Domingo, 20 de junio, chalet de Mendiluce en Bergondo
Pedro Mendiluce había dormido durante todo el día. Cuando se despertó, los invitados ya se habían ido, y las chicas también. Todo estaba en completo silencio, y él decidió aprovechar aquel rato de tranquilidad para salir a dar una vuelta por los jardines de la finca a fumarse un puro. Admiró los castaños y los olmos que llevaban allí desde el tiempo de sus abuelos, y el enorme pino donde solía jugar él cuando era muy pequeño. El tiempo pasaba demasiado rápido, pensó. Aquel lugar siempre lo llenaba de melancolía.
Ya había anochecido. Mendiluce notaba una sensación anómala. Algo extraño en el ambiente, algo nuevo, desagradable. Como si una presencia pegajosa estuviese observándolo en la oscuridad. Varias veces durante su paseo se dio la vuelta. El hormigueo en la nuca, la intuición de que había alguien allí fuera. No era capaz de librarse de aquella molesta corazonada. Tiró el puro al suelo y lo aplastó con el pie. No le estaba sentando demasiado bien, y era un Cohiba que le había regalado la alcaldesa de Oleiros… recién importado de Cuba.
Sebastián Delgado no daba señales de vida. No era normal. A aquella hora ya tenía que estar despierto y dándole perfecta cuenta de los resultados de la fiesta. Había sido un éxito absoluto. Sus invitados habían quedado totalmente satisfechos del comportamiento de las niñas. Y muchos de ellos, dispuestos a hacerle favores y concederle todo tipo de prebendas hasta la celebración del siguiente «bunga bunga». Mendiluce estaba contento, pero la sensación agridulce no desaparecía, a pesar de que él intentaba convencerse de que todo eran figuraciones suyas. Nada real, nada tangible. Sintió un escalofrío y algo parecido a la culpa intentó asomar por entre los pliegues de su alma oscura. Lo acalló, como hacía siempre. En el fondo, aquellas chicas deberían estarle eternamente agradecidas. Las había sacado del fango de sus países de mierda para llenarlas de dinero. Se relacionaban con lo mejor de la comarca. Les había buscado un trabajo de tapadera que les iba de perlas. Podían mandar dinero a su casa si hacía falta. ¡Qué más daba si eran menores o no! En sus países estarían muertas de hambre, malviviendo, buscando algún trozo de pan o metidas de lleno en cualquier guerra entre sus propios hermanos. Bajo su protección, podían disfrutar de todo tipo de privilegios, solo tenían que acudir a sus fiestas y hacer algún recadito de vez en cuando…
Un ruido entre los árboles lo distrajo de sus pensamientos, Una rama rota, ligeros pasos. Mendiluce prestó atención. «Será alguno de los perros, el encargado de la finca los habrá soltado para que den un paseo».
Lanzó un largo silbido, pero solo le respondió el silencio. Sus hombros se contrajeron en un leve estremecimiento. Estaba refrescando.
Miró su reloj. Ya era hora de encender el teléfono y volver a su mansión. Tenía hambre. Y también cosas pendientes que hacer allí.
* * *
Raquel colgó el teléfono y lo dejó encima de la mesita de cristal, pálida como una muerta. Fue hasta el bolso a coger un cigarrillo. Se sirvió una copa de vodka y se sentó en el sillón de la sala de estar de su apartamento.
Sebastián Delgado estaba muerto. Lo habían asesinado. Y Óscar quería dinero por su silencio, para poder darse el piro fuera de España. Encendió un cigarro con la mano temblorosa. Menudo cabrón. La estaba chantajeando. Y ella tendría que ceder si quería ahorrarse muchas complicaciones. No quería que la implicaran con el secuestro de Lúa. De ninguna forma. Aquello podía destrozarle la vida, aunque en realidad no hubiese pruebas de que ella había tenido algo que ver. No podía arriesgarse.
Cuando volvió a sonar el móvil pegó un respingo. A ver cómo le decía a Pedro que Sebastián Delgado estaba muerto. Atravesado por un arpón en los túneles que había debajo de su propia casa.
* * *
Lunes, 21 de junio, 08:00 h
El inspector Larrosa le dio un pañuelo de papel para que se enjugara las lágrimas. Vanessa Cordero acababa de reconocer el cuerpo de su marido, Uxío Viqueira, en el depósito de cadáveres de la residencia sanitaria y lloraba desconsolada, sentada en una silla de plástico en el frío pasillo de baldosas verdes.
—De verdad… no lo entiendo. Llevaba varios días sin pasar por casa… En él era normal. Trabajaba de noche, a veces le cambiaban los turnos, dormía en el trabajo… No puedo creer que esté ahí, muerto.
Volvió a esconder la cara entre las manos. El pelo rubio teñido con raíces negras le llegaba hasta los hombros, que se sacudían en cada sollozo. Luego se calmó y asomó la cabeza dentro del carricoche, en donde a ratos lloraba un bebé entre lazos y puntillas de color rosa.
Carlos Larrosa había vivido tantas veces aquella situación que ya no le afectaba tanto como al principio. Su alma tenía callo, un callo grueso y duro que le protegía del dolor de los demás. Pero aquella chica de polígono, con aspecto ingenuo, le daba algo de pena. A primera vista Vanessa no parecía saber nada de los chanchullos de su marido. Ella lo miró con ojos de pena intensa, el rímel acompañaba a las lágrimas en las mejillas surcadas.
—Era un buen padre, inspector. Uxío no era mala persona. Solo quería más dinero para la niña. Tenemos una hipoteca que pagar… y en el sitio donde estaba ahora de vigilante le pagaban muy bien, inspector. Muy bien. Dinero B, claro, nos venía de perlas.
Larrosa se tragó la pena por aquella chica y decidió empezar la batería de preguntas. No servía de nada prorrogar aquel interrogatorio hasta que a ella se le agotasen las lágrimas.
—Vanessa, escucha. Tu marido… tu marido estaba metido hasta el cuello en varios negocios ilegales. Y en un secuestro. Y lo que es mucho peor, que el intento de asesinato de una chica joven, casi de tu edad. Tienes que ayudarnos a comprender qué pudo pasar para que acabase metido en semejante fregado.
Vanessa negó con la cabeza una y otra vez.
—Uxío no. ¿No lo entiende, inspector? Uxío era buena persona. Jamás le haría daño a nadie… y menos a una mujer. —Se secó otra lágrima negra que manchaba su cara—. Seguro que fueron los otros. Sus amigos. El hombre que lo contrató por culpa de Óscar.
—Háblame de ellos, Vanessa. Así podremos ayudarte, aunque solo sea para limpiar el buen nombre de tu marido, si no tuvo nada que ver con esto.
—Sebastián y Óscar, inspector, esos dos buscaron la ruina de Uxío. Sebastián era el que lo contrataba muchas veces. A lo mejor desaparecía varios días pero volvía siempre con un buen fajo de billetes. Y Óscar Valero era el que iba con él a los recados… el que trabajaba con él por la noche en la obra de Ártabra, pero a mí nunca llegó a caerme demasiado bien. Él y Óscar se conocían desde el colegio. Yo estuve con ellos un par de veces… no me parecieron buena gente, inspector. Malas vibraciones… —Vanessa meció el carricoche con suavidad para hacer callar a la niña.
Larrosa asintió, animándola a seguir.
—¿Sebastián Delgado, quieres decir? ¿Un hombre alto, moreno, de pelo oscuro, engominado…?
—El mismo, un tipo chulo, una mala persona. Tiene un Mercedes negro muy potente.
—Ya. Creo que me conozco el percal…
* * *
Miró la tortilla francesa y las tostadas con desgana. Las apartó de su vista. No podía tragar ni un bocado. Pedro Mendiluce se tomó el café solo, cargado, de un trago y se levantó de la mesa.
La llamada de Raquel le había consternado profundamente. Primero, lo del secuestro de Lúa Castro. Allí estaba, delante de sus ojos, en primera plana de La Gaceta de Galicia. Sin duda obra de Delgado. Las preguntas se amontonaban en la mente del empresario. ¿Por qué motivo? ¿Por qué no le había dicho nada? Valiente hijo de puta. Sabía que su padre, Manuel Castro, era íntimo amigo suyo… Y encima Castro estaba en el hospital, debatiéndose, según la prensa, entre la vida y la muerte. Ahora comprendía el porqué de la llamada preguntando por su hija. Estaba en poder de Delgado. Manuel Castro tenía razón. Lúa debió de meterse en la obra. La pillaron. Y Delgado prefirió callar como un zorro antes de confesárselo a su jefe…
Luego, el asesinato del mismo Sebastián. Por la espalda. Con un arpón. En los túneles, cerca de su propia casa. Y encima, la presencia de la policía. ¿Cómo habían descubierto el subterráneo? ¿Qué hacía allí Delgado? Raquel no tenía muchos datos, pero le había asegurado que sabía de primera mano que la pasma estaba en el medio de todo aquello.
A poco que empezaran a investigar, todo apuntaría directamente hacia él. Hacia Pedro Mendiluce. Y lo que menos le apetecía era lidiar con un montón de policías hambrientos de atraparlo como una jauría de lobos.
Llamó por teléfono a un par de amigos que ya estaban preparados por si eso ocurría. Ordenó que tapiaran el yacimiento de inmediato. Antes de que la pasma lo descubriese, que sacaran todo lo que pudieran, lo llevaran a un lugar seguro y adiós muy buenas. Ya se encargaría él de esconder convenientemente lo que había en su casa que pudiese inculparle. Prefería sacrificar el yacimiento que acabar con los huesos en la cárcel. Aunque el culpable de todo sería Delgado. Total, ya estaba muerto… ¿Qué importaba que cargase con toda la responsabilidad?
Se dirigió a su despacho, arriba en el torreón. Tenía mucho que hacer. Preparar el yate para un largo viaje, por ejemplo.
Encendió el ordenador y abrió el correo.
Cuando leyó el mensaje que provenía de un mail desconocido, rope@gmail.com, se quedó de piedra:
¿Cuándo descansa de verdad el espíritu? En el perverso nunca, ya que su alma es maldita para siempre. En el justo, cuando aplaca la sed de su bendita venganza.
* * *
La sala en donde iba a producirse la reunión del operativo bullía de actividad frenética. Un técnico arreglaba el reproductor, que parecía estropeado. Isabel entró carretando un par de sillas. Las contó, quería cerciorarse de que había asientos de sobra. Un par de miembros de la Benemérita charlaban en tono bajo, sentados al fondo de la habitación. Verónica, la administrativa, se preparaba para tomar nota de lo que allí se dijera.
Iturriaga repasaba en su mente, con semblante concentrado, los puntos a tratar, que eran muy numerosos. Toda la implicación de Mendiluce en la trata de blancas, el secuestro de Lúa Castro, lo del hermano de Valentina Negro y su novia, la misteriosa muerte de Delgado, el tema del yacimiento…
Esperaba la llegada del juez López-Córdoba y también del fiscal jefe, Aurelio Olmos, un hombre recién designado para el puesto. Había estado en la fiscalía de Lugo durante cuatro años y se había ganado fama de ser muy estricto y capaz. Invulnerable a las tramas de corruptela. También iba a asistir el comandante del puesto de la Guardia Civil de Oleiros. Tenían que idear la forma de hacer batidas por los túneles sin que Mendiluce sospechara nada.
Al fin habían conseguido descubrir quiénes eran los dos hombres que tenían secuestrada a Lúa Castro: un rumano buscado por la Interpol desde hacía ya tiempo. Razvan Petrescu. Un asesino a sueldo famoso en toda Europa por sus métodos de ejecución bastante expeditivos. El otro era Uxío Viqueira, un coruñés de mediana edad que en su juventud había estado en el punto de mira de la policía, pero que llevaba ya bastante tiempo tranquilo, aparentemente, claro. Quizá en plena crisis económica el ansia de dinero le pudo más que otra cosa… Ya lo había llamado hacía un rato Larrosa desde el hospital, para contarle los resultados de su conversación con la desolada mujer. Todo aquello iba a causarles un sinfín de problemas administrativos, papeleo, investigaciones… Menos mal que Manuel Castro ya estaba fuera de peligro. Había que reconocer que la intervención providencial de Castro y de la inspectora Negro salvó una operación bastante catastrófica.
* * *
—¿Tenéis las fotos y la declaración de Lúa? —Valentina se ajustaba el polo azul del uniforme mientras caminaba hacia la sala a paso rápido. Luego se recogió el pelo en una coleta alta y lo ató con la goma que llevaba sempiternamente en la muñeca. Velasco la seguía mientras repasaba las hojas que llevaba fuera de la carpeta. Bodelón apuraba un café solo de la máquina, que hervía en el vaso térmico. Tocó por enésima vez el sobre de plástico que llevaba en su bolsillo para comprobar que tenía a buen recaudo la tarjeta de memoria de la cámara de Lúa.
—Está todo en orden, inspectora. La tarjeta sigue aquí.
—Muy bien. Hoy es un día importante, chicos. —Valentina se notaba descansada y a pleno rendimiento después de haber dormido profundamente durante casi ocho horas. Saludó a Sanjuán, que esperaba en la puerta su llegada con un ligero gesto de la mano. Cada vez que lo veía, experimentaba una punzada de nervios que no era capaz de dominar, y eso que lo intentaba con todas sus fuerzas. Él esbozó una sonrisa y abrió la puerta a los tres policías. Cuando entraron, Valentina vio a Garcés, Isabel y López sentados al lado de dos guardias civiles, que reconoció al momento. Eran un cabo y un guardia del cuartel de Oleiros, había coincidido con ellos más de una vez, aunque no recordaba sus nombres. Uno de ellos, el más bajo, se llamaba Eugenio. El otro… ni idea.
Iturriaga estaba de pie, delante de la pantalla blanca. Su semblante traslucía preocupación desde lejos. Alguien le comunicó por la radio la llegada del juez y del fiscal jefe. El inspector salió al momento para recibirlo y darle la bienvenida a Lonzas.
* * *
El fiscal jefe Aurelio Olmos miró al grupo de policías que había quedado completamente en silencio cuando entró en la sala de reuniones. Aquel hombre imponía: un metro ochenta de estatura, cabello gris cortado a cepillo… tenía todo el aspecto marcial de un marine norteamericano, y sus cejas oscuras sobre aquellos ojos claros y circunspectos tampoco ayudaban a suavizar su semblante. Se sentó al lado de Iturriaga y sacó de su cartera de cuero marrón unos folios y una pluma.
Respiró profundamente. Aquel caso era de los más complejos a los que se enfrentaba desde que lo habían destinado en Coruña. Meterle mano a un hombre tan poderoso como Pedro Mendiluce ya era un tema delicado pero, además, la presencia de un asesino serial peligroso y quizá fuera de control actuando por la zona era algo mucho más grave. Miró al inspector jefe Iturriaga, que se levantó y se dirigió al centro de la sala.
—Buenos días a todos y gracias por venir. Les presento al fiscal jefe de la Audiencia Provincial, el señor Aurelio Olmos. Al juez López-Córdoba ya lo conocemos todos… Gracias por estar aquí. Como saben, la gravedad de los asuntos que nos ocupan hoy es de tal magnitud que les he pedido a ambos que asistan a la reunión. No perdamos más tiempo. Inspectora Negro, por favor… —Hizo un amplio gesto con la mano para invitar a Valentina a que saliese a la palestra. Valentina se levantó con decisión.
—Por favor, Garcés. ¿Puedes ocuparte de las fotografías y todo ese tema?… La tarjeta la tiene Velasco… Gracias. Bien. —Valentina hizo una pausa y miró a los presentes—. Todos sabemos que durante estos días han ocurrido una serie de sucesos bastante graves. Y todos esos sucesos, por desgracia, tienen un denominador común: Sebastián Delgado. Desde el secuestro de Lúa Castro y su liberación hasta la muerte del propio Delgado, pasando por las escuchas en la fiesta de Pedro Mendiluce…
—No olvide el secuestro de una de las chicas de la fiesta y de su hermano, inspectora, y el intento de asesinato de ambos. —Aurelio Olmos la miró con aquellos ojos intimidantes mientras la interrumpía.
—Precisamente ahora iba a hablar de ello, señor fiscal. Pero procedamos por orden. Tenemos pruebas de que el secuestro de Lúa Castro fue obra de Sebastián Delgado. Hemos analizado el teléfono de Delgado y el de los dos fallecidos: hay llamadas al sicario rumano y también al guardia de seguridad, Uxío Viqueira. Tenemos varios SMS y mensajes grabados en los móviles de ambos, que vinculan a Delgado con el secuestro y con una supuesta trama para asesinarla y dejar el cuerpo abandonado como si fuese obra del Artista.
El fiscal levantó la ceja, extrañado.
—¿Querían matarla y fingir que había sido un crimen del asesino de Lidia Naveira? ¿De dónde ha salido eso?
—Ya lo comprobará usted mismo… Incluso el contenido de la furgoneta que incautamos en Bens apunta a ello. Una idea bastante descabellada, propia de unos delincuentes sin escrúpulos. Delgado contrató al sicario para que la ejecutara sin dejar rastro y luego dejase el cadáver en algún sitio visible para confundir a la policía. Imagino que al llevar ella el caso de Lidia en los periódicos, pensaron que resultaría creíble. El verdadero asunto fue que Lúa descubrió que en Ártabra están explotando un yacimiento arqueológico bajo manga. No han declarado su existencia para no paralizar las obras, y además, pensamos que Mendiluce se está haciendo con piezas valiosas para venderlas luego en el mercado negro. Garcés… ¿puedes pasar las fotos del yacimiento, por favor?
En aquel momento, Carlos Larrosa llamó a la puerta y entró, disculpándose. Después de interrogar a la mujer de Uxío, fue a visitar a Manuel Castro, que estaba ya fuera de la UCI, recuperándose, detalle que comentó en alto antes de sentarse en un sitio libre.
El semblante del fiscal se hizo todavía más grave después de contemplar las diferentes fotos del yacimiento que les había cedido Lúa Castro. Empezaba a darse cuenta de hasta qué punto muchos funcionarios públicos e incluso políticos podían estar implicados en aquel asunto tan peliagudo. Sacudió la cabeza con incredulidad. A saber cuánto dinero bajo manga habían recibido los encargados de supervisar la obra… habría que investigar todas las cuentas y todos los bienes de cualquier sospechoso de estar implicado en el caso. El arqueólogo municipal, el concejal y los técnicos de urbanismo… Ninguno iba a librarse de un examen exhaustivo.
—Como sabemos ahora, Delgado era el encargado de supervisar la seguridad de la urbanización y fue el que contrató a los dos matones que ejercían como guardias de seguridad la noche en la que Lúa Castro entró en la obra. Guardias sin licencia, por supuesto. ¿No es así, inspector? —prosiguió Valentina.
Larrosa se levantó para explicarse, secándose el sudor con un pañuelo.
—Así es, inspectora. Acabo de hablar con la mujer de Uxío Viqueira y me ha asegurado que su marido jamás hizo ningún tipo de curso o estudio para ser guardia de seguridad. Tampoco tenía permiso de armas, que ella supiera. La verdad es que estaba perpleja con todo lo que había pasado. Su marido le decía que estaba trabajando de noche en una obra pero no le daba más explicaciones. Y yo creo que es totalmente sincera.
Valentina continuó:
—Sebastián Delgado era, también, el encargado de reclutar a las chicas que acudían a las fiestas de Pedro Mendiluce. Señor fiscal, como podrá deducir de las grabaciones que el otro día efectuamos en la última de las orgías, la trata de blancas está a la orden del día. Y lo que es peor, hay chicas menores de edad, coaccionadas y obligadas a acostarse con los invitados. Bodelón… ¿puedes dejarle al fiscal una lista de los nombres de los invitados?
Bodelón le acercó el listado con los nombres de las personas conocidas que pudieron identificar mediante las grabaciones. Aurelio Olmos le echó un vistazo rápido. A los pocos segundos, la dejó encima de la mesa y miró a López-Córdoba con cara de circunstancias.
—En efecto. Hay nombres muy conocidos. Prohombres de la sociedad. Políticos. Miembros de la jerarquía católica… —resopló, resignado—. Esto es muy grave. ¿Hasta qué punto está Pedro Mendiluce implicado en esta trama?
—Por ahora no tenemos pruebas —contestó Valentina—, salvo que la fiesta se celebró en su casa, que no es poco… él, personalmente, no participó en ninguna de las orgías, que nosotros sepamos. Nuestro topo, Irina, afirma que nunca participa, se limita a observar.
—Necesitamos interrogar a todas esas chicas…
Iturriaga lo interrumpió.
—Hay que tener en cuenta, señor fiscal, que muchas de ellas están amenazadas. Otras de las jóvenes, aunque parezca mentira, van de forma voluntaria, no tienen mayor problema en acudir. Ganan mucho dinero, más en un día de lo que nosotros podemos ganar en un mes. Esas, dudo mucho que estén dispuestas a hablar con la policía. Lo mejor será empezar por las que estén coaccionadas y descontentas. Luego, cuando las otras sepan que estas han cantado, quizá se animen si les dejamos quedarse en España.
Valentina asintió.
—Irina puede darnos los nombres de las más indicadas y la forma de contactar con ellas. Bien. Sigo. Y ahora es cuando llego al fondo del problema. Con todo esto en la mano, creo que podríamos ir directamente a por Pedro Mendiluce… Sin embargo, hay otro punto sumamente importante que hay que tener en cuenta.
—Adelante, inspectora. —El fiscal se acomodó, cada vez más interesado.
—El asesino de Lidia Naveira… El Artista, para entendernos. Señor fiscal, ese hombre ha matado ya, que sepamos, a cinco personas en Inglaterra y aquí.
—¿Qué tiene que ver el Artista con Mendiluce, inspectora? ¿A dónde quiere llegar?
Valentina lo miró con seriedad. Sabía que lo que iba a decir sonaba absolutamente increíble.
—Creemos que el Artista es el hijo no reconocido de Pedro Mendiluce, señor fiscal.
* * *
Mendiluce meditaba dentro de la sauna, totalmente desnudo. Las gotas de sudor caían sobre la tarima de madera, fruto de la elevada temperatura del lugar. Necesitaba urgentemente un masaje para relajarse, así que después de la sauna, ya estaba esperándolo una chica japonesa que tenía siempre a mano, Suzie.
Sabía que estaba viviendo una de las situaciones límite que solían acometer su vida cada cierto tiempo. Pero Pedro Mendiluce nunca perdía el control de sus actos ni dejaba que nada ni nadie cambiase el rumbo de su existencia. Ni siquiera la presencia amenazante de su hijo enloquecido o la policía metiendo las narices en sus dominios. Porque estaba seguro de que el asesino de Sebastián había sido su hijo David, de alguna manera constituido en una especie de vengador desquiciado. El mensaje recibido dejaba claro que estaba loco. El retrato robot… era su hijo, sin duda. Y el cuadro de Salomé. Sabía que era suyo desde el principio, desde el momento en que el marchante lo recibió como un obsequio. La policía sospechaba de David. Por eso Sanjuán había ido a su casa a tomarle el pulso y a llevárselo, con aquel disimulo tan ladino propio del criminólogo…
Había reforzado la seguridad del edificio y de la entrada de los subterráneos. Cámaras. Vigilantes. Su casa era una fortaleza inexpugnable en aquel momento. Si alguien intentaba entrar allí, él lo sabría de inmediato. Además, tenía muchos recursos a la hora de defenderse. Si su hijo pretendía atacarle, él no iba a ponérselo fácil. No era una jovencita desprotegida…
Se relajó y miró la temperatura de la sauna. Luego cogió el cazo con agua y lo vertió sobre las brasas. La espesa cortina de humo con olor a eucalipto lo relajó de inmediato. Pedro Mendiluce dejó vagar su mente hacia una imagen recurrente que lo perseguía desde hacía unos días. La melena roja de Lidia Naveira, entre sus dedos. Su cuerpo joven, exacto, firme. Su mirada verde mar, su sexo virginal, los muslos duros de una chica de dieciséis años. Aquel cabello rojo con olor a flores que lo embriagaba con su distante lujuria.
A los diez minutos, salió de la sauna y se dio un baño helado en la piscina. Cuando salió del agua, la pequeña japonesa de cabello hasta la cintura lo esperaba con una toalla en la mano y una sonrisa de eterna sumisión en los labios de geisha.
* * *
Garcés leyó un listado con un resumen de las llamadas y los correos que habían recibido sobre el retrato robot de Héctor/David del Valle.
—Hemos recibido más de trescientas llamadas y unos cien correos electrónicos. El único que nos pareció verídico fue el de Concha Fraga. Los demás, gente a la que le había parecido ver, o gente a la que le parecía conocer… —Encogió los hombros con resignación—. Es un trabajo de chinos decidir contra reloj cuáles son más o menos creíbles. La capacidad de fabulación de las personas puede ser infinita cuando se trata de reconocer a alguien a quien no han visto nunca…
Valentina tomó la palabra.
—Gracias, Garcés. Es evidente que la difusión del retrato en prensa ha tenido éxito, ya que gracias a eso la señora Fraga nos ha sido de inestimable ayuda al identificar a David de forma convincente. Le hemos enviado a la policía inglesa todos los datos que nos aportó para que hagan un seguimiento de la trayectoria de ese hombre, desde que su madre se suicidó, hasta ahora. Y tenemos que reconocer que la idea de difundirlo en Coruña fue de Javier Sanjuán, que fue la persona que desde el primer momento defendió que el Artista actuaba en los dos países. Sanjuán, si no te importa…
Sanjuán se levantó, agradeció a Valentina su cumplido con una pequeña inclinación de cabeza y se dirigió al ordenador portátil para insertar un pen drive. Había preparado una serie de proyecciones a toda prisa para ilustrar sus teorías de una forma convincente.
—Cuando asesinó a Lidia Naveira, el Artista ya había matado a dos personas en Inglaterra. Al mendigo cuya cabeza conservó para la performance de Floria, y a Patricia Janz. —Olmos levantó la ceja con desagrado al ver la cabeza decapitada en una de las fotos de la autopsia—. Luego vino aquí para comenzar su venganza contra Pedro Mendiluce, primero, en la persona de Lidia Naveira. Lidia salió en la conversación de una de las chicas de la fiesta del sábado. Era un secreto a voces entre ellas que aquella chica solía acudir a las orgías con Mendiluce, aunque sin participar activamente, que sepamos, claro. Puede que Lidia fuese una de sus favoritas, o incluso que fuese una especie de «novia». Tras asesinar a Lidia, volvió a Londres. Allí había desarrollado una patología que enfocaba directamente a los amigos sado de Patricia Janz, su primera víctima importante. La que protagonizó su primera performance, si queremos decirlo así.
Valentina intervino:
—El inspector jefe Evans dice que Patricia y David del Valle eran novios, más o menos. O eso es lo que han averiguado en Acton Town preguntando a los vecinos. Además, fueron juntos a comprar el vestido de la performance de Lidia a la tienda de segunda mano… y ella se lo probó.
—Lo que refuerza la idea de que el descubrimiento de las actividades sadomasoquistas de Patricia quizá fue lo que destapó por fin la furia homicida latente de David —continuó Sanjuán—. El ansia incontenible de castigar con la muerte a las mujeres que no llevasen una «vida ordenada», por así decirlo. Todo eso, está claro, tiene una explicación. David vivió hasta los diez años en la mansión de Pedro Mendiluce, expuesto a las orgías y a la vida degenerada que llevó el empresario. Fue también testigo de las múltiples vejaciones a las que fue sometida su madre durante el tiempo que estuvo allí. Por no hablar de su posterior suicidio… Eso debió de marcarlo a fuego. —Hizo una pausa y respiró profundamente—. Bien. Continúo, teorías psicológicas aparte con las que pueden estar o no de acuerdo. Tras matar a Jaime Anido y a Floria, y al presentir que la policía estaba siguiéndolo de cerca, quemó las naves y volvió a La Coruña para terminar su misión. Misión que empezó al matar a Sebastián Delgado, agresor y violador de su madre, por la espalda y sin ningún tipo de vacilación. Lo mató con un arpón, intentando quizá crear una especie de «arte fugaz» literario: el capitán Achab y Moby Dick, su némesis… algo así. Ahora, le resta lo fundamental por hacer… —Miró a todos los presentes, imprimiendo un tono de absoluta convicción en sus palabras—. Lo que quiero decir en realidad es que estoy convencido de que el próximo movimiento del Artista será acabar con su propio padre. Y si la policía detiene a Pedro Mendiluce justo ahora, puede que la conexión que tenemos con David García del Valle, o lo que es lo mismo, con el Artista, se desvanezca para siempre. Ha venido aquí con una misión determinada, que es la de borrar de la faz de la tierra al que para él es el ser más abyecto…
Sanjuán se detuvo unos momentos, y mientras su audiencia extraía las conclusiones de su exposición, concluyó:
—Cuando mató a Lidia fue, en realidad, su primer crimen contra Mendiluce. De algún modo averiguó que este se había encaprichado de la joven, y eso bastó para condenarla ante los ojos del asesino. ¿Acaso no era Lidia Naveira otra mujer seducida y deseosa de complacer al monstruo de su padre? Entonces, Lidia debía morir, y esa muerte sería el primer aviso para su padre de que la hora de ajustar las cuentas se acercaba.
Pasaron unos segundos llenos de electricidad, y el fiscal preguntó, meditabundo:
—Entonces, su teoría es que dejemos a Pedro Mendiluce obrar a su antojo para cazar al Artista…
—En efecto. Yo lo seguiría muy estrechamente. Escuchas telefónicas, vigilancia intensiva… ese tipo de cosas. Pero libre y con protección policial encubierta. Dejemos que el Artista se confíe, se acerque a él. Es la mejor forma de atraparlo.
Aurelio Olmos miró a Sanjuán asintiendo, pensativo. Lo que decía el criminólogo tenía bastante sentido. Podrían así cazar dos pájaros de un tiro, pero por otra parte, no avisar a Mendiluce del peligro que corría no le pareció algo demasiado justo u honorable por su parte. Y así lo dijo.
Sanjuán se esperaba aquella pregunta.
—Señor Olmos. No me considero la persona indicada para decir algo así, pero en mi opinión Mendiluce ha adquirido por su comportamiento graves deudas con la sociedad coruñesa, y en realidad de toda Galicia, y servir de cebo solo sería un pequeño gesto de compensación… ¿no le parece?
* * *
Raquel fue al banco Atlántico con una estilosa pañoleta cubriéndole la cabeza, las gafas de Dolce & Gabbana, su estrecha falda de tubo y sus Jimmy Choo repiqueteando en el suelo de mármol. Allí Delgado y ella escondían más de sesenta mil euros en dinero negro, bien seguros en una caja fuerte alquilada. Bajó en el ascensor con el encargado, la llave custodiada en el fondo del bolso de Louis Vuitton.
Al abrir la caja fuerte, Raquel acarició el montón de dinero con su mano enguantada y empezó a contar billetes. Cuando consideró que había reunido los suficientes, sonrió al encargado, que cerró la caja de nuevo.
Salió al sol de la mañana con una mueca petrificada en el rostro oculto por las enormes lentes de color malva. Aquel dinero pasaporte para su tranquilidad.
* * *
El fiscal jefe miró a los presentes con cara de aprobación.
—Señores, tengo que reconocer que estoy impresionado. Están haciendo un trabajo magnífico. Es la primera vez que la policía es capaz de meterse en el entorno de Pedro Mendiluce de una forma tan directa. Y no solo eso… La investigación del asesinato de Lidia Naveira, con todo el trauma que ha supuesto para la sociedad coruñesa… Sí, me complace felicitarlos. —Su semblante se ensombreció—. Pero ahora llega lo peor, que es intentar atrapar a ese hombre tan peligroso sin que Mendiluce sufra daño alguno.
—Pierda cuidado, señor Fiscal. No quiero ni imaginarme los titulares de la prensa: «El importante empresario Pedro Mendiluce, víctima de un peligroso asesino en serie ante la pasividad de la policía». —Iturriaga movió la cabeza, preocupado—. Eso no puede ocurrir de ninguna manera. Lo primero que haré será hablar con el juez para que nos permita acceder a los teléfonos y los correos de Mendiluce cuanto antes. Luego organizaremos un dispositivo para vigilarlo lo más estrechamente posible. No podemos perder ni un minuto más si queremos cazar a David García del Valle antes de que vuelva a actuar.
—De acuerdo, pues —dijo el fiscal, con un gesto de afirmación en sus manos mientras se levantaba—. Y con suerte, arrestaremos luego a Pedro Mendiluce, y con él, sacudiremos fuerte el árbol de los corruptos hasta que todos hayan rendido cuentas ante la justicia. Se lo prometo.