Sábado 19 de junio 21:10 h. CHUAC: Complejo Hospitalario Universitario A Coruña
Iturriaga estaba harto de contestar al teléfono. Desde que se había corrido la voz de lo ocurrido en el operativo para liberar a Lúa, medio país se había puesto en contacto con él. Y él lo único que quería en aquel momento era saber cómo estaba Manuel Castro y si iba a recuperarse de sus heridas. Estaba tentado de apagarlo. No tenía ganas de explicar lo ocurrido a todos sus jefes entre la gente que esperaba en urgencias.
Miró a la inspectora Negro. Se había quitado el chaleco antibalas y permanecía de pie, estatuaria, los brazos cruzados, esperando el informe de los médicos delante de la gran puerta que daba acceso a los quirófanos.
Intentó mandarla a casa, pero ella no hizo caso. Quería seguir al pie del cañón. Conocía poco a Valentina Negro, pero lo suficiente como para saber que matar a un hombre, aun en aquellas circunstancias, tenía que haberle afectado mucho. Pero no parecía inmutarse. Según ella, aún faltaba el seguimiento de la rusa, Irina. Aquella chica iba a correr peligro infiltrándose como topo en la fiesta, y no iba a estar ella cómodamente en su casa «recuperándose» mientras transcurría todo el asunto. Irina confiaba en la policía, y ella tenía que responder. Y punto.
Iturriaga analizó una vez más lo ocurrido, en silencio. Lo único diáfano de todo aquello era el extraordinario disparo de Valentina; una vez más la admiró y recordó que en su expediente de policía en prácticas en Ávila ya constaba de modo destacado esa habilidad. Por supuesto, había sido una decisión muy arriesgada; Lúa podía haberse quedado en el sitio, muerta por un disparo de la policía, y eso hubiera sido un marrón de primera. Pero todo salió bien, así que no tenía nada que reprocharle. En casos así, si se acierta se cumple con el deber, y si se yerra, la carrera de uno se termina. Los de la científica se habían llevado los vehículos y las pocas cosas que encontraron en la casa para analizarlas. Aún no habían identificado a ninguno de los dos secuestradores: no estaban fichados y sus huellas dactilares no figuraban en ningún lugar. En cuanto Lúa se recuperara, tendrían que interrogarla. Pero los médicos no les habían permitido acceder a ella aún: todo lo que le había pasado desde el secuestro hasta su liberación y tener que ver a su padre al borde de la muerte la había dejado muy tocada. Se encontraba en estado de shock.
Sin duda, todo aquello provenía del entorno del empresario. Iturriaga negó con la cabeza, apesadumbrado. Mendiluce y su codicia. Aquel hombre era capaz de pervertirlo todo con su mera presencia. Hasta el momento, se las había arreglado para permanecer impune y muy lejos de todos sus chanchullos, pero quizá había llegado el momento que habían esperado tanto tiempo. Quizá había cometido su último error.
Cuando salió el cirujano para comentar el estado de Castro, Iturriaga se acercó a Valentina.
—Manuel Castro está estable dentro de la gravedad. Le hemos extraído la bala que tenía alojada cerca de la columna vertebral. Hoy ha vuelto a nacer: unos milímetros más y no lo cuenta. También tiene el cúbito y el radio destrozados, pero eso es un problema menor. Es un hombre fuerte: se recuperará; con esfuerzo, pero lo logrará. ¿No hay ningún familiar a quien comentarle esto?
Iturriaga respondió, negando con la cabeza.
—Castro enviudó hará unos siete años, Lúa es hija única. No tengo conocimiento de otros familiares cercanos.
El rostro de Valentina se iluminó. El alivio que sentía en aquel momento era inmenso. Miró a Iturriaga, que recuperaba el color por momentos y se liberaba también de la pesada carga que había sentido mientras duró la operación quirúrgica. La inspectora Negro miró su reloj.
—Jefe. Me voy ahora mismo. Es tarde. Tengo que estar presente en el operativo. Con su permiso.
Iturriaga la vio marchar, tan resuelta como siempre. Se preguntó si detrás de esa fortaleza no se escondía una gran ternura, acorde con esa belleza que se le antojó inalcanzable. Pero dejó pronto sus ensoñaciones, suspiró y deseó que todo saliera bien. Con lo que le había costado conseguir que el juez aprobase las escuchas y la grabación, no podían arriesgarse a fracasar.
* * *
Bergondo. Chalet de Mendiluce, 22:00 h
Pedro Mendiluce saboreó el humo de su Cohiba desde el porche de su inmenso chalet. Aparentemente, todo estaba perfecto. Miró a su alrededor con empacho de satisfacción: el paisajista había logrado una pequeña obra de arte japonesa en su jardín, transformándolo en un lugar apacible y delicado. Era lo primero que iban a ver sus invitados al llegar. Podrían apreciar así su gusto exquisito y, a la vez —y eso era algo que le producía a Mendiluce un placer secreto que él mismo consideraba un tanto mezquino—, que estaba tan podrido de dinero que cualquiera de sus mansiones era un ejemplo de buen gusto y exquisitez, muy lejos del prototipo del constructor hortera, putero y con gruesas cadenas de oro destellando en la camisa abierta.
Vio llegar, a lo lejos, la primera de las limusinas negras. Al fin empezaban a llegar sus ilustres invitados. Iba a sorprenderlos con una costumbre que había aprendido en su última estancia en Italia. Celebrarían «Encuentros bunga bunga», con las veinte chicas disfrazadas de policías, enfermeras o colegialas. Todas para uno. O uno para todas. Podían sortearlas… O lo que se les ocurriera sobre la marcha. Cuando sus amigos estaban cargados de alcohol y polvo blanco, les daba igual una que otra.
* * *
Las chicas parloteaban nerviosas en el cuarto habilitado como camerino. Una mujer de mediana edad les repartió a todas varios trajes, para que pudieran cambiarse a lo largo de la fiesta según las instrucciones. Irina abrió la bolsa de plástico de la tintorería y sacó un atrevido conjunto de enfermera-para-todo, con cofia, ligueros, bata blanca ceñida y una minúscula minifalda de plástico. Suspiró, resignada. Por lo menos así podía conservar el moño tal cual lo había colocado en casa. Su amiga Tatiana tampoco había tenido mejor suerte: el traje de policía con grilletes de plástico, gafas de aviador y minishort no era mucho más decente que el suyo. La chica, que no aparentaba tener más de quince años, hizo un mohín de disgusto: Tatiana estaba en una situación parecida a la de Irina, y aquellas fiestas eran de lo que más la horrorizaba de todo lo que se veía obligada a hacer. A su alrededor, algunas de las jóvenes lanzaban pequeños gritos de sorpresa al descubrir su disfraz para el «momento bunga bunga», que constituiría —o eso pretendían— el fin de fiesta más espectacular de toda la historia de los encuentros organizados por Mendiluce.
* * *
Valentina se acomodó en el asiento como pudo. Ella y Larrosa estaban apretujados en la estrecha caja del furgón camuflado, los cascos puestos, observando las manipulaciones del agente Antonio Fuentes, encargado de las transmisiones. El técnico intentaba sintonizar perfectamente la señal de audio. Fuera, un par de agentes vestidos de paisano recogían ramas de árboles y las apilaban en un claro del bosque, para disimular.
Larrosa se inclinó hacia el lugar en donde estaban los auriculares y cogió un par. Se los puso y protestó. No recibía ninguna señal.
Se los dio a Antonio Fuentes.
—¿No puedes darme otro pinganillo? Aquí no se oye nada.
—Yo tampoco oigo nada, Fuentes. —Valentina se quitó los cascos y miró al técnico, que se afanaba para sintonizar el receptor de sonido, con semblante concentrado.
—¿Y si acercamos la furgoneta al chalet?
—Inspector, este sitio es ideal. Si nos acercamos más nos arriesgamos a que nos vean a través de las cámaras de seguridad de la finca. Un poco de paciencia, por favor.
Pronto las voces de las chicas inundaron los auriculares. Valentina les hizo un gesto para que guardaran silencio.
—Chist. Creo que acaba de entrar Sebastián Delgado. A ver qué dice…
Escucharon la voz inconfundible de Sebastián Delgado: «Muy bien, perfectas. Estáis perfectas. El traje que acaban de daros es para la sesión de la última hora, acordaos. Por ahora seguid así. Ya están llegando los primeros invitados, así que podéis ir saliendo ya. Por cierto, me gusta tu moño, Irina. Pareces una muñequita rusa…».
La voz de la joven sonó tan irónica como convincente.
—Gracias, jefe. No lo toques por favor, me ha costado más de una hora conseguir que se mantenga en su sitio…
Al cabo de unos segundos, se escuchó la voz de Tatiana que susurraba con rabia mientras las manos crispadas rompían un lápiz de ojos.
—¡El día que pueda, te cortaré los huevos con mis propias manos, cabrón!
* * *
—Gracias por venir, amigo mío. —Mendiluce adoptó una actitud meliflua, sinuosa. Acompañó al juez Serrano hacia las mesas del jardín en donde había instalado una carpa con bebidas, bandejas repletas de delicatessen y unas pequeñas copas colmadas con cocaína. Al lado de las copas, tuteros de plata y espejos para poder cortar la droga al gusto del consumidor. Las velas perfumadas iluminaban aquí y allá, y rompía el silencio campestre la voz de una soprano acompañada de una orquesta de cámara que tocaba a lo lejos, en un pequeño palco improvisado.
El juez se frotó las manos con excitación delante del banquete.
—Eres un crack, Pedrito. No falta detalle. Desde luego, todo tiene muy buena pinta. —Miró con lujuria a una sonriente camarera vestida de animadora deportiva que le ofreció una bandeja con cócteles—. ¿Dónde están los otros?
—Llegas pronto, Borjita. Eres el primero. Aparicio está a punto de llegar, me ha llamado para comentarme que ya sube la cuesta.
—¿Aparicio? No me jodas. Fantástico. Pensé que no iba a volver más. De hecho, la última vez que hablé con él me había dicho que a esta en concreto no venía. Sospechaba que varios sacerdotes de los Legionarios estaban metiendo las narices en sus actividades, y ya sabes que la cosa está bastante cruda desde que le descubrieron al Maciel todas sus «cosillas»…
—Aparicio siempre ha sido muy poco discreto, Borja. Acuérdate de cuando paseaba con su «novia» sin cortarse demasiado delante de toda su feligresía. Le vendría bien un poco más de discreción a la hora de desfasarse, teniendo en cuenta que es un sacerdote bastante conocido. —Sonó su teléfono. Miró el número—. Pero bueno, sírvete lo que quieras. Tengo que dejarte, precisamente acaba de llegar nuestro cura favorito y voy a recibirlo…
* * *
La teoría de Geraint Evans siempre volvía a su mente, una y otra vez. Había algo que no cuadraba. Se le manifestaba de una forma insidiosa, pero no con demasiada claridad. Era algo frágil, difuso, que parecía evadirse justo cuando estaba a punto de ser concretado en una idea con algo de sustancia.
No entendía qué era lo que fallaba. Quizá nada. Tal vez estaba poseído por un exceso de celo, o un extraño miedo a que todo hubiese resultado demasiado fácil.
Sanjuán se acercaba a la cita con Morgado con muchas dudas y pocas certezas sobre cómo preguntarlas. Ni él mismo sabía qué buscaba en ese encuentro. Sin embargo su intuición le decía que le hacía falta un poco de luz. Pero… ¿qué podría decirle en realidad un profesor de Arte sobre el significado psicológico de esas obras? Se dio cuenta de que tendría que ser muy habilidoso para encontrar alguna pista a partir de las intuiciones «artísticas» que Morgado pudiera proporcionarle, y no tanto por sus aportaciones psicológicas, en lo cual solo era un aficionado.
Sanjuán suspiró profundamente. A lo mejor estaba siendo demasiado duro consigo mismo; pero no. Definitivamente no. El runrún persistía siempre que intentaba acallar su intuición con las ideas más razonables. Volvió a darle otra vuelta: si el crimen estaba conectado con el simbolismo de la obra, entonces la personalidad del asesino bien pudiera reflejarse en ellas. Y si de las obras emanaban perfiles de personalidad diferentes, entonces, concluyó Sanjuán, podría caber la posibilidad de que el asesino de Londres y el asesino de Coruña no fuesen la misma persona, como decía Evans… lo cual a él le parecía muy improbable. Se dijo una vez más que los modus operandi y la firma de los asesinatos (la violencia expresiva, que refleja las fantasías y necesidades emocionales del autor) eran extraordinariamente parecidos: las violaciones, el sadismo, las propias víctimas, tan iguales… No relacionarlos estaba fuera de lógica por completo. Sin embargo, un sentido de precaución se había disparado en su cabeza y había provocado ese encuentro con Morgado: había aprendido que no debía dejarse llevar por una idea única, por muy sensata y aplastante que esta pareciera. «Nada resulta más engañoso que un hecho evidente», decía Sherlock Holmes. Sanjuán lo explicaba bien en sus clases: a ese error lo denominaba «efecto de túnel», y no quería por nada del mundo caer en ese paso en falso de novato, algo que ya había advertido también Edgar Allan Poe en el relato que inauguró la moderna literatura policíaca: Los crímenes de la calle Morgue.
Valentina lo había llamado hacía un rato, poniéndolo más o menos al corriente de los sucesos con Lúa: más o menos, porque la radio del taxi informaba de la muerte de al menos dos personas en el incidente, y Valentina, al parecer, había omitido los detalles más escabrosos de la liberación.
En el momento en que él le mencionó a su vez si le importaría que fuese a hablar con Morgado sobre los crímenes, de alguna manera no le sorprendió demasiado que ella le respondiese que también había contactado con él para solicitarle que estudiara los cuadros del asesino de Londres y sus posibles vinculaciones artísticas en la ciudad. Así que no encontró en Valentina ningún impedimento policial para solicitar un poco de información. Y allí estaba, de nuevo dentro de un taxi, esta vez camino de un restaurante en donde había quedado con el profesor de la Escuela de Arquitectura. Prefirió no pensar en un pequeño detalle que le resultó algo incómodo en un primer momento. Valentina había ido a hablar con Christian y no le había comentado nada. No era normal en ella…
—Es aquí. —El taxista se volvió hacia él, indicándole el lugar. Sanjuán pagó la carrera y le dio propina. Cuando salió del coche, el frío de la brisa del mar le hizo arroparse con su fina chaqueta. A veces olvidaba que no estaba en Valencia.
* * *
Mendiluce bebió un sorbo largo de champán. Luego dejó la copa sobre la mesa y se acercó a Arturo Durán, que había sentado sobre su regazo a una Irina semidesnuda y apenas cubierta por una chaquetita de raso y un largo collar de perlas falso, que parecía extrañamente locuaz. Durán le hablaba al oído en susurros, y ella respondía en alto, entre risas, mientras se tocaba la nariz para recolocar bien los restos de cocaína.
—Arturo. —Mendiluce se sentó al lado de la parejita y cruzó la pierna, recostándose cómodamente—. Me encantó lo tuyo del otro día en la radio. Eres todo un comunicador. No sé cómo no te cerraron el tenderete. Mira que meterte con el conselleiro de Cultura y llamarlo putero, diciendo que se gastaba la Visa oficial en zorras…
Durán acarició con suavidad el largo cuello de Irina y miró a su anfitrión con aspecto orgulloso.
—¿A que te gustó el puntazo? Soy el azote de los corruptos gallegos desde mi púlpito radiofónico. Y a tu salud, si no te importa, voy a meterme otra rayita de este género tan bueno que has traído para la fiesta. ¿De dónde lo has sacado?
—No tengo ni la más remota idea. De ese tipo de asuntos se encarga Sebastián Delgado… Por cierto, ¿dónde estará metido el muy capullo? Hace un buen rato que no lo veo por aquí…
* * *
Delgado se metió un trago de whisky de veinte años de un golpe. Sintió cómo el licor ardía mientras bajaba por el esófago, pero no le importó. Cuando terminó el contenido del vaso, cogió la gruesa botella de cristal esmerilado y se sirvió otro tanto. Encendió la televisión. La llamada de Óscar lo había dejado helado, atónito. Durante la tarde había estado totalmente absorto en los preparativos de la fiesta y, aunque estaba algo extrañado por el silencio del rumano y los vigilantes, no le dio demasiada importancia al asunto.
Estaba escondido en uno de los pisos superiores de la finca, en la desierta habitación del servicio. Buscó con el mando una emisora local que ofreciese un boletín de noticias. No hizo falta: en un canal del TDT pudo ver imágenes del conocido edificio y de los vehículos de la policía. Luego, una ambulancia salía de la zona, mientras el locutor narraba la muerte de dos secuestradores en una arriesgada operación policial, dos hombres aún sin identificar que tenían retenida a una periodista en un piso adosado.
Si Lúa Castro había salido ilesa (y todo hacía indicar que sí) iba a cantar todo lo que había visto en el yacimiento. Iba a cantar que los vigilantes la habían secuestrado. Iba a cantarlo todo, la muy zorra. Y a poco que tirasen del hilo, iban a meterlo para dentro. A él, y a continuación, a Pedro Mendiluce. ¿Cómo podría mirarlo después a la cara? Por su culpa todo el negocio se había ido al garete. Y por culpa de la cabrona de Raquel y sus ideas de tarada.
Se sirvió otro whisky doble. Sacudió la cabeza con desesperación. Aquello no podía estar pasándole. La puta de la inspectora Negro otra vez. Se tomó el whisky de un trago y luego tiró el vaso, que estalló con violencia. Lo único que tenía en mente era una idea fija: huir de allí cuanto antes con Óscar, que estaba metido en el marrón hasta la cadera, como él.
Tenía que pensar rápidamente en la manera de desaparecer.
* * *
Valentina miró a sus compañeros con asombro.
—Joder, es Arturo Durán. Tito Durán y su voz inconfundible. Dios mío. Qué pasada. No me lo puedo creer. El amigo de los ciudadanos es también «el amigo de las niñas».
Los policías escuchaban el diálogo totalmente asombrados. Aquel hombre dedicaba las mañanas radiofónicas a fustigar a toda cuanta figura pública cayese en su diana, acusándola de amoral, corrupta, o destapando con descaro sus comportamientos poco adecuados…
—Irina… ¿cuántos años tienes, preciosa?
—Tengo dieciséis —mintió ella con descaro—, recién cumplidos.
—Se te notan las carnes tersas, que rebotan… Así me gustan a mí las niñas, Irina. Como tú. Frescas, duras, en plena juventud.
—¿Otra raya, Arturo? Yo voy a meterme otra… ¡Es taaaaaaaan buena!
—Venga. Otra raya. Llámame Tito, preciosa. Es verdad, Pedro siempre trae la mejor coca de Galicia para sus fiestas. Y las niñas más guapas de todo el mundo, no sé de dónde las saca… ¿De dónde eres, por cierto? No te había visto en la fiesta anterior.
—De San Petersburgo…
La voz de Arturo Durán sonó un poco achispada.
—Tú y yo vamos a irnos a San Petersburgo de vacaciones cuando quieras, muñeca. Vamos a irnos de farra a tu preciosa ciudad. Total, los gastos va a pagarlos la emisora, como siempre.
* * *
Sanjuán esperaba con paciencia infinita a que Christian Morgado terminara de coquetear con la camarera del pub Vela. A aquella hora, las once y media de la noche, el lugar estaba bastante tranquilo. La trompeta delicada de Chet Baker, con sus suaves ecos opiáceos, contribuía a lograr un ambiente acogedor, solo roto por el ruido de las bolas de billar al entrechocar o las exclamaciones contenidas de dos lanzadores de dardos que jugaban casi en silencio mientras apuraban los cubatas.
Morgado volvió al fin con las copas y se sentó enfrente del criminólogo. Sanjuán ya había preparado todo el material de estudio para analizarlo conjuntamente con Morgado desde el punto de vista estrictamente artístico.
—Bien. Vamos a trabajar. —Morgado sacó unos folios de la carpeta que había llevado y se los dio a Sanjuán—. He estado estudiando las fotos de todas las escenas del crimen. Valentina —y cuando nombró a la inspectora, Morgado pareció deleitarse con cada sílaba de su nombre a propósito, pensó Sanjuán—, también me pidió ayuda. A ver si podía encontrar coincidencias del estilo de artistas coruñeses con los cuadros del Artista, pero por ahora la búsqueda ha sido infructuosa. Sin embargo, lo tuyo ha sido más «sencillo», por así decirlo. —Entrecomilló con los dedos la palabra para enfatizar la expresión—. No ha sido precisamente agradable, pero bueno. Estoy empezando a cogerle gusto al asunto este de la investigación criminal… —Esbozó una sonrisa triste.
—Ya. Entiendo. La verdad es que nunca te acostumbras…
—He estado buscando diferencias entre las tres escenas del crimen. Siempre desde el punto de vista de un crítico de arte. Y en efecto, sí, tienes razón. Hay diferencias. Sustanciosas diferencias. Pero también hay similitudes que no se pueden dejar de lado.
Sanjuán asintió, mientras daba un trago a su gin-tonic.
—Dime qué has visto.
—Bien… dejando de lado que cada escena represente una diferente expresión artística, a saber un libro, un cuadro y una ópera, por ejemplo… aunque esto podría discutirse… sí, podría decirse que las dos escenas de Inglaterra son mucho menos elaboradas que la del crimen de Lidia. Menos cuidadas. Por ejemplo, la de Patricia Janz. Si el asesino hubiese sido más estricto, el cuerpo tendría que haber aparecido en Londres, no en Whitby. En un ataúd, no en el medio del campo. Este crimen, más que la obra de Stoker, me pareció que aspiraba a representar una película de vampiros que hacía la productora Hammer, ¿te acuerdas? —Sanjuán asintió, citando a Christopher Lee y a Peter Cushing como sus actores perdurables, cosa que agradó a Morgado—. En sus momentos de decadencia. De la escena de Salomé, mejor no hablar. Menuda chapuza. Los siete velos… parecen sacados de un atrezzo de los chinos. Impactante, eso no se puede negar, la cabeza del mendigo… De todos modos, la elección de todos los motivos artísticos corresponde a un patrón común, que no es otro que el miedo simbolista a la femme fatale. —Y al decir esto, puso realmente cara de estar disfrutando de compartir lo que consideró que era un auténtico hallazgo.
Pero, para su sorpresa, esa revelación no era novedad para Sanjuán; por ello este asintió con rapidez.
—Efectivamente. La mujer lúbrica. Ya lo he pensado. El castigo a la evidente sexualidad de la mujer vampiro, la empusa, en el caso de Lucy Westenra, o el final trágico de Salomé, que también corresponde a la lujuriosa irrefrenable capaz de matar solo por un beso. El sacrificio de dos Mantis, devoradoras de hombres.
Morgado miró a Sanjuán con cierta admiración.
—Así es, un análisis perfecto, Sanjuán.
—Y es ahí donde a mi empiezan no a cuadrarme las cosas. Lidia-Ofelia, por ejemplo. Porque Patricia Janz y Floria eran miembros de una hermandad que realizaba prácticas sadomasoquistas y ambas podrían, en la mente del asesino, merecer la tortura y la muerte. Pero… ¿Ofelia? En la obra de Shakespeare es una chica joven e ingenua. Y su muerte es injusta a todas luces, causada por la locura de Hamlet.
Morgado cogió su copa y la miró al trasluz, pensativo. Luego asintió.
—Tienes razón, pero… a lo mejor en la muerte de Lidia, más que en la obra de Shakespeare, has de bucear en la vida de la modelo del cuadro.
—Te refieres a Elizabeth Siddal.
—Exacto. Date cuenta de que los tres crímenes representan tres símbolos del fin de siécle, al igual que los cuadros y las fotografías del Artista. La Siddal es la modelo pelirroja que muere en trágicas circunstancias. La sobredosis de láudano. El suicidio por amor, al sentirse abandonada por su marido, Rossetti, tras parir a un hijo muerto. La exhumación de su cuerpo a la luz de las antorchas en el cementerio de Highgate para recuperar el libro de poemas de Rossetti… Por cierto, ¿sabías que la leyenda dice que el cuerpo estaba incorrupto y que el pelo rojo había crecido hasta inundar el ataúd? Son paparruchas victorianas, por supuesto. Pero quizá ayuden a entender el significado de la escena del crimen. ¿Te das cuenta de que tanto Lucy Westenra como Elizabeth Siddal son exhumadas y permanecen «incorruptas» en sus tumbas en el mismo lugar, el cementerio de Highgate? Y eso no es todo. Salomé… y ahora me refiero a la obra de teatro. Óscar Wilde la escribió pensando en Sara Bernhardt. ¡Y también Tosca, ahora que lo pienso!… —Morgado estaba entusiasmado, su cerebro en plena ebullición de asociaciones deslumbrantes, tal y como Sanjuán lo percibía—. La Bernhardt también interpretó Tosca, pero no la de Puccini, sino la de Sardou… todo esto viene a cuento porque la diva solía dormir en un ataúd y hacía gala de ello… —Morgado subió el tono de voz, excitado por sus argumentos—. Tenías razón cuando decías que tenía que haber ciertas conexiones artísticas. Las hay. El mito de «La muerte y la doncella» es una de ellas. O la eternidad a través del cuerpo incorrupto, no sé. Ya se me ocurrirán más. Ese hombre es muy astuto… En todo caso, Sanjuán, me da la sensación de que en el caso del crimen de Lidia la simbología del Artista puede estar igualmente relacionada con Elizabeth Siddal y con la Ofelia de Shakespeare al mismo tiempo.
—¿Tú crees que el Artista se ha inspirado a la vez en la modelo del cuadro y en la prometida de Hamlet a la vez?
Morgado asintió.
—En efecto. Fíjate. Ambas comparten un trágico destino, como Lidia: la joven muerta en la flor de la vida, el suicidio por amor, la pureza mancillada… todo ese tipo de cosas. A lo mejor, por alguna razón que desconocemos, el Artista no consideró a Lidia tan merecedora de un castigo «postmortal» tan cruel como el de sus compañeras y por eso se esmeró mucho más a la hora de recrear un cuadro tan exquisito. No sé. —Morgado le dio un trago largo a su copa y miró a Sanjuán con aspecto cansado—. La verdad, creo que estoy empezando a divagar.
Sanjuán asintió en silencio. Morgado tenía razón. Quizá la policía no había investigado el mundo de Lidia Naveira con toda la profundidad que requería el asunto. La habían catalogado desde el primer momento como una buena chica, buena estudiante, pocos novios. Pero… ¿y su vinculación con Sebastián Delgado? Sería necesario buscar más allá de la superficie en la vida de aquella chica pelirroja. Sea como fuere, si el razonamiento de Morgado era correcto, el Artista consideraba a Lidia menos corrupta que a las otras víctimas, lo que no la había librado de una muerte igual de sádica que las sufridas por las otras, pero sí le había procurado una escenografía más benévola… Realmente esa idea era de una sutil perversidad (el asesino cuidando el contexto artístico del crimen para hacerlo corresponder con el grado de «corrupción» de sus víctimas), pero tuvo que reconocer que tenía mucho sentido.
* * *
Irina había logrado escabullirse un momento de los brazos de pulpo del locutor de radio y se acercó a una de las chicas que conocía de una fiesta anterior, hacía meses. Gladys, una caribeña de cuerpo espectacular que no se soltaba de la copa de Rioja y que devoraba percebes como si fuesen pipas.
—Irina, cuánto tiempo… —La voz pastosa y el abrazo agobiante de los brazos musculados eran de esperar—. Pero toma. Un poco de champán. Tienes la copa vacía.
—Gladys. ¿Cómo estás? No estuviste en las últimas fiestas… No te veo desde hace un montón de tiempo. Pero… estás guapísima. Me encanta tu vestido.
—Ya. Entre tú y yo, es de las rebajas de Blanco, superbarato. No me has visto porque estuve enferma. Me rompí una pierna, ¿te lo puedes creer? Resbalé al salir del barco de Pedro, en cubierta. Estábamos organizando una «fiesta» —guiñó los ojos al decir esa palabra—, con los concejales de varios ayuntamientos y empresarios del ladrillo, ya sabes, esas tan famosas en su barco, y en plena faena, me caí. Fue un desastre, de verdad. Ahora me río, pero en el momento…
—Pobre… —Irina le hizo un cariño un poco soso—. Imagino que debiste de pasarlo fatal.
—Pues no te creas, querida. Al final salí ganando. Como me porté muy bien, Pedro dio por condonada mi deuda y me dejó libre como un pájaro. Pero yo sigo aquí, al pie del cañón… —Gladys cogió otra botella de vino y se sirvió media copa. Aquella mujerona podía beber como un cosaco sin emborracharse—. Me encanta este trabajo, niña. No puedo dejarlo. Lo único que me ha dado miedo ha sido lo del asesinato de la chica esa…
Irina levantó las antenas al momento, llena de interés.
—¿De qué asesinato hablas?
—Irina, por Dios. ¿No te has enterado? —El rostro de Gladys se ensombreció—. La chica aquella, la jovencita pelirroja que venía algunas veces a las fiestas… es la que apareció asesinada el otro día en el parque de Eirís. Lidia Naveira… Pero… ¿de verdad que no te suena?
Carlos Larrosa miró hacia Valentina con ojos de alarma, sujetándose el pinganillo para que no se le cayera.
—¿Has oído lo mismo que yo? ¡Joder!
—Sí. Lidia Naveira en las fiestas de Mendiluce. Chist. Calla. Espera a ver que más dice… —le interrumpió Valentina.
«… Era la favorita de Pedro, se veía a leguas. Nunca se acostó con ningún invitado. Permanecía siempre al lado de él, callada, misteriosa. Muy bien vestida. Pedro la miraba como si fuese el amor de su vida. Luego, al cabo de un rato, desaparecía. Nosotras la llamábamos La Cenicienta, porque a las dos de la madrugada se iba con Sebastián en el coche. De repente, no volvimos a verla más. Hace meses de aquello, quizá más de un año… y luego vi la foto en los periódicos. Era ella, la misma chica. Sin duda… Pero niña, levántate, nos llaman. Está ahí Delgado con cara de muy pocos amigos. Creo que ha llegado el momento de que nos cambiemos de ropa».