[capítulo 69]: «Frenesí»

Martes, 22 de junio

Keith Servant se pasó la mano por el pelo rojo mientras esperaba con paciencia a que la bolsita de té cumpliera los cinco minutos de rigor dentro de la taza. Luego se levantó a por un poco de leche que guardaban en la pequeña nevera, y dos terrones de azúcar. Revolvió con lentitud y sopló para enfriarlo. Se sentó en la mesa y saludó a una inspectora, Kelly, que llegaba tarde, con cara de prisa matinal. Luego cogió un donut y le dio un buen mordisco.

Aún no había dado el primer sorbo al té cuando sonó su teléfono. Servant lo cogió, limpiándose las migas del donut que habían caído sobre su camisa de cuadros.

—Inspector Servant.

Servant escuchó y acto seguido cogió rápidamente un bolígrafo y una libreta y empezó a tomar nota. Asentía muy concentrado.

—¿Eskrima filipina? ¿Sayoc kali? ¿Muai thai? Nunca he oído hablar de eso… ¿Cinturón negro de kárate? Eso ya me suena más, por supuesto… ¿Está seguro, Héctor del Valle? Ya veo… uno de sus mejores alumnos. Entiendo… No, iré yo mismo al gimnasio. ¿Tienen fotografías? ¿Sí? Vídeos también… Perfecto. No tardaré. En una media hora estoy ahí, muchas gracias por su ayuda.

Servant tomó nota mentalmente: en cuanto se cerciorase de que aquella información era cierta, tenía que llamar a la inspectora Negro. Si aquel asesino estaba en España, tenían que saber que era más peligroso todavía de lo que pensaban en un principio.

* * *

—Quiero verla, Valentina. —Sanjuán la miró con los grandes ojos que destelleaban un ansia febril, la vena de la frente palpitaba con fuerza—. Joder, Valentina. ¿No te das cuenta? Necesito ver la escena del crimen. ¡No hemos llegado hasta aquí para quedarme ahora fuera, en el portal!

Valentina se interponía entre él y el portal del bufete.

—Sanjuán, es horrible. Lo que vas a ver no va a gustarte. No quiero que…

Sanjuán la interrumpió, el tono de voz, siempre tan plácido de repente sonó mucho más agresivo.

—¿Te crees que me gustó ver a las otras, Valentina? Cuando fuiste a pedirme ayuda… ¿Qué pensabas? ¿Que iba a desmayarme al ver una escena del crimen? ¿Estás de broma? Raquel ha muerto por mi culpa. Tendría que haber pensado que las mujeres de Mendiluce estaban en peligro, lo mismo que las de Garlinton Manor…

—Tú no tienes ninguna culpa, Javier, por favor… —Valentina comprendió que sus esfuerzos eran vanos. Sanjuán estaba desde el principio metido en la investigación y no podía ni debía evitar que subiera a la escena del crimen. Aunque el cadáver que estaba allí expuesto en una performance sádica y absurda fuese el de su exmujer.

—Quiero subir. Necesito subir. Esto ya se ha convertido en algo personal, Valentina. La que está ahí arriba es Raquel Conde, y es necesario que vea su jodida nueva obra para saber más de ese asesino. Además, es a mí al que ha enviado el cuadro… ¿no te das cuenta? Tengo que subir.

Valentina asintió. Hiciera lo que hiciera, no iba a convencerlo. En el fondo tenía toda la razón. Quizá él podría ver algo que a los demás se les estaba escapando, lo que ya había ocurrido otras veces.

Sanjuán se puso el traje protector y subió hasta el primer piso, seguido de Valentina. En la puerta respiró hondo. Dentro ya estaban los de la Científica sacando fotos y buscando todo tipo de pruebas; se notaba el bullir de los técnicos que entraban y salían del despacho. Sanjuán caminó hacia la escena del crimen como un sonámbulo. No. Ya no sentía nada por Raquel, desde hacía años. O eso creía. Pero seguía considerándola su amiga, a pesar de todo, y lo peor, era la sempiterna espina clavada. La principal razón de su cobardía habitual a la hora de enfrentarse al amor y a las relaciones, que evitaba como su gata huía del agua. No sabía si el gran palo que se había llevado con Raquel había constituido un trauma insuperable o era la disculpa que su corazón ponía cuando prefería refugiarse en su trabajo, meterse en el caparazón protector antes que dar cualquier paso para ser medianamente feliz.

Todo eso pasaba por su mente a toda velocidad mientras se armaba de valor para enfrentarse al peor momento de su vida.

Cuando cruzó el umbral, los policías pararon un segundo al verlo entrar. Valentina hizo un gesto para que se apartaran un momento del cuerpo.

Sanjuán se apoyó en la puerta. Por un momento pensó que iba a desvanecerse allí mismo. Sintió unas náuseas implacables. Pero en un segundo se recompuso con un esfuerzo sobrehumano. Obligó a su cerebro a adoptar un modo de supervivencia, pero casi no hizo falta. De inmediato su mente comenzó a comprender lo que estaba ocurriendo allí, más allá de la presencia de aquellos ojos muertos, abiertos, enormes, llenos de petequias de color bermellón. Unos ojos que hacía solo unos días lo miraban con deseo y que ya no verían nada más.

El flash de una cámara iluminó por un momento el rostro de cera.

Agarró el dintel de la puerta con fuerza y entró, acercándose al cadáver. El mensaje del Artista estaba claro esa vez. El desvencijado cuerpo de Raquel, sentado en la enorme silla giratoria negra, llevaba un vestido verde botella, abierto a la altura del pecho. La abertura en forma de triángulo invertido dejaba ver el sujetador pasado de moda, los pechos expuestos, sobresaliendo por encima de una forma cruel. Lo peor era ver cómo la lengua salía fuera de la boca, apartada hacia un lado de la comisura, en un patético intento de remarcar la posible muerte por estrangulación. En el cuello, una corbata de cuadros tipo Burberry se hundía brutalmente en la delicada piel bronceada y dejaba ver un pequeño crucifijo de oro entre la tela color crema.

Sanjuán venció su repulsión inicial y se acercó todavía más. Observó cómo el Artista había pintado los ojos de Raquel con sombra de ojos de color verde, a juego con el vestido. Observó la lengua, pegada a la piel para que se mantuviese en su sitio. Reconoció el leve olor a cloroformo y la irritación en los labios y en la nariz de la abogada. Se volvió hacia Valentina, que estaba mirándolo con atención.

El criminólogo titubeó unos segundos. No encontraba la forma adecuada de expresar sus ideas entre la confusión mental que le producía ser testigo de aquella atrocidad. De pronto, decidió adoptar un aire de circunstancias, como si estuviera hablando tranquilamente en una clase, y preguntó:

—Valentina… Te gusta el cine, ¿no?

—Sí… por supuesto. Me encanta. Me… ¿Qué quieres decir?

Pero aquello era demasiado, y Sanjuán sintió de nuevo que el mundo se abría a sus pies. La miró a los ojos con una intensidad casi vesánica. Luego volvió a mirar el cuerpo de Raquel.

—¿No te das cuenta? Está todo perfectamente claro, diáfano. ¿No lo ves? —casi gritó, impaciente.

—No, no lo veo —dijo Valentina, algo molesta—. ¿Qué quieres decir, Sanjuán? ¿Que el Artista ha recreado la escena de una película?

Sanjuán asintió. No podía apartar la vista de la corbata, del crucifijo. De la lengua fuera, sujetada con pegamento por el autor de aquel horror.

—¡Sí, joder! Es Frenesí. ¡La película es Frenesí, Valentina! De Alfred Hitchcock… ¿No te das cuenta?

* * *

Las cámaras que Mendiluce había mandado instalar en la entrada a los túneles mostraban la figura borrosa de un guardia civil de uniforme que deambulaba con una linterna en la mano. El empresario soltó uno de sus bufidos habituales, que para sus conocidos significaban impaciencia y frustración a partes iguales. Luego observó otra de las pantallas: fuera de la casa, un coche camuflado, muy probablemente de la policía, esperaba entre unos árboles.

Menuda banda de incapaces.

Mendiluce encendió un Montecristo y se dirigió hacia su despacho. Había estado meditando cómo responder a aquel mensaje de correo electrónico. Responder, sí, porque sabía bien que ante semejante delirio no debía permanecer en silencio. Sería mucho peor. Lo estaba amenazando, y el autor de la amenaza era un hombre extremadamente peligroso. Prefería mil veces jugar en su terreno que esperar a que actuase.

Se sentó delante del ordenador y empezó a pensar en la forma adecuada de comunicarse con él. El teléfono del despacho sonó, pero no le hizo caso. Quienquiera que fuese, que llamase más tarde…

* * *

Maite González, ingeniera química y miembro de la Policía Científica desde hacía ya cinco años, se agachó con infinito cuidado y miró el sujetador blanco con suma atención. Cogió una pinza de su maletín y un sobre de pruebas. Para sus ojos entrenados y sagaces, aquel cabello negro casi invisible era del tamaño de un enorme pastel de boda. Una prueba. Una jodida prueba. Cogió el pelo con la pinza y lo levantó hacia sus ojos. Tenía raíz. El bulbo piloso era una bonita fuente de ADN. Lo introdujo en el sobre con habilidad y sonrió.

—Tenemos un cabello. Corto y negro. No parece pertenecer al cuerpo… la chica es rubia natural… y el pelo es negro como la noche. Lo mejor de todo es que está completo, así que la extracción del ADN resultará mucho más fácil.

Valentina asintió. Ya sabían quién era el Artista, pero un cabello les iría de perlas para establecer la comparación de ADN en el caso de que consiguieran detenerlo. Los de la científica de Londres tenían varias muestras recogidas en el apartamento de Del Valle. Solo era cuestión de cotejarlas… De pronto, sonó su móvil. Valentina salió de la habitación a toda prisa, quitándose la máscara y apartando el gorro, para contestar sin contaminar el escenario. Era un número británico. Seguro que Evans, o Servant…

—¿Un pelo? —Sanjuán miró hacia la pinza y arqueó la ceja, extrañado. No era muy propio del Artista. No había dejado nada en ninguna de las escenas anteriores. Nunca había cometido ese tipo de error, era extremadamente escrupuloso… Se concentró en la escena y miró con atención. Pero sí, era un pelo. La técnico lo agitó delante de sus gafas, y no cabía ninguna duda. No era de Raquel. ¿Podría ser una transferencia? Era algo que no podía descartarse, porque en aquel despacho entraba bastante gente, y quién sabía si ese pelo pertenecía a alguna otra persona que no tuvieran controlada.

Xosé García entró en la habitación, dispuesto a hacer el primer análisis del cuerpo. Se aproximó y echó una ojeada al cuello y a la cara congestionada del cadáver. El forense chasqueó la lengua y olisqueó la boca y la nariz. Miró los ojos, uno a uno, abriéndolos por completo con su mano enguantada en látex. Luego sacó un termómetro, dispuesto a tomarle la temperatura rectal al cuerpo.

—Huele a cloroformo que apesta. El muy cabrón debió de atontarla a base de bien… —García levantó el vestido delicadamente. Antes de introducir el termómetro, vio los muslos atravesados por pequeñas líneas rojas. Se fijó en los genitales, los analizó durante unos segundos y sacudió la cabeza.

—La han violado. Y torturado salvajemente. A primera vista la muerte parece por estrangulación, con la propia corbata. Qué horror. Pobre mujer… Por cierto. Ahora que lo pienso… ¿No había una película de Hitchcock donde un psicópata mataba a las mujeres estrangulándolas con una corbata?

Sanjuán, que seguía el examen del forense como si estuviera mitad en el mundo mitad fuera de él, hizo un gesto de afirmación.

—Sí. Frenesí. El asesino ha recreado una escena de esa película… El asesinato de la dueña de una agencia matrimonial, y lo ha hecho muy fielmente, además. —De repente, se calló. Había vuelto a sentir una sacudida de culpabilidad que le estremeció de arriba abajo. Tenía que haberse dado cuenta. Tenía que…

Valentina se asomó a la puerta y llamó a Sanjuán. «Ya es hora de sacarlo de ahí —pensó— o puede hundirse sin remedio». Él obedeció mansamente. Parecía encontrarse en estado de trance.

—Acabo de hablar con Servant. Iba de camino a un gimnasio de artes marciales en donde parece ser que entrenaba Del Valle. El dueño del gimnasio lo ha reconocido en el retrato robot. Acaba de llegar de vacaciones de Japón, o algo parecido, así que no pudo ponerse antes en contacto con la policía. En suma, que el dueño del gimnasio tiene fotos de Del Valle y vídeos de nuestro amigo, incluso compitiendo…

—¿Artes marciales, dices? —preguntó Sanjuán, sin mostrar gran interés—. Hay mucha gente que practica artes marciales, ¿no?

—Pero no artes marciales «al uso», Javier. Parece ser que Del Valle es una especie de máquina de matar. Es especialista en eskrima filipina, o «kali» como la llaman ellos. Y también en algo llamado Muai thai, Silat y encima es cinturón negro de kárate. Tengo que preguntarle a Bodelón qué coño significa todo eso.

Sanjuán pareció al fin conectar de nuevo con el mundo, y dijo lo que le parecía que era una conclusión ineludible, notando de nuevo cómo se estremecía.

—Lo que significa exactamente es que David del Valle ha estado preparando su venganza durante muchos años. Y ahora ha llegado su gran momento. —Sanjuán recordó de repente lo sucedido durante la madrugada—. Valentina, escúchame. —La agarró por el brazo hasta hacerle daño—. ¡El cuadro! Cuando lo veas te darás cuenta de lo que quiero decir. Espera… le saqué una foto con el móvil. Fíjate. ¡Tienes que reconocer el cuadro!

Sanjuán buscó, casi temblando, en el Nokia, hasta encontrar las fotografías. Luego se lo pasó a Valentina. En un principio la inspectora de policía no fue capaz de reconocerlo. Pero a los pocos segundos, se hizo la luz en su cerebro.

—¡Joder! ¡Qué lenta estoy, es Vértigo! ¡Una de mis películas favoritas! ¡Kim Novak se sentaba delante de ese cuadro al principio de la película, en un museo! Otra vez Hitchcock… Nuestro amigo conoce y admira su obra, no hay duda.

—Sí. Otro Hitchcock, en efecto. —Sanjuán asintió, resignado e impotente—. Carlotta Valdés, Valentina. La mujer muerta que parecía haber poseído el alma de Madeleine-Kim Novak… Tenéis que ir a coger el cuadro, está en mi habitación.

Cuando vieron llegar a los de huellas, Valentina tomó a Sanjuán del brazo y lo sacó de allí. Ya habían visto bastante. Antes de salir del bufete, habló con el inspector de la científica para que fueran al hotel a coger el cuadro y llevarlo a Lonzas cuanto antes.

Cuando bajaron, Valentina se fijó en que Lúa Castro estaba detrás de la línea de protección formada por el plástico amarillo, con otros periodistas. Notó los flashes y las cámaras clavados en ella y en Sanjuán. Aquello se les estaba escapando de las manos: había que detener al Artista antes de que matase a nadie más o empezarían a rodar cabezas.

* * *

Mendiluce le pegó un puñetazo a la pared. El dolor de su mano no fue capaz de tapar el que le había producido la noticia del asesinato de Raquel Conde. Los del bufete llevaban intentando contactar con él toda la mañana. La limpiadora fue la que descubrió el cuerpo en su despacho, aunque la policía ya estaba intentando localizarla en su casa desde primera hora de la mañana.

El mecenas intentaba mantener la calma a duras penas. Estaba recibiendo demasiados golpes en muy poco tiempo como para encajarlos con una sonrisa complaciente. Estaba furioso. En un principio, lo de Delgado le había afectado de una forma mucho menos intensa. El cabronazo se había metido hasta el cuello en un marrón y quería huir a la francesa, sin despedirse, así que… uno menos. Pero lo de Raquel… Eso era una putada máxima. En aquel caso, la pérdida personal era tremenda, pues la apreciaba en lo que valía, pero la pérdida laboral era todavía mayor. Raquel estaba al tanto de todos sus chanchullos, de sus negocios legales y no tan legales. Se conocía al dedillo todos los entresijos de su imperio. Raquel era su baluarte, su defensora a ultranza. Una abogada de primera clase, sin escrúpulos, totalmente entregada a la causa. Además, le complacía verla, siempre exuberante y sugestiva, y a él le agradaba cortejarla precisamente porque invariablemente se resistía a sus avances con la mejor de sus sonrisas. Mendiluce cerró los ojos mientras imaginaba el cálido cuerpo de su abogada, y le consumió la ira.

«Ha sido ese cabrón, ese hijo de la gran puta. Primero Lidia. Luego Sebastián Delgado. Y ahora Raquel. Elimina sin piedad a la gente que me rodea. Está claro que me arroja esas muertes a la cara para decirme que yo seré el siguiente objetivo de su lista. Pero eso lo veremos, David. Lo veremos».

Mendiluce cogió el móvil con la tarjeta prepago que había conseguido en un locutorio de Madrid sin mayor problema, el que utilizaba para sus chanchullos habituales, y llamó a un gran amigo suyo. Necesitaba dos gorilas entrenados y capaces. No quería correr ningún riesgo cuando mandara a su hijo bastardo al infierno, de donde nunca debió salir.

* * *

Velasco protestó con un gesto de la mano y se quitó los cascos.

—Joder. Mendiluce solo habla por teléfono para hacer pedidos de delicatessen a Fauchon y de botellas de vino al Corte Inglés. Me extraña que este cabrón no esté haciendo o recibiendo ninguna llamada interesante, además de las que ha recibido preguntando por lo de Raquel Conde. Su móvil parece el de una hermanita de la caridad…

—Paciencia, colega. Paciencia. —Bodelón se levantó a estirar las piernas. Él también estaba un poco cansado del trabajo de oficina y especialmente del teléfono fijo de Mendiluce, que no paraba de recibir llamadas sobre la muerte de la abogada. Estaba empezando a dolerle la cabeza—. Voy a bajar a la cafetería a por unos cafés. ¿Te apetece uno?

Velasco asintió.

—Coge café también para la inspectora y para Sanjuán, que vienen por ahí… Va a hacerles falta. Menuda pinta traen, fíjate. No me extraña. —Bajó la voz hasta el susurro—. Creo que la tal Raquel Conde fue pareja de Sanjuán hace algunos años.

Bodelón frunció el ceño, extrañado.

—También es casualidad que justo cuando está él en Coruña, colaborando con nosotros…

Velasco miró a su compañero con intención.

—Después de lo que has visto… ¿tú crees que el Artista hace las cosas de forma gratuita? Yo te digo que lo hizo a propósito para enviarle el mensaje de «no vas a poder conmigo», el muy cabrón. Por cierto, suelta la gallina y dame el euro para el café, no seas cutre…

* * *

Lúa escribía furiosamente en el ordenador. El asesino de Lidia se cobraba una nueva víctima en la persona de Raquel Conde, famosa abogada coruñesa. ¡Y ella había sido la última periodista que la había entrevistado! Por supuesto, saldría la entrevista póstuma a la pobre víctima… Por una parte sintió pena por ella: parecía la típica abogada prepotente y creída, pero al fin y al cabo, no merecía una muerte así por muy insoportable que fuese. Y por otra, un alivio infinito al darse cuenta de que el Artista no iba a ir a por ella. El mensaje que recibió del asesino aparentemente solo la animaba para que siguiese informando al público de sus actos horribles y no la señalaba como su objetivo… ¡Ufff!, menos mal… suspiró mientras escribía.

Lo mejor de todo era que se habían enterado de que la tal Raquel había sido pareja del criminólogo que estaba ayudando a la policía con el caso de Lidia. ¿Qué pensaría Sanjuán de todo aquello? Su propia exmujer, asesinada delante de sus narices…

Se estiró en la silla y jugueteó con el bolígrafo. Haberse enterado de ese detalle tan suculento iba a ser una jugada maestra para el reportaje del día siguiente. Lo único que necesitaba era saber qué había hecho esa vez el Artista con el cuerpo. Lúa pensaba muy rápido: a lo mejor había imitado cualquier otro cuadro famoso… ¿Se lo preguntaría a Valentina Negro? Mejor no. Había logrado su respeto con mucho trabajo como para perderlo de repente, comportándose de nuevo como una trepa sin cerebro. Tendría que pensar otra cosa para enterarse. Su contacto en la Nacional podría servirle…

* * *

Sanjuán, ya en la comisaría, buscó en el ordenador el retrato de Carlotta Valdés y se lo enseñó a Valentina, que tenía delante el original del Artista. Su café se había enfriado al lado del ratón.

—Los dos son casi iguales, dentro de lo que cabe, pero hay sutiles diferencias: fíjate en el colgante de Raquel. Hay dos iniciales, la P y la M. Pedro Mendiluce, la razón de su castigo y su muerte.

Valentina miraba el retrato, enmarcado solamente con un paspartú de color crema. El estilo era el propio del Artista, con aquellas elipses vertiginosas que simbolizaban la película de Hitchcock. Pero el retrato era más elegante, más fino, menos expresionista que los que había realizado en Londres.

Valentina hizo una mueca de desagrado ante el retrato.

—La mirada de Raquel es igual que la de Carlotta Valdés. Me da hasta grima mirarlo… Los otros cuadros eran perversos, pero este… lo es mucho más… no sé, quizá porque esa expresión serena se contrapone a la terrible imagen del asesinato, tan grotesca…

Sanjuán cogió aire y espiró con fuerza, mientras asentía imperceptiblemente ante la reflexión de Valentina, todavía con su mente en un pozo oscuro. Tenía que meterse de lleno en todo aquello, bloquear las fangosas sensaciones que amenazaban con apoderarse de su mente y hundirlo en la ciénaga. Su intuición lo llamaba desde el interior del pecho y lo culpaba directamente de lo ocurrido, con martillazos incesantes que no parecían tener el más mínimo interés en parar de sonar. Algo le decía que Raquel había muerto por su culpa, por su presencia en el caso. Era una broma macabra del Artista… Sin embargo, el collar decía abiertamente que la ejecución de la abogada era consecuencia de su perversión y su lujuria, y sobre todo, de su unión con el causante de su desgracia: Pedro Mendiluce. Él no tenía nada que ver. Además… ¿Cómo iba a saber David García del Valle que Raquel y él…? No. Era imposible.

Valentina observaba la lucha interior de Sanjuán sin poder hacer nada para evitarla. Lo único que se le ocurría era que había llegado la hora de cazar a aquel degenerado para impedir que siguiera matando de una forma tan cruel. Iturriaga ya la había llamado, inflamado en cólera. ¡No se podía consentir que un asesino en serie perfectamente identificado por la policía anduviese a sus anchas por toda la zona sin que nadie lo viera o sin que sus agentes pudieran detenerlo! Quería a todo Dios peinando la zona: Mera, los putos subterráneos, los pueblos cercanos, los chalets, los apartamentos de verano, el monte, todo. Ya había recibido llamadas que amenazaban con sacarlos a todos del caso y llamar a los de la UDEV de Madrid, que según él, iban a hacerlo muchísimo mejor que ellos. ¡Y una mierda! Justo en ese momento. Cuando habían llegado tan lejos, que ya casi lo tenían, nadie iba a detenerlos. Consiguió convencer a su jefe, pero seguro que no iba a tener mucho tiempo. Al siguiente fallo, iban a darles una buena patada en el culo. A todos. Y Valentina albergó el sutil sentimiento de que aquel hombre estaba jugando con ellos desde el primer día y les llevaba la partida bien ganada. Salía siempre con varios cuerpos de ventaja, como un purasangre ante unos viejos percherones.

Valentina comprendió que Sanjuán tenía razón. Todo el odio del asesino se dirigía hacia Pedro Mendiluce. El colgante del cuadro, el retrato de Marat… El empresario iba a ser su objetivo principal, e iba a serlo de forma inminente. Aquel hombre no podía parar de ejecutar su venganza. Le había preguntado a Bodelón qué tipo de artes marciales eran las que practicaba David del Valle en el gimnasio de Londres, y este le habría explicado que todas estaban dirigidas a poder deshacerse de cualquier adversario de una forma rápida y expeditiva. Eskrima filipina, Sayoc Kali, Silat, técnicas ninja… lucha con cuchillos, defensa personal extrema. Un entrenamiento destinado a convertirse en un asesino letal. Nada que ver con un pintor lánguido y sensible…

Valentina suspiró. La mente enferma y obsesiva del Artista solo albergaba ya un pensamiento: ver a Pedro Mendiluce muerto a sus pies. Confiaba, sin estar muy convencida, en que esa obsesión enfermiza lo llevara a cometer un error. Intuyó que las horas siguientes iban a ser muy importantes. El asesino estaba ahí fuera, ideando ya su próximo ataque. Tomó en sus manos las fotos de la escena del crimen de Raquel Conde y volvió a preguntarse cuándo iba a terminar esa pesadilla.