[capítulo 67]: Visita inesperada

«Las rubias son como la nieve virgen donde destacan las huellas sangrientas».

Alfred Hitchcock

Lunes, 21 de junio

Valentina Negro anotaba en una agenda los nombres de tres de las amigas de Irina que podían estar dispuestas a declarar. Tatiana Grigorieva era una de ellas: salía en la grabación de la fiesta y, a pesar de su juventud, muchas veces había intentado rebelarse y soliviantar a las otras chicas en contra de su destino funesto, pero nunca logró mucho más que unas miradas de miedo y el silencio sepulcral de unas mujeres aterrorizadas por los malos tratos de Sebastián Delgado. Pero ahora Delgado yacía en el depósito de cadáveres, y eso le pareció definitivo a Valentina, que confiaba en que muerto el perro, se acabaría la rabia, y algunas de las chicas coaccionadas accederían a contar todo lo que les había pasado para acabar en aquella situación, como Prunella Lorenzo, por ejemplo, otra de las menores que habían participado en la orgía cuyo nombre también apuntó. Irina estaba ya mucho más recuperada: le habían dado el alta, y Valentina había propuesto que se fuese a vivir unos días a su casa para recibir unos cuidados que se tenía bien merecidos. Después de todo lo ocurrido, no podía por menos de acogerla con cariño. Se había portado como una heroína, poniendo en riesgo su vida a cambio de proporcionarles información, y eso la redimía por completo a ojos de una Valentina, que se sentía un poco mezquina al haberla despreciado inicialmente, aunque se consoló pensando que el entorno del que provenía no presagiaba nada bueno.

Irina la miraba con ojos de admiración. Aquella chica les había salvado la vida a los dos con un arrojo que ella no estaba acostumbrada a contemplar, y menos en una mujer. Su vida transcurría en ambientes más normales por el día, como el solárium, o en la sordidez de la existencia nocturna que se había visto obligada a llevar a base de palizas y coacciones. Sin embargo, en ese momento, parecía que su vida podía dar un giro completo y todo gracias a Freddy y a su hermana, una policía que la trataba por fin de una forma más cálida, menos distante. Se sentía, por primera vez en mucho tiempo, feliz.

El juez había aceptado la propuesta de la policía sin dudar un minuto, y el dispositivo conjunto con la Guardia Civil ya estaba instalándose alrededor de la casa de Mendiluce. Había puesto a Velasco y a Bodelón a controlar las escuchas telefónicas y los correos, mientras Garcés seguía con las llamadas sobre el retrato robot. A lo mejor tenían suerte y alguien lo veía por algún lugar, aunque con la capacidad de camuflaje que podía desarrollar, era algo bastante complicado. A esas alturas, ya tendría barba, o el pelo teñido. O a saber qué nuevo aspecto…

Isabel y López estaban en los alrededores de la casa de Mendiluce. La inspectora acababa de hablar con ellos: habían detectado algo de movimiento en la mansión. Coches blindados, furgonetas… Aunque aún no había trascendido la muerte de Delgado a la prensa, quizá el empresario no las tenía todas consigo en aquel momento. Mejor para él. La idea de Sanjuán era brillante, como casi todas las que solía tener, pero muy arriesgada. No quería cargar sobre sus hombros una muerte más.

Valentina suspiró. Sanjuán. Llevaba unos días con un comportamiento bastante extraño. Incluso algo esquivo. Desde que habían vuelto de Londres no habían hablado casi… Claro que los acontecimientos se habían precipitado de una forma que nadie había podido prever. Valentina sintió un hormigueo recorrer su cuerpo, el hormigueo que le indicaba que estaba casi a punto de terminar con aquel caso que le estaba llevando la vida. Había vuelto a La Coruña convencida de que no iba a enfrentarse nunca más con complejos casos criminales o con delincuentes psicópatas, porque esa ciudad era una de las más tranquilas de toda España.

Ni en sus peores pesadillas habría imaginado que acabaría matando a un asesino a sueldo a sangre fría para liberar a Lúa Castro, ni que tendría que ser testigo de la muerte atroz de su hermano y la novia de este.

* * *

Lúa agarró la mano de su padre, que apretó con fuerza al sentir la cálida mano de la periodista. Manuel Castro abrió los ojos con esfuerzo y la miró con agradecimiento. Aunque débil, ya podía hablar, y había pasado las últimas horas en duermevela, ya que el dolor no lo había abandonado por completo.

—Lúa, mi niña favorita…

—Hola, papá. —Lúa sonrió con alivio al verlo tan fuerte y tan recuperado—. Te quiero mucho, lo sabes, ¿verdad? Gracias a ti… me has salvado la vida.

—Dale las gracias a Valentina, hija. Menuda puntería tiene la muy cabrona. No tenía ni idea de que era tan buena con la pistola… Larrosa estuvo aquí y me lo ha contado todo.

—Los dos estuvisteis muy bien. No sé qué más decir. Te he traído bombones… —Lúa sacó una caja envuelta en papel de regalo.

Castro rio e hizo una mueca de dolor.

—Cuando me cure el intestino los comeré, hija. Mejor será que te los comas tú. Necesitas engordar, has perdido peso… ¿Cuándo vuelves al trabajo?

—Mañana por la mañana vuelvo a la redacción. Valentina me ha prometido que si me porto bien, seré la primera en saber cómo va todo lo de la búsqueda del asesino de Lidia.

Manolo Castro palideció todavía más de lo que estaba.

—Hija, por favor. Ni se te ocurra volver a meterte en líos. Por lo menos espera a que esté algo más recuperado…

* * *

Raquel miró el reloj que estaba colgado en la pared, al lado de las estanterías de madera maciza. Eran ya las ocho y media de la noche. Los demás se habían ido a las siete de la tarde. Ella no. Estaba esperando a Óscar, y en su caja fuerte del despacho tenía veinticuatro mil euros para él. Era todo lo que estaba dispuesta a darle, y tendría que bastar para que el compinche de Delgado ahuecara el ala y dejara de amenazarla ante la justicia como cómplice de su amante en el secuestro e intento de asesinato de Lúa Castro.

Raquel llevaba sin pegar ojo desde el sábado. Cuando se enteró por las noticias de la noche del asalto de la policía al apartamento donde estaba retenida Lúa, había llamado de inmediato a Delgado pero este no le había cogido el teléfono. Le supuso muy ocupado, y no le quedó más remedio que aguardar en su casa, en espera de noticias. Y cuando estas llegaron, la situación fue todavía a peor. La llamada de Óscar supuso un verdadero shock. Delgado muerto asaeteado por un arpón. Al principio no podía entender lo que le decía, pero a poco había comprendido todo muy bien. Haciendo honor a su estirpe de rata, Delgado se largaba de España sin tan siquiera avisarla de toda la mierda que había caído sobre ellos. Pero antes de irse quería una vendetta personal con la inspectora Negro. Y le había salido el tiro por la culata.

«Bien —reflexionó una vez más Raquel mientras encendía un Marlboro light— el cabrón ha tenido su merecido». Pero ella, en realidad, si Óscar desaparecía con viento fresco, podía todavía estar en posición de jugar bien sus bazas. Nadie podía relacionarla con el secuestro de Lúa, una vez muertos Uxío y Delgado, porque Mendiluce no estaba al tanto de que ella hubiera ideado la operación. Por otra parte, no tenía nada que ver con las «putas durmientes» de su jefe y de Delgado, ni con esas bacanales que montaban con la crême de la sociedad gallega… Ella era solamente su abogada, y como tal lo representaba en contratos mercantiles y juicios, pero nunca intervino directamente en sobornos o amenazas; de eso se encargaba Delgado. Además, si su jefe, como todo apuntaba, estaba en el punto de mira de los maderos por el asunto de la trata de blancas y los sobornos a los capitostes que se beneficiaban a las niñas rusas, en realidad ella iba a serle más necesaria que nunca.

La verdad, la cosa se había complicado de una forma que nunca había imaginado. Subió la persiana del despacho, que acostumbraba a cerrar para poder concentrarse mejor. Ya era de noche. Encima llovía a cántaros. Pequeños ríos de agua corrían con fuerza calle abajo, sorteando las ruedas de los coches. Encima no había llevado paraguas… por no hablar de su falda de tubo y sus zapatos de tacón. Unos Jimmy Choo que había comprado en Madrid el invierno anterior. En las rebajas, claro, pero al fin y al cabo, eran Jimmy Choo. Y muy caros. Mirando por la ventana se preguntó qué era lo que sentía por la muerte de Delgado, y llegó a la conclusión de que se había enganchado a él solo por el sexo, por esa lascivia brutal que compartían y que ningún otro hombre había sido capaz de despertar en ella. Pero eso era todo. Sabía que era un ser despreciable, y en algún momento llegó a tenerle miedo. «No, querido —se dijo para sí— estás mucho mejor muerto», al tiempo que aplastaba la colilla en el cenicero dorado de su mesa. Estiró los brazos y se desperezó. Estaba muerta de agotamiento y de hambre. «Debería cenar algo si no quiero acabar con un bajón importante», pensó.

Raquel fue al baño. Luego se lavó las manos y se miró al espejo. Se peinó con los dedos el corto cabello rubio platino, la gomina ya endurecida. Sacó del bolso un pintalabios de Chanel. Infrarouge, y se retocó los labios y las mejillas. Estaba muy pálida. Los últimos acontecimientos la habían afectado de modo ostensible. Su estómago le envió una punzada feroz de aviso. No había metido nada en el cuerpo desde el pequeño tentempié que había ingerido a las once de esa mañana, solo dos cafés cortados, recordó. Nada más. Si no comía algo sólido de inmediato, su cerebro iba a colapsar por falta de glucosa. Miró su reloj Cartier y vio que aún quedaban dos horas antes de que llegara Óscar, a las once de la noche. Decidió bajar un momento a tomar algo, porque aún quería revisar varios fajos de documentos con el propósito de destruir todo lo que pudiera incriminarla si la policía registraba su despacho, cosa improbable, pero ella no había llegado tan alto siendo una ingenua o una inconsciente, así que se estaba obligando a ser lo más cuidadosa posible.

Cogió el bolso de Louis Vuitton. Sebastián Delgado le había asegurado que era verdadero: se lo había comprado en París y le había costado una fortuna. Pero ella no se fiaba demasiado… Bueno. Daba igual. Era precioso. Si era de imitación, había que reconocer que era una imitación exacta. Se aseguró de llevar también el móvil y la cartera. Cerró el despacho con doble vuelta de llave. No quería correr el riesgo de que alguien entrase a fisgar los documentos del bufete.

Raquel bajó al portal y miró desde dentro a través de los cristales de la puerta. Vio cómo una ráfaga de viento arrastraba una bolsa de plástico con fuerza mientras la lluvia repiqueteaba en los parabrisas de los coches aparcados delante. Cubriéndose el pelo con una carpeta corrió hasta la entrada iluminada de la cafetería, procurando evitar los charcos que se habían formado con el chaparrón. Entró, y el olor a comida y a tabaco le satisfizo. Después de tantas horas trabajando y con aquel tiempo, un bar acogedor y sin demasiada gente era lo mejor que se podía pedir. La televisión estaba encendida, y Raquel instintivamente prestó atención por si aparecía alguna noticia que le concerniera, pero mostraba un programa del corazón, así que se relajó y celebró que el sonido estuviera demasiado bajo como para molestarla. La cafetería estaba casi vacía. Los compañeros del bufete solían ir allí a menudo a desayunar o a tomar las cañas, pero ella no acostumbraba a codearse demasiado con ellos. Y menos en bares sin demasiada clase. Como aquel.

En el interior, solo había un hombre metiendo monedas compulsivamente en la máquina tragaperras, dos señoras mayores tomando un café al fondo y un obrero del Ayuntamiento con su mono de trabajo y su gorra sentado delante de una Estrella Galicia y unos cacahuetes. Raquel pasó por su lado y se fijó en las manos: tenía las uñas negras, de grasa o algo parecido. Se sentó en la barra y le pidió a la señora una cerveza light, una tapa de tortilla y unas croquetas de bacalao. Encendió un cigarro con satisfacción, mientras llenaba el vaso con la cerveza. Al momento se sintió francamente mejor. Exhaló el humo y bebió un buen trago con avidez. La encantadora dueña le puso unas aceitunas, que ella agradeció con un gesto amable y una sonrisa. Por lo menos le subiría la tensión un poco. Cogió La Gaceta de Galicia, ya arrugada del uso, y la ojeó por encima mientras esperaba la comida. La edición lunes no comentaba nada de la muerte de Delgado, y tampoco había oído ninguna noticia al respecto. Estaba claro que la policía quería proteger la acción realizada del conocimiento público, por alguna poderosa razón. Intuyó que tenía que ver con las pesquisas a tanto pez gordo que se había pringado follando a las putas el sábado anterior. Los maderos no querían que saltara la liebre hasta que todo estuviera bien atado.

De repente se sintió incómoda. Le había parecido notar la mirada penetrante del obrero clavada en ella con intensidad. Cuando Raquel giró la cabeza, el hombre ya no estaba. Se dirigía hacia el baño con paso cansino. No le gustaban absolutamente nada los mirones, y mucho menos que la observaran cuando estaba tan tranquila pensando en sus cosas.

Comió despacio, mientras miraba la pantalla plana que tenía justo delante de los ojos. Parecía mentira que toda aquella troupe de freaks que gritaban desaforados en aquel programa estuviesen ganando el triple que ella solo por insultarse en público y airear los trapos sucios. La vida no era justa, desde luego. Siguió comiendo, fascinada a su pesar por las imágenes que emitía la televisión. Cuando terminó las dos tapas y la cerveza, pagó y se preparó de nuevo para subir otra vez. No le apetecía absolutamente nada. Suspiró con resignación. Estaba deseando darle el dinero a Óscar y cerrar esa brecha en su seguridad personal; claro que tendría que confiar en que no se volviera avaricioso y siguiera pidiéndole más dinero. Pero en tal caso ella encontraría la solución. Pensó en lo a gusto que iba a sentirse al meterse en su bañera de casa y luego al leer un rato antes de dormir. Se había comprado el último de Sanjuán: al pensar en él volvió a preguntarse una vez más qué pensaría de ella si supiera lo mucho que había cambiado en esos años… Algún reflejo muy profundo se negaba a extinguirse cuando pensaba en él, era como un destello de conciencia que, sin embargo, Raquel no permitía que durara mucho. No, pensó; seguro que su libro era demasiado truculento para dormir bien… no. Cogería otro. Algún best-seller sin mayor trascendencia.

Había dejado de llover. Caminó rápido, llegó al portal, lo abrió y subió las escaleras. No quería coger el ascensor para subir a un primero. El edificio era antiguo. Bien situado en el centro de la ciudad, pero pasaba ya de los ochenta años. El ascensor solía tardar un buen rato en bajar desde los pisos altos aunque estuviese renovado recientemente. Así que los zapatos negros resonaron por las escaleras, iluminadas por la tenue luz de un tubo fluorescente que se encendía y apagaba rítmicamente, ofreciendo sus últimos estertores de luz.

Raquel percibió aquel olor extraño desde el primer momento. No estaba allí cuando ella salió de la oficina. Miró a su alrededor y novio nada. Sin embargo, el olor dulzón persistía. Se encogió de hombros. Habría pasado por allí una limpiadora o algún operario del edificio con un producto para matar insectos. O un potente limpiador. Alguna explicación razonable tendría que tener aquello. Siguió caminando por el pasillo solitario hacia la puerta del despacho.

Sacó la llave y la introdujo en la cerradura bien engrasada. Le dio la vuelta y los puntos de anclaje se movieron a la vez.

De pronto, una oleada de perfume dulzón y una presencia se materializaron detrás de su cuerpo con rapidez. Todo transcurrió en unos segundos. Algo taponó su boca y su nariz con brutalidad, impidiéndole respirar. La sustancia inundó sus fosas nasales, sus pulmones, su cerebro. Sus ojos lagrimearon irritados. Empezó a salivar sin control. Sus extremidades ya flaqueaban cuando notó que alguien la agarraba con fuerza para que no cayera. Raquel, sin embargo, se sintió flotar en una especie de embriaguez deliciosa y agobiante antes de sumirse en el profundo sueño del cloroformo…

La sensación era agobiante, angustiosa. No era capaz de abrir los ojos. Le escocían. Los párpados parecían sellados por un indolente sopor. Notaba a lo lejos cómo su cabeza caía sobre el pecho y no era capaz de levantarla. Pesaba demasiado. Consiguió entreabrir un poco los párpados, venciendo aquel sueño pesado. Una sombra indefinida deambulaba por la habitación, moviendo cosas, haciendo un ruido que parecía multiplicarse hasta el infinito en el fondo de su cerebro. Intentó espabilarse un poco, pero el sueño volvió a vencerla.

* * *

Raquel despertó de pronto. Sintió una sensación vertiginosa, una sacudida salvaje en la pituitaria. Abrió los ojos y vio una botellita bajo su nariz y una mano enguantada que la sujetaba. El sonido de una voz se abrió paso entre la nebulosa pesadez de su cerebro embotado. Sus ojos confundidos vieron que el reloj de pared de su despacho señalaba las nueve y media de la noche.

—Buenas noches, Raquel. Me alegra ver que estás despierta… al fin.

Raquel consiguió poco a poco fijar la vista en el hombre que estaba sentado enfrente, a horcajadas en una silla de su despacho. Cuando fue capaz de procesar lo que estaba viendo, se revolvió con violencia, pero al mismo tiempo fue consciente de que no podía moverse: sus pies y sus manos estaban sujetos. Estaba atada. Su asombro creció cuando se fijó en el hombre que sonreía delante de ella: llevaba la cabeza cubierta por un gorro quirúrgico de colores que le tapaba el cabello. Ocultaba su cara con una especie de máscara negra que le llegaba hasta la boca, pero no la tapaba. Vestía un mono de trabajo azul y amarillo. Por la indumentaria reconoció vagamente al tipo del bar, el obrero que la miraba con molesta insistencia. El terror más absoluto apareció en un instante de lucidez. Volvió a intentar liberarse pero era imposible. Al tomar consciencia de su cuerpo, se dio cuenta de que el dolor en sus muñecas estaba alcanzando una magnitud insoportable. Sacudió las manos con violencia para liberarlas pero casi al mismo tiempo su respiración se cortó. Alrededor de su cuello se ceñía una atadura que bajaba por la espalda hasta alcanzar las esposas que sujetaban las muñecas. Estaba atrapada. Inmovilizada. Totalmente a merced de aquel hombre.

—Yo que tú mantendría una actitud más tranquila, Raquel. No va a beneficiarte nada en absoluto esa postura tan agresiva. —La voz era educada, incluso parecía cariñosa—. Perdona por el detalle de la máscara. Soy un chico muy tímido…

—¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?

—Cuántas preguntas… Se nota que la ampolla ha conseguido despertarte por completo… muy bien. Eso me gusta. Vayamos por partes, como decía mi queridísimo Jack el Destripador. —Sonrió todavía más abiertamente—. Tu nombre… Por favor. Eres una mujer muy conocida, querida. Y lo sabes. Una abogada de éxito. Exmujer de Javier Sanjuán, además. Inmersa desde hace poco en el mundo corrupto y lujoso de Pedro Mendiluce. Su fichaje estrella. Cualquiera que lea la prensa sabe que eres la única que puede hacer algo por salvar el futuro tan precario de tu jefe… Sí, querida. Ya me he puesto al día en tus cosas. Muy por encima, claro, no he tenido demasiado tiempo… hay otros asuntos más importantes que hacer, más enriquecedores. De todos modos sé que esa urbanización está muerta, tan muerta como tu amigo Delgado. Y tu jefe Mendiluce va a tener auténticos problemas. Imagino al inspector Larrosa frotándose las manos al fin, en justa recompensa por las humillaciones que mujeres hermosas como tú le han infligido abusando de la maquinaria legal… ¿No es así, querida? —El hombre parecía estar disfrutando cada vez más—. Con las ganas que le tiene a Mendiluce, al fin creo que va a encontrar la paz.

—Hijo de puta. —Raquel casi le escupió el insulto, porque no era una mujer que se arredrara fácilmente.

—Querida. Qué lenguaje. No es digno de una mujer tan exquisita como tú: traje de chaqueta de Armani, zapatos de Jimmy Choo… una delicia. Lástima que el bolso sea de imitación. Una imitación perfecta, claro que sí, amiga mía. Pero hay pequeños detalles que reflejan siempre la diferencia… Aunque tú eso ya lo sabías, ¿no es verdad?

—¿Quién eres? —La voz de Raquel tembló imperceptiblemente en sus labios. Cada vez tenía más miedo de aquel hombre, de su voz amable, de su postura indolente, aunque hacía un esfuerzo sobrehumano por no demostrarlo.

—Cuando te dije que íbamos a ir por partes, solo te pedía que tuvieses un poco de paciencia, Raquel Conde. Entiendo que estés algo confusa por culpa del cloroformo. —El hombre hizo un cómico gesto de súplica con las manos—. Perdona por haber usado ese método tan expeditivo, pero yo lo encuentro absolutamente encantador. —La voz subrayó cada sílaba de las dos últimas palabras—. En serio. No he podido evitarlo. El cloroformo siempre tiene un toque sutil y decimonónico que recuerda a todos los grandes… ¿cómo decirlo? A todos los grandes… ¿criminales? ¿Asesinos en serie? No. Sería un atrevimiento por mi parte compararme con ellos. Yo solo soy un simple aficionado, un diletante. Un crítico, en realidad. No soy más que un crítico. ¿Te gusta la ópera, Raquel?

El miedo era cada vez más intenso. Raquel había detectado un deje en el tono de voz que le produjo un estremecimiento. Sintió unas incontenibles arcadas que consiguió someter con gran esfuerzo.

—Veo que no. Una pena. Verdi mejoró notablemente el Otelo Shakesperiano dándole a Iago una pátina de elegancia que lo hace mucho más creíble. La música lo dice todo, querida. Deberías escucharlo entero… Aunque el Otelo para ti sería demasiado intenso, me temo. Te veo más como «La viuda alegre»… una simpática opereta vienesa te pega más. Bien. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Quién soy. —Se levantó de la silla y se dirigió a la gran mesa de madera de caoba. Raquel lo siguió con la mirada, presa del pánico. Sobre ella había una gran bolsa de cuero negro. La cogió—. Lástima que estés atada. Podrías llamar perfectamente a tu ex y preguntarle quién soy. Creo que me ha bautizado con un nombre ideal, tengo que reconocer que me parece fascinante. Javier Sanjuán, o eso al menos es lo que dice la prensa, me llama «el Artista». ¡Qué personaje! Ha detectado a la perfección cuáles son mis intenciones. El Artista. No entiendo a Las mujeres como tú, Raquel. ¿Cómo se te ocurrió dejar a un hombre tan brillante? Claro, qué cosas tengo. Si poco después te casaste con aquel rico empresario de La Coruña para desplumarlo… En aquel momento no había color, es comprensible. Una chica ambiciosa, una hiedra trepadora… —La mano enguantada dejó en el suelo la bolsa de cuero y acarició su mejilla con delicadeza. Ella no se movió ni un milímetro, a pesar de la repulsión—. ¿Qué ocurrió? Menudo fallo de cálculo, querida. Ahora serías la esposa de un escritor de éxito… pero tampoco puedes quejarte. No te va nada mal… Mejor dicho: no te iba nada mal… hasta hoy.

El sudor corría profusamente por las axilas de Raquel y debajo de los pechos. Temblaba, ahora sí, de una forma indisimulable. Su mente se colapsó al escuchar el nombre. El Artista. El asesino. El violador de mujeres que luego creaba escenarios con los cuerpos. Javier no había querido darle demasiados detalles, pero la prensa había sido muy gráfica. El retrato en la prensa. Los ojos se le llenaron de lágrimas que corrieron por las mejillas, arrastrando el poco rímel que le quedaba, dejando los surcos totalmente visibles.

—No llores, querida. No hay por qué llorar. Tú y yo vamos a escribir en un rato un nuevo capítulo glorioso para la historia del arte actual. —El Artista recogió una lágrima con su dedo enguantado—. Vas a pasar a la historia, como siempre has deseado, Raquel. Y vas a pasar a la historia gracias a mí, a mis atenciones. Voy a darte un final trágico y hermoso. Intenso también, no lo dudes. Muy intenso. Tú a mí vas a ofrecerme un placer exquisito, y yo a ti… ¿Cómo podría expresarlo? —El Artista permaneció en silencio durante unos segundos, regodeándose en sus palabras—. Voy a llevarte a unos límites que jamás hubieses imaginado que existieran. Comprenderás que Delgado no te obsequió más que atenciones zafias. Lo verás en un rato, no te impacientes. Nada que ver con tus actividades «de salón»…

El teléfono de Raquel sonó dentro del bolso.

—Perdona. Voy a ver quién te llama, amiga mía. A lo mejor es importante…

El Artista miró el bolso, que había dejado sobre una butaca y buscó el móvil dentro. Cuando lo encontró, sonrió.

—Es tu jefe, Pedro Mendiluce. No creo que le importe esperar un rato… Bien. Ahora vamos a lo nuestro, querida.

Abrió la bolsa de cuero y empezó a sacar objetos y disponerlos sobre la mesa de madera maciza. Los sollozos de Raquel se hicieron más y más audibles. Él se acercó con una especie de mordaza de bola roja en la mano.

—Perdona mi rudeza, Raquel. Pero no estoy dispuesto a que despiertes con tus gritos a algún vecino de sueño ligero. No vamos a ser tan poco solidarios. —Se situó detrás de ella y le incrustó en la boca el aro con la mordaza sin ninguna contemplación. Luego se dio la vuelta y la miró.

—Estás preciosa, querida. Preciosa. No te muevas. —El intruso fue hacia la bolsa y sacó una cámara de fotos compacta—. En momentos como este, me gustaría haber traído la cámara réflex. Pero no puedo quedarme tanto tiempo contigo… —Oprimió el botón de disparo y obtuvo una fotografía de Raquel atada y amordazada, los grandes ojos azules abiertos y velados por las lágrimas, los brazos fuertemente atados detrás de la silla, el cuello tenso por la soga que le impedía respirar bien—. Pero dentro de un rato estarás todavía más hermosa… Por cierto. ¿Te gusta Hitchcock? A mí me encanta… Se podría decir que es mi director favorito. ¿Qué película te gusta más de él? ¿Los Pájaros? ¿La ventana indiscreta?… —El Artista dejó la cámara encima de la mesa de nuevo—. Déjame adivinarlo. —Y a continuación se acercó al oído izquierdo de Raquel y le susurró algo.

El Artista miraba hacia su presa con avidez. El olor de la transpiración de Raquel le ponía todo el vello de punta. Era la pura y deliciosa imagen del miedo. Y eso era solo el principio. Pronto sería la viva imagen del terror más absoluto, del pánico. Del dolor. Miró a la bolsa de cuero y sacó de ella un cuchillo de caza. Se acercó a la figura que temblaba, sollozaba e intentaba respirar, lo que conseguía a duras penas por la nariz congestionada. El cuchillo empezó a rasgar la blusa negra de Armani.

—Es una blusa muy cara, Raquel. Lo siento muchísimo. Lo digo en serio. Pero no te va a servir para nada a partir de ahora. Ummm… ¿Qué veo aquí? Un sujetador negro de encaje. ¿A quién ibas a ver después, zorrita? ¿A alguien especial? Es precioso, muy buen gusto… deja entrever tus pezones perfectamente, en la justa medida… me encanta, desde luego.

La mano acarició el pecho por fuera de la tela con delicadeza, como temiendo abarcarlo en plenitud. Luego apartó el encaje y los dedos rebuscaron dentro, agarrando el pezón, rozándolo una y otra vez. El pezón se erizó y pareció crecer, endureciéndose y tomando un hermoso color oscuro. La mano abarcó el pecho y siguió manoseando, cada vez de forma más ruda. Raquel empezó a agitarse con violencia.

La bofetada le cruzó la cara, que ardió de dolor en un segundo. El cuchillo afilado rompió el sujetador, las copas, las tiras, y el resto de la blusa cayó al suelo. Ropa hecha jirones colgaba de sus brazos y su cintura. Raquel balbuceó algo detrás de su mordaza.

El Artista negó con la cabeza, observándola con la cabeza ladeada.

—No te comunicas bien, Raquel. En el estrado lo haces mucho mejor… Pero no te preocupes. Dentro de un rato te quitaré la bola de la boca. Pero solo la bola. El simpático arito que te sujeta los dientes y te obliga a tener esa adorable boca totalmente abierta no va a salir de ahí… no quiero percances. Entiéndeme. Eres una chica muy arrojada y capaz de cualquier cosa. Por eso tomo mis precauciones… ¿Qué te parece? Por cierto… ¿Nunca te han dicho que tienes unos pechos perfectos? Seguro que cabrían dentro de una copa de cava… un poco pequeños para mi gusto, eso sí. Pero el color, la forma, esos pezones que parecen suplicarle al cielo… Me incitan a que use estas bellezas que he traído solo para ti. —El hombre volvió a rebuscar en la bolsa de cuero—. Espera, no te impacientes… aquí están. Una pequeña perversidad que he comprado en Londres, querida.

Cuando Raquel sintió sus pezones traspasados por los dientes agudos de unas pinzas de plata quiso gritar, pero su alarido se perdió en el fondo de su garganta seca y ardiente. Abrió los ojos por completo, como si fuesen a salirse de sus órbitas. El Artista sonrió con complacencia y tiró suavemente de la cadenita que unía ambas pinzas. El dolor volvió en oleadas a invadir la cordura de Raquel hasta llegar al paroxismo. Sus gemidos ahogados subieron de intensidad. El Artista volvió a empuñar el cuchillo, rasgando su falda de tubo de arriba abajo.

—Querida Raquel, ya ves que con un solo gesto ya te tengo entregada, totalmente en mis manos. Esta cadenita es la llave de tu dolor y de tu obediencia total. A partir de ahora quiero que hagas todo lo que te diga, preciosa. Te cuento: me gustan mucho las chicas sumisas y colaboradoras. Aunque no creo que el asunto te pille de sorpresa… —Ella lo miró con desesperación—. Fantástico. Veo que entiendes lo que quiero decir. Ahora voy a coger ese tanguita negro de encaje tan fino y voy a romperlo… —El cuchillo voló de nuevo, cortando un extremo del tanga primero, el otro después. Tiró lentamente del encaje hasta sacarlo por completo. Lo levantó en el aire y lo observó, dejándolo caer al suelo después—. Muy bien. Perfecto. Abre las piernas. Quiero ver qué tienes ahí tan escondido. Perdona. Qué torpeza. Había olvidado completamente que tienes los pies atados… —El Artista se agachó y desató el nudo que aprisionaba los tobillos—. Ahora sí. Por cierto, que zapatos más elegantes… jugaremos después con ellos un ratito… Ese tacón puede dar mucho juego. —La voz cambió, volviéndose de repente muy severa—. No quiero volver a repetirme, Raquel. Abre las piernas. —Ella obedeció de inmediato—. Muy bien. Muy bien. Estás depilada. Es… es maravilloso. Como si me hubieses leído la mente. —El Artista acarició los labios mayores con delectación durante unos instantes que a ella le parecieron eternos. Luego se volvió y se dirigió hacia la bolsa. Ella lo siguió con la mirada, cada vez más y más poseída por un pánico atroz. Volvió a acercarse de nuevo, agachándose delante de ella. La miro a los ojos y sonrió con delicia.

—Tengo otra sorpresa para ti, Raquel. Esas dos bellezas tienen una amiguita a juego… —El dedo se detuvo en el clítoris y jugueteó con él—, para este hermoso lugar.

Ante los ojos aterrorizados de la mujer, apareció otra pinza de plata, más pequeña. La mano enguantada desapareció y, segundos después, Raquel sintió el dolor más agudo y terrible que había sufrido en toda su vida. Su cuerpo se estremeció en una convulsión agónica mientras el Artista sentía cómo el placer empezaba a inundar todo su cuerpo. Él notó cómo su pene se hinchaba bajo el mono de trabajo ante la visión de aquella mujer traspasada y totalmente indefensa. Se bajó la cremallera del pantalón. La erección surgió ante la mirada vencida de Raquel, que intentaba respirar con fatiga a la vez que procuraba no desmayarse ante las oleadas de dolor que la atenazaban.

El hombre le quitó al fin la bola roja de la boca. Ella respiró aire con avaricia, mientras la saliva corría por su barbilla sin control.

—Has sido muy obediente, Raquel. No esperaba menos de ti, querida. Luego seguiremos por este camino, pero hay mucho más donde explorar. No vamos a terminar la fiesta cuando aún estamos empezando la sesión… Estoy seguro de que estás de acuerdo conmigo, Raquel. En efecto, estamos hechos el uno para el otro…

Raquel, totalmente desnuda, estaba de nuevo amordazada, atada boca abajo encima de la mesa de su despacho. Las nalgas y los muslos presentaban unas delgadas líneas rojas que daban fe del castigo al que el Artista la había sometido durante casi un cuarto de hora. Ella ya ni siquiera era capaz de emitir una lágrima más. Solo podía actuar como una autómata, intentando desdoblarse de todo lo que estaba ocurriendo. Él la había obligado a lamer sus propios zapatos tras violarla con el tacón de uno de ellos. Cuando notó cómo el pene volvía otra vez a posarse entre sus nalgas, ella casi ni reaccionó. El dolor era casi delirante, insoportable, atroz. Las manos atenazaban los pezones, ahora sin las pinzas, machacando la sensible zona con dedos de hierro. La penetración en el ano fue todavía más brutal que la anterior. El Artista gemía, ebrio de placer absoluto mientras la taladraba sin piedad, utilizando su miembro como si fuese un hierro candente.

Él se retiró y la soltó de las ataduras que la sujetaban a la mesa. Raquel cayó al suelo de rodillas, casi sin fuerzas para tenerse en pie. Se acercó a ella y le retiró la mordaza por completo. La acarició con ternura, con cariño de amante.

—Muy bien, Raquel. Eres una verdadera puta. Una zorra sin escrúpulos. Pero me has dado todo lo que podías darme… te has entregado a mí en cuerpo y alma. Y ahora mereces un premio por todo lo que has hecho en esta noche tan especial.

El Artista fue hacia un rincón y cogió un traje verde que estaba envuelto en un plástico de tintorería.

—Vas a ponerte este sujetador blanco, este traje verde, y vas a estar preciosa, ya lo verás.

A duras penas, Raquel se levantó, con las piernas temblando, casi a punto de ceder. El Artista la ayudó, agarrándola de un brazo, con cortesía, a caminar hacia la silla negra de piel. Poco a poco, ella consiguió ponerse primero el sujetador pasado de moda, estilo cruzado mágico, y por fin el vestido ajustado color verde botella, mientras él observaba todo el proceso con la minuciosidad con que un entomólogo analizaría un insecto extraño.

—Siéntate, Raquel. En la silla. Ponte cómoda. Así, muy bien. Relájate. Perfecto.

Luego rebuscó en el bolsillo del mono y sacó una corbata color crema de cuadros Burberry, traspasada por finas rayas marrones.

—Querida amiga. Solo un par de minutos más y habremos terminado. Quieres que todo esto termine, ¿verdad que si? Muy bien. Perfecto.

La voz de él traslucía un deseo intenso, absoluto, bajo la amable pátina de cortesía. Le habló con el mismo tono que lo haría un médico a una niña en la cama de un hospital.

—Ahora quiero que abras las piernas otra vez, querida. Así, muy bien. Eres tan hermosa… —El Artista sacó un condón y se lo colocó cuidadosamente. Se acercó a ella y la penetró de nuevo, esa vez con extrema suavidad. Raquel gimió de dolor—. Tranquila, Raquel. No es nada… ya verás.

Él empezó a bombear despacio, haciéndole el amor. Aguantó las ganas de besarla y morder sus labios para no dejar ningún rastro de ADN, por pequeño que fuera. Luego, totalmente excitado, rasgó el vestido hasta el pecho, bajó las copas del sujetador para dejar los pechos al aire, cogió la corbata y rodeó el frágil y castigado cuello. Raquel sintió que la fina tela apretaba su garganta, primero poco a poco, luego de una forma brutal. Todo su cuerpo se tensó con absoluta urgencia. El Artista comenzó a violarla con fuerza, y a la vez, apretó más y más los extremos de la corbata, que empezó a incrustarse en la piel blanca, congestionando la cara. Ella intentó defenderse, clavando las uñas en la gruesa tela del mono de trabajo. Pero su esfuerzo era inútil: su agresor apretaba cada vez más, en un in crescendo de placer que no podía ni quería detener.

Cuando él se corrió, en un estremecimiento poderoso, indescriptible, las petequias estallaron en los ojos azules de Raquel, y sus manos, que apretaban con fuerza los brazos del asesino, cayeron inermes a los lados de la silla de cuero. Él la miró, agotado, la frente perlada de sudor. Jamás en su vida había sentido algo parecido. Era lo más cercano a ser Dios que un ser humano podía llegar a experimentar.

Se tiró al suelo, jadeando sin control. Pero tenía que reponerse. Aún le quedaba un rato de trabajo antes de marcharse de allí. Era necesario terminar la obra de arte. Esa vez no sería tan elaborada como las otras… pero iba a ser igual de efectiva. Seguro. Incluso más.

El Artista buscó en su bolsa de cuero hasta encontrar una pequeña cadena de oro con un crucifijo. Se dirigió hacia el cuerpo inerme. Era hora de finalizar la obra.

Al fin.

* * *

Eran las once y diez de la noche cuando Óscar se dirigía sigilosamente a la oficina de Raquel. Había estado unos minutos fuera del edificio, tomando precauciones. No era que desconfiara de la abogada, no tenía ningún motivo para hacerlo, pero habían sucedido tantos desastres en los últimos dos días que instintivamente sentía la necesidad de andar con mil ojos. Cuando llegó al primer piso vio con satisfacción que salía luz de su oficina. Se acercó suavemente y tocó tres golpes secos y discretos; no quería usar el timbre. Esperó unos segundos, pero nadie contestó. Volvió a llamar, con idéntico resultado. Pensando que quizá estaba en el baño y no lo oía, volvió a golpear con más fuerza y… para su sorpresa la puerta se abrió. Entró unos pasos en el recibidor del despacho y observó, mirando hacia la cerradura, que el pestillo estaba sujeto por un trozo de cinta aislante, de modo tal que la puerta estaba solo encajada en el cierre, pero no cerrada. Aquello le sorprendió, pero no tenía en esos momentos tiempo para ocuparse de los detalles de seguridad del despacho de su anfitriona.

—¿Raquel, estás ahí?

Óscar siguió avanzando. De la habitación que albergaba el despacho de Raquel salía una luz cálida y pequeña, seguramente de su lámpara de mesa. Volvió a llamarla hasta que llegó a la puerta, de cristal inglés, que abrió lentamente.

Óscar contuvo la respiración, aterrorizado.

—¡Oh, no! ¡Dios! ¡Joder!

Su primer impulso fue correr, escapar de toda esa pesadilla en la que se había convertido su vida en los últimos días, pero cuando ya estaba abandonando la oficina se detuvo, lo pensó mejor y decidió que necesitaba el dinero. ¡Quizá lo había dejado en algún cajón del despacho!

Soportando una aprehensión indescriptible, Óscar se obligó a ver el rostro desencajado de Raquel, roto como una muñeca, con la lengua grotescamente asomando entre su boca y la corbata, que casi le cortaba la garganta. Sus piernas estaban abiertas; la falda rota y subida hasta la cintura; los pechos, desnudos, oprimidos en parte por el sujetador. Casi loco de pánico se dirigió a los cajones, los abrió y rebuscó inútilmente: ahí no había nada. Miró a su alrededor, buscando el bolso. Tampoco lo encontró.

—¡Joder, Raquel! ¿¡Dónde coño has puesto el dinero!? —Óscar hablaba a la muerta presa de la desesperación. De pronto sintió un vértigo extraño y pensó que iba a desfallecer lleno de ira y de tristeza al mismo tiempo, cuando divisó una caja fuerte solo superficialmente simulada en una de las paredes en las que reposaba el lateral de un sofá. Como guardia de seguridad y ladrón de poca monta, estaba acostumbrado a saber dónde estaban las cajas fuertes, pero encontrar una en ese momento era la peor noticia: no tenía las herramientas adecuadas para abrirla.

—¡Mierda! —Golpeó con furia la mesa y volvió a maldecir—. ¡Me cago en la puta!

Comprendió que tenía que irse cuanto antes. Si lo pillaban allí tendría muchos más problemas que añadir a los que ya le agobiaban. «¡Las huellas!», pensó. Con la manga, se apresuró a limpiar los tiradores que había tocado para sacar los cajones y se dispuso a marcharse, lejos de esa visión del infierno.

Salió tan rápido que olvidó cerrar la puerta. Los pasos de Óscar resonaron unos segundos en las viejas escaleras. Luego, el ruido brusco del portal al cerrarse.