[capítulo 62]: Punto de no retorno

«Yo amo a tus rameras y yo amo a tus hampones

y la desolación de las negras canciones

que salen del siniestro fondo de tus burdeles,

y son tus asesinos mis amigos más fieles,

porque sé la piedad de la mano homicida

que libra de este lento suplicio de la vida».

El amor de la noche. Emilio Carrere

Domingo, 20 de junio, Bergondo, 01:00 h

Irina se probó los zuecos blancos de tacón imposible. La falda, también blanca, de plástico barato era tan corta y ajustada que al menor movimiento se le subía casi hasta el ombligo, mostrando el tanga de hilo dental de color rojo. Luego se ajustó las medias de rejilla al muslo. «Enfermera para todo, pensó. Es asqueroso. Si Freddy me viera así, nunca más volvería a dirigirme la palabra».

Llegaba lo más duro de la fiesta: el momento de la encerrona. No veía la forma de escabullirse de todos aquellos cerdos que habían estado rondando como buitres alrededor de las chicas, eligiendo en secreto o abiertamente a su favorita para la orgía. Daba lo mismo: la fiesta iba a terminar, según había oído, con la celebración de un «bunga bunga», un coito generalizado y asqueroso con todos los participantes implicados. Y ellas tendrían que hacer todo lo que los cerdos quisieran. Incluso liarse entre ellas. Era repugnante.

Sentada a su lado, Prune se ató la blusa azul por debajo del pecho con un nudo y luego se colocó la falda de tablas de tamaño irrisorio. Sonrió a Irina con cariño. Tenía los ojos castaños llenos de lágrimas y el rímel corrido. El maquillaje no había podido disimular su cara casi infantil ni sus mejillas pecosas.

—¿Qué te pasa, Prune? —Irina le limpió el rímel con un pañuelo de papel.

—No quiero follar con ese señor mayor que se ha encaprichado de mí. Huele mal. Me da asco. Se llama Lorenzo. Y dice que es un hombre muy importante y que si hago lo que él me dice me dará mucho dinero. Te juro que me muero. Está gordo. Y le huele el aliento a puro… ¡Puaj!

Irina asintió.

—Te entiendo. Es verdad que es muy importante, es Lorenzo Marante, un directivo de la SEAT de Madrid… y es muy asqueroso, es cierto. —Irina trataba de mantener el ánimo subido, en parte para que Prune no se desmoronara—. Pero habla con Sebastián, a ver si puede buscarle otra chica…

—Ya lo hice, pero está como loco. Nunca lo he visto así. Me amenazó con romperme las piernas si no obedezco lo que me dicen. Dice que me falta mucho para pagar la deuda, y que además, me ha buscado un buen trabajo en Zara. Que me calle y se la chupe a Lorenzo, y punto.

—Joder, qué cabrón es… Te lo juro, algún día las ha de pagar todas juntas.

—Ese día espero estar yo delante, Irina. No te imaginas cómo lo aborrezco. Lo peor es cuando me folla. La última vez me pegó una paliza y me dejó los dos ojos morados porque se empeñó en que no lo satisfice lo suficiente. Nunca está contento con nada… —Abrió su bolsito y sacó una pastilla. Se la tomó y le ofreció otra a Irina, que negó con la cabeza.

Irina la miró con compasión. Aquella chica era casi una niña.

—¿Cuántos años tienes ahora, Prune?

—Tengo dieciocho… —Bebió un largo trago de agua de un botellín de plástico.

Irina levantó una ceja.

—Dime la verdad, Pru. No los aparentas ni de broma.

Sebastián Delgado interrumpió la conversación. Su rostro mostraba una gran crispación, una ira profunda que descargó con saña contra las dos chicas. Le dio un puñetazo a la mesa en donde tenían el maquillaje.

—¿Ya estáis vestidas? ¡Pues dejaos de tanta charla y a atender a los invitados! ¡Esto no es un puto salón de belleza, joder! Y tú, Irina de los cojones. No hables tanto y folla más. Hoy no has hecho nada provechoso, hostia… ¿Qué crees? ¿Que no me he dado cuenta? Quiero ver cómo te trabajas al director de Industrias Roca en cinco minutos. Haz todo lo que sea necesario para ponerlo a tono. Y te aviso. Déjate dar por el culo esta vez. O te daré yo mismo, y te aseguro que no va a gustarte tanto…

* * *

Morgado pidió otras dos copas, insistente, aunque Sanjuán no tenía demasiadas ganas de tomar otra. Corría el riesgo de sufrir una resaca inmensa al día siguiente y no estaba por la labor. Pero Christian parecía estar en su salsa en aquel pub, que empezaba a llenarse de gente y a cambiar la música por temas más comerciales, para disgusto de Sanjuán.

—¿Cuánto tiempo más piensas quedarte en Coruña, Javier? ¿Hasta que Valentina atrape a ese asesino?

Se encogió de hombros.

—En realidad, no lo sé. Pronto tendré que volver, imagino. Tengo mucho que hacer en Valencia. Iba a quedarme aquí un par de días y ya llevo casi dos semanas.

—Ya. Es normal. Esta ciudad es muy acogedora… —Sanjuán pudo atisbar una media sonrisa en la cara de Morgado—. Y la inspectora Negro también lo parece…

—¿Valentina? Sí, en efecto. Es una mujer excepcional.

A Morgado se le iluminaron los ojos cuando empezó a desgranar todas las virtudes de Valentina Negro.

—Excepcional no es la palabra. Es maravillosa. Guapa a rabiar, inteligente, con personalidad… —Bebió un sorbo de su Bacardí con Coca-Cola y miró al criminólogo, que permanecía con el mismo semblante imperturbable—. De hombre a hombre, Sanjuán… No me negarás que es una verdadera diosa. Una pena que sea policía. Es la mujer más bella que he visto en años. En suma, yo la definiría como una tía buenísima con un cerebro superior. Un poco moralista de más, pero ese es el toque de pimienta… Algo que no es nada fácil de encontrar en estos tiempos. ¿No te parece?

Sanjuán continuó sin inmutarse, sin entrar al trapo que Morgado le enseñaba de una forma poco disimulada.

—Valentina es una chica interesante. Y la verdad, como policía es muy buena. En realidad, no me la imagino en otra profesión.

—¿No?… puede ser, sí. Tienes razón. Solo de imaginármela con el uniforme y la pistola me pongo…

Sanjuán empezó a sentirse muy incómodo con aquella situación tan «confesional». No había quedado con Christian Morgado para loar las virtudes de Valentina. Se dio cuenta de que aquel hombre estaba colado por la inspectora y de que el alcohol le estaba dando alas a la lengua. Miró su reloj.

—Creo que es hora de irse a casa, Christian. Mañana tengo que madrugar, y la verdad, la música que están poniendo ahora está empezando a producirme dolor de cabeza.

* * *

Larrosa no salía de su asombro.

—No me lo puedo creer. Alfonso Mayo. El concejal de Rehabilitación del Ayuntamiento… su mujer es amiga de la mía desde hace años. Son un matrimonio muy feliz, joder. ¿Pero qué coño le pasa a la gente? ¿No son capaces de tener la polla quieta dentro del pantalón durante un rato?

—Por lo que se ve, no. Cuando Iturriaga escuche todo esto… va a darle un ataque. Y otro al juez. Corrupción de menores, prostitución, trata de blancas, tráfico de drogas… —A Valentina nada de lo que estaba escuchando la cogía de sorpresa, pero la sola enumeración de los presuntos delitos resultaba embarazosa. Lo que más le llamaba la atención era la voz de Delgado. Parecía totalmente fuera de sus casillas. ¿Se habría enterado ya de la liberación de Lúa Castro? Valentina sonrió interiormente. A lo mejor su cabreo monumental era por eso…

* * *

Alfonso Mayo, un hombre ya mayor pero según él, en plena forma, calvo, con el pelo graso más largo por la nuca, y de barriguilla incipiente, besó a Irina en la boca, un beso largo y húmedo que casi la hizo vomitar.

La agarró con fuerza y la sentó sobre sus rodillas. Irina notó la erección y tuvo unas enormes ganas de salir corriendo de allí. Él la miró con expresión suplicante y de lujuria.

—Irina, por favor. Responde con un poco más de entusiasmo a mis besos. —La miró de arriba abajo con ojos de sapo, el escote prominente, la falda cada vez más encogida, las medias de rejilla blancas con liguero en las largas piernas—. Pero mira qué buena estás, Irina. —La mano subió por la nalga y empezó a acariciar el hilo dental—. Me pones totalmente burro, preciosa. Ya sabes lo que quiero de ti… romper ese culito tuyo tan prieto…

Irina fingió un gemido apagado bastante creíble.

—Yo también quiero que me folles, Alfonso. Pero antes… no te importa contarme un par de cosas, ¿verdad? —La mano bajó hacia el duro pene del concejal y empezó a moverse rítmicamente con fuerza—. ¿Desde cuándo eres amigo de Pedro? Es que me gusta saber cosas de él…

* * *

—Joder, pobre chica. Ese tipo es repugnante. —El técnico miró a los dos inspectores con cara de consternación.

Valentina empezaba a sentirse realmente mal. Apretó los dientes. Comprendía que hacer pasar a la novia de su hermano por semejante trance era algo asqueroso, pero no habían encontrado, o eso quería pensar para su descargo, otra forma de liberarla de sus obligaciones que destruir la red de prostitución desde dentro. El comportamiento de Irina estaba siendo ejemplar, pero Valentina no podía quitarse de encima el sentimiento de culpa que le provocaba asistir en primer fila a semejante acto de depravación. Se daba cuenta de que Irina se estaba inmolando por amor a su hermano, y ella era la causante principal de su descenso a los infiernos.

Iturriaga asintió con pesadumbre.

—Esas chicas… joder. Es horrible. No entiendo cómo pueden soportar toda esa mierda. Pero espera… Escuchad: creo que le está sacando algo importante.

«Sí, Pedro me pidió de favor que pasáramos por alto las casas protegidas que había en As Xubias, mi tesoro. Bajamos el nivel de protección… ¡Diossss, qué bien haces las pajas, putilla!… pero total… ¿A quién le importaban aquellas cuatro casetas derruidas? A mí no, por supuesto. Les dimos cuatro perras a los dueños en dinero negro… y apartamentos en la nueva urbanización. Aceptaron todos encantados… sigue así, pero ahora acaríciame los huevos, venga…».

Los policías escucharon perfectamente los gemidos de placer del concejal a través de los auriculares y pusieron cara de circunstancias.

Valentina se quitó los cascos y cogió la radio. Avisó a Bodelón y a Velasco para que se apostaran en la carretera de salida de la finca y sacaran fotografías de los vehículos y, a poder ser, también de los invitados.

* * *

Bergondo, 3:30 h

Sebastián Delgado había pensado detenidamente qué era lo que iba a hacer mientras supervisaba a todas aquellas zorras díscolas. A la mínima se le desmadraban. Especialmente la tal Irina, la hija de puta más grande de todas. Aquella noche no parecía muy por la labor… ya la arreglaría, ya. Antes de marcharse iba a ponerla fina.

Primero llamó a Óscar para planificar la huida. Al final de la fiesta y sin llamar la atención de Mendiluce, emprenderían camino hacia Ferrol. Allí el vigilante tenía un amigo pescador que podría llevarlos hasta Portugal en barco. Ir por carretera era demasiado arriesgado: si la policía descubría que estaban implicados, pondrían controles por todas partes. Y eso no tardaría mucho en suceder: en cuanto hablaran con la familia de Uxío, el otro vigilante que había resultado muerto en el asalto, y le dijeran para quién estaba trabajando. Delgado meditaba desaparecer durante una buena temporada en algún país sudamericano. En principio, viviría gracias al dinero que tenía en varias cuentas, producto de los innumerables chanchullos en Ártabra. Luego, ya se buscaría la vida. Sabía perfectamente que en cuanto Mendiluce fuese consciente del desastre que se había montado, y que acabaría a lo peor con sus huesos en chirona, su ira iba a ser terrible, y jamás iba a perdonárselo. Los tentáculos mafiosos de Pedro Mendiluce eran muy largos y no tenían piedad. Él mismo se había encargado muchas veces de aplicar la justicia de su jefe y no quería sufrirla en sus carnes de ninguna manera.

Lanzó una larga mirada a los participantes. Todos estaban ya metidos en faena. Algunos habían subido a las habitaciones para tener más privacidad, pero otros estaban follando allí, delante de todos, sumándose al orgiástico «bunga bunga» que había organizado Mendiluce. Miró a su alrededor. No vio a su jefe, lo más seguro era que hubiera subido a su habitación con alguna de sus favoritas.

Siempre terminaban tan pasados que acababa dándoles igual. O peor, lo que ocurría era que les ponía más fornicar en el medio del salón o en los jardines. Todos, salvo la putilla rusa. Estaba parloteando con el miembro de los Legionarios de Cristo.

Aquello no era normal. Por lo general, aquella rusa no era nada locuaz y siempre había procurado no implicarse mucho con los clientes que la solicitaban o los invitados, que la encontraban muy atractiva pero no demasiado simpática. Pero esta vez había algo diferente en ella: no hacía otra cosa que darle a la lengua y sonsacar. No era su estilo. No, definitivamente, allí había algo que no le cuadraba en absoluto.

* * *

Bergondo, 04:00 h

Mendiluce observaba en la sala de pantallas las evoluciones de todos sus invitados mientras se fumaba uno de sus mejores Montecristo. A él aquellas fiestas no le ponían en absoluto en el aspecto sexual, pero tener en sus manos grabaciones con las que luego poder defenderse en caso de apuro, o conseguir alguna que otra prebendilla, era algo que no le venía nada mal.

Puso una mano en el hombro de Amaro, que permanecía vigilando que todo el proceso siguiera su curso de una forma adecuada. Mendiluce no se fiaba para ello nada más que de su fiel criado.

—Cuando terminen, discúlpame con los invitados. Diles que he tenido que salir por una urgencia. Habla con Delgado. Que esté enterado de que esta noche me voy a quedar aquí a dormir. Estoy muy cansado. —Expulsó una gran bocanada de humo, que subió hacia el techo con parsimonia—. Me retiro ya. Si hay alguna novedad, avísame.

Amaro asintió. Cuando Mendiluce se marchó seguido de la olorosa humareda de su puro, marcó el número de Sebastián Delgado.

* * *

05:00 h

Óscar acercó la pequeña furgoneta Renault hasta la verja de la finca con las luces apagadas y toda la prudencia de la que fue capaz. Cuando llegó, ya estaba Delgado en la puerta, esperando por él.

Delgado metió la cabeza dentro del coche.

—¿Lo tienes todo preparado? —Óscar asintió—. Perfecto. Me faltan un par de recaditos por hacer y nos vamos. Tengo que estar hasta el final de la fiesta, pero no creo que esto dure mucho más. Alguno está ya de coca y Viagra hasta reventar. Mendiluce está en sus aposentos, así que pronto nos pegaremos el piro de aquí.

—¿Dónde te espero? ¿Aquí fuera?

—No, mete la furgoneta dentro. Dejaré la puerta abierta con la disculpa de que la gente va a empezar a marcharse en un rato. Luego nos vamos a mi casa a coger un par de cosas y después a Ferrol. No quiero estar localizado ni un minuto más. ¿Has conseguido las tarjetas para el móvil sin registrar que te encargué?

* * *

Irina notó la ligera vibración de su móvil en el bolsito de mano en donde había metido el maquillaje para retocarse. En las fiestas, estaba terminantemente prohibido utilizarlo, pero ella lo había disimulado en la cartera aquella noche por si ocurría algo. Se levantó de la cama en donde roncaba Luis Aragón, el director general de Roca, con mucho sigilo. Lo miró con desprecio absoluto. Menudo cerdo repugnante… Pero aquella noche era la última de su vida en la que hacía aquello. No soportaba más el olor a sexo en las habitaciones, las manos de aquellos hombres sobre su piel, las barbaridades que le decían y que le obligaban a hacer.

Miró la pantalla: la foto de Freddy y ella, sonrientes y abrazados, parpadeaba al ritmo del vibrador del móvil. Joder. Corrió hacia el baño del pasillo para contestar antes de que la viera nadie.

* * *

Valentina tragó saliva cuando escuchó la voz de Irina hablando con alguien por teléfono. Escuchó por lo bajo el nombre de su hermano. Lo que les faltaba. No podía ser. Menudo idiota. ¿Es que no podía estar quieto ni un solo día?

* * *

Cuando Delgado entró de nuevo en el salón observó que dos de los invitados, subidos en una gran mesa rústica, organizaban turnos con tres de las prostitutas cambiando de posturas y de actividad. Delgado puso cara de asco: aquello parecía una película porno casera y mal coreografiada. En el jardín también había visto varios grupos, sumergidos en la más absoluta embriaguez, que intentaban realizar un «bunga bunga» entre risas, con escaso resultado. Recorrió el chalet para cerciorarse de que todo estaba bajo control. Hasta el último momento quería disimular: así su desaparición pasaría inadvertida durante más tiempo. ¿No contestaba al teléfono? Estaba durmiendo. ¿No iba a trabajar? Lógico, estaba exhausto. Cuando lo echaran en falta, ya estaría lejos de allí.

Se paró en la puerta de un baño. Escuchó dentro una voz que hablaba muy bajo, entre susurros. Reconoció la voz de Irina. Pero no había contestación de otra persona. ¿Estaba hablando por teléfono la zorrita? Tenían los teléfonos totalmente prohibidos… Se quedó quieto, escuchando.

—No, Freddy, no. Por favor. Déjame en paz. Ahora no puedo…

Delgado pegó la cara a la puerta. La voz se escuchaba nítida en el eco del baño a través del hueco de la puerta entreabierta.

—Por favor, Freddy. No puedo, de verdad. —Irina estaba muy asustada, pero trataba de que Freddy no lo notara—. Ahora estoy ayudando a tu hermana. Te voy a colgar. Habla con ella. Corro peligro, ¿no te das cuenta? No te importa dónde estoy. Pero no puedo hablar contigo. Lo están grabando todo…

Todos los músculos de Delgado se tensaron. Aquella zorra estaba hablando con el hermano de la inspectora. «Lo están grabando todo». Hija de puta. ¡Hijas de puta!

Irina salió del baño casi de puntillas. Un segundo después, una mano cubría su boca con brutalidad. Un golpe en la cabeza la dejó al momento sin sentido.

Irina cayó suavemente al suelo. Luego, Delgado la arrastró por los pies por el pasillo hasta el ascensor que llevaba al garaje. La incorporó y la cogió en brazos. Si alguien los veía, diría que estaba borracha y pasada de coca.

* * *

—¿Qué ha pasado? —Larrosa escuchaba ruidos que no podía situar, pero ninguna voz.

—No tengo ni idea. —Valentina estaba empezando a ponerse muy nerviosa—. Estaba hablando por teléfono, y de repente, nada. Joder. ¿Le habrá ocurrido algo?

* * *

Delgado llevó a Irina al garaje y la introdujo en un pequeño habitáculo destinado a guardar herramientas. La ató y la amordazó con cinta americana para no correr riesgos. Luego subió hacia una de las habitaciones en donde Mendiluce guardaba todo tipo de aparatos. Escogió un detector de micrófonos ocultos y miró si funcionaba.

Volvió a bajar al cuartito y lo cerró con llave. Irina seguía sin sentido. Encendió el detector.

El aparato empezó a pitar como un loco al acercarlo a la joven. Delgado sopló con fuerza y sacó una navaja del bolsillo. Empezó a quitarle toda la escueta ropa, prenda a prenda. Luego, las medias y los zuecos. Pero el detector seguía con las luces encendidas, avisando de la presencia de un radiotransmisor en el cuerpo de Irina.

Delgado le metió los dedos en la vagina, por si acaso. Nada. Estaba desesperado. Acercó el aparato hacia la cabeza, y la luz verde parpadeó furiosamente. Le quitó el gorrito de enfermera y lo apartó de ella, chequeando con el dispositivo. Nada. Seguía igual. Luego, procedió a liberarla de los pendientes, sin resultado.

Ya desesperado, se fijó en el recogido del pelo. Le dio la vuelta al cuerpo y empezó a rebuscar en el cabello.

«Las horquillas, joder. Está en las horquillas».

Las quitó una a una, hasta que encontró en la nuca una horquilla negra rebuscada, coronada por una flor negra de metal. Acercó el aparato, que se iluminó como un árbol de Navidad.

«Te pillé, zorra. Estás compinchada con la inspectora de los cojones. Pues vas a ver lo que hago con tu horquilla, puta».

Delgado fue hasta el inodoro que había en el cuartito del garaje y tiró la horquilla dentro. El aparato detector de micrófonos volvió a la normalidad al momento.

Delgado cogió el teléfono y llamó a Óscar.

—Tráete la furgoneta, rápido. Nos vamos de aquí. Pero antes tengo que hacer un recadito…

* * *

—Hemos perdido la señal, inspectora. —Antonio se desesperaba con los botones de la radio.

Valentina sintió los sudores de la muerte. Tenía un presentimiento funesto, aunque no se atrevía a manifestárselo a los otros.

—No puede ser. No puede ser, ¡joder! Intenta recuperarla, Antonio.

—Imposible. Es como si el micrófono no existiera. No recibo absolutamente nada.

* * *

Irina abrió los ojos. Notaba un terrible dolor en la sien y una confusión tremenda atenazaba su cerebro. No sabía ni dónde estaba ni qué le había ocurrido. Lo último que recordaba era que estaba en un baño hablando con Freddy. Luego, nada más.

Cuando logró acostumbrar la vista, se dio cuenta de que estaba metida en la caja de una pequeña furgoneta de reparto. Las ventanillas que daban a la cabina estaban tapadas. No podía escuchar nada. Solo el ruido del motor. Miró hacia abajo: tenía unos pantalones vaqueros y una camiseta que no reconoció como suyos. Y el pelo rubio caía suelto sobre sus hombros y su espalda. Ni rastro del moño ni de las horquillas…

Se dio cuenta al momento de que la habían descubierto y se espabiló por completo. Intentó liberarse, pero estaba totalmente inmovilizada. Sintió un miedo atroz. ¿Qué iban a hacer con ella?

Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas y cayeron a la manta que separaba su cuerpo del frío metal.

* * *

Velasco repasó las imágenes de la cámara para ver si estaba todo en orden. Habían salido ya cuatro coches. Los habían fotografiado todos. Escuchó la voz susurrante de Bodelón desde el otro lado de un árbol.

—Creo que viene una furgoneta… venga, apura. Antes de que se nos escape.

Después de fotografiar la matrícula, volvieron otra vez a la oscuridad del bosque.

* * *

La furgoneta se detuvo. Delgado abrió la puerta con violencia y subió a la caja. Luego le dio una patada en el estómago a Irina, que se encogió como un ovillo, intentando no sucumbir al terror.

—¡Puta! ¿Qué creías? ¿Que no iba a pillarte, cabrona? Zorra, hija de puta… vas a ver.

Irina boqueaba en el suelo como un pez fuera del agua, intentando coger aire cuando cayó la segunda patada. Vomitó parte del escaso contenido de su estómago. Delgado la miró con desprecio y asco y esperó unos segundos a que se recuperara. Sacó del bolsillo el teléfono de la joven rusa y se lo puso delante de los ojos.

—Mira, puta. Este es tu teléfono. Te suena, ¿no? Tiene que sonarte, porque acabas de llamar hace un rato a tu novio con él. Ahora mismo vas a llamar a ese cara de mono y le vas a decir que esté donde esté, tienes que verlo urgentemente. Y le vas a decir también que te espere justo donde yo te voy a decir. ¿Entiendes? Y lo vas a hacer, Irina, porque si no lo haces, mañana a primera hora, cuando Freddy salga de su casa, voy a pegarle un tiro en la cabeza delante de ti. Y luego daré orden de que se carguen a tu madre y a tu hermana. ¿De acuerdo? Así que elige. O una cosa, o la otra.

Irina miró a Delgado con los grandes ojos azules velados por el pánico, y asintió.

—Bien, putita. Vas a decirle a tu novio que quieres quedar con él en… vamos a ver… sí, en la dársena de Oza. Al principio. Es un buen sitio. Que vaya allí lo antes posible. ¿Entendido? —Irina asintió—. Perfecto. Ahora voy a quitarte la cinta de la boca, pero quiero que permanezcas callada hasta que yo te ponga el teléfono en la oreja. Como me des algún problema te vuelo la rodilla. Y luego, la otra.

Irina volvió a asentir con cara de desesperación. En cuanto le quitó la mordaza, abrió la boca y respiró con ansia, aunque sin desobedecer las órdenes de Delgado. La mejor sonrisa de hiena de su captor acompañó todo el proceso de búsqueda del número de Freddy. Cuando lo encontró, pulsó la pantalla y puso el móvil al lado de la oreja de la joven rusa.

* * *

Freddy se arrebujó en su fina cazadora bomber roja y blanca. Hacía fresco. Eran ya las seis y media de la madrugada y no sabía qué diablos hacía allí solo, alejado de la civilización, esperando por una Irina que a saber por qué lo había citado en el sitio más estrambótico de toda la ciudad. Los bares del puerto de Oza estaban ya cerrados. Y él se había gastado todo lo que le quedaba de la paga semanal en un puto taxi para llegar hasta aquel lugar solitario.

¿Qué coño le pasaba a Irina aquella noche? Primero le contestó de una forma extraña, entrecortada. Luego, colgó. Al cabo de un rato, cuando él ya estaba a punto de meterse en la cama, volvió a llamar, citándolo en Oza, cerca del puerto. ¿Por qué? No entendía nada.

Llevaba un cuarto de hora esperando, y su inicial perplejidad estaba ya dando paso a una mezcla soterrada de preocupación y cabreo. Sacó su móvil y miro la pantalla, por si había algún mensaje nuevo. Nada. Empezó a caminar despacio para entrar un poco en calor. A lo lejos, un faro iluminaba con luz mortecina los restos de la noche. Por allí no había absolutamente nadie. Si Irina tardaba diez minutos más, se iría a casa. Estaba muerto de sueño, y además, aún le duraba el efecto de los cubatas que se había tomado con sus colegas durante la madrugada.

Caminó hasta llegar casi a la altura del antiguo pantalán. No habían pasado cinco minutos cuando una furgoneta sin luces y algo destartalada se puso a su altura y se detuvo. Freddy miró con curiosidad hacia el interior y pudo atisbar dos siluetas masculinas. La ventanilla del pasajero se abrió.

Quedó paralizado cuando vio el cañón de una pistola salir y apuntar hacia donde él estaba.

La voz de Sebastián Delgado salió del interior, mientras el conductor, un hombre corpulento, bajaba del vehículo con rapidez portando un rollo de cinta de embalar en la mano, que empezó a desplegar con un ruido seco.

—¿No querías ver a tu novia, Freddy? —le espetó Óscar, disfrutando al contemplar su cara de perplejidad—. Pues aquí la tienes. Tan puta y tan viciosa como siempre. Está esperando por ti…

* * *

Valentina sentía como si una mano de hielo apretara su corazón con una angustia que no la dejaba pensar con claridad. No era normal haber perdido el contacto con Irina de aquel modo tan repentino, y tampoco lo era que no hubiese contactado con ellos desde su desaparición. No aguantaba más dentro de la furgoneta del operativo.

—Salgo un momento a tomar el aire, inspector. Si hay alguna novedad, avísame.

Llamó por radio a Velasco. Tenía que hacer algo productivo, o los nervios iban a devorarla viva. Comenzó a pasear en círculo con rapidez por el descampado, rompiendo pequeñas ramas con las botas del uniforme.

—Alfa dos, conteste. Aquí Alfa uno. Velasco, contesta por favor… ¿Ha salido ya el coche de Sebastián Delgado?

Velasco salió levemente de su escondrijo para responder a la pegunta.

—Aquí alfa dos. No, inspectora. Ni el de Pedro Mendiluce, que sepamos. Aún quedan dentro muchos invitados.

Valentina respiró hondo. Su instinto estaba preso de los peores presagios, pero no podía permitirse caer en el pesimismo tan fácilmente. Llevaban casi cuarenta minutos sin saber nada de Irina. Sin embargo, todo podría tener una explicación adecuada plausible y nada dramática. Frotándose los brazos, se concentró todo lo que pudo en analizar objetivamente la situación, como había aprendido a hacer cuando la tensión del momento le oprimía el pecho. Si Irina estaba en peligro inminente deberían irrumpir en la hacienda: lo que habían grabado ya bastaba para hacer puré a Delgado y su red de prostitución encubierta, y muy probablemente tendrían también una base legal para incriminar a Mendiluce. No obstante, una operación de rescate conllevaba sus riesgos, entre ellos que la mafia conectada con Delgado y Mendiluce tomara venganza con los familiares de Irina y de las otras chicas si estas se avenían a colaborar. Si los capturaban in fraganti y sentían la presión de la ley estaba segura de que buscarían el mejor modo de no empeorar las cosas, y eso pondría a salvo a las familias de las chicas. Por otra parte, una irrupción violenta siempre podía dar lugar a un tiroteo si alguien se ponía nervioso.

Cuando se disponía a entrar en el furgón, sonó su teléfono. Lo cogió en un instante y miró la pantalla. Un número oculto. Sin más, apretó la pantalla.

La voz de Delgado la hizo estremecerse.

—Inspectora. Buenas noches. Ya se imagina quién soy, ¿verdad? Enhorabuena. Su idea ha sido un éxito, inspectora Negro. Imagino que lo tendrá todo perfectamente grabado. Las putas, la droga… todo eso. Irina ha colaborado mucho y me lo ha contado todo, querida mía.

Valentina volvió a sonar como el acero, como aquel día en que lo interrogó en la comisaría.

—¡Delgado, esta vez has ido muy lejos! ¡Suéltala, o esta vez iré a por ti!

Pero Delgado tenía ya muchos problemas y no iba a dejarse intimidar esa vez fácilmente.

—Cálmese, inspectora. Un poco de calma no le vendría mal. No se preocupe, Irina está en muy buena compañía. No íbamos a dejar que estuviese sola en este trance tan dramático, ¿verdad?

—¿Qué cojones quieres decir, Delgado?

—Escúchelo usted misma, amiga mía. —El auricular enmudeció durante unos instantes eternos. Luego, un grito de dolor rompió el silencio. Un grito desgarrador.

Valentina reconoció al momento aquella voz. Era la voz de Freddy. Y en un instante comprendió que estaba asistiendo al nacimiento del peor día de su vida.