[capítulo 65]: Deuda pendiente

«¡David, coge tus pinceles… venga a Marat…! Oí la voz del pueblo. Obedecí».

Jacques Louis David

Domingo, 20 de junio

Concha Fraga estaba emocionada. Siempre había querido ir a una comisaría de policía, pero aquello sobrepasaba sus expectativas: habían ido a buscarla hasta la pensión en un coche patrulla dos jóvenes muy atentos, vestidos con sus uniformes. Era muy aficionada a las series de policías, y a pesar de haber estado toda su vida trabajando desde niña, Concha había ocupado muchas de sus horas libres leyendo novelas de suspense y de amor. Así que, a pesar del asunto que la llevaba allí, ese era un día especial para ella. Después de entrar en Lonzas le habían presentado al que parecía el jefe de todo, un señor alto de severa mirada y barba oscura e incipiente. Y en ese momento esperaba tranquilamente tomándose un café descafeinado de la máquina que le había llevado Isabel, una policía encantadora que la guio hasta una sala de reuniones.

Valentina la miró a través del cristal. El pelo teñido, cardado de peluquería. Los ojos pintados de azul, el aspecto inequívoco de buena mujer.

—Parece la última persona de la que me esperaría recibir información sobre el Artista.

—Es cierto. —Iturriaga asintió—. Pero ha sido la llamada más creíble de todas las que hemos recibido hasta ahora. Hay que reconocer que Isabel estuvo muy atenta… Pero mira. Ahí está Sanjuán. —Lo saludó con un gesto de la mano, con una sonrisa que intentaba ser agradable—. Pobre hombre. La verdad es que lo estamos exprimiendo… Lo hacemos trabajar hasta un domingo por la tarde. ¿Ya le has contado lo que ocurrió ayer?

* * *

Velasco rebuscó detrás del lavabo, intentando meter la mano enguantada por el resquicio donde había indicado Lúa Castro. Desde luego, era avispada aquella chica. La dichosa tarjeta de memoria estaba bien escondida: los de la científica no la habían encontrado durante su primera incursión en el piso. Consiguió tocarla con la punta de los dedos, pero no era capaz de agarrarla bien.

—Bode, ¿me traes unas pinzas, por favor? No puedo alcanzarla. Está demasiado lejos y no me cabe la mano. No puedo maniobrar, se me escapa, la muy cabrona…

Tras un par de intentos infructuosos, Velasco pudo atrapar con unas pinzas largas la tarjetita azul de a parte de atrás de la porcelana.

—Aquí está. Al fin. ¿Tienes la cámara? Vamos a ver si las fotografías siguen en su sitio…

* * *

—Se llamaba Sara. Sara García Del Valle. Una chica muy joven, muy guapa. Y muy inteligente también. He traído una fotografía. La foto se hizo en la terraza de la mansión, que era enorme. Estamos varias de las que trabajábamos en casa de Pedro Mendiluce en aquella época.

Todos miraron la foto por turnos. Había cinco chicas de diferentes edades. Era invierno, y todas llevaban gruesas bufandas de lana y chaquetas y gorros de colores a la moda de la época. Se podía reconocer a lo lejos el pueblo de Mera. Señaló con la uña algo descascarillada y pintada de rosa a una de las chicas, la más alta y sonriente, de larga melena lacia. Parecía tener unos veinte años.

—Esta era Sara. Un encanto de chica. Entró a trabajar cuando tenía veintiuno o veintidós años. Creo que esta foto es de 1980, pero no estoy segura.

—¿De dónde era? —Valentina interrumpió a Concha—. ¿Era de Coruña?

—No, qué va. Era de cerca de Betanzos. Creo que de Oza dos Ríos. Tenía problemas en casa, con su padre, y se vino a trabajar a la gran ciudad. En aquella época, Mendiluce ya se había separado de su primera mujer, una actriz de variedades… Fue un gran escándalo, porque duraron menos de un año. Él nunca ha durado demasiado tiempo con ellas, ya me entienden… las usa y las tira, como si fueran un kleenex.

Sanjuán asintió.

—¿Qué hacía usted en casa de Mendiluce?

—Yo era la cocinera. Recuerdo muy bien cómo me contrataron: Mendiluce acababa de heredar una fortuna. Su padre era un empresario potente, y su madre pertenecía a la alta sociedad madrileña. Ambos murieron en un accidente de avión en Argentina. Pedro era hijo único: heredó una fortuna, la casa de Mera, los negocios de su padre… tenía veintipocos años, acababa de llegar de Madrid, donde había estado viviendo después de estudiar en la universidad y casarse. Menos a Amaro, despidió a todos los sirvientes de sus padres y cogió a todo el personal a su gusto. Puso anuncios en el periódico, y nos presentamos bastantes chicas. Ya saben: había muerto Franco, todas teníamos ansias de libertad, de trabajar, de ser independientes… todo eso, ya se imaginan. Mendiluce pagaba muy bien y el trato era exquisito. Sara entró al poco tiempo de haberlo hecho yo. Era la ayudante del secretario que tenían en aquel entonces. Eran otros tiempos… —Concha pareció ensimismarse un segundo en sus recuerdos—. Sí, Sara era una chica dulce, encantadora y, además, recuerdo que sabía taquigrafía y contabilidad.

—¿Qué pasó después? —Valentina cada vez tenía más curiosidad.

—Oh, estaba claro que Mendiluce iba a encapricharse de ella. En aquellos tiempos, Pedro era un hombre muy atractivo, y aún lo es… Algunas veces lo veo en la televisión o en la prensa y sigue siendo un señor apuesto, aunque no sé si se habrá operado algo… ya me entienden… —Sonrió con gesto de complicidad—. Pero en aquella época era como un actor italiano, un Mastroianni, seductor, agradable, impecablemente vestido… A mí me encantan aquellas películas en blanco y negro… Pues así era Pedro. Un galán, que decía mi madre. Sara se resistió poco tiempo. Un par de meses. Luego, pasó a ser su favorita. Yo creo que a él le gustaba aquella mezcla de candidez e inteligencia. Y lo guapa que era, claro. Era preciosa, una muñeca. —Concha se detuvo unos segundos, buscando la frase adecuada—. Así que acabaron… ya me entienden. En secreto, claro. A Pedro le daba vergüenza que lo vieran con una chica de pueblo, por muy guapa que fuese. Él aspiraba mucho más alto, no a una pueblerina sin dinero ni beneficio alguno.

—Entonces, se hicieron novios, por así decirlo. —Iturriaga intervino por vez primera en la conversación.

—Si usted quiere llamarlo así… en realidad, todos lo sabíamos. La ascendió. Sara llevaba todas las cuentas de la casa. Ya les he dicho que era una mujer muy inteligente, espabilada. Aprendió inglés. Se hizo su secretaria imprescindible, su amante. Se enamoró como una niña de Pedro. Y mientras, él le ponía los cuernos, claro… Aunque Sarita prefería no saber. Ella lo quería de verdad, pero él solo la estaba utilizando. En resumen: Sarita se quedó embarazada. Todos sabíamos que el hijo era de Pedro, pero él no quiso saber nada del asunto. Quiso que abortara en Londres, ella se negó, por supuesto.

—Tuvo el hijo, claro… —Sanjuán empezaba a atar cabos.

—Sí. Daviciño. Un crío precioso, como la madre. Desde ese momento, Mendiluce empezó a repudiarla. No de una forma demasiado evidente. Yo creo que él la quería bastante más de lo que quería reconocer. Pero la aparición de aquel niño resultó fatal para Sara. Según crecía, Mendiluce empezó a despreciarla más y más. Aunque aún aguantó bastante tiempo trabajando para él, la verdad. No entendíamos cómo podía soportar aquel trato.

—¿Mendiluce llegó alguna vez a admitir que era hijo suyo? —preguntó Valentina.

—No, nunca. Lo odiaba. —Concha pareció necesitar unos segundos, y luego continuó—. A ella la llamaba puta en público. Decía que no era su hijo, que ella se había acostado con más hombres y que apechugara con lo zorra que era. Eran sus palabras, las recuerdo bien, perdonen ustedes. La pobre Sara… aun así, seguía estando perdidamente enamorada. El niño creció en la casa de Mendiluce, aunque sin saber que aquel hombre era su padre. Recuerdo que dibujaba muy bien… hacía retratos de todos, hasta de los perros. Era tan listo como su madre. O más…

Valentina miró con intención a Sanjuán, que le devolvió la mirada asintiendo. Luego alentó a Concha para que siguiera con la historia.

—Sara aguantó casi diez años entre vejaciones y malas caras. No sé cómo pudo… Pero luego Pedro conoció a su segunda mujer, la francesa. Una belleza de revista y podrida de dinero, como a él le gustaban. Empezó a cortejarla de una forma evidente. Sara se hartó y tuvieron una bronca terrible… Fue algo espantoso. Ella amenazó con denunciarlo a la policía si no reconocía al niño como suyo. Sara era muy peligrosa, conocía muchos de los chanchullos en los que estaba metido Mendiluce. En la casa el ambiente ya no era el del principio ni por asomo. Todos estábamos mal, a disgusto. Mendiluce se había vuelto un tirano vicioso. Organizaba fiestas con prostitutas continuamente. Nos trataba mal, nada que ver con el joven agradable y elegante del principio. Yo achaqué el cambio a la amistad con Sebastián Delgado, un joven de la calle, un delincuente de la peor calaña, que no sé por qué, parecía fascinar a Pedro… Decía que él le haría un hombre, que con él tendría una oportunidad de llegar a ser algo.

—Conocemos a Delgado, Concha. —«Conocíamos, mejor dicho», pensó Valentina.

—¿Sí? Pues entonces sabrán que es un degenerado, un hombre sin alma. Pues bien. Después de la bronca de Sara, Mendiluce mandó a Delgado que se encargara de ella.

Como Concha se quedó callada, con una expresión de dolor y de ira que de pronto le ensombreció la cara, Sanjuán la invitó a seguir.

—¿Qué quiere decir eso exactamente?

—Delgado la llevó a su habitación y la encerró allí. Estuvo violándola durante una semana. Le pegó paliza tras paliza. Y luego la echaron de casa sin contemplaciones, a patadas. A ella y al niño… Le dieron dinero para comprar su silencio, y la amenazaron con matar al niño si denunciaba. Después de eso, yo me despedí. Me fui, no aguantaba ni un minuto más en aquella casa. Además, yo ya me había casado con Manolo, un marino, y no tenía necesidad de estar pasando penalidades…

—¿Qué fue de Sara y del niño?

—Sara se fue a Inglaterra con su hijo. Lo último que supe de ella era que había aparecido muerta en la habitación del hotel donde trabajaba. Un accidente, o eso se dijo. Nadie quería reconocerlo, pero todos sabíamos que se había suicidado por despecho y porqué no pudo superar el dolor que sentía. Del niño nunca supe nada más.

Iturriaga torció la cabeza y preguntó, interesado.

—¿Por qué dice que lo sabían todos?

—Porque Sara se mató el mismo día de la boda de Pedro Mendiluce.

* * *

Concha se despidió y se metió en el coche patrulla. Cuando el Citroën arrancó, Valentina se volvió hacia Sanjuán, intrigada. Lo miró con preocupación. Lo notaba raro. Ausente. Como si rehuyese mirarla directamente a los ojos. Sanjuán, por su parte, aprovechó que se hallaban en la calle para encender un cigarrillo.

—¿Piensas lo mismo que yo?

—¿Que Héctor del Valle es el hijo de esa chica y Pedro Mendiluce? Sí, no me cabe duda. Se llaman casi igual… David García del Valle… Es interesante que no quisiera cambiar su apellido. —Sanjuán se quedó reflexionando unos momentos—. ¿Te das cuenta? Todo esto nos coloca en un escenario completamente distinto… Pero Valentina, por favor, cuéntame lo de Sebastián Delgado. —Sanjuán mostró un vivo interés, otra vez conectado al mundo—. Estuve llamándote esta mañana, pero no hubo forma de contactar contigo. Tenías el teléfono apagado.

Valentina lo tomó del abrazo y se alejaron unos metros más de la entrada de la comisaría, en parte para no molestar a los que entraban o salían, en parte para disponer de más privacidad.

—Ayer Delgado descubrió lo del operativo. Secuestró a Irina y luego a mi hermano.

Sanjuán abrió los ojos, sorprendido.

—¿A Freddy?

—Sí. Y eso no es todo. Intentó matarlos, Javier. Los ató a un pozo lleno de agua y estuvo jugando conmigo para que llegase justo a tiempo de verlos morir ahogados. Los tenía ocultos en unos túneles que conectan el faro de Mera con su casa, un laberinto digno de una novela de Dumas. —Valentina esbozó una sonrisa tragicómica—. Como ves, estuve muy ocupada, Javier. El teléfono acabó bastante pasado por agua…

Sanjuán sintió un escalofrío al ver la expresión de la joven, que volvió a revivir con pánico aquellos momentos tan dramáticos que la perseguían una y otra vez. Pero también el criminólogo se estremeció por la mirada directa de los ojos de Valentina, como si ella le reclamara, de algún modo, que participara en ese dolor y tuviera que hacer algo al respecto.

Valentina le narró con intensidad lo ocurrido durante la madrugada en los túneles de la mansión de Mendiluce. Cuando llegó al asesinato de Delgado, Sanjuán la interrumpió.

—¿Con un arpón de pesca y por la espalda? —Sanjuán asintió, meditabundo—. Eso es una venganza, sin duda. Y encaja perfectamente con la motivación dramática expresada en sus cuadros. En su delirio homicida quiere ser un artista cada vez que mata… No hace falta mucha imaginación para ver aquí una representación de la obsesión de Achab con su odiada Moby Dick… un demonio al que el viejo marino quiere enviar al infierno, porque ella destruyó su vida…

—Sí. Pero al hacerlo salvó la vida de mi hermano y también la de Irina. Y le estaré eternamente agradecida. Qué horror, ¿verdad? Estar agradecida a un asesino… pero no puedo evitarlo, Javier. No puedo. —Valentina puso su mano en el brazo de Sanjuán y este sintió más que nunca que ella lo necesitaba en esos momentos. Una incómoda y sutil punzada de culpa se instaló en su pecho.

Mientras le contaba todo lo sucedido después, la llegada de Velasco y Bodelón y cómo su hermano había estado a punto de morir, Sanjuán observó las ojeras y la cara pálida de Valentina. Estaba destrozada. No, no era aquel el momento de decirle que se iba. No tenía valor para hacerlo. En realidad, lo único que le apetecía hacer en aquel instante era abrazarla con fuerza y consolarla. Pero no lo hizo. Mentalmente tomó nota de que anularía su pasaje de avión. En ese momento no podía marcharse.

—Pero subamos —dijo Valentina—. Tenemos que mirar el cuadro de Salomé. Vas a alucinar cuando veas lo que hay debajo de la pintura… —Sonó el teléfono y Valentina lo sacó del bolsillo del pantalón del uniforme, y se lo enseñó a Sanjuán—. Fíjate. El iPhone se cayó al agua… con toda la agenda. Un desastre… —Valentina contestó a la llamada.

—Inspectora Negro. Ah, hola, Velasco. Dime. Fantástico. ¿Ya habéis visto las fotos? Bien. ¿Cuánto tardaréis? Estaremos en el laboratorio, con la técnico de rayos, en lo del cuadro. Perfecto. —Se volvió a Sanjuán de nuevo—. Dice Velasco que las fotos son increíbles. Les va a caer el pelo a todos cuando salgan a la luz. Lúa hizo un trabajo de primera. Por cierto, mañana por la mañana tenemos una reunión del operativo para poner todo en claro y sacar conclusiones. Vendrás, ¿no? Estás invitado…

Sanjuán asintió. Se sentía un poco perdido. Sabía que tenía que volver a casa, tenía que volver a casa. Pero se daba cuenta de que aquel no era el momento adecuado. Sonrió de una forma algo forzada.

—Pues claro que iré, Valentina…

—Una cosa importante, Sanjuán. En el operativo de ayer, el de Mendiluce, una de las chicas desveló que Lidia Naveira iba a las fiestas, aunque no participase de manera activa en ellas. Estaba al lado de Pedro, que parecía adorarla durante el tiempo que estaba presente…

Sanjuán hizo un gesto de asentimiento.

—Te lo dije, Valentina. Lo sabía. Está claro: el Artista no mata porque sí. Siempre tiene una justificación en su mente retorcida.

—Por cierto… ¿Qué tal con Morgado? ¿Te aclaró alguna cosa?

—En realidad, me aclaró varias cosas importantes, Valentina…

* * *

Marta Torres los recibió con una sonrisa. No estaba acostumbrada a que su trabajo generase tanta expectación. Para acompañar esa memorable ocasión, se había puesto un elegante vestido largo, aunque disimulaba su formalidad con pendientes llamativos y zapatos planos. Tenía todo preparado para que pudiesen ver con todo detalle el pentimento que escondía bajo el óleo aquel cuadro tan enigmático. Cuando entraron todos en el laboratorio y se sentaron en las sillas que había preparado para la ocasión, apagó la luz y encendió la del proyector, que iluminó con su tono blanquecino las caras de los asistentes.

Marta manipuló un par de aparatos y la radiografía apareció ante los ojos de los policías. Sanjuán reconoció al momento el cuadro de Jacques-Louis David. De hecho, lo había visto en el Museo de Bellas Artes en un viaje que había realizado a un congreso en Bruselas hacía ya bastantes años. El dibujo era nítido, y la copia, casi perfecta. Las facciones de Mendiluce sustituían de forma exacta la cara inexpresiva de Marat. El puro encendido parecía una broma macabra muy del gusto del Artista, referida sin duda alguna a la costumbre de Mendiluce de estar siempre con un Montecristo en la mano. Sanjuán reflexionó: el nombre del pintor… David. David García del Valle. Aquello no podía ser una mera coincidencia. Había escogido aquel cuadro por dos razones: el nombre del autor y el destino ominoso del protagonista… apuñalado en la bañera por Charlotte Corday. La voz agradable y bien timbrada de Marta Torres lo sacó de su ensimismamiento.

—Es un cuadro icónico, muy famoso. En su momento representó el paso del neoclasicismo a la modernidad. Todos ustedes conocen la figura de Jean-Paul Marat, uno de los líderes de la Revolución francesa, y responsable de guillotinar a todos los que no creían en los postulados más radicales. Pues bien, el pintor Jacques-Louis David era muy amigo de Marat, el cual solía escribir los nombres de los futuros ajusticiados en la guillotina metido en la bañera para aliviar su alergia al gluten, o eso se cree… Y está claro que el Artista pintó el cuadro de Salomé por encima del de Marat a propósito. No es un arrepentimiento: los pentimenti suelen estar inacabados. Y en este caso, el cuadro de Marat está terminado hasta el más mínimo detalle, o eso parece a la vista de la radiografía. Fíjense en el papel que lleva en la mano: en el cuadro original la nota era una carta de su asesina, Charlotte Corday. En este hay anotados los nombres de tres víctimas femeninas: Patricia Janz, Lidia Naveira y Sue Crompton. Es curioso, porque en el cuadro de David la nota acusa a Corday inequívocamente de su asesinato, no como aquí. En cuanto a la inscripción del cajón de madera, no hay duda alguna —prosiguió la analista—. Pone «A Mendiluce. De David», imitando el original en el que ponía «A Marat, de David». Yo afirmaría sin dudar que ambas pinturas, la de Salomé y la de Marat, son obra de la misma mano. El estilo es el mismo. Los materiales. Y también afirmaría que ambas son bastante recientes.

Valentina se mantenía despierta a duras penas. Sabía que aquello era muy importante: al fin estaban estrechando el círculo. Todos estaban muy nerviosos, excitados, los nervios a flor de piel. Después de lo que les había contado Concha Fraga, todos los datos apuntaban a que el Artista era el hijo de Pedro Mendiluce. David, el mismo nombre que el pintor revolucionario. No podía ser casualidad. Un hijo repudiado y despreciado que clamaba venganza. Necesitaba comer algo y dormir. Y necesitaba sobre todo sacar del hospital a su padre y llevarlo a casa. Llevaba todo el día allí metido. Freddy estaba ya fuera de peligro, y no quería que pasase la noche en la incomodidad de aquella habitación.

Cuando vio entrar a Velasco y a Bodelón con la cámara en la mano y un gesto de victoria, esbozó una ligera sonrisa. En cuanto viese las fotografías, se iría inmediatamente a recoger a su padre y luego se metería en la cama para dormir diez horas seguidas. El lunes iba a ser un día muy duro.

* * *

Irina salió de su cama con sigilo y vio por el pasillo a Valentina con su padre. Sin duda se iban para casa ya. Eran las diez de la noche. La inspectora había pasado a verla un rato antes para cerciorarse de que seguía bien. Nunca había simpatizado con la hermana de Freddy, pero todo había cambiado. Esperó hasta que cogieron el ascensor y se puso una bata de Valentina que le había llevado el padre de Freddy. Luego se escabulló hasta la habitación.

Freddy estaba incorporado en las almohadas, la piel blanca y fina del rostro, pálida como la de un romántico, se confundía con el color de la sábana. Aún tenía el semblante descompuesto. Iba a ponerse los cascos para escuchar música cuando vio a su novia, que le hacía gestos desde la puerta. Le habían dicho que no se levantase, solo para ir al baño. Pero él se sentía mucho mejor, ya recuperado. Se levantó con rapidez, asegurándose de que la enfermera no los veía.

—Vamos a la escalera de incendios. Allí no nos verá nadie, estaremos solos. —Irina lo agarró del brazo y tiró de él hacia la salida de emergencia que estaba al fondo, al lado de la sala de espera. En cuanto se cerró la puerta, lo besó con pasión.

Freddy la agarró por la cintura y respondió al beso con toda su alma.

Irina le acarició la mejilla con ternura. Luego susurró.

—Perdóname, Freddy. Por mi culpa casi te matan. Soy una maldición para ti. Tienes que odiarme a muerte… Perdona, por favor.

—Irina, no es tu culpa. —Volvió a besarla con ternura adolescente—. ¡No, amor, cállate! Perdóname tú a mí. He sido tan injusto contigo… Nunca me lo perdonaré. No sabía lo que pasaba hasta ahora… —Freddy la sentó en las escaleras con cariño y luego se acomodó a su lado. La apretó contra su pecho y le acarició el cabello.

—Nunca nos separaremos, Irina. Nunca. Lo juro.

Volvió a besarla, acariciando sus labios con absoluta entrega.

En su apasionamiento no vieron que la puerta se abría con sigilo. La enfermera esbozó una sonrisa cuando los vio semidesnudos y abrazados, apoyados contra la pared, unidos en un abrazo interminable.

Luego cerró la puerta con cuidado.

«Todos hemos sido jóvenes alguna vez», se dijo mientras se alejaba sonriendo.