«Esta noche los fantasmas del pasado
a mi balcón tres veces han llamado».
La visita lúgubre. Enrique González Martínez
Martes 22 de junio
Mendiluce mira por la ventana de la enorme biblioteca, una visión fugaz. Una gran ola acaba de romper en las rocas que conforman el acantilado que había justo a los pies de su mansión. Ve a lo lejos a dos chicos, con un traje de neopreno desprendido por la cintura, que corren empapados en el paseo marítimo, huyendo del agua, bajo la lluvia, que arrecia en ese instante con fuerza.
Juguetea un momento con el bastón de puño de marfil. Siempre le fascinó aquel bastón, desde que era un niño y su madre se lo había dejado para que jugase, siempre con el aviso de que tuviese mucho cuidado. Luego, lo deja apoyado en la escalera de caracol que lleva a las estanterías más altas. La biblioteca está llena de volúmenes de los siglos XIX y XX, primeras ediciones de Larra, de Dickens, de Dumas. Su padre era un gran coleccionista de libros raros, de novela gótica y decimonónica. Mendiluce recuerda cómo su hijo David solía corretear por la biblioteca y devoraba los libros de su abuelo en secreto, el hijo repudiado que ha vuelto de la nada para cobrar venganza. Un perturbado, no hay duda. Un nido de traumas infantiles, un hijo de la gran puta de su madre, Sara. Un Edmundo Dantés transformado en psicópata que mata a sus mujeres y, como obsesión final, que busca su cabeza.
Mendiluce se aguanta las ganas de encender uno de sus puros. Recuerda, de repente las palabras de su padre: «En la biblioteca no se fuma, es sagrado». Se sienta en la antigua mesa de caoba, recién restaurada. La pantalla ultramoderna del ordenador es el único contraste con el ambiente retro que gobierna la estancia, desde las baldosas ajedrezadas hasta las estanterías y vitrinas de fastuosa madera noble.
Relee el correo de su hijo. «Ahora, además de pintor, también es poeta» —reflexiona con sarcasmo—. «Hay que joderse».
¿Cuándo descansa de verdad el espíritu? En el perverso nunca, ya que su alma es maldita para siempre. En el justo, cuando aplaca la sed de su bendita venganza.
Hijo de puta, desagradecido. Si supiera que he comprado sus cuadros para que no se muriese de hambre…
Mendiluce empieza a teclear. Ha llegado la hora de la verdad.
Querido David, hijo mío.
Sé por qué estás aquí. Sé que estás furioso y que me culpas de todos tus males, en particular imagino que te atormentan cosas que viste u oíste aquí, en casa, cuando eras pequeño. Es verdad que no fui un hombre justo con tu madre, no siempre la traté bien, pero sabrás que conmigo nunca os faltó nada, y al final todo se hizo muy difícil para ti y tu madre, en buena parte por mi falta de cordura, es cierto, pero si tomó la determinación de marcharse fue por decisión suya… Cierto es que también cometí un grave error en confiar el cuidado de tu madre a Sebastián Delgado; le di órdenes estrictas de que la protegiera en todo momento, y luego supe que no había sido así… Créeme que luego le di su merecido a ese bellaco. En fin, David, quiero decirte que el tiempo me ha hecho más sabio y estoy muy arrepentido de los errores que cometí con tu madre y contigo en especial. En aquella época yo no me sentía un padre, compréndelo, era joven y quería ansiosamente experimentarlo todo. Pero ahora soy otra persona, mucho menos arrogante y más crítico de mí mismo, y soy capaz de humillarme ante ti si es necesario para pedirte perdón. Necesitamos vernos, después de tantos años, para cerrar estas viejas heridas. Estoy seguro de que puedo hacer mucho para ayudarte en tu carrera profesional. Sé que pintas y puedo decirte que estoy orgulloso de ti. ¡Incluso tengo varios cuadros tuyos! Acude hoy a las siete de la tarde aquí, a la casa en donde creciste, y te esperaré con los brazos abiertos para compensarte de todos los malos recuerdos. Tienes que venir hoy si quieres verme, porque mañana he de ausentarme.
Tu padre.
Enviar.
Mendiluce se acuerda de Raquel y un estremecimiento lo recorre de arriba abajo. Ha consultado los periódicos en la red. Toda la ciudad está aterrorizada, conmocionada con el terrible asesinato de otra joven a manos del Artista. Su hijo.
En el fondo, Mendiluce se sabe el causante de tanto daño. Él engendró a ese demonio. Por su culpa, su hijo ha matado a dos mujeres inocentes, a las que él apreciaba, amaba. Los ojos de águila de Mendiluce destilan odio y culpa al mismo tiempo. Su hijo es un asesino despreciable de mujeres, un hombre desquiciado y atormentado que, no contento con eso, ha asesinado por la espalda a su lugarteniente, a su hombre de confianza… Pero él va a terminar con esa pesadilla. Si pudo engendrarlo, él mismo podrá enviarlo a la tumba.
Mendiluce se acerca al timbre interior y llama a Amaro.
—Amaro, dile al cocinero nuevo, a Eduardo, que deje lo que tenga entre manos y que suba un momento. Lo necesito ahora mismo.
* * *
David García del Valle leyó con ansia el correo de Mendiluce. Sus facciones se transformaron en una mueca feroz durante una milésima de segundo. Acto seguido, se levantó de la silla y se relajó paseando por la pequeña habitación de la parte alta de la cabaña. Luego volvió a sentarse, tecleó otro mensaje y lo envió.
Había llegado el momento.
* * *
Lúa cogió su móvil con tanta ansia que casi se le cayó al suelo al ver el número de Arturo Cardador, su contacto en la policía.
—Al fin, hombre. Eres imposible de localizar, Arturito.
—Te recuerdo que trabajo de noche y suelo dormir hasta tarde, cuando me dejan los de las obras, claro… Ya he visto tus llamadas perdidas, chica impaciente. Y ya sé por qué me llamas. Quieres datos del último asesinato del Artista. ¿A que sí?
—Me has leído la mente. ¡Pues claro que quiero datos! Hay que actualizar la web ahora mismo, antes de que se entere todo el mundo y salga en todas las noticias. Date cuenta de que este crimen es trending topic en todo el país.
—¿Trending qué?
—Déjalo. —Lúa hizo una mueca y levantó sus ojos incandescentes hacia el cielo, en señal de resignación—. Pero… ¡vamos, suéltalo! ¿Qué sabes? No me cuentes que la fallecida es abogada de Mendiluce, que eso ya lo sé. Y también sé que fue pareja del criminólogo Javier Sanjuán.
—¡Coño, si casi lo sabes todo, qué cabrita!
—Lo que no sé es lo más importante. Le llaman el Artista porque realizó una performance con el cuerpo de Lidia.
—Y con las otras también. —Arturo se dio cuenta de que el silencio de Lúa significaba que no tenía ni idea de que el Artista había actuado en Inglaterra—. ¡Coño, Lúa! No me jodas. ¿No sabías que el asesino mató a dos mujeres en Londres?
De repente, se hizo la luz en el cerebro de Lúa Castro. Jaime. Por eso habían ido la Negro y Sanjuán a Londres, por eso sabían que Jaime había muerto. Porque el Artista fue el asesino, seguro… Con todo lo de Ártabra y el disgusto no había pensado en averiguar qué había pasado en realidad. Ni siquiera había entrado en los periódicos ingleses… ¡Joder, había que ser bien torpe para no haberse dado cuenta antes! ¡Eran los links que tenía Anido en su ordenador!
Cardador la sacó de sus pensamientos.
—Lúa, me llaman del cuartel, tengo que dejarte.
—Joder, ¡dime antes cuál es la performance del Artista! —le pidió, ansiosa.
Arturo bajó la voz y adoptó un tono misterioso.
—Me han soplado que esta vez copió una película de Hitchcock, Frenesí, creo que se llama… No puedo ayudarte más.
Cuando Lúa vio en YouTube escenas de la película, se dio cuenta al momento de cuál era la que había elegido el Artista para su obra de arte y no pudo evitar sentir cómo el horror la invadía entera.
* * *
Todos miraban el plano de los subterráneos, inclinados sobre la mesa. El capitán de la Guardia Civil que habían puesto al mando del operativo, Abel Villa, los había conseguido milagrosamente en el Archivo Municipal del Ayuntamiento de Oleiros. Valentina recorría con el dedo el camino que había seguido desde el faro el día de la muerte de Delgado. Cuando llegó a la estancia en donde se dividían los túneles, señaló el único que no habían explorado.
—El del medio está tapiado. —Valentina revivió durante un segundo el momento de pánico que había sufrido cuando vio la pared de ladrillo bloqueándole el paso—. El de la derecha es el que da a las mazmorras de Mendiluce, donde Delgado intentó matar a mi hermano… y tiene un añadido más moderno que desemboca directamente en los acantilados. Por allí escapó Lúa Castro el día de la fiesta. Ahora lo que nos falta es saber si el de la izquierda llega hasta algún sitio donde pueda esconderse Del Valle… Si él es su hijo, habrá recorrido en sus años de niño toda esa zona, conocerá cada esquina como la palma de su mano… No podemos dejar que nos gane sabiendo algo que nosotros no sepamos.
Abel asintió y observó con atención con sus pequeños ojos oscuros como canicas el recorrido del tercer túnel. En el viejo plano aquel túnel era mucho más largo que los otros. Salía del perímetro de los acantilados para perderse hasta más allá del pueblo de Mera.
Valentina indicó el final del túnel, que estaba señalado con una pequeña cruz roja.
—Es curioso. Llega casi hasta Canide.
—Lo que está marcado con la cruz es el pueblo de Maianca. Concretamente San Cosme. La iglesia románica. Seguro que ese túnel era por donde escapaban los curas a hacer sus fechorías. —Abel sonrió con picardía y le guiñó un ojo a Valentina, que no estaba muy por la labor de hacer bromas.
De pronto, la radio interrumpió la conversación. Era Isabel, que estaba vigilando la salida de la mansión de Pedro Mendiluce.
—Alfa uno. Aquí alfa dos. Tenemos novedades, inspectora.
—Adelante, alfa dos.
—La primera es que acaba de llegar un furgón negro a la mansión hace unos minutos. Y la segunda, es que parece que Mendiluce está saliendo de la casa en su Mercedes rojo, el de las alas de gaviota. Menudo coche, tendría que verlo.
—Me hago cargo. ¿Estás segura?
—Está pasando por delante de nosotros. Lleva un gorro de capitán de barco, creo… Lo he visto entrar en el coche desde lejos. Los cristales son tintados, inspectora, así que ahora no lo distingo demasiado bien.
Valentina pensó durante unos instantes.
—Bien. Dile a López que lo siga de forma discreta y que nos informe de por dónde va. Tú quédate ahí por ahora, ¿de acuerdo? Yo me reuniré contigo en un rato.
—De acuerdo, inspectora.
Valentina llamó a Bodelón y a Velasco. Los quería atentos y dispuestos para seguir a Pedro Mendiluce a dondequiera que fuese su destino. Detrás de él podía aparecer en cualquier momento Del Valle dispuesto a tomar cumplida venganza.
* * *
Mendiluce miró por la ventana de su despacho cómo se alejaba el Mercedes rojo. A los pocos segundos, el Fiat camuflado de la policía emprendió la marcha detrás de él.
—Han picado, Amaro. Míralos. Lo de ponerle a Eduardo la gorra de capitán de yate ha colado, como ya suponía. Qué memos que son —sonrió, satisfecho—. Perfecto. Ahora, haz pasar a nuestros dos invitados, por favor.
Mendiluce se sintió íntimamente poderoso cuando entraron en el despacho los dos matones que había contratado. Sonrió de oreja a oreja al ver a Liu Contreras, la menuda peruana medio china especialista en artes marciales, una gran amiga que ya le había hecho varios recados anteriormente, y a Nikolay, una enorme masa de músculos atiborrada de esteroides que trabajaba en un céntrico gimnasio coruñés y que se había curtido en la mafia rusa antes de recalar en tierras gallegas. No quería correr ningún riesgo.
—Muy bien, gracias por venir tan pronto, sé que tenéis muchos compromisos, pero sabéis que cuando os llamo es porque que no confío en nadie más. He visto últimamente demasiados inútiles que se creen tipos duros y luego no valen una mierda. —Mendiluce estaba recordando con amargura a los capullos del secuestro de Lúa y al que fuera su secretario, Sebastián Delgado. ¡Qué decepción había sentido con él! Tantos años enseñándole para que acabara como un pringado y asesinado por la espalda.
—Ya sabéis de qué va esto, ¿no? Preferiblemente quiero que lo atrapéis vivo, pero si hace falta acabar con él por alguna razón, no quiero ninguna duda. Ha matado ya a mucha gente, así que es muy peligroso, os aviso. Tiene muchos recursos. —Mendiluce quería asegurarse de que esa pareja letal entendiera que el asunto no iba a ser ninguna excursión de domingo.
Liu Contreras sonrió con dulzura y habló, como siempre, con las mínimas palabras posibles. Eso le gustaba a Mendiluce: esa mujer era fuego en la cama y una áspide sigilosa cuando asesinaba. Al mecenas le sorprendía esa duplicidad, y cuando se la follaba ese lado oscuro lo volvía loco, como bien se reflejaba en el pago que le daba.
—No se preocupe, señor Mendiluce. Somos profesionales y lo sabe bien. No va a tener ningún problema. Jamás le hemos fallado.
Mendiluce asintió, complacido.
—Muy probablemente entrará por los túneles. Si no me equivoco, usará la entrada de la vieja cocina que está en este piso, por el ascensor del servicio. Solía utilizarla cuando era pequeño, aunque pensaba que yo no me daba cuenta. Esperadle allí. Amaro os llevará al sitio. Yo aguardaré en la biblioteca.
* * *
López conducía el Fiat Stilo dejando que un par de coches lo separasen del lujoso Mercedes, que llamaba la atención de los pocos paseantes que caminaban bajo la lluvia que había vuelto a arreciar. El vehículo ya había entrado en La Coruña y se dirigía a poca velocidad por la avenida del Pasaje directamente hacia el centro de la ciudad.
—Estamos llegando al mirador de los Castros, inspectora. Creo que se dirige hacia el centro…
—Velasco y Bodelón van para allá también. No lo pierdas de vista… —Valentina a su vez estaba conduciendo rumbo al puesto de observación cercano a la casa de Mendiluce—. Yo estaré en media hora con Isabel, más o menos. Dios, cómo llueve. No veo ni por dónde voy.
Valentina giró el mando del limpiaparabrisas para darle más velocidad a la varillas. Luego pitó con impaciencia a un coche que iba delante y lo adelantó en la línea continua.
«Lo único que me faltaba es que me pillara la Guardia Civil…».
* * *
Del Valle se paró y lanzó una mirada a su alrededor, parpadeando bajo la fuerte lluvia. No había nadie en las inmediaciones de la iglesia de San Cosme de Maianca, que permanecía perfectamente cerrada, silente en el medio del bosque de eucaliptos. Con sigilo, rodeó el pórtico de la iglesia de piedra para confirmar su soledad. No había nadie tampoco visitando las tumbas de sus familiares en el cementerio que rodeaba el templo románico casi por completo.
Luego se dirigió, caminando sobre la hierba empapada, hacia uno de los antiguos panteones modernistas que había en una esquina del camposanto. Miró hacia arriba, hacia el friso que contenía grabado en piedra blanca el nombre de los ocupantes de las tumbas, aunque sabía con certeza que no estaba equivocado.
En letras góticas se podía leer con claridad: «Familia Mendiluce».
Del Valle sacó una palanca de metal de su bolsa negra y la aplicó a la vieja y desconchada puerta de madera, medio podrida por la humedad de años y años. Se abrió sin mayor inconveniente, obedeciendo a la fuerza de los brazos, con un quejido herrumbroso y prolongado.
Volvió a cerciorarse de que nadie lo veía y se metió en el panteón. Hacía mucho tiempo que nadie entraba allí. No necesitó la linterna, un tragaluz con una vidriera dejaba pasar la claridad a duras penas. Sobre el altar polvoriento había un jarrón descolorido lleno de flores de plástico envueltas en telarañas y un crucifijo de metal mohoso y abandonado. Las tumbas de mármol estaban sucias, hasta tal punto que no se podían leer los nombres de los ocupantes.
Al fondo del panteón, había un hueco con una escalera de cobre, ya recubierta de una pátina de cardenillo. Bajó con cuidado al piso inferior del panteón, en donde había cuatro tumbas abiertas y abandonadas esperando a sus nuevos huéspedes con paciencia de siglos. Del Valle sacó la linterna e iluminó los ojos rojos de un ratón, que desapareció en unos pocos segundos. Se encaminó directamente hacia una losa blanca que había en el fondo, con una argolla de metal en su superficie. Ambas destacaban por ser mucho más modernas que el propio panteón. Tiró de la argolla. La losa se abrió con facilidad a un oscuro túnel de donde surgió frío y humedad.
Segundos después, David había desaparecido. La losa de mármol volvió a quedar perfectamente encajada en su sitio.
El viento golpeó con fuerza la puerta del antiguo panteón y dejó entrar una ráfaga de lluvia que mojó uno de los ramos amarillentos y secos de las flores que habían servido de homenaje a los difuntos padres de Mendiluce años atrás.
* * *
—Mendiluce ha subido al yate, inspectora. Sí, está en la dársena. Llevaba dos enormes maletas de Louis Vuitton, como si fuera a salir de viaje. —Velasco no podía por menos de admirar todo el despliegue de lujos que poseía el empresario—. Ha subido corriendo, con su gorra de marinero puesta, y tampoco me extraña. Llueve a cántaros.
—¿Va a salir con el barco? Pero si hace un día horrible… —Larrosa acababa de incorporarse al operativo y seguía con atención desde Lonzas las evoluciones de Mendiluce mientras lanzaba un ojo a las posibles llamadas que recibía o hacía el empresario—. No, no es posible. Acabo de pasar por Riazor y había un temporal de mil demonios. Nadie en su sano juicio sale a navegar hoy, con la mar tan jodida que hay. La flota pesquera está amarrada en el puerto…
—Ya estoy llegando a Mera, y en efecto, es una pasada, las olas trepan por el acantilado y llegan casi hasta la puerta de la casa de Mendiluce… —apostilló Valentina—. Carlos, busca el pronóstico para dentro de unas horas. A lo mejor la cosa cambia… aunque lo dudo.
Larrosa buscó en internet la previsión del tiempo en la mar en la web de Meteogalicia.
—Alerta amarilla hasta mañana, como mínimo. Qué extraño, ¿no? ¿Habrá ido a llevar alguna cosa al yate…?
—A lo mejor lo que pretende es huir de la ciudad, pero con este temporal, tiene que saber que no va a llegar muy lejos, ¿no? —Valentina frunció el ceño. Estaba empezando a impacientarse.
* * *
Del Valle se deslizaba con rapidez a través del túnel, en la oscuridad. Conocía el camino. A veces encendía la linterna durante unos segundos, para asegurarse de que el trayecto estaba libre. Lo había recorrido muchas veces cuando era pequeño. Los descubrió cubrió por casualidad, un día en el que decidió seguir a Sebastián Delgado. Le intrigaba que apareciera y desapareciera de la casa sin más, llevando paquetes o apareciendo con diferentes fardos. David empezó a refugiarse en los túneles en los momentos en los que no soportaba más aquella vida. Lo hacía cuando veía llorar a su madre, o cuando sentía llegar a todas aquellas mujeres con ropa extraña, y luego a los invitados en sus grandes coches… casi siempre hombres mayores, con traje, que bebían y fumaban y luego organizaban aquellas orgías interminables, en las que su madre también se veía obligada a participar.
«Hijo de puta. Voy a por ti y lo sabes, ¿verdad? Lo sabes. Por eso me has escrito ese mensaje tan falso y tan cabrón. Jodido hijo de puta. “Tengo varios cuadros tuyos”. Sí, especialmente el de Salomé. Pero no se te ha ocurrido ver más allá, eso seguro… Has hecho daño a mucha gente, pero eso está a punto de acabarse». —Del Valle mascaba la ira a medida que se acercaba a su objetivo. Había vivido la mayor parte de su vida para llegar hasta allí y se dijo que debía ser paciente y, sobre todo, controlarse, dominarse por encima de todo, no era el momento de cometer ningún error.
Se detuvo un instante, jadeando a causa del esfuerzo. Había llegado a la sala abovedada en donde se dividían los túneles.
Prestó atención. Había creído escuchar un ruido muy leve en el subterráneo que llevaba hasta la mansión. Se detuvo y apagó la linterna. Sabría arreglárselas muy bien sin ella.
* * *
Eugenio reprimió un escalofrío cuando escuchó las patas de algún animal rascar el suelo resbaladizo del subterráneo. Ya le valía a Abel, mandarle hacer guardia en semejante sitio lúgubre. Se quitó la gorra y se secó el sudor. No le hacía ninguna gracia estar allí dentro, vigilando aquellos pasadizos húmedos y siniestros. A ver si llegaba la hora del relevo y podía irse a casa, darse una ducha y comer algo. Tocó la Beretta para tranquilizarse y respiró hondo. Odiaba las ratas. Él era guardia civil, pero había cosas que le producían un asco infinito. Y una de ellas eran las ratas. Bichos asquerosos… Tenía que haber alguna por allí cerca. Algo estaba haciendo un ruido extraño en la curva del túnel.
Eugenio se acercó con tiento hacia aquel ruido, que de repente se había convertido en rítmico y más fuerte. Sacó la pistola. Las ratas no hacían nada parecido…
De pronto, desde el suelo, un fogonazo de colores lo deslumbró. Un extraño humo grisáceo y espeso comenzó a envolverlo, y Eugenio empezó a toser, ahogándose. Algo le golpeó con fuerza en la cabeza y lo dejó sin sentido.
Del Valle lo arrastró por las piernas y le quitó la radio y la pistola.
Luego lo ocultó en una de las mazmorras, encajando con facilidad una gruesa puerta de metal que a otro hombre le hubiera costado cerrar diez minutos, cuyas llaves ya hacía muchos años que se habían perdido.
* * *
De repente, Valentina sintió un pálpito. ¿Qué hacía Mendiluce dentro del yate, sin dar señales de vida durante tanto tiempo? Miró su reloj: había pasado cerca de una hora desde que el cebo había entrado en el yate. Saludó a Isabel, que permanecía apoyada en el tronco de un eucalipto, escondida a pocos metros de la puerta de la mansión, que estaba cerrada a cal y canto. Isabel sonrió, achinando los ojos castaños, y se acercó. Aquella chica morena y delgada parecía confiada como el cachorro de un San Bernardo, pero Valentina había leído en su expediente que tenía una proyección muy buena como policía de calle. Incluso se había infiltrado en el movimiento okupa de Barcelona con muy buenos resultados. Nadie jamás sospecharía de una chica tan cándida y abierta, con una sonrisa tan noble, y esa combinación de cualidades la hacía particularmente efectiva.
—Aquí Alfa uno. Velasco. ¿Sabemos algo de Mendiluce? ¿Algún movimiento en el yate?
—Alfa dos. Aquí no se mueve nada, inspectora, esto está bastante muerto.
Valentina sacudió la cabeza.
—No sé, no me parece normal. Isabel, ¿tú qué crees?
Isabel reflexionó durante un instante. Luego adoptó una expresión preocupada.
—¿Y si Del Valle consiguió entrar en el barco antes de que llegase Mendiluce, y lo esperó allí…? Se supone que es un hombre capaz de hacer eso y más, ¿no?
Valentina miró a Isabel como si hubiese escuchado un oráculo funesto y empezó a preocuparse seriamente.
—No es muy descabellado lo que dices… y para escapar, solo tendría que tirarse al agua por el otro lado del barco, ya que en el puerto el mar está relativamente tranquilo…
Valentina aferró la radio y empezó a hablar con rapidez.
—Velasco, escucha con atención. Imagínate que Del Valle se ha metido ahí dentro y lo estaba esperando para… ya me entiendes. Hay que entrar. Ahora mismo, además. Me importa un pimiento que se dé cuenta de que lo estamos vigilando. Quiero que entréis ahí ahora mismo y comprobéis que ese hombre está vivo y no corre ningún peligro. ¡Es una orden!
* * *
Eduardo comía unas almendras saladas mientras se tomaba un whisky de malta de treinta años como si fuera Coca-Cola. Había puesto una película porno casera, de las muchas que tenía Mendiluce, en la pantalla plana gigante y sentía ya unas ganas tremendas de hacerse una paja. Sin embargo, el lugar le imponía algo de respeto, y su mano aún no había volado hacia la cremallera del pantalón para agarrar el pene, que pugnaba con fuerza por salir de su prisión de tela. Hacerse una paja en el yate del jefe era algo demasiado fuerte, aunque lo fuerte de verdad eran aquellas películas de las orgías… nunca había visto nada parecido: porno casero pero del bueno… Si pudiese llevarse alguna para casa, podía ponérselas a su churri para calentarla un poco…
Cuando vio a una mulata despampanante de enormes pechos hacerle una cubana a un joven apuesto de grandes ojos verdes que a él le pareció sospechosamente parecido a un antiguo jugador del Deportivo que ahora jugaba en la Premier, decididamente su mano bajó hacia la cremallera del pantalón. Eso ya no podía aguantarlo, y al fin venció su inhibición producto de estar en el santuario marítimo del jefe. La bajó y desabrochó el botón de metal.
Pero la erección desapareció como por encanto cuando escuchó los gritos y un hombre tiró la puerta abajo. En unos segundos, tres pistolas le apuntaban, y Eduardo tiró las almendras al suelo y levantó los brazos, muerto de miedo.
* * *
Del Valle sacó la pistola y caminó despacio por el corredor de cemento que unía los túneles con la mansión de su padre. La presencia de un guardia civil en la entrada del subterráneo le había preocupado.
«¿Y si es una trampa de la policía?».
No. A su padre le gustaba tanto la policía como a él. Si fuera una trampa, no señalarían el túnel con un miembro de la Benemérita…
Hacía muchos años que no atravesaba aquel túnel. Confió en que todo siguiera igual que siempre. Avanzó unos pasos y miró hacia arriba. En efecto, allí seguía la escalera de metal que tendría que llevar hasta el antiguo ascensor.
Pegó un salto, se agarró a la escala y trepó por ella con agilidad. Luego alcanzó el pasadizo, que estaba tenuemente iluminado por luces de emergencia amarillas. Al fondo vio el ascensor del servicio. No había cambiado nada. Seguía allí, como entonces. Se dirigió con paso firme hasta el ascensor y pulsó con la mano enguantada el botón negro y gastado que subía hacia el tercer piso.
* * *
—¡JODER! ¡NO DISPAREN! —Eduardo miró a los tres policías con cara de susto mayúsculo. Se dio cuenta de que su aspecto era realmente patético, los pantalones caídos sobre los zapatos, los calzoncillos al aire.
Bodelón relajó la postura y se acercó a él sin dejar de apuntarle.
—¿Dónde está Mendiluce? ¿Quién es usted?
El cocinero tartamudeó, muerto de miedo.
—Soy Eduardo, el cocinero de la casa de Mendiluce… He venido a hacer unos recados al yate.
—Deja de contar milongas y dinos la verdad, imbécil. Tu jefe corre un grave peligro, así que dinos ahora mismo dónde cojones está. ¿No ves que te hemos seguido desde Mera hasta aquí? ¿Qué coño iba a hacer un puto cocinero con el Mercedes de su jefe? —Velasco perdió la paciencia y cogió con fuerza al cocinero por la nuca, zarandeándolo sin contemplaciones. Luego lo tiró sobre el sillón.
Eduardo vio las caras de pocos amigos de los tres policías y empezó a pensar seriamente en la forma más adecuada de salir de aquel atolladero. No quería traicionar a su jefe, pero tampoco meterse en follones con la pasma.
La película porno continuaba desarrollándose en la enorme pantalla LCD, mostrando a la mulata espectacular en otra de sus contorsiones sexuales sobre el joven futbolista. López lo reconoció al momento.
—¡Joder! ¡Pero si es Josito Barraza, el jugador del Deportivo! Mira tú… qué bien se lo está pasando el muy cabrón…
* * *
Escuchó el clic al amartillarse y sintió el cañón helado del enorme revólver en la sien al salir del ascensor a la antigua cocina de azulejos blancos. Del Valle no se movió. Se lo esperaba, en realidad.
—Levanta las manos, donde yo pueda verlas. —La voz grave de un hombre resonó en la habitación, y Del Valle obedeció con tranquilidad, elevando las dos manos. El ruso lo cacheó y encontró rápidamente una pistola automática, que desapareció en la parte de atrás del cinturón de cuero.
—Venga, camina.
Del Valle se dirigió hacia la puerta, los músculos en tensión, preparado para actuar en cualquier momento. Cuando la atravesó, el cañón de la pistola en ese momento clavado entre los omóplatos, vio que en el pasillo aún seguía en su sitio la vidriera neogótica de San Miguel y el Dragón que le fascinaba de niño, con aquel hermoso ángel alado que aplastaba la cabeza del diablo, presto a asaetearlo. Una metáfora muy significativa… David flaqueó durante unos segundos interminables. Recorrer de nuevo aquel pasillo hizo que acudiera a su memoria toda su infancia de golpe. La expresión dulce de su madre cuando lo llevaba a la biblioteca, las risas con la señora Concha, que lo cuidaba mientras Sara estaba trabajando, los libros de ilustraciones que podía alcanzar con sus manitas… Su padre, que a veces le acariciaba el pelo descuidadamente, cuando se metía en su despacho a jugar debajo de la gran mesa de caoba… Su padre, Pedro Mendiluce, a quien por un tiempo consideró un dios y que luego se convirtió en el culpable de la agonía y el suicidio de su propia madre, la única que lo había querido en toda su vida… ¿Cómo pudo convertirse ese hombre en un ser tan mezquino y despreciable? ¿Cómo pudo torturar a su madre mientras se alejaba de él considerándolo simplemente un bastardo? Esas preguntas le habían obsesionado durante muchos años, mientras él buscaba su camino en medio de la confusión en Inglaterra, pero en esos momentos se dijo que ya había pasado el tiempo de contestarlas. No había llegado hasta ahí para obtener respuestas, sino para hacer justicia.
El ruso lo empujó hacia la puerta de la biblioteca, tratándolo con rudeza. Del Valle ni se inmutó al sentir el golpe de la recortada en el riñón. Por lo visto la china también quería hacerse notar. David del Valle se giró y la miró con aquellos extraños ojos de fuego. Ella, a cambio, le sonrió con benevolencia y volvió a darle otro golpe con la culata, más fuerte aún.
Cuando Del Valle cruzó la puerta de la biblioteca y vio la silueta de su padre, que esperaba de espaldas delante de los enormes ventanales, se dio cuenta de que su destino estaba sellado por completo.
* * *
—No, inspectora, Mendiluce no está en el yate. Es el cocinero, Eduardo. Nos ha dado gato por liebre, el muy cabronazo. Lleva su ropa, su chaqueta cruzada de marinero… Es la hostia, joder. ¡Es que se parecen un huevo! Le dijo que se paseara por cubierta un rato, pero llovía demasiado y nuestro cocinero se acomodó en el salón para ver películas porno mientras se merendaba una botella de whisky del caro. Dice que no sabe dónde está Mendiluce, que él lo dejó en la mansión.
Valentina pensó rápido. Mendiluce se había dado cuenta del seguimiento y había ideado una maniobra de distracción. Pero… ¿para qué? ¿Por qué querría hacer algo así, enviar a un doble a su yate para que todos pensaran que…?
—¡Para tenderle una trampa a su hijo! —La respuesta le sobrevino como una exhalación. Mendiluce lo sabía todo. Valentina notó un repentino y enorme vacío bajo sus pies ¿Cómo podían haberlo subestimado de tal forma?
—¡Joder! ¡Velasco, os quiero a todos en Mera ahora mismo! Traed refuerzos. Tenemos que entrar en la mansión. Mendiluce está dentro. ¡Y puede que Del Valle también!
Valentina miró a Isabel, que se había puesto en guardia, presta a actuar de inmediato.
—Ponte en contacto con Eugenio, el guardia civil que está en el túnel. Pregúntale si ha visto algo raro.
Isabel usó la radio, pero nadie contestó a su llamada.
—Alfa cuatro, por favor, conteste.
Silencio.
—Conteste, alfa cuatro. —Miró a Valentina con cara de preocupación—. Nada, inspectora. No contesta nadie.
Valentina observó el alto muro que cerraba la mansión y la puerta blindada, con una cerradura que parecía a prueba de misiles.
—¡Isabel, al coche! Conduzco yo. Nos vamos al faro. Es la única manera que veo de entrar ahí, por los putos túneles.
* * *
—Hola, padre.
Mendiluce estaba de pie, frente al escritorio de la biblioteca, ojeando distraídamente un libro. Cuando los oyó llegar y llamar educadamente a la puerta, se dio la vuelta, dijo «pasad» y se enfrentó a su hijo, flanqueado por los dos matones que no dejaban de apuntarle con sus armas ni por un momento. Estaban a un metro uno del otro.
—David… —Mendiluce sonrió con cinismo. Lo miró de arriba abajo, notando la tensión y el odio soterrado que desprendían todos y cada uno de los poros de la piel—. Has venido a la cita. No esperaba menos de ti. —Al decir esto dio la vuelta a su escritorio de caoba y se arrellanó en su sillón. David permanecía de pie, enfrente, a buen recaudo gracias a los dos asesinos al servicio de su padre. Mendiluce se fijó en el cabello recién rapado, que resaltaba aquellos ojos tan parecidos a los suyos; en la camiseta negra ajustada de manga larga que marcaba los finos abdominales y los bíceps inflados, y en los pantalones cargo del mismo color. Las botas negras de cordones eran también de estilo militar. Parecía un marine, o un soldado de fortuna, más que un pintor o un artista…
—Sabes de sobra que no podía faltar, «papá». Pero yo creía que íbamos a estar los dos solos en nuestro primer encuentro… —La voz de David sonó firme. Miró a sus dos acompañantes con desprecio.
—Son de plena confianza, David. Podemos hablar de nuestras cosas con ellos delante.
—Yo, en cambio, no opino lo mismo, padre. No me siento cómodo con dos desconocidos apuntándome con una recortada y un revólver.
—Ese es tu problema, querido David. Créeme, te acostumbrarás… Ellos solo oyen y ven lo que les diga, puedes considerarlos como estatuas. Y ahora, por favor, siéntate y hablemos.
Por toda respuesta, el Artista lo miró fijamente a los ojos.