[capítulo 63]: El hijo del diablo

«La bestia a la puerta brama estremecida,

en sus ojos queda la noche otoñal

y lejana, aquella noche de mi vida,

con sus dos caminos. ¡Y seguí el del mal!».

Rosa de Pecado. Clav. XXI. Ramón María Del Valle-Inclán

Domingo, 20 de junio

—¿Reconoces esa dulce voz, inspectora? Seguro que sí. Es tu hermano, que ha venido a hacerle compañía a la zorrita de su novia. Lo que no sabe es que Irina acababa de follarse a dos tíos por lo menos. ¿Verdad, Irina? —Miró a la joven con sorna—. Vaya. No puede contestar. Está amordazada. Si no, nos daría detalles muy sabrosos de lo bien que pasó la noche. —Delgado estaba disfrutando, de eso no cabía duda. Valentina le había jodido la vida, pero él se encargaría de hacérselo pagar de un modo atroz.

Valentina asistió anonadada a aquel despliegue de maldad. La voz de Delgado penetraba en su oído como un fino estilete, depositando la redoma de veneno gota a gota hasta las heces. Intentó tranquilizarse. Su hermano estaba en serio peligro en manos de aquel loco, y su vida y la de Irina dependían desde aquel momento de lo que ella pudiese hacer o decir.

—¿Qué es lo que quieres, Delgado?

Después de un silencio en el que solo se escuchaba la respiración fuerte del hombre a través del auricular, Delgado siseó con un deje de cinismo en la voz.

—Un poco de paciencia, inspectora. Dentro de un rato volveré a llamarla. Para ese momento, quiero que esté en el faro de Mera en media hora. Ya sabe. El faro que está cerca de la casa de Mendiluce. Escúcheme con atención: la quiero totalmente sola. Si veo más movimiento del debido, los mato de un tiro. A los dos. ¿Entendido? Perfecto. Veo que sí. Luego haremos un pequeño intercambio. Usted se queda en mis manos, y ellos quedan libres. ¿De acuerdo? Y aviso, inspectora. La quiero a usted sola. Nada de trucos.

Delgado colgó de repente. Valentina miró su móvil con ojos de desesperación. No podía perder más tiempo. Palpó el bolsillo de su pantalón y comprobó que allí estaba la llave de su moto. Corrió hacia la carretera, hacia el descampado en donde habían dejado los coches.

* * *

Velasco estiró las piernas, muerto de aburrimiento. Desde su puesto de vigilancia, tras la furgoneta destartalada, no había visto salir a nadie más de la fiesta. Miró su reloj: eran las siete y diez, y el sol estaba ya abriéndose paso perezosamente entre las nubes. El inconfundible ruido de una moto le llamó la atención. Reconoció a Valentina inmediatamente, lanzada por la cuesta abajo como una kamikaze.

Velasco, admirado, se dirigió a su compañero.

—Bodelón, joder. Esa era la inspectora. ¿Adónde va tan rápido? Se va a pegar una buena hostia conduciendo así. Tiene que estar pasando algo…

Bodelón cogió la radio y llamó a Carlos Larrosa. Se miraron con perplejidad cuando este les dijo que habían perdido el contacto con Irina, pero no tenía conocimiento de que estuviese ocurriendo nada grave.

Sin perder tiempo, los dos agentes se montaron en el coche y se lanzaron a toda velocidad por la carretera detrás de Valentina, intentando alcanzar la moto que se había perdido en la distancia.

* * *

Dejaron la furgoneta cerca de la entrada de la casa de Pedro Mendiluce, en un oscuro callejón sin salida. Luego bajaron unos metros hasta ponerse a la altura del muro grueso que aislaba del mundo la mansión del empresario. Delgado abrió con llave la pequeña puerta de hierro perlada de salitre que había en un lateral del muro. Era un lugar del que solo tenían la llave Mendiluce, Amaro y él. Solían entrar por allí cuando no querían miradas indiscretas de ningún curioso. Delgado empujó a Freddy e Irina con el cañón de la pistola. Los dos chicos, aterrados y amordazados, entraron por la pequeña puerta a trompicones.

—Óscar —ordenó Delgado—, vete a por la lancha y me esperas ya sabes dónde. En cuanto termine con todo esto, iré por los túneles hasta la salida del acantilado que usamos siempre, la que está cerca de la playa de Espiñeiro. Procura colocarte cerca, y si es necesario te alcanzaré nadando. Dame una hora, incluso menos. Te haré una señal con la linterna cuando esté listo.

Óscar asintió y volvió a por la furgoneta. La lancha estaba en el puerto de Santa Cruz, pero el mar estaba en calma y no tardaría demasiado en llegar a toda máquina hasta el faro de Mera. Luego, cuando llegasen a Ferrol, los estaría esperando un amigo con un pesquero con rumbo a Portugal. No entendía aquella pérdida de tiempo. Si Delgado quería vengarse de aquella zorrita que había servido de soplón a la policía, con pegarle un tiro ya estaba…

* * *

Cuando llegó al faro de Mera, Valentina aminoró la velocidad. Luego se bajó de la moto y miró a su alrededor. El edificio estaba totalmente desierto a aquella hora. Solo un par de gaviotas planeaban en el cielo, celebrando el amanecer con sus quejidos. A lo lejos se veía la torre de Hércules acariciada por los primeros rayos de la mañana, y también el perfil de una ciudad que poco a poco se desperezaba sin demasiada convicción. Era domingo. A Valentina la atenazaron fugaces recuerdos de la infancia, cuando paseaba con sus padres hasta el Seixo Branco y ella y su hermano buscaban luciérnagas al anochecer, cerca del faro. Pero eso solo fue un segundo, porque de inmediato tensó todo su cuerpo y obligó a su mente a alcanzar el nivel de máxima alerta.

Sacó con cautela su pistola y caminó unos pasos, acercándose entre los tojos a la torre blanca y rodeándola para comprobar si había alguien por allí cerca. Le dio una patada a la puerta de pintura desconchada pero esta no se movió. Estaba cerrada a cal y canto.

El reloj marcaba las ocho menos veinte. La angustia empezaba a penetrar en todas las células del cuerpo de Valentina como si estuviese engulléndola un oscuro chapapote. ¿Y si Delgado la había mandado allí para nada? ¿Por qué no la llamaba de una vez?

El teléfono rompió el silencio y ella lo cogió al momento.

—Inspectora, confío en que esté ya en el faro de Mera. Muy cerca del objetivo.

—Delgado, déjate ya de juegos estúpidos. Sí, estoy en el faro, pero aquí no hay nadie. —No pudo evitar el tono lleno de odio y amenaza—. Suéltalos. Dejaré que te vayas y saldaremos cuenta en otro momento. Pero si les haces daño, te aviso de lo que sucederá: primero te buscaré, luego te encontraré y finalmente te mataré. Te lo juro, hijo de puta.

—Querida Valentina… —Delgado había dejado atrás el tiempo en que podía haber sentido miedo de un juramento así, porque su odio era superior a cualquier amenaza que pudieran hacerle: la inspectora había destrozado su existencia, su alianza fiel con Mendiluce, su pequeño reinado donde él era un dios, y en ese momento tendría que pagar por ello. Así pues, no perdió el temple en absoluto—. No estás en disposición de exigir. Al revés, tienes que obedecer todo lo que te digo y ordeno, o ejecuto a tu querido hermano de un tiro ahora mismo.

Valentina se mordió la lengua. Aquel hijo de puta tenía razón. Tenía que ser más lista y no dejarse llevar por el corazón, así que respiró hondo y se obligó de nuevo a concentrarse en lo que tenía que hacer allí.

—Bien. ¿Qué quieres que haga ahora?

—¿Estás sola, no? —Delgado empezó a tutearla con un tono burlón—. Espero que no se te haya ocurrido llevar contigo a ninguno de tus estúpidos compañeros. Como te decía, estás cerca, muy cerca. Aunque aún no te quemas. ¿Estás en el faro?

—Sí. En la puerta.

—Muy bien. Estás en la puerta. Ahora coge tu pistola y pégale un tiro a la cerradura. Porque supongo que habrás traído una pistola, ¿no, inspectora?

Valentina asintió entre dientes.

—Sí, tengo una pistola.

—Cuando hayas abierto la puerta, entra en el faro y métete en una pequeña habitación que hay a la izquierda. Allí verás una trampilla que está cerrada con un candado. Ábrela y baja por la trampilla. Llegarás a un túnel. Hay una red de túneles muy antiguos que recorren todo el acantilado desde el faro hasta la mansión de Mendiluce. Tendrás que seguir por el subterráneo durante un rato hasta que llegues a una encrucijada, inspectora. Ten cuidado. Es un túnel muy inseguro y viejo. Puede esconder alguna sorpresa desagradable.

—¿Qué hago cuando llegue a la encrucijada?

Delgado soltó una carcajada.

—Querida inspectora… Intenta acertar cuál es el camino correcto. Yo no puedo ayudarte más. Como dicen en las películas… sigue el camino de baldosas amarillas… Te aviso: acertar el camino correcto es la única forma de que Romeo y Julieta tengan una oportunidad…

Valentina soltó un juramento en sordina cuando se dio cuenta de que Delgado había cortado la comunicación de nuevo.

* * *

Sebastián Delgado se aseguró de que nadie de la casa de Mendiluce los hubiera visto antes de abrir el portón que llevaba a los viejos túneles subterráneos y que estaba camuflado en una esquina disimulada del enorme garaje en donde Mendiluce tenía guardada la colección de coches antiguos.

Tras asegurar la puerta con un enorme pasador de hierro, obligó a Freddy y a Irina a caminar más deprisa por un pasillo desangelado de cemento, iluminado por luces de emergencia amarillas que destacaban en la penumbra. Delgado los empujó sin miramientos hacia el fondo, en donde pudieron ver una puerta metálica, de aspecto macizo, pintada de color granate. Era la puerta que separaba las propiedades de Pedro Mendiluce de las mazmorras y los túneles abandonados desde hacía varios siglos. Túneles que había descubierto el empresario en unas obras tiempo atrás y que utilizaba para sus trapicheos y negocios sucios.

—Venga, parejita. Más rápido… No tengo todo el día para vosotros. Daos un poco de prisa, joder. Tenéis que estar contentos: voy a llevaros a vuestro nido de amor…

* * *

Javier Sanjuán dio una vuelta más en la cama, pero no consiguió ni encontrar una postura cómoda ni conciliar el sueño. El sol se filtraba ya por las rendijas de la gruesa cortina de colores. Tenía que bajar a desayunar, pero le daba demasiada pereza. Morgado lo había convencido para que fuesen al bar del hotel a tomar un café antes de retirarse y él había aceptado un poco por compromiso. Al salir del pub le dolía la cabeza y lo único que le apetecía era meterse en la cama y dormir, pero Christian había insistido tanto que no fue capaz de escabullirse.

Pensó en todo lo que habían hablado. Sin duda aquel capullo estaba enamorado de Valentina Negro hasta las cachas, y no le extrañaba en absoluto. Valentina era una mujer muy especial. Muy suya, en efecto, pero única. Y en realidad, a él también le gustaba mucho la inspectora. Sanjuán llevaba mucho tiempo intentando evitar cualquier tipo de implicación amorosa y no estaba muy contento con aquellos sentimientos que intentaban aflorar sin que él fuese capaz de controlarlos. El recuerdo de la noche compartida con la inspectora en Londres le golpeaba todo el sistema nervioso mucho más de lo que desearía y, como siempre en los últimos años de su vida amorosa de mierda, eso era algo que le producía un temor irrefrenable. Sanjuán sabía perfectamente que era un cobarde y un miserable. Que era capaz de renunciar a una mujer como Valentina por miedo a sufrir una nueva decepción y la pérdida de una libertad que había aprendido a apreciar más que cualquier otra cosa. Además… estaba convencido de que a Valentina le gustaba Morgado más de lo que ella quería demostrar. Morgado era un hombre muy bien parecido. Y los dos vivían en la misma ciudad… era casi imposible que no acabasen coincidiendo.

Quizá ya era hora de volver a casa. Él ya había ayudado en todo lo posible a la hora de capturar al Artista. Y, en realidad, en Valencia tenía mucho que hacer. Pronto se reincorporaría a las clases en la universidad, y además, le esperaban cursos y conferencias a lo largo del mes de julio que requerían una cierta preparación y estudio.

Decidido. Se iría la semana siguiente, el martes o miércoles. No podía posponer su marcha durante más tiempo.

* * *

Valentina rompió el candado de la trampilla con una pala que había apoyada en una pared. La abrió. Las escaleras oxidadas por el tiempo y la humedad se perdían en un agujero siniestro que no parecía tener fin. La inspectora metió el pie y empezó a bajar con decisión, la pequeña linterna sujeta en la boca, agarrándose con fuerza a los barrotes para no caerse. Al cabo de unos minutos de descenso interminable, sus pies no encontraron más peldaños. Se dejó caer al vacío, rezando para que la distancia con el suelo no fuese demasiado grande. Por fortuna, no lo era. Cayó al suelo y resbaló. Valentina soltó un pequeño grito cuando notó el frío de la piedra golpear su cuerpo. La linterna rebotó en la roca pero siguió encendida.

Se incorporó y levantó la linterna para ver qué era lo que la rodeaba. La potente luz del foco iluminó unas antiguas vigas de madera en el techo de lo que parecía el túnel de una mina. Las paredes y el suelo supuraban salitre y agua de mar. El olor era insoportable: una mezcla de algas podridas, moho y agua estancada que la obligó a taparse la nariz y respirar por la boca. Empezó a caminar con rapidez, la pistola en la mano, procurando no resbalar en el suelo verdoso y lleno de musgo.

* * *

Delgado sujetó bien a Irina a la argolla de hierro con una soga gruesa y luego hizo lo mismo con Freddy, que se debatió inútilmente, intentando desasirse de la atadura sin éxito. Una vez que comprobó que los dos estaban bien sujetos al fondo del pozo, les quitó las mordazas. Miró su Breitling falso y sonrió con un rictus de triunfo.

—Querida Irina, querido Freddy. Ahora ya podéis gritar y pedir auxilio. A lo mejor la inspectora Negro llega a tiempo de salvaros. Tengo que deciros una cosa: os tengo preparada una sorpresa. No me gusta que luego digan por ahí que no soy un buen anfitrión…

Delgado salió del fondo del pozo que estaba al lado de las mazmorras trepando por una escala de hierro que estaba sujeta en la pared. Luego entró en uno de los cubículos y giró con esfuerzo una enorme y antigua llave de agua atascada por el óxido. Un fuerte chorro de agua marina cayó con fuerza dentro del pozo en donde los dos chicos estaban atados. Delgado se asomó. Irina y Freddy lo miraban desde abajo con los ojos abiertos, asombrados. Llenos de terror.

—No creo que tarde mucho en llenarse la piscina, amiguitos. Así que… yo ahora me voy. Por mí, podéis gritar todo lo que queráis… —Delgado sonrió sádicamente—. A lo mejor así tu hermana consigue llegar a ver cómo os cubre el agua por completo.

Los pasos de Sebastián Delgado resonaron por un momento en el eco del túnel. Luego, el silencio, roto por el ruido del chorro de agua helada que caía sin remisión dentro del pozo.

Freddy miró a Irina, que lloraba en silencio. El agua ya le llegaba por encima de los tobillos. Empezó a gritar con desesperación. A lo mejor su hermana mayor podía oír sus gritos…

* * *

Valentina llegó, casi sin resuello, al final de su claustrofóbico viaje por un túnel de piedra y ladrillo que se estrechó por momentos, provocando una angustiosa sensación de estar enterrada en vida. Solo la zozobra de presentir el peligro inminente que estaba corriendo su hermano le daba fuerzas para seguir adelante sin desfallecer.

De repente, el túnel se ensanchó y Valentina entró en una especie de sala de piedra abovedada que contenía algo que parecía maquinaria militar, muy antigua y cubierta de telarañas. El haz de luz iluminó los ojos rojos de una enorme rata que huyó al momento y se perdió entre las sombras. Enfocó con cuidado toda la estancia. La sala tenía tres aberturas que daban a otras tres galerías interminables. Con aprensión comprendió que había llegado a la encrucijada de la que habló Delgado. Se paró y respiró hondo. ¿Cuál de los tres pasadizos tenía que coger? Avanzó hacia la puerta desvencijada que le quedaba más cerca. Había recorrido más de un kilómetro desde que entró en el faro, pero en aquel momento, en la oscuridad, no era capaz de orientarse. ¿Dónde estaba? ¿Cerca del mar? Probablemente. Las gotas de agua salada caían desde la bóveda y se estrellaban con fuerza contra el suelo de piedra.

Se detuvo e intentó calmarse. Tenía que haber alguna señal que indicase el camino a seguir. Si Delgado conocía aquellos túneles, era porque se utilizaban para algún asunto turbio, y por tanto no podían correr el riesgo de perderse en el laberinto de galerías que parecía horadar toda la colina. Calculando la distancia que había recorrido desde el faro, no tenía que estar muy lejos de la mansión de Mendiluce.

De repente, le pareció escuchar un grito. Un grito no muy lejano, pero amortiguado. Expectante, intentó contener la respiración para escuchar mejor. Otro grito, una voz distinta, más clara. Su corazón empezó a latir con furia. Eran ellos, seguro. Freddy e Irina. Estaban vivos.

Intentó distinguir de dónde llegaban los gritos. Del túnel que estaba más a la derecha, se convenció.

Enfundó la pistola en la sobaquera y corrió con todas sus fuerzas por el pasadizo angosto, gritando a su vez, intentando hacerse oír por encima de todo.

* * *

Freddy intentaba soltarse de sus ligaduras, contorsionándose hasta hacerse daño en las muñecas. Pero era imposible. Estaban tan apretadas que ya no sentía la circulación en las manos. El agua les llegaba ya a la cintura y seguía subiendo con gran rapidez. Su novia temblaba de frío y de pavor mientras gritaba y gritaba sin parar, la garganta ya rota del esfuerzo.

A pesar del ruido del agua que caía a chorro a su lado, Freddy creyó oír una voz que gritaba a lo lejos. Era su hermana. ¡Seguro que era ella! Redobló los gritos con total desesperación. Cuando se dio cuenta de lo que pasaba, los ojos de Irina mostraron, por primera vez, un atisbo de esperanza.

* * *

Valentina corría y gritaba al mismo tiempo, la linterna alumbraba el suelo de forma caótica. De pronto, creyó escuchar los gritos con mucha más fuerza, al otro lado de la pared. Pegó la cabeza a la estructura húmeda de ladrillo. Era cierto, pudo reconocer claramente la voz de Freddy llamándola a ella. Luego, la de Irina, menos clara. Valentina gritó con todas sus fuerzas de nuevo. Un silencio, y su hermano respondió a sus gritos.

Estaba cerca.

Corrió hacia el final del túnel hasta perder el aliento.

Dobló una curva cerrada y en ese momento el mundo entero se cayó a sus pies.

El túnel estaba totalmente tapiado por una pared de ladrillo. Era un camino a ningún sitio. Era la sentencia de muerte de Freddy e Irina. Valentina sintió que un cuchillo al rojo traspasaba su corazón. Gritó, enloquecida de dolor, el nombre de su hermano.

* * *

El agua ya les llegaba a la altura del pecho. A Freddy le parecía que el chorro era cada vez más caudaloso, más helador. Si Valentina no llegaba, morirían ahogados sin remedio.

—Irina. —Freddy la miró con intensidad, como si quisiera absorber la esencia de su novia con la mirada—. Te quiero. Te quiero como a nada en el mundo. Me da igual todo lo que haya pasado esta noche. De verdad.

Irina notó sus ojos humedecerse una vez más. Pensaba que ya se había quedado sin lágrimas. Le devolvió la mirada con una angustiosa mezcla de desamparo y ternura.

—Freddy, yo solo quería ayudar a tu hermana. Perdóname. Sabes que yo también te quiero.

Irina empezó a hablarle en ruso, con dulzura. Veía cerca la muerte y estaba empezando a dejarse llevar. Freddy se dio cuenta y reaccionó al momento con coraje. No podía permitir que aquel hijo de puta les ganara la partida.

—¡Irina, por favor! ¡No te rindas ahora! Mi hermana está ahí, en algún sito. Va a venir a rescatarnos. ¡Irina, por Dios, grita otra vez! Irina… Hazlo por mí…

* * *

Valentina corrió a toda velocidad hacia la habitación abovedada. Ya le daba igual resbalar o no, corría sin freno hacia la encrucijada. Cuando llegó, estaba sin aliento. Se paró, apoyada en la pared de ladrillo. Intentó escuchar. No oyó nada.

Miró de nuevo hacia los otros dos túneles, presa de la más absoluta desesperación. No podía perder más tiempo. No podía equivocarse. Se convenció de que Freddy era un luchador nato, de que todavía estaba vivo. Y se recordó una vez más que no iba a fallarle a su madre, que había jurado, delante de su tumba, cuidar de su hermano. Y si no cumplía su promesa, entonces mataría también a su padre. Valentina empezó a llorar. Ni siquiera había llorado el día del accidente. Ni tampoco en el entierro de su madre. Notó las lágrimas correr por sus mejillas de una forma tan virulenta que la sorprendió.

Al principio, pensó que era fruto de su imaginación. En el fondo del pasadizo más alejado, vio un destello de luz. Duró solo unos segundos, pero fue suficiente como para que se diese cuenta de que allí había algo extraño. Se enjuagó las lágrimas y dio unos pasos hacia dentro del subterráneo. El destello de luz otra vez. No lo dudó. Avanzó unos metros en la penumbra, y de pronto, una ráfaga de aire frío le llevó la voz de su hermano. Lo oyó gritar de una forma mucho más nítida, más cercana. Valentina Negro volvió a empuñar la pistola en un gesto automático y empezó a correr a grandes zancadas hacia la oscuridad.

* * *

Delgado contemplaba desde su escondite con deleite cómo el agua casi llegaba ya al cuello de los dos adolescentes. La hija de puta de la inspectora no iba a tener tiempo de salvarles la vida a aquellos dos por mucha prisa que se diera. Estaba a punto de escapar de allí y huir para siempre cuando escuchó el eco inconfundible de unos pasos. Unos pasos que por momentos se acercaban más y más hacia el pozo. Las luces de emergencia y una pequeña lámpara llena de polvo que colgaba del techo iluminaron a la inspectora Negro, que corría empuñando la pistola y gritando el nombre de su hermano. Delgado dudó un segundo. Para él era mucho más seguro marcharse en seguida. Pero las ansias de venganza fueron mucho más fuertes que las de huir. Cuando vio a Valentina asomarse al pozo calculó que a Freddy y a Irina les quedaban como mucho dos minutos de vida, y entonces decidió salir para disfrutar de su venganza, empuñando la pistola.

Delgado no pudo evitar una sonrisa triunfal.

—Querida inspectora. Haz el favor de tirar el arma. O te mataré a ti también.

* * *

Valentina vio horrorizada cómo el agua llegaba a la barbilla de su hermano. Iba a tirarse al pozo, dispuesta a liberarlos, cuando la fría voz de Delgado taladró sus oídos. Se giró y lo vio delante de ella, sonriente, apuntándola con un revólver. Valentina subió la pistola en un acto reflejo, apuntándole a su vez.

—¡Te voy a matar, hijo de puta!

Delgado la miró con desprecio.

—A tu hermanito no le quedan nada más que unos segundos, inspectora Negro. Yo que tú tiraba la pistola y hacía algo por salvarlo… ¿No te parece? A él y a la putilla de su novia…

La risa sardónica de Delgado sacó a Valentina de sus casillas. Apuntó a Sebastián Delgado entre las cejas, a matar, pero por el rabillo del ojo vio cómo el agua estaba a punto de alcanzar la boca de Freddy, que se debatió una vez más con fuerza desesperada. Sabía que aunque ella disparara primero era muy probable que Delgado disparara a su vez y que la alcanzara, y entonces, estando herida o muerta, ya no podría hacer nada por su hermano.

En ese momento, Sebastián Delgado decidió emprender la huida. Ya había visto bastante. La inspectora sufriría hasta el final la muerte lenta de su hermano sabiendo que había sido él el causante de su dolor. La venganza se había cumplido.

—Adiós, inspectora. Volveremos a vernos, no lo dude…

Delgado la saludó con la mano, con sorna, y sonrió de nuevo, sin dejar de apuntar con la pistola. Empezó a retirarse hacia el fondo de la gruta, andando hacia atrás, para no perderla de vista. Valentina lo miraba desaparecer, llena de impotencia.

Todo sucedió con rapidez.

La cara de Delgado mostró la sorpresa primero, luego se desencajó en un intenso dolor.

Miró hacia su pecho con asombro. Una gran mancha de sangre empezó a inundar su camisa, hasta el momento impoluta. Dejó caer la pistola y se tambaleó como una marioneta. La punta de un arpón afilado asomó a la altura de su corazón. Sus ojos abiertos mostraban mucha más incredulidad que terror. Estaba herido de muerte, lo supo al momento, y en esos últimos instantes de su vida se preguntó por qué estaba muriendo y quién le estaba matando.

Pero esas preguntas no iban a obtener respuesta. Delgado se derrumbó. Lo último que pudo escuchar antes de morir fue una voz que le resultó vagamente conocida, que se perdía entre la oscuridad que ya le estaba engullendo. Una voz ronca que susurró cerca de su oído con odio infinito:

—¡Muere de una vez, hijo del diablo!

* * *

Valentina vio caer a Delgado al suelo, de bruces, y luego unos ojos brillantes que la miraron desde las sombras. Alguien salió huyendo a toda prisa, se escuchaban sus pasos rápidos en el suelo de piedra, pero ella no tenía tiempo de nada, salvo de sacar a su hermano de allí. Se quitó con rapidez las botas y se tiró al pozo.

El agua salada llegaba ya casi a la boca de los dos chicos, que levantaban la cabeza todo lo posible para evitar tragarla. Freddy gritó, para hacerse oír sobre el chorro que seguía vertiendo litros y litros sin piedad.

—¡Valentina, salva primero a Irina! No aguanta más.

Valentina miró a la joven, que estaba a punto de cerrar los ojos y dejar caer la cabeza. Asintió y se sumergió, intentando palpar bajo el agua oscura las ataduras que la mantenían sujeta a una argolla. Sacó una navaja de su cinturón y comenzó a cortar la gruesa cuerda con toda la celeridad que le permitían el agua congelada y la falta de luz. Salió un momento a coger aire y volvió a sumergirse de nuevo, hasta que al fin logró soltar a la joven de la soga a la que estaba sometida. Irina no pareció reaccionar, pero las sacudidas de Valentina y una buena bofetada en la cara hicieron que abriese los ojos de repente.

—¡Irina, Irina, escúchame! Agárrate a la escalera, corre. Por Dios.

—Valentina, no siento las manos. No tengo fuerzas. No puedo… —balbuceó la joven.

—Irina, ¡por favor! Tengo que desatar a Freddy. ¡Vamos, inténtalo…!

Valentina logró que se asiera durante unos segundos a la escala de hierro. El agua llegaba ya a la boca de su hermano. Entonces volvió a sumergirse para cortar la soga. Las manos heladas perdieron la navaja en la oscuridad.

Intentó desatar la cuerda con los dedos, pero los nudos estaban demasiado apretados. Volvió a salir. Freddy la miró con ojos de terror. El agua ya le había cubierto la boca y aunque levantaba el cuerpo todo lo posible, ya no era capaz casi de respirar.

Valentina intentó levantarlo, esforzándose para que cogiese una buena bocanada de aire. Luego volvió a sumergirse, en un vano intento de encontrar la navaja en el fondo del pozo. Tanteó con desesperación. La encontró. Freddy ya tenía toda la cara cubierta de agua.

Valentina tuvo que volver a salir a coger aire. En ese momento, se dio cuenta de que el chorro de agua, que hasta ese momento era potente y caudaloso, empezaba a hacerse más y más débil. Escuchó una voz conocida que gritaba desde arriba. Era Velasco.

—¡INSPECTORA!

El grito dio nuevos bríos a Valentina.

—¡VELASCO! ¡AQUÍ ABAJO! ¡AYÚDAME A SACAR A MI HERMANO!

Valentina se sumergió y cortó la cuerda, frotando el filo con angustia y fuerza hasta que esta cedió. Notó que alguien empujaba hacia arriba el cuerpo inerte de Freddy. Bodelón sujetaba la cabeza de su hermano sobre el agua, mientras Velasco ayudaba a Irina a salir del pozo.

Cuando lograron subir a Freddy a la superficie, Valentina se dio cuenta de que no respondía. Su cabeza cayó de lado, un fino hilo de agua salía de su boca. Le rompió la camiseta y empezó a golpear con fuerza su pecho para hacerle un masaje cardíaco.

—¡Venga. Rápido, por Dios! No puede estar muerto. Solo lleva unos segundos bajo el agua. Venga, Freddy. ¡No te vayas, cabrón! No me hagas esto, por favor.

Bodelón empezó a hacerle la respiración boca a boca, mientras Irina lloraba en silencio, sentada en el suelo, tiritando, totalmente inconsolable.

Valentina empezó a rezar. No podía ser. Aquel cabrón no podía salirse con la suya. Apretó el pecho de su hermano con las dos manos, rítmicamente, con fuerza, mientras de sus ojos volvían a caer lágrimas de angustia, de miedo atroz.

Durante unos minutos eternos, el cuerpo de Freddy pareció haber perdido cualquier hálito de vida. Su hermana seguía apretando su pecho sin cejar un solo segundo, ante las miradas de desesperanza amarga de sus compañeros. Ella se daba cuenta de que estaba comportándose de una forma absurda, pero continuó hasta perder el sentido del tiempo y el pulso de sus manos.

Cuando Freddy empezó a toser y a expulsar agua por la boca, los sollozos de Valentina Negro rompieron el silencio. Se tiró encima de su hermano, llorando, sin poder dominar su emoción.

Ninguno de ellos vio a Óscar, que, boquiabierto, observaba, escondido detrás de una de las puertas herrumbrosas de las mazmorras, a su jefe, muerto, traspasado por un arpón de pesca.