[capítulo 64]: Ecos del pasado

Domingo, 20 de junio

Valentina reprimió a duras penas un escalofrío. La manta térmica que la abrigaba no conseguía calmar la sensación insoportable de frío helador que la acompañaba desde que había bajado a aquellos horribles subterráneos. Sentado a su lado en el asiento trasero de un coche patrulla, un Velasco totalmente empapado bromeaba para intentar relajar un poco a la inspectora, que se encontraba todavía bajo los efectos del brutal esfuerzo realizado y la enorme tensión de lo acontecido durante la interminable noche.

—¿Quién me deja un móvil? —Valentina intentó no castañetear demasiado los dientes al hablar—. El mío murió en el pozo. Está totalmente inservible por culpa del agua. —Esbozó una sonrisa triste—. Joder, era un iPhone… Tengo que llamar a mi padre cuanto antes. Estará muy preocupado, el pobre. Sin noticias de sus hijos durante toda la noche…

Garcés se volvió un segundo hacia ella y sonrió. Iba conduciendo.

—Inspectora, ahora mismo le dejo el mío. Lo llevo en el bolsillo. —Se llevó la mano al bolsillo de la cazadora y lo cogió—. Bodelón, ¿puedes dárselo tú? Sin tocar, ¿eh? Que luego te vicias…

Mientras Valentina hablaba con su padre y le contaba de una forma un tanto peculiar y en voz baja todo lo que había pasado para no asustarlo demasiado, Velasco la observaba con cara de admiración. No cabía duda de que la inspectora Negro tenía un par. Ya se lo habían avisado cuando llegó a su equipo: aquella mujer era de otra pasta. En Coruña toda la policía sabía que cuando estuvo destinada en Vigo había capturado a un violador en serie poniendo en riesgo su vida, y viéndola actuar, Velasco estaba seguro de que el violador tuvo que pasarlo bastante mal.

Valentina había querido ir con su hermano y la chica rusa en la ambulancia, pero Freddy parecía estar recuperándose muy bien, estaba orientado y consciente, y habían conseguido convencerla para que fuese con ellos al hospital detrás de la ambulancia.

Valentina le devolvió el teléfono a Bodelón.

—¿Os importaría parar un momento en mi casa? Es en el paseo de los Puentes. Voy a cambiarme de ropa y a llevar a mi padre al hospital. Tenemos un coche adaptado… Así podré darme una ducha caliente. No quiero pillar una pulmonía justo ahora…

La inspectora tenía que hacer un gran esfuerzo para coordinar sus ideas y sus acciones. El asesinato de Delgado delante de sus narices se repetía delante de sus ojos una y otra vez. Alguien había actuado como una especie de ángel salvador al matarlo, propiciando que ella pudiese llegar a tiempo al pozo para liberar a Freddy y a Irina. Pero… ¿quién? Hubiera apostado a que era alguien que conocía a Sebastián Delgado y lo odiaba. Matar con un arpón era una decisión que revelaba la existencia de un asunto personal. También concluyó que era alguien que conocía aquellos túneles lo suficiente como para hacerle señales luminosas, porque Valentina estaba convencida de que había sido aquel desconocido el que la había guiado, para luego surgir de la oscuridad y arponearlo por la espalda sin más contemplaciones.

Miró a Velasco, que empezaba a tiritar a pesar de estar envuelto en una manta térmica, y percibió que un enorme sentimiento de gratitud trababa su voz.

—Gracias, chicos. Nunca podré agradecéroslo lo suficiente. ¿Cómo conseguisteis llegar hasta las mazmorras a través del subterráneo con tanta rapidez?

Velasco sonrió.

—No nos lo puso muy fácil. La seguimos hasta el faro como pudimos, porque hay que reconocer que condujo como una verdadera kamikaze. Vimos la puerta abierta y entramos detrás de usted. Seguimos por los túneles: cuando estudiamos en profundidad el legajo que tenía Lúa Castro en su apartamento, descubrimos que había husmeado en la casa de Pedro Mendiluce. Esa chica tiene muchas agallas, pero poco cerebro. Tenía unos planos antiguos de la mansión en los que pudimos ver parte de los subterráneos.

—Lúa Castro se metió hasta la cocina, por así decirlo, inspectora, —intervino Bodelón—. Anduvo revolviendo por toda la casa, sacó fotos del despacho y hasta de la agenda del propio Mendiluce y luego encontró, nadie sabe cómo, una salida hasta los túneles. Es una anguila esa chica. Se mete en problemas casi sin parpadear. Tuvo que salir nadando desde la salida del túnel hasta una cala próxima…

—Así que hay varias salidas y entradas y dan a la casa de Pedro Mendiluce… —Valentina pensó al momento en el asesino misterioso.

—Sí. Por lo que parece, esos túneles están ahí desde hace más de cien años. Dicen que los utilizaron los nazis para esconderse y huir a Argentina después de la guerra. Pero se suponía que tenían que estar tapiados y cegados hace mucho tiempo. Creemos que Mendiluce se ha encargado de volver a ponerlos en funcionamiento para alguno de sus chanchullos.

Velasco continuó, emocionándose.

—Escuchamos los gritos. Luego la vimos en el pozo, con los dos chicos… pero fue Bodelón el que tuvo la brillante idea de cerrar la llave de paso que estaba dentro de una de aquellas celdas tan siniestras.

Bodelón miró para atrás desde su asiento, en su cara amable una gran sonrisa.

—Fuimos providenciales, inspectora. No puede negarlo. Los dos esperamos un ascenso fulgurante. Yo llevo ya muchos años sin un aumento de sueldo…

Valentina suspiró. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Cada rato le sobrepasaba el recuerdo de la angustia que había experimentado cuando su hermano estuvo a punto de perder la vida. Intentó disimular su emoción: gracias a los dos policías, había conseguido sacar de allí vivos a Irina y a su hermano. Y gracias también a aquel desconocido que la había ayudado ejecutando sin piedad a Delgado delante de sus narices. Intentó sentir pena por aquel sicario, pero no fue capaz. Se sentía secretamente complacida de haberlo visto morir de una forma tan cruel delante de ella, aunque eso a sus ojos no fuese demasiado loable ni la convirtiera en una buena policía, y lo que era peor, ni siquiera contribuía a hacerla buena persona.

Sabía que pronto tendría que pasar por una investigación de asuntos internos. Había abandonado el operativo en cuanto recibió la llamada de Delgado… Y podían pensar que ella misma había matado a aquel hijo de puta, aunque sin duda la científica pronto daría validez a su versión del asunto.

—Inspectora. Ya hemos llegado a su calle. ¿A qué altura es?

* * *

Enrique Negro esperaba a su hija en la puerta, nervioso. Hasta que lo llamó por teléfono, había pasado una noche de perros. Creyó escuchar la puerta sobre las cinco de la madrugada, pero cuando se levantó vio que la habitación de Freddy estaba vacía. Había estado llamándolo, lleno de inquietud: el teléfono apagado o fuera de cobertura. Irina, lo mismo. Sabía que Valentina estaba en el trabajo, en unas escuchas o algo parecido. Su hija nunca le decía exactamente lo que iba a hacer. Y él tampoco quería oírlo. Pero cuando le dijo que iba a buscarlo porque Freddy e Irina estaban en el hospital, pensó lo peor. Por mucho que Valentina le hubiese jurado y perjurado que los dos estaban bien, que solo iban a estar en observación, a Negro le inundó la cabeza la peor de sus pesadillas. Pensó al momento en aquella tendencia natural que parecía tener su familia para rondar las tragedias más espantosas. Cuando vio a Valentina tiritando en la puerta, despeinada, descompuesta, con la ropa mojada, la manta alrededor de los hombros y uno de sus compañeros de la policía justo detrás, sintió cómo el corazón le estallaba en el pecho.

* * *

El médico tranquilizó a Valentina y a su padre.

—Freddy está progresando muy bien. Pero vamos a tenerlo en observación un par de días. Además, hay que hacerle algunas pruebas más: cerebrales, pulmonares, cardíacas… Nunca se sabe. Este tipo de accidentes son muy traicioneros. —La cara de angustia de Enrique Negro hizo que el doctor Pedro Marañón suavizase algo el tono—. Pero no se preocupen: la cosa va muy bien. En cuanto a la chica, probablemente le demos el alta dentro de poco tiempo. Sufre una severa hipotermia, pero no es grave.

Valentina respiró, aliviada. Su mano atenazó el hombro de su padre, que la cogió con cariño y la besó.

—¿Podemos pasar a verlo?

—Por supuesto. Los llevo hasta la habitación.

Valentina miró un momento a su padre.

—Vete tú. Yo tengo que hacer un recado importante. En un rato volveré. ¿Ok?

* * *

Lúa estaba harta de estar metida en aquella habitación de hospital. Se encontraba llena de energía, recuperada y fuerte, y con ganas de ir a trabajar y escribir aquel artículo que iba a llevarla directamente a un aumento de sueldo. O a algún otro periódico importante, fuera de la ciudad, como fichaje estrella. Los médicos le habían dicho que su padre estaba fuera de peligro, así que estaba muy, muy contenta. En realidad, tenía que reconocer que le debía la vida a la inspectora Negro. Cada vez que se acordaba del trance por el que había pasado se le ponía el cabello completamente erizado. Aquellos hijos de puta…

No le sorprendió ver entrar a una palidísima Valentina Negro en la habitación. De hecho, lo que le sorprendía era que no hubiese ido horas antes a verla. Se incorporó en la cama, ajustándose el exiguo camisón hospitalario. Valentina se acercó y miró hacia la otra cama, ocupada por una anciana de cabello gris, que dormía plácidamente, ajena a todo. Valentina corrió la cortina para tener un poco de intimidad y se sentó en la silla que había al lado de la cama.

Sonrió con aspecto amigable.

—¿Cómo estás. Lúa?

—Mucho mejor, inspectora. —Lúa la miró fijamente con sus grandes ojos líquidos. Observó las profundas ojeras que surcaban los ojos de la inspectora. Valentina se dio cuenta de que la mirada traslucía agradecimiento y admiración a partes iguales—. Gracias. Me has salvado la vida. Aquel psicópata iba a torturarme ya matarme. Yo…

Valentina le cortó de raíz. Aquellas manifestaciones le producían mucha turbación.

—Olvídalo, Lúa; hice lo que tenía que hacer. Tu padre fue el que arriesgó su vida por ti, agradéceselo a él.

—Inspectora… —Lúa miró hacia los lados, abrió la cortina para cerciorarse de que no había nadie en la habitación, ningún familiar de su vecina—. Antes de nada. Necesito un gran favor.

—Dime. Haré lo que pueda.

Lúa bajó la voz y adoptó un tono misterioso.

—Lo he visto. He visto el yacimiento. Está debajo de la obra del aparcamiento subterráneo, en Ártabra. Entré por la noche y me cazaron los dos vigilantes. Uxío y Óscar, pude escuchar sus nombres. He sacado fotos, inspectora. No sé cómo han salido, pero tengo las fotos. Escondí la tarjeta de memoria en el baño de la casa en donde me tenían retenida. En concreto, en la parte de atrás del lavabo.

Valentina movió la cabeza, asombrada por el arrojo de la reportera.

—Lúa, has corrido un gran peligro. ¿No tienes más cabeza? Podían haberte matado… Pero desde luego, eso que dices son grandes noticias. —Valentina comprendió de inmediato que estaba estrechando el cerco al imperio de Mendiluce, y no podía evitar sentir de nuevo que la tensión volvía a sus músculos, aunque se encontrara en ese estado de agotamiento.

—Es importante que encuentre esas fotos, inspectora. Ahí abajo hay algo muy gordo, incluso un enterramiento.

—De acuerdo, Lúa. Avisaré a alguien para que la busque ahora mismo. Pero tienes que darte cuenta de que ahora mismo esta tarjeta de memoria es una prueba muy importante. No solo contra la gente que te secuestró, sino contra estamentos mucho más altos… Si esto prospera, vas a armar una buena. —Valentina sonrió—. Entiendo que es el pasaporte para tu éxito, Lúa, y creo que te lo mereces. —Le cogió una mano en señal de aprobación y cariño—. Arriesgaste mucho para conseguir esas fotos.

—Inspectora. No soy tan trepa como usted cree. —La periodista le devolvió la sonrisa—. Es cierto que las fotografías son muy importantes para mí. Pero casi matan a mi padre por culpa de esas fotos. Quiero que todos los implicados en esto lo tengan crudo. Eso es lo que quiero. —Su voz se hizo inusitadamente dura—. Que acaben todos en la cárcel. Desde el primero hasta el último. Desde el cabrón de Mendiluce hasta el otro guardia de seguridad que me tocó los huevos.

Valentina asintió. La Lúa que tenía delante de sus ojos era una persona mucho más compleja que la imagen frívola que se había formado de ella cuando la conoció junto a Anido. Valentina se dijo a sí misma que no era una buena idea dejarse llevar por las primeras impresiones, que la gente merecía una segunda oportunidad. Al verla tan receptiva, consideró llegado el momento de hacerle varias preguntas.

—Lúa. Estuvimos en tu casa. Vimos toda tu investigación sobre el yacimiento. Nos la llevamos a Lonzas para estudiarla para ver si podíamos sacar algo en claro.

Lúa se encogió de hombros.

—Me lo imagino. No importa.

—Te lo digo porque han ocurrido cosas… bien. Descubrimos que estuviste en los túneles que hay bajo la casa de Pedro Mendiluce. ¿Viste a alguien?

—No, no había nadie. Me costó mucho salir de allí, encontré un camino que daba justo hacia el mar, en los acantilados. Imagino que si hubiese sido invierno, o con temporal, me hubiese resultado imposible alcanzar la playa nadando.

—Otra cosa… ¿Cuántos hombres pudiste ver durante tu secuestro?

Lúa recapacitó.

—Los dos guardias de la obra de Ártabra, Óscar y Uxío… ha muerto, ¿verdad? —Valentina asintió—. Cuando me liberasteis mi padre le pegó un tiro, qué bruto es… Luego estaba también el hombre de acento raro, el que quería violarme y torturarme. Parecía ruso, o rumano, no sé. Y luego hubo otro más. A ese no pude verle la cara.

—¿Cómo era la voz? ¿Pudiste detectar algún acento, alguna característica…?

La periodista se pasó la mano por la cara, sintiendo una ligera punzada de pánico. No le hacía demasiada gracia recrear aquellos instantes, pero menos todavía que aquella gente quedara impune.

—Creo que era de aquí, tenía acento gallego. Del sur. No sé, no podría decir… una voz grave, chulesca. No pude verlo, inspectora, me taparon los ojos con una venda. Recuerdo que fumaba tabaco negro… Un momento… —Sus ojos se avivaron—. ¡Sí, ahora lo recuerdo! Era olor a Ducados, seguro. Mi padre lo fumó durante muchos años. Reconozco el aroma de esa marca.

Valentina asintió, pensativa. Ducados. ¿Sebastián Delgado? ¡Cómo no! Se preguntó cómo era posible que su ciudad natal fuera el escenario ideal de todos los tejemanejes y corruptelas de un tipo tan despreciable como Mendiluce y un delincuente sin escrúpulos como Delgado. ¿Qué le había sucedido a la clase política de Galicia? Pero al fin ella era policía, pensó, y lo suyo era detener a los criminales. Otros tendrían que encargarse de elevar el sentido cívico de los políticos. Su mayor prioridad en ese momento era encontrar las pruebas pertinentes.

—Está bien, Lúa. Voy a pedir ahora mismo que busquen la tarjeta de memoria, si no la han encontrado ya.

—Gracias, inspectora. Por favor, avíseme cuando la tenga, me sentiré mucho más tranquila.

—Gracias a ti, Lúa. Creo que has destapado algo muy gordo. Has sido muy valiente.

Lúa apreció el cumplido. Torció la cabeza, esbozando una sonrisa.

—A veces creo que estoy un poco loca, inspectora Negro. No me vendría mal un poco de cordura.

La cortina de la cama se apartó con timidez y la cara de Jordi apareció de repente, y tras él, un ramo enorme de flores que parecía haberle costado medio mes de sueldo. Lúa enrojeció como una colegiala de quince años. Valentina comprendió que aquel era el momento de dejarla tranquila. Le esperaban unos días bastante duros, y la presencia de Jordi quizá era algo más que una mera visita de un colega de trabajo.

* * *

Conchita Fraga cortaba cebollas para pochar delante de la vieja televisión Sony Trinitron y se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano. Regentaba una vieja pensión en la calle Riego de Agua desde hacía muchos años. Los domingos, tortilla y callos, que hacía ella con sus propias manos con la receta que había heredado de su abuela. La crisis no estaba afectando demasiado a su negocio: siempre había clientes fieles que acudían a la pensión Avenida atraídos por sus buenos precios y su trato amable y casero. A sus pies, Cuqui, el yorkshire terrier, dormitaba sobre una manta, una zapatilla robada de Conchita cerca de su hocico.

Conchita, una señora gruesa, de pelo ensortijado y facciones agradables, se limpió la mano en el mandil de cuadros y cogió el mando de la televisión para cambiar de canal. Con todo aquel jaleo del TDT no se entendía demasiado bien, pero se había hartado de ver la enésima repetición del anuncio de la teletienda.

«A ver si dan el tiempo en alguna cadena. Si hace buena tarde, me daré un paseo hasta la playa con Cuqui». Conchita apretó el botón hasta que llegó a una emisora local que estaba ofreciendo las noticias de la una de la tarde. Siguió cortando cebollas y miró hacia las patatas, que tenía sumergidas en un bol lleno de agua. Aún le quedaba un buen rato de trabajo cortando verduras.

Subió la voz cuando empezaron a hablar del asesinato de la chica aquella tan guapa, Lidia Naveira. A Conchita aquel crimen la había conmocionado. No se perdía absolutamente ninguna de las noticias dedicadas a la muerte de la joven: parecía mentira que en una ciudad tan tranquila hubiese alguien capaz de hacer algo así. Una niña en la flor de la vida.

Cuando vio la imagen ampliada del retrato robot del asesino de Londres apodado el Artista, dejó el cuchillo sobre la tabla de cortar y prestó toda su atención al locutor. Rodeó, hipnotizada, la mesa camilla y se acercó a la pantalla. Buscó las gafas que llevaba colgadas del cuello por un cordón rojo. Se las puso.

«No puede ser». Conchita negó con la cabeza, los ojos entrecerrados, la nariz cerca de la pantalla parpadeante. «No puede ser el niño. Pero… tiene que ser. ¡Dios mío! Es igual que su madre. Y los mismos ojos que el padre. La boca, la barbilla… ¿Qué edad tendría ahora el chico? A lo mejor, sí, veintiocho, veintinueve años…».

Cogió un bolígrafo bic azul y apuntó a toda prisa el teléfono que permanecía fijo en la pantalla, fijo como los ojos del retrato que la taladraban desde la tumba, veinte años después…

* * *

Iturriaga le dio un Nokia algo antiguo a la inspectora con el ceño fruncido.

—Mañana te conseguiré algo mejor, pero por ahora esto te valdrá para estar conectada… —La miró con resignación, aquella chica era imposible—. Valentina, te hablo en serio. Vete ahora mismo a casa a descansar. No te quiero aquí. No has dormido en toda la noche. En el estado en el que estás, no me vales para nada. Mañana a primera hora haremos una reunión del operativo, avisa a tu amigo Sanjuán. A las nueve y media, por ejemplo. Es una orden. ¿Entendido? Después de todo lo que ha pasado, lo mínimo que necesitas es comer algo y meterte en la cama. No quiero superhéroes en Lonzas, inspectora. Mírate la cara en el espejo. ¡Si no te tienes en pie!

Valentina cogió la caja del móvil con una mueca.

—De acuerdo, inspector. Me voy a dormir. Es verdad, no puedo más. Estoy hecha polvo. —Levantó los brazos en señal de rendición—. ¿Ya han encontrado la tarjeta de memoria de Lúa? Por favor, si hay alguna novedad, avíseme. Dormiré un par de horas y luego ya…

Iturriaga dejó de tutearla y adoptó un semblante grave.

—Inspectora, le he dicho que es una orden. ¿Entendido? No creo que sea tan difícil de entender.

* * *

Isabel cogió un par de tallarines con los palillos chinos del recipiente de plástico mientras veía de nuevo la cinta n.º 5 del entierro de Lidia. Había cientos de personas. ¿Cómo esperaban que fuese a detectar a alguien que se pareciese al retrato robot del Artista? Encima paparse todo aquello en domingo, con el buen día que estaba quedando. Sanjuán afirmaba que en un gran número de casos, los asesinos solían acudir a ese tipo de eventos para disfrutar todavía más de su hazaña, absorbiendo el dolor de los familiares con evidente placer. Así que allí estaba, apuntando el nombre de cualquier posible sospechoso que saliese en las fotos o en los vídeos tomados aquel día.

A su lado Garcés anotaba todas las llamadas de gente que aseguraba conocer al hombre del retrato que salía en la prensa. Ya tenían más de cien, y a su juicio, ninguna que pudiera ser medianamente creíble. Desde que lo habían visto en la caja de Mercadona comprando hasta que era un hombre que paseaba a sus perros por El Portiño de forma habitual. Por no hablar de los correos… muchos eran tan abiertamente falsos que rozaban lo cómico.

—¿Quedan tallarines, Isabel?

—Toma, o me los comeré todos. Tampoco es cuestión de ponerse una como una vaca. Joder, que ganas tengo de salir. Ir a tomar el sol, algo de vida, coño. Estoy más gris que el papel reciclado.

Sonó el teléfono una vez más.

Garcés lo señaló, con la boca llena de tallarines.

—¿Puedes cogerlo, Isa? Por favor…

Isabel contestó a regañadientes. Era una señora que decía llamarse Concha Fraga. Al cabo de medio minuto, los gestos de la policía alertaron a Garcés, que dejó el plástico con los tallarines encima de un folio en blanco. Esperó a que colgase, con expectación.

Isabel se incorporó, dispuesta a salir a toda velocidad. Su instinto de policía le había dado una buena sacudida. La mujer con la que acababa de hablar parecía saber muy bien lo que decía.

—Vámonos a ver a esta señora. Dice que conoce al hombre del retrato robot. Dice también que hace muchos años que no lo ve, desde que era niño. Pero que es él, sin duda.

—¿Él? ¿Quién es él?

—Esta señora está segura de que el hombre es un tal David. David García del Valle. ¿Qué te parece?

* * *

Marta Torres colgó la radiografía del cuadro en la pantalla para observarla con atención. El laboratorio había pasado mucho tiempo cogiendo muestras de aquel óleo para analizarlo de arriba abajo, sin dejar un resquicio. Tipo de pintura, restos de ADN, huellas dactilares, todo. Ahora le tocaba a ella, la «experta» en reflectografía y radiografía de obras de arte. Y la verdad, estaba disfrutando con aquel encargo. Había ido desde Oviedo especialmente para aquel trabajo y estaba gozándolo por completo. Era domingo, no tenía por qué estar ahí, pero Iturriaga le había pedido que se diera toda la prisa que pudiera. Y Marta aceptaba con resignación que muchos de sus fines de semana fueran de todo menos excitantes. Su sobrepeso y su extraordinaria timidez no le facilitaban las cosas, y todavía menos su fama de rata de biblioteca, aunque su mirada era dulce y se consideraba una amiga leal. Así que, sin nada mejor que hacer, no dudó en dedicarse a su única pasión que, según pensaba ella muchas veces, coincidía felizmente con la profesión que había elegido.

Le había fascinado el estilo de aquel retrato de Salomé. Era macabro, expresivo, exquisito. La pincelada fina, la técnica perfecta. Hasta el último detalle evocaba la pintura prerrafaelita con sutil delicadeza, pero con un toque perverso, expresionista, que ofrecía al que lo mirase un retazo de la mente oscura y reptiliana de la princesa. Marta se había enamorado de aquel cuadro, aunque como policía estaba informada de que el pintor era un asesino desalmado que había matado ya a cinco personas, que ellos supieran. El talento y la maldad en aquel caso iban de la mano, y eso era algo para lo que debía estar preparada.

Sin embargo, era difícil estar preparada para lo que se pudo descubrir tras la digitalización de las placas radiográficas: Lo que allí podía verse tenía todo el aspecto de ser un pentimento en toda regla, un arrepentimiento del Artista, que luego, para ahorrar lienzo, pintó por encima de algo más antiguo. Debajo del retrato de Salomé había algo nuevo, otro retrato. El retrato de un hombre. Una especie de caricatura siniestra de La Muerte de Marat, solo que menos formal que el cuadro de David, más sangrienta y menos plácida. Y la cabeza de Marat no llevaba un pañuelo en la cabeza, sino el cabello caído sobre la frente. Y en su mano tampoco había una pluma, sino un puro habano.

La inscripción del banco de madera no dejaba lugar a dudas: aquel hombre no era Marat.

«A Mendiluce. De David».

Marta sacudió la cabeza con estupefacción. El cuadro era un retrato de Pedro Mendiluce.

* * *

Javier Sanjuán miraba las olas del mar mientras se fumaba melancólicamente un cigarrillo. Había llamado a Valentina, pero su teléfono daba todo el rato comunicando o fuera de cobertura. Estarla durmiendo, claro. La noche anterior tenía el dispositivo de seguimiento de la fiesta en el chalet de Mendiluce.

Había reservado un vuelo para el martes. No había vuelta atrás. Tenía que volver a casa. Estaba cansado de dormir en un hotel, quería volver a dormir en su cama. Ir a Jávea a tomar el sol. Recoger a su gata, que había dejado en la casa de campo de unos amigos. Aprovechar el tiempo antes de volver a las clases. Disfrutar un poco de la vida, lejos de tanta sangre y tanta enfermiza intensidad.

Su móvil sonó, pero no reconoció el número. Era Valentina Negro. ¿Cómo decirle que se iba el martes a primera hora? Pero no tuvo oportunidad de hacerlo. La voz de Valentina, apresurada, urgente, no le permitió siquiera pensar en la manera de empezar a despedirse.

—Javier. Tienes que venir ahora mismo. Marta, la técnica de rayos, ha descubierto algo muy importante en el cuadro de Salomé. Y por cierto, agárrate fuerte: una mujer ha reconocido el retrato robot y parece ser que hay que dar bastante crédito a sus palabras. Es increíble. Tenías toda la razón, Sanjuán. El asesino de Londres ha crecido aquí. Ah, otra cosa… ya te contaré, pero prepárate.

Valentina hizo una pausa:

—Sebastián Delgado ha muerto. Lo han asesinado.

Sanjuán colgó, estupefacto. En cinco minutos se puso los zapatos y salió en busca de un taxi para la comisaría de Lonzas. Quizá tendría que quedarse unos días más.