse y el grito de sorpresa de aquel armario, que dejó caer la pistola al suelo, muerto de dolor.
A continuación. Del Valle le pegó una patada a la pistola, lanzándola lejos. Liu Contreras lo miró con asombro mientras se agarraba la mandíbula dolorida: estaba como hipnotizada, siguiendo los movimientos letales de su adversario como si presenciara un ballet. Cuando quiso reaccionar y se tiró a por la escopeta que estaba cerca de sus pies, Del Valle fue mucho más rápido y la apartó con un movimiento de pantera. Volvió a golpear a Liu Contreras en el mismo lugar, lanzando su puño de arriba abajo. Ella, conmocionada, emitió un gemido ahogado y apoyó una rodilla en la tarima de madera. El enorme ruso consiguió recobrarse y lo enganchó por el cuello con el brazo sano, apretando con fuerza descomunal.
Liu recobró el aliento y, llena de ira, sacó un puñal de su cinturón, dispuesta a destriparlo allí mismo.
* * *
Valentina le pegó una patada a la puerta del faro, que seguía abierta desde el día en que ella disparó a la cerradura, y entró con rapidez, seguida de Isabel. Las dos se metieron en el túnel sin dudar un segundo, y avanzaron con cuidado de no resbalar en aquel suelo endiablado. Cuando llegaron a la sala abovedada. Valentina mandó esperar a Isabel. La entrada a la mansión estaba cerca y podía haber algún peligro.
Caminó unos pasos por el túnel, pero no vio nada. Pasó de largo, sin mirar, delante del pozo en donde su hermano había estado a punto de morir. Llamó a Isabel para que avanzase detrás de ella. Pronto llegó hasta las mazmorras e iluminó con la linterna las escaleras de metal que llevaban hacia la casa.
Un grito las sobresaltó. Valentina sintió cómo el corazón se le subía a la boca cuando alguien golpeó con fuerza la puerta herrumbrosa de una de las mazmorras. La cara de Eugenio asomó por el ventanuco, entre los barrotes.
—¿Inspectora? Por favor, ¡ábrame la puerta! Inspectora, ¡soy yo, Eugenio, de la Guardia Civil de Oleiros!
Isabel se lanzó hacia la puerta y la abrió, haciendo un gran esfuerzo. Los goznes estaban oxidados y se resistieron a moverse después de tantos siglos de inactividad. Desde dentro, Eugenio la ayudó, apoyando todo su cuerpo en la puerta.
—En realidad no sé qué pasó. —El guardia se tocó la cabeza y notó un chichón enorme y sangre en la mano—. Alguien me golpeó y me encerró aquí…
Valentina lo agarró y lo empujó hacia las escaleras de hierro.
—Del Valle. Ha sido Del Valle, seguro. Tenemos que subir. O va a matar a Mendiluce, si no lo ha hecho ya…
* * *
Nikolay, muerto de rabia y dolor, con la mano inservible, apretaba desde atrás el manojo de músculos que conformaba su brazo contra el cuello de David, que notaba cómo empezaba a desmayarse ante la falta de oxígeno y riego sanguíneo. La peruana avanzaba hacia él con el enorme cuchillo de monte y una sonrisa gélida en la blanca cara fantasmagórica.
De la manga larga de su camiseta ajustada surgieron dos pequeñas agujas afiladísimas, como los colmillos de una serpiente. Del Valle, a punto de ahogarse por culpa de aquella presa de cemento, culebreó todo el cuerpo y lanzó el brazo en un último aliento. La mano de Del Valle se dirigió, veloz como la pata de una araña, hacia arriba y hacia atrás, directamente contra la cabeza del ruso que estaba intentando asfixiarle, y clavó las dos finas agujas en la cara de su agresor con violencia, al mismo tiempo que disparaba las piernas con fuerza para apartar con las gruesas botas el cuchillo que ya rozaba su vientre. Nikolay lo soltó al momento y se llevó las manos a la cabeza. Le había clavado algo en la mejilla, cerca del ojo. ¿Qué coño era aquello? ¿Por qué le ardía tanto la cara?
El ruso se tambaleó y se dobló por la mitad, echando espuma rosada por la boca. Notó que su cuerpo empezaba a fallarle, sus piernas no le sostenían, de su boca manaba una baba que no podía siquiera tragar. Cayó al suelo, paralizado, incapaz de moverse, de respirar.
Del Valle ni siquiera lo miró. Se quedó totalmente quieto, recobrando fuelle, mientras observaba a la peruana, que adoptó una postura de ataque con el cuchillo. Liu empezó a sudar profusamente. Sin embargo, David la seguía con la vista sin inmutarse, con el rictus de la insania marcado en sus ojos.
Cuando ella atacó con un grito ensordecedor, él la esquivó con la gracia de una pluma. Liu se dio cuenta tarde de que había perdido la posición y de que él se había apartado del radio de acción del cuchillo con solo un par de movimientos. Luego, una pequeña estrella de metal voló hacia la garganta de la mujer y se le clavó con un ruido seco a la altura de la carótida.
Lo último que vio Liu Contreras antes de morir entre horribles contracciones fue a Pedro Mendiluce apoyado en la pared, con una pistola en la mano, apuntando fijamente a su hijo.
* * *
Valentina se agachó. Al lado de la puerta del pequeño montacargas había una bolsa negra de cuero, abierta. Miró en su interior con suma cautela. Allí dentro había una palanca de hierro, un pasamontañas, cuerdas, una linterna y un par de cuchillos.
«Del Valle», pensó. Luego llamó el montacargas mientras hablaba por radio. El sonido era tan deficiente que apenas entendía nada de lo que decía Larrosa.
—¡Necesitamos refuerzos, joder! ¿Dónde coño estáis? Hay que entrar en la casa de Mendiluce, ¡por mí como si metéis un ariete medieval a la puta puerta! Del Valle está dentro, Carlos. Repito, está dentro. Ha dejado una bolsa aquí abajo.
Larrosa contestó, visiblemente nervioso.
—Ya hay dos patrullas intentando entrar, inspectora. Un poco de paciencia, por favor.
—No hay tiempo, Carlos. ¡Hay que pararlo o matará a su padre! Ahora vamos a meternos en una especie de montacargas, ahí te escucharé todavía peor de lo que lo estoy haciendo…
Valentina se dio cuenta de que los tres no cabían en el montacargas. Tendrían que hacerlo uno a uno.
—Subo yo primero. Luego Isabel y luego tú. ¿Ok? Mucho cuidado. Él puede estar arriba, emboscado…
* * *
Mendiluce apuntó entre los ojos de su propio hijo. Una pequeña luz roja temblaba en la frente de David del Valle, señalando el punto por donde iba a entrar la bala.
—No te muevas, David. Ni se te ocurra. Al mínimo movimiento, dispararé.
David lanzó una rápida ojeada a su alrededor. Los dos matones contratados por Mendiluce agonizaban entre estertores: la peruana ya casi no emitía sonido alguno, el ruso intentaba respirar infructuosamente. La parálisis de los músculos les impedía ya hacer cualquier movimiento desde hacía unos segundos.
—El curare es un veneno muy cruel, pero efectivo. —Del Valle sonrió con una candidez que contrastaba con la mente que había sido capaz de originar tanta destrucción—. Una forma de matar pasada de moda, pero que aprecio en lo que vale. Mueres por asfixia, pero no pierdes el conocimiento, lo que hace el tránsito más encantador de lo normal. —Mendiluce lo miró con miedo y con desprecio—. No pongas esa cara tan desagradable, papá. Soy tu hijo, sangre de tu sangre, ¿recuerdas? —Del Valle señaló a su alrededor con un gesto—. Fue aquí, en esta biblioteca, donde aprendí a leer. Los libros de mi abuelo. Las novelas que tanto le gustaban. Veo que aún las conservas. Me alegro. Tienes que saber que han sido una gran fuente de inspiración para mí… —David se movió ligeramente hacia donde estaba su padre.
—No te acerques ni un paso, David. O dispararé. No va a temblarme el pulso.
David dio otro paso hacia Pedro Mendiluce.
—No me importa morir, padre. Ya he cumplido mi misión en esta vida. La de destruir a todos los que te rodean, la de purgar todos tus pecados…
Mendiluce empezó a recular hacia detrás del escritorio, mientras su hijo poco a poco iba acercándose a él de forma amenazante.
La pistola seguía apuntando hacia la frente de Del Valle, el punto rojo cada vez más fijo entre los dos ojos implacables. Mendiluce sentía un odio feroz, herido en lo más profundo: quería darle su merecido, que sufriera, devolver el golpe del daño que le había hecho. Pegarle un tiro no era suficiente. Su voz se crispó en un desprecio total.
—¿Vas a intentar lanzarme una de tus armas envenenadas? Eres un cobarde. Me das asco. No puedes decir que eres hijo mío.
—¿Cobarde? —Del Valle sintió que una ira atroz le consumía—. Yo no fui el que tiró a mi madre fuera de esta casa, después de que estuviera en manos de tu lacayo durante una semana, cabrón. Yo no fui el que le engendró un hijo y luego lo tiró a un vertedero, como si fuera un perro. No puedes llamarme cobarde, padre. Por tu culpa han muerto muchas personas. —La voz se hizo más fría si cabía, hiriente, sádica—. Se puede decir que tú mataste a Lidia Naveira, papá. Piénsalo. Ella era una chica pura. Pero tú la mancillaste, a una niña de dieciséis años, una virgen, y la convertiste en una cualquiera… aprovechando que su padre era amigo tuyo, aprovechando la cercanía de su amistad para abordarla y pervertirla. Tú sí que eres despreciable, papá. Cuando ella murió, en realidad ya estaba muerta… Igual que Raquel. No merecían vivir, padre. Ninguna de esas putas merecía vivir…
«¿Cómo diablos sabe todo eso?», se preguntó.
Al fin se decidió. Mendiluce leyó la locura en los ojos de su hijo. Cuando iba a apretar el gatillo para dejar de escuchar aquella letanía de horrores, Del Valle se lanzó sobre él saltando sobre la mesa como un gato salvaje.
Mendiluce disparó, pero erró el tiro por encima de la cabeza de su atacante, y la bala se estrelló contra uno de los amplios cristales, rompiéndolo en mil pedazos. La lluvia entró por el agujero, y el viento agitó las cortinas de color borgoña mientras los dos hombres se enzarzaban en una pelea mortal sobre la enorme mesa de escritorio.
* * *
—¡Eso ha sido un tiro! —Eugenio empezó a correr hacia donde había sonado la detonación. Valentina e Isabel lo siguieron por el pasillo enmoquetado a toda velocidad.
* * *
La pistola cayó sobre la mesa. Del Valle, subido encima de su padre, apretó el pequeño dispositivo que tenía escondido en la mano y nuevas agujas envenenadas se acercaron peligrosamente a los ojos de Mendiluce, que agarró la mano de su hijo con todas sus fuerzas para detener aquel infernal artilugio. Con un esfuerzo sobrehumano, Mendiluce apartó las agujas y se movió lo suficiente como para liberarse del abrazo de Del Valle y agarrar el bastón que había dejado al lado de la mesa un rato antes. Consiguió golpear a su hijo en la cara con el pomo de plata y marfil y se tiró al suelo.
David del Valle vio a su padre en el suelo, indefenso, y no lo pensó. Quiso rematarlo allí mismo.
Cuando se dio cuenta, su padre había desenvainado un afilado estoque del bastón y él mismo, al lanzarse sobre Mendiluce con las agujas enfiladas a su yugular, se atravesó el hombro izquierdo con su propio peso. Del Valle lanzó un grito desgarrador, mezcla de impotencia y de rabia, mientras con el brazo sano trataba de apretar el cuello de su padre, quien clavó todavía más el estoque dentro de su cuerpo, con saña desesperada. Daba igual: el Artista actuaba como un autómata programado para matar a su objetivo, incapaz de detenerse por nadie ni por nada.
Mendiluce aprovechó el momento para desasirse del abrazo de su hijo y lanzarse contra la pared, fuertemente aturdido, intentando escapar de la habitación. Pero Del Valle, poseído por una determinación homicida, se arrancó del hombro el estoque y recuperó en un segundo la pistola de su padre, que seguía encima de la mesa. La aferró con la mano izquierda, temblando de ira. La adrenalina había bloqueado sus terminaciones nerviosas. No sentía dolor, solo un profundísimo odio que necesitaba saciar viendo el cadáver de su padre ensangrentado ante sus ojos.
Mendiluce vio la muerte en la mirada de su hijo y el miedo le paralizó cuando el cañón de su pistola se dirigió hacia su cara.
—¡¡ALTO, POLICÍA. DAVID, SUELTA LA PISTOLA O DISPARO!! ¡¡SUÉLTALA!! ¡¡AHORA!!
Valentina apuntaba a Del Valle con mano firme. No iba a permitir que matase a nadie más. Isabel se acercó por la derecha y Eduardo por la izquierda, tratando de rodearlo.
Del Valle miró a Valentina. La reconoció. Era la mujer que salvó a los dos críos de morir ahogados. Luego se desentendió de ella y volvió a apuntar a Mendiluce. No había ido a esa cita a vivir, sino a matar. La luz roja del láser voló entre las cejas de su padre y se posó en el medio de la amplia frente.
Valentina se estremeció durante una milésima de segundo, cuando supo por su mirada que aquel hombre había sido el que había salvado a su hermano de una muerte segura. Su corazón detuvo el dedo en el gatillo.
Se escuchó una detonación. Y luego otra.
Del Valle lanzó una última mirada a su padre, que tenía el pecho ensangrentado, y disparó errando el tiro, sacudido por el impacto. Luego cayó, grácil sobre el suelo de madera.
Isabel, que hacía segundos que no respiraba, inhaló aire con fuerza y bajó la pistola humeante, todavía sujeta por las dos manos crispadas en las cachas.
Todo había terminado.