Sábado, 19 de junio, 19:00 h
El hombre de los ojos fríos se paró unos segundos, clavándole la mirada, analizando a su presa como un halcón a una paloma torcaz. Lúa notó cómo su cuerpo empezaba a transpirar y a temblar sin control. El corazón se había desbocado, pero intentó dominarse a duras penas. En el fondo de su cerebro una señal le decía que no iba a servirle de mucho demostrar miedo. Al revés.
Luego, el hombre se acercó a una esquina de la habitación y cogió una mesa de madera que había allí, olvidada. La colocó en el medio sin esfuerzo. Sacó un estuche de terciopelo negro y lo dejó en una esquina de la mesa.
—¿Qué quieres de mí? —Lúa consiguió emitir un sonido ahogado de su garganta seca.
Él no contestó. Se limitó a sacar un rollo de cinta de color marrón y a dejarlo al lado del estuche.
Cuando terminó de colocar todos los utensilios, el hombre se volvió hacia Lúa. Tenía una pistola en la mano. Habló por primera vez, una voz bien timbrada y metálica con un imperceptible acento del este.
—Voy a quitarte las esposas. Luego quiero que te desnudes completamente. Acto seguido, te subirás encima de la mesa, boca arriba. Hazlo todo sin protestar. O te dispararé en las rodillas y te subiré yo mismo. Después, tú y yo hablaremos de unas fotografías que sacaste en cierto yacimiento. La gente está muy enfadada contigo, Lúa Castro…
* * *
Irina salió de la bañera, la fina piel colorada del calor del agua hirviendo. Le quedaba una hora para estar lista. Daba lo mismo, en cuanto llegase a la fiesta, tendría que volver a vestirse y a maquillarse al gusto de Sebastián Delgado y de los otros cerdos que iban a disfrutarlas.
Ya había llamado a la inspectora. El microbús la recogería a las nueve de la noche. Aún no les habían comunicado oficialmente el lugar exacto de la fiesta, pero sus amigas estaban casi seguras al cien por cien de que iba a ser en el enorme chalet que Mendiluce tenía en Bergondo, un lugar apartado y hermoso en el medio de un bosque. Carlos Larrosa, Velasco y Bodelón estarían cerca de ella en todo momento. De hecho, los tres policías se encontraban cerca de su casa, vigilando dentro de coches camuflados.
Freddy no la había llamado en todo el día. Estaba furioso. Sabía lo que iba a pasar. Su hermana habló con él para calmarlo y convencerlo de que era necesario aquel paso antes de conseguir una vida normal para Irina. La joven reprimió unas lágrimas y respiró hondo antes de abrir la puerta del armario para buscar unos vaqueros y una camiseta amplia.
Una vez vestida, se sentó delante del espejo de su cuarto y empezó a recogerse el cabello en un moño alto y complicado. Como el que hacía su madre.
La caja con la horquilla esperaba al lado del cepillo del pelo.
* * *
La inspectora Valentina Negro se ajustó el chaleco antibalas y las botas, escondida detrás del BMW. Luego revisó su pistola y la metió en la funda. Observó que los GOES se deslizaban con lentitud, cargando con sus pesados fusiles hacia los portales delanteros del edificio, escondiéndose entre las sombras del atardecer. Sobre la colina, entre los eucaliptos, un tirador con un Mauser SG 66 vigilaba las ventanas y el portal por si fuese necesaria su intervención.
A su lado, Manuel Castro mascaba chicle furiosamente mientras mascullaba por lo bajo.
—Hijos de puta. Como le hayan hecho algo a Lúa… los mataré a todos uno a uno. Le cortaré los cojones a Delgado con mis propias manos… Cabrón…
La radio sonó, la voz de Antón Louro estaba rodeada de estática.
—Estamos preparados. Avanzamos hacia el objetivo.
* * *
Lúa levantó la cabeza como pudo y vio acercarse un cúter afilado hacia sus ojos. Estaba sujeta a la mesa por cinta de embalar, manos y pies totalmente fijos a la tabla.
Aquel hombre parecía estar disfrutando de los prolegómenos de su tortura.
—¿Por dónde empiezo? Me han pagado también para que te folie… así que podríamos empezar por el placer. Luego el dolor… ¿O prefieres las dos cosas juntas? Permíteme decirte que lo haría todo gratis. Estás muy buena… —Acarició sus pechos con las manos enguantadas. Luego, el vientre, y al final, los muslos. Introdujo un dedo en su vagina, suavemente. Subió la mano hasta la boca de Lúa, que torció la cabeza, muerta de terror.
—¿Qué prefieres, Lúa? ¿Chuparme el dedo? —Jugueteó con los labios de ella—. ¿O que te corte un ojo con la cuchilla?
Cuando ella abrió la boca y empezó a chupar el dedo, la cuchilla se alejó de su campo de visión.
—Así está mejor. Luego me dirás algo de esas fotos que sacaste. Hay cámaras en el yacimiento, lo sabes, ¿verdad? Graban día y noche. Gracias a ellas, vieron tu cámara, y la luz del flash. Vieron la luz del flash. Muy mal, Lúa. Las fotos con flash nunca salen del todo bien, deberías saberlo… sigue, sigue chupando. Ahora dos dedos… Tienes que practicar, porque dentro de un rato chuparás algo mucho más interesante que los dedos de mi mano.
* * *
Dos de los GOES alcanzaron el edificio entrando por la trampilla del tejado y avanzaron con cautela para no resbalar. Luego saltaron a una terraza y los perdió de vista. Los que estaban en la calle alcanzaron la puerta de entrada y permanecieron allí durante unos segundos.
Valentina sacó la pistola de la funda y miró hacia Castro, los músculos totalmente en tensión. Luego miró para la rueda del coche que tenía justo al lado.
—Lo que más me jode es tener que estar aquí quieto mientras son ellos los que entran en la casa, coño. —Castro escuchó el ruido del aire de las ruedas del BMW al salir a presión—. ¿Qué haces, inspectora?
—Algo que aprendí de mi hermano pequeño. A veces tiene buenas ideas…
* * *
Uxío esperaba detrás de aquella puerta con una mezcla de curiosidad y miedo. Sabía lo que se avecinaba y albergaba un deseo secreto de ser testigo de la tortura, violación y muerte de aquella chica. Pero no se oyó nada. De detrás de aquella puerta de madera solo se filtraba un silencio sepulcral.
Al cabo de un rato, desistió. La habría amordazado. O Dios sabe. De repente le entraron ganas de dar una vuelta. De tomar el aire. De fumar un cigarrillo. Así que cogió la cajetilla y el mechero y bajó las escaleras, dispuesto a salir al fresco de la tarde.
De repente, la puerta de la calle reventó en mil pedazos. Uxío se quedó paralizado en el medio de las escaleras, pero reaccionó al ver que unos hombres gritaban y se apostaban armados hasta los dientes, los cascos negros, los chalecos antibalas… No cabía duda.
Subió las escaleras a toda velocidad y sacó la pistola. Los cabrones de los GOES. Los habían encontrado. Disparó, casi sin apuntar, tres tiros y se metió en la casa. Cerró la puerta y, con todas sus fuerzas, empujó un sillón contra ella para impedir el paso, bloqueando la entrada. Fuera escuchó un par de disparos como respuesta, y el ruido de las botas subiendo las escaleras con gran estruendo. Algo golpeó la puerta con una fuerza descomunal.
«¿Joder… y ahora qué hacemos? Tengo que avisar al que está dentro ahora mismo».
No hizo falta. En unos segundos, la puerta que encerraba a Lúa se abrió y el rumano salió de la habitación, armado con una Beretta en una mano y parapetado detrás de una Lúa totalmente desnuda, desencajada y con restos de cinta adhesiva por todo el cuerpo.
* * *
Mendiluce se puso la americana de rayas verdes y amarillas de Moschino y se miró al espejo. Hacía juego con la pajarita amarilla. Tenía el día sublime, así que decidió vestirse como un esteta decadente para la fiesta. Aunque él no participara (en el fondo le horrorizaban aquellas manifestaciones grupales tan obvias de los instintos sexuales) le gustaba observar cómo todos aquellos peces gordos caían en sus redes. Luego se encargaría de pedirles, de solicitarles, de extorsionarlos si hacía falta. Todo de una forma educada y con buenas formas. Y siempre de manera indirecta.
Buscó entre sus perfumes alguno inspirador. Era hora de probar la fragancia que le había regalado una amiga florentina. La tenía olvidada en un armario, sin estrenar. Era un presente especial, por su cincuenta cumpleaños, que encargó en una exclusiva tienda de perfumes en la ciudad del Arno.
Mendiluce destapó el tarro de cristal y se embriagó con el olor a cedro, cardamomo y vainilla. Desde luego, era el perfume ideal para su «día sublime».
* * *
—¡Han atrancado la puerta! A tomar por el culo el factor sorpresa. —Antón reculó escaleras abajo con rapidez. Quería saber si los que estaban en el tejado habían encontrado algún camino para entrar en el piso. Si no, tendrían que subir el ariete. Habló por radio con ellos. Estaban en la terraza del piso de al lado. Podían entrar en cualquier momento por allí. Esperaban órdenes.
Valentina vio al subinspector Louro salir y hablar por la radio. Se dio cuenta de que el asalto al piso había fracasado en primera instancia. Agarró a Castro, pero este se le escurrió bruscamente con la pistola en la mano. No podía aguantar más allí quieto, sin hacer nada. Lo vio moverse con sigilo hasta pegarse a la puerta trasera de la furgoneta.
Ella permaneció parapetada detrás del coche. Por el momento, su presencia no serviría de nada más que para estorbar.
Se abrió una ventana. La voz del rumano rompió el silencio de la tarde.
—¡Si quieren que esta zorra siga viva, quiero que salgan todos de aquí! O me la cargo de un tiro. Quiero verlos a todos agrupados y con las armas en el suelo. ¡Y saquen a aquel imbécil de entre los árboles! ¡Lo quiero ahora mismo fuera! ¡Digo el tirador! Se ve el reflejo del telescopio a kilómetros. —El sicario no perdía la compostura, sus pulsaciones bajas como las de una serpiente.
Valentina vio fugazmente en la ventana a Lúa Castro, desnuda y sujeta por el cuello por un brazo que la asía con fuerza.
El subinspector Louro detectó el acento rumano. Aquello no estaba saliendo según lo previsto. Había que improvisar. Llamó por radio al tirador para que se retirara.
Miró hacia arriba y gritó.
—¡No dispare! Ya está. Ya viene hacia aquí. Haremos lo que usted nos diga.
—Bien, muy bien. ¿Quién está al mando de esta mierda de operación?
—Yo estoy al mando. Soy el subinspector Louro.
—Louro, escúcheme bien. No voy a negociar. No voy a esperar. Ahora mismo quiero a todos sus hombres desarmados y esposados delante de esta ventana. También quiero ahí a los dos que tiene en la terraza intentando entrar aquí. ¡Sin trampas!
Todos se miraron, extrañados. Louro apretó los dientes. Aquel hombre no era un aficionado. Llamó a los dos miembros del operativo que faltaban y les ordenó que se reunieran con el grupo.
Valentina se tiró en el suelo con agilidad y se apretó contra el asfalto. Por fortuna, el tipo no la había visto. O eso parecía. Y tampoco a Castro, que permanecía escondido detrás de la furgoneta de reparto, fuera del campo de visión del rumano.
—Ahora va a bajar una persona que los ayudará a hacer todo lo que yo he dicho. Venga, ¡armas al suelo, esposas fuera! ¡O la mato, joder! La cabeza de Lúa asomó por la ventana con un cañón apuntando a su sien.
La puerta se abrió y Uxío salió del portal, con un pasamontañas en la cara, armado con un fusil semiautomático. Empezó a esposar a todos los miembros del operativo, que habían tirado sus armas al suelo formando un montón.
—Los quiero a todos sentados y tranquilos. Venga, con rapidez. ¡Ahora mismo, cojones!
Los policías obedecieron. Cuando terminaron, Uxío esposó al último. Pasó una cuerda entre las esposas y los dejó a todos perfectamente inmovilizados. Cuando Petrescu vio todo bajo control, descendió por las escaleras, con Lúa desnuda y aterrorizada, la pistola clavada en su cabeza.
Petrescu se dirigió hacia su coche con calma. Uxío lo acompañó, protegiéndole la retaguardia. Ninguno de ellos contaba con la presencia de Manuel Castro, que había aguantado la respiración escondido detrás de la furgoneta. Lleno de ira al ver a su hija así, desnuda y en manos de un cabrón degenerado, dejó su escondite y disparó sin avisar, derribando a Uxío de un tiro certero en la cabeza.
En ese mismo momento, Valentina se levantó y apuntó a Lúa y a Petrescu desde el capó del coche.
—¡Suéltala o te mato, cabrón! —Valentina aprovechó la sorpresa para intentar acojonar al rumano, que de repente, sorprendido y confuso, no vio la situación tan clara como unos instantes antes. Pero Petrescu era un hombre forjado en la violencia desde bien joven y no estaba acostumbrado a perder: apretó todavía más la pistola contra la sien de la periodista, que empezó a llorar en silencio, y miró a su alrededor al escuchar pasos. Manuel Castro se acercaba por detrás con la pistola apuntando directamente a su cabeza.
La voz sonó fría como el acero templado.
—Como te acerques un poco más, le reviento la cabeza. —Petrescu observó con el rabillo del ojo las ruedas de su BMW totalmente desinfladas. Tendría que buscar otra vía de escape. Había sido aquella zorra, seguro. Se mordió los labios, lleno de rabia. No soportaba que una puta como aquella se le adelantase. Era una puñalada en su ego masculino.
Castro se acercó todavía más, desobedeciendo las órdenes.
—Si la matas, no tendrás nada con qué negociar, imbécil. Y lo sabes. No tienes nada que hacer. Estás jodido. Suelta el arma. Déjala. ¡Ahora!
Lúa se movió al escuchar la voz de su padre, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Papá? ¿Eres tú? ¿Estás ahí?
El rumano sonrió con ironía, sin perder un ápice de su aplomo; veía solo un resquicio de la figura de Castro, quien se mantenía a su espalda. No quería dejar de tener enfrente el operativo de la policía, que todavía consideraba su gran amenaza.
—Me gustan las situaciones tiernas. Así que «papá». Si quiere volver a jugar al papá y a la niña con su hijita, haga lo que le digo o me la cargo ahora mismo. La reviento delante de su papi. Así que hagan el favor la zorra esa y usted de apartarse de mi camino. Entreguen las armas y la chica vive. Sigan apuntándome y la chica muere. ¡Venga, joder! ¡Y tú, la zorra morena!: quiero las llaves de uno de los coches de la policía ahora mismo. Conducirás tú, tengo ganas de tener chófer.
Lúa emitió un gemido cuando notó el cañón clavarse con más fuerza. El sicario la agarró contra sí cubriendo su cuerpo con el de la joven. Valentina no se movió de su sitio. Siguió apuntando a las dos figuras que durante todo el rato formaban una sola. No encontraba ningún resquicio para poder disparar sin herir a Lúa.
Petrescu empezó a sudar profusamente.
—Te he dicho que muevas el culo, ¡zorra! ¡Tira la pistola! ¿No me oyes? ¡Coge las llaves y vete a buscar un coche de la policía o mato a la puta delante de su padre!
Valentina asintió y levantó los brazos con lentitud, en señal de rendición.
—Así me gusta. Obediente. Ahora pon la pistola en el suelo y tírala hacia donde estoy yo. —La voz del rumano expresaba el tono firme que daba tener el triunfo en la mano.
Valentina se agachó sin perderlo de vista, tomándose su tiempo para que el sicario perdiese un poco más los nervios. Cuando iba a dejar la pistola en el suelo con su mano derecha, llevó su otra mano, mientras se agachaba, a la pernera del pantalón, donde tenía oculta una pistola de pequeño calibre. El rumano, al verla, reaccionó, gritando de nuevo:
—¡Ni se te ocurra cometer ninguna estupidez más, zorra! O te mato a ti primero, ¿¡entiendes lo que te digo!?
Manuel Castro, aprovechando esa mínima distracción, levantó su viejo revólver y lo amartilló en una milésima de segundo. El ruido del arma al amartillarse hizo que el sicario se diera la vuelta con la rapidez de un felino y disparase dos tiros al policía, que cayó al asfalto, profiriendo un quejido ahogado. Lúa lanzó un grito desgarrador y se revolvió con desesperación. Mordió al rumano en un brazo con fuerza y consiguió desasirse unos segundos, pero el hombre trató a duras penas de agarrarla contra sí, totalmente desquiciado. Lúa no atendió a razones: siguió luchando como una gata, pataleando y gritando sin control. Petrescu, consumido por la ira y la tensión, levantó su arma para acabar con ella.
Valentina Negro vio al fin unos centímetros desprotegidos de la cabeza de Petrescu y entonces dejó de dirigir su comportamiento con su cerebro consciente. Años de entrenamiento y el arrojo demostrado desde que era una niña tomaron el control. Aunque todo ocurrió en décimas de segundo, su corazón no se aceleró. Se levantó con rapidez, sujetó la pistola semiautomática con ambas manos, apuntó y apretó el gatillo, en un gesto interiorizado mil veces.
Valentina disparó a matar.
La detonación lanzó al hombre al suelo y la pistola cayó de su mano. Valentina corrió hacia él y le pegó una patada al arma para alejarla, pero Petrescu no reaccionó. Permaneció inmóvil, los ojos color mica abiertos, inexpresivos. Un ligero temblor sacudió sus extremidades durante un segundo.
La mancha color púrpura se abrió paso en su frente.
Valentina se agachó y puso su mano en la carótida.
Nada.
Miró hacia Lúa, empapada en sangre, que sollozaba con fuerza mientras intentaba tapar la herida en el vientre de su padre, totalmente ajena a su desnudez. Luego cogió la radio y llamó a una ambulancia.
* * *
Óscar Castelo detuvo su coche en el momento en el que detectó la presencia de la policía delante de la casa. No solo había varios furgones y coches de la Policía Nacional. También había tres unidades de la Policía Local y dos ambulancias que esperaban a poca distancia de la zona.
Un helicóptero azul de la Nacional sobrevolaba la zona a poca altura. Óscar conservó la suficiente sangre fría como para aparcar con toda la tranquilidad que pudo reunir para no salir corriendo y sumarse al montón de gente que se apiñaba ante la cinta policial, intentando ver algo de lo que ocurría.
—¿Saben qué ha pasado? —Óscar preguntó con aspecto inocente a una pareja de periodistas, un chico y una chica, que sacaban fotos sin demasiada fortuna. Los furgones estaban situados estratégicamente para que no pudiesen ver nada.
—Creemos que han liberado a una compañera periodista que estaba retenida. No sabemos todos los detalles en realidad, pero parece que han muerto los dos secuestradores.
Óscar intentó disimular su sorpresa y su miedo cerval, que hizo temblar sus rodillas.
—¿Liberado? ¿Me hablas de un secuestro? Qué fuerte, ¿no? ¿Quién mató a los secuestradores? El fotógrafo se encogió de hombros.
—Mucho no sabemos aún, pero por ahí corre el rumor de que hay un policía herido y que la que ha disparado ha sido una inspectora de la Nacional, Valentina Negro, creo que se llama, o algo así… no lo sé con seguridad.
Óscar asintió y le dio las gracias. Luego, volvió a su coche intentando no salir corriendo a toda velocidad. Era necesario mantener la calma. Y era necesario también que Sebastián Delgado tuviera conocimiento de toda esa catástrofe cuanto antes.