«Hablamos de lúgubres presagios. Y fúnebres proyectos».
Bohemia. Francisco Villaespesa
Sábado, 19 de junio
Lúa intentó dormir tirada en el suelo. El otro vigilante había aparecido unos minutos para llevarla al baño y darle otro bocadillo de queso de barra y pan reseco, que no quiso comer. No era capaz de tragar absolutamente nada. Por lo menos no le habían puesto la mordaza tan apretada como al principio.
A pesar de la postura incómoda, con una mano esposada a los barrotes de la calefacción, consiguió colocar bien la manta que le habían dejado. No hacía frío, pero ella se encontraba helada, como si estuviese metida dentro de una cámara frigorífica. A ratos sufría temblores incontrolables que hacían resonar las esposas con un ligero tintineo metálico.
Estaba segura de que aquella gente iba a matarla. No tenía sentido que la tuviesen allí retenida sin motivo ni fundamento. El hombre que la había intentado interrogarla el día anterior no había vuelto a aparecer.
¿Dónde estaba metida? Había intentado escuchar algún sonido para orientarse, pero aquel lugar estaba sumido en el más absoluto silencio. Miró su reloj, por lo menos no se lo habían quitado. Eran ya las cuatro de la madrugada y le dolía todo el cuerpo.
Cambió de postura de nuevo y se sentó contra las barras de la calefacción. Volvió a sacudir las esposas, sin éxito. Se las habían apretado muy bien a la muñeca. No había forma humana de salir de allí. Ni siquiera cortándose el dedo pulgar, como había visto una vez en una película…
* * *
Irina observaba con atención las instrucciones del técnico de la policía, Antonio Fuentes. Había colocado un micrófono minúsculo en la rosa negra y forjada de una preciosa horquilla del pelo, que se camuflaría con otras horquillas iguales en un moño alto. Lo único que tenía que hacer era mantener la horquilla bien colocada en su sitio y poco más. La metió en una cajita y se la dio. Sonrió para tranquilizarla.
—Trátala con cuidado, Irina… y no la extravíes. No sabes el tiempo que me ha costado colocar el micrófono ahí y que no se vea. Ha sido un trabajo digno de una película de 007. —Irina sonrió tímidamente la gracia, sin demasiadas ganas. Guardó la caja con la horquilla y esperó de pie las últimas instrucciones de Valentina Negro, que conversaba con los otros policías para ultimar los preparativos del operativo para la noche.
Valentina se acercó a ella, sonriendo con calidez para tranquilizarla.
—No te preocupes. Aunque aún no sepamos dónde va a celebrarse la fiesta, no vamos a perderte así como así. Hemos hecho un barrido de las propiedades de Pedro Mendiluce que no estén demasiado alejadas de la ciudad, capaces de albergar una fiesta de esas características, y no hay demasiadas posibilidades. Bergondo o Pontedeume. No hay más. Luego tendríamos, más lejos —Valentina leyó el listado que tenía en la mano— Poio y también un par de sitios en Lugo, pero no me cuadran… ¿Te suena alguno de estos lugares?
Irina afirmó con la cabeza.
—Una chica me llamó y me dijo que a lo mejor se celebraba en Bergondo, pero que no era seguro. Con suerte, a lo largo del día me lo comunican, inspectora.
—Perfecto. Lo que necesito es que estés muy relajada, Irina. Compórtate como siempre. Intenta preguntar, pero de forma discreta. Indaga. Haz que las otras chicas te cuenten su historia, los chantajes a los que están siendo sometidas. Da nombres, o procura que los digan en alto. Pero recuerda, no pasa nada. No se te ocurra presionar a nadie ni forzar la situación. ¿Entendido? Y ánimo. Vas a hacerlo muy bien…
Cuando López salió para llevar a Irina de vuelta a su apartamento, Valentina llamó a Carlos Larrosa.
—¿Cómo vamos con lo de Lúa, Carlos?
—Tengo a su padre haciendo por ahí unas gestiones, inspectora…
* * *
—Cuánto tiempo, Castro. Qué bien te trata la vida… —El Sorcho sonrió, enseñando sus dientes destrozados por muchos años de uso y abuso del polvo marrón.
—Sí, mucho. Muy bien, gracias a Dios. A ti también te trata bien, por lo que veo… —Castro señaló los coches del pequeño lavado y engrase de barrio en donde trabajaba el Sorcho. Todos relucían a base de esponja y mucho esfuerzo manual—. Me alegro mucho… —Hizo un gesto con las manos, que intentaba ser de ánimo.
El Sorcho elevó sus ojos achinados al cielo y entró en una especie de éxtasis místico un tanto forzado.
—Gracias a Dios, sí señor. Porque Dios es amor, oficial. Desde que encontré a Dios, todo ha cambiado en mi vida, ¿entiendes? Tú también deberías de encontrar al Señor.
—Claro, claro que sí. —Castro miró las facciones arrugadas y su cuello plegado, como de tortuga, intentando descifrar si aquel hombre hablaba en serio o estaba tomándole el pelo. Hacía un año que no lo veía, y el cambio era notorio. Pero las informaciones que le habían dado sobre él un par de horas atrás no tenían precisamente que ver con la caída del caballo en el camino de Damasco. Más bien con el inicio de una relación con una rumana ocho años mayor que él e igual de fea y desdentada. Daba igual, el Sorcho había encaminado su vida de una forma ejemplar, sin desatender sus labores como confidente de la policía, tras abandonar el feo vicio de la heroína y la delincuencia de poca monta por un trabajo honesto de lavacoches.
—¿Qué necesita, jefe? ¿Un lavado para el coche? El primero es gratis, por ser para usted.
—Necesito información, Sorcho, no que me laves el coche, joder. —Castro bajó la voz y lo llevó casi a rastras al fondo del garaje. Luego se sentaron dentro de la mugrienta garita en donde cobraban los lavados.
—La información es poder, jefe. Y cuesta dinero, ya me entiende… ahora tengo muchos gastos, desde que mi vida transcurre por los cauces puros y santificados, necesito comprar ropa nueva, zapatos, veterinario… ¿Sabe que he adoptado un cachorro en la perrera?
Castro empezó a impacientarse. El tiempo corría en contra de su hija, en el caso de que aún estuviese viva. Aunque nada señalase lo contrario, y había que tener esperanza, no podía perder tiempo con las zarandajas de aquel tarado. Sacó un fajo de billetes de cien euros.
—¿Así te vale? —Castro vio la codicia en la mirada del Sorcho y se alegró interiormente. Ya empezaban a entenderse—. Bien, amigo. Necesito que me averigües dónde tiene ahora Sebastián Delgado su guarida, su picadero, el sitio dónde se lleva las putillas, en suma. El lugar o los lugares donde hace sus negocios sucios. Ya me entiendes.
—¿Delgado? —El Sorcho entró casi en un estado de pánico—. No quiero saber nada de ese hijo de puta. Es un cabrón. La última vez que lo vi, me amenazó con cortarme la lengua si hablaba con la policía.
—¿Ah, sí? No me jodas. —Castro se levantó y cogió al Sorcho por los hombros del mono lleno de grasa, arrastrándolo de la silla, que cayó al suelo. Acto seguido, lo tiró contra la pared con violencia.
—Mira, Sorcho. No me vengas ahora con mariconadas. Sal ahí fuera y entérate. Te vas a llevar mil euros si me dices algo sabroso, joder. En una hora, más de lo que ganas en dos meses. Y si no me traes nada, ya sabes cómo me las gasto, desgraciado… —Castro le atenazó el cuello con una mano y apretó con fuerza—… Delgado te cortará la lengua, pero yo voy a romperte la cara y los putos cuatro dientes que te quedan sanos, y así, tu nueva novia se va a llevar una buena sorpresa cuando vea tu careto después de la cirugía.
—¡JODER, JEFE!, dentro de una hora tendré la información para usted, pero por favor, ¡SUÉLTEME EL CUELLO O ME VA A MATAR! —Atinó a expectorar el exdrogadicto ente jadeos, los dedos huesudos como los de un esqueleto clavados en las muñecas de hierro de Castro para intentar aflojar la presa.
* * *
—Quiero un libro de arte. Un libro de pintura, mejor dicho. Con muchas láminas. Cuadros conocidos. Todo eso. Que sea caro, además.
El joven dinámico y sonriente de la Fnac la miró con cierta condescendencia. Aquella mujer rubia tan elegante, con su falda de tubo y su blusa ceñida, seguro que quería el libro para hacer un regalo. Pero de arte no parecía tener demasiada idea.
—No se preocupe. Yo la ayudaré. La sección de arte está al fondo.
Media hora más tarde, Raquel salía del establecimiento con dos enormes libros de arte que pesaban como si fueran de plomo. Habían costado una pasta, pero le resultarían muy útiles para improvisar una escena del crimen adecuada. La muerte de la periodista entrometida iba a servirle para putear un buen rato a su ex y todavía más a la inspectora engreída, que se las iba a ver bastante mal para resolver el caso. Así acababan con la amenaza que pendía sobre ellos si Lúa Castro cantaba todo lo que había visto en la obra. Y lo que era todavía mejor: así Pedro Mendiluce nunca se enteraría de los chanchullos de Delgado y de ella en la urbanización Ártabra.
* * *
Según pasaban las horas, Sebastián Delgado se encontraba más y más tenso. La muy cabrona de Raquel lo había liado durante la noche para montar una buena con la muerte de Lúa Castro. La idea era muy brillante, pero solo en teoría. Bastante tenía ya con ultimar los preparativos de la fiesta y con sus propios problemas como para perpetrar a la vez un asesinato a sangre fría y andar por ahí arriesgándose a ser descubiertos con el cuerpo. Desde luego, no le seducía la idea de matar a aquella chica sin más. Y no se fiaba de los dos vigilantes jurados de la obra. Para controlarla podrían valer, pero si la mataban los pillarían en menos que canta un gallo. Menuda pareja de torpes. Lo mejor sería llamar a alguno de sus sicarios, un profesional, para que le pegara un tiro y luego la tirase al mar en un saco con piedras en cualquier acantilado de Arteixo. Raquel a veces tenía unas ideas demasiado perversas hasta para él. Además, dudaba que la policía atribuyese el crimen al mismo asesino que mató a Lidia. No eran tan tontos. Aquella inspectora era bastante más sagaz de lo que pensaba Raquel. Él había visto sus ojos de cerca cuando lo interrogó en su despacho sobre Lidia, y sabía perfectamente que Valentina Negro era una enemiga formidable.
Delgado repasó en su mente la lista de invitados mientras subía al despacho de Raquel. A la fiesta acudirían unos quince hombres, todos ellos altos cargos, empresarios influyentes, políticos de renombre y hasta un miembro de los Legionarios de Cristo bastante mediático. Todos estaban ya avisados del cambio de lugar. La carpa, instalada. El catering, listo. La decoración de las habitaciones, ultimada. Los trajes de las chicas, también, y los maquilladores y peluqueros. Solo faltaba controlar la hora a la que llegarían los servicios de limpieza cuando terminase todo y poco más. Organizar las fiestas le gustaba y ya estaba acostumbrado a hacerlo. Matar a alguien, no tanto. Aunque no fuese a matar a Lúa con sus propias manos, la orden iba a salir de él.
Cuando entró en el despacho sin llamar, Raquel estaba consultando los libros de arte con una sonrisa en los labios. Al verlo, se levantó y corrió a besarlo en los labios, alegre y animada como un cachorrillo.
—Ya sé lo que vamos a hacer con la periodista. Mira esta lámina. ¿A que he tenido una buena idea?
Sebastián se acercó a la mesa y vio uno de los libros de Raquel abierto por la página central. Una lámina de papel grueso mostraba La maja desnuda de Goya, espléndida en su blancura, el cuerpo turbador, la mirada firme. Delgado no era un entendido en arte, pero sabía disfrutar de la belleza femenina aunque fuese la obra de un pintor que llevaba varios siglos muerto.
—Un cuadro precioso. Buenas tetas. La chica tiene un polvo, a pesar del peinado.
—¿No te das cuenta de lo que quiero decir? —Raquel se impacientó.
—La verdad es que no, Raquel. Me lo imagino… pero no le veo la gracia por ningún sitio.
—No seas tonto, Sebastián. Fíjate. No hay nada que hacer. Solo poner unas almohadas y el cuerpo desnudo en esa postura, y ya tenemos un cuadro, como hizo el asesino con Lidia. Algo sencillo, sin más complicaciones. Con dejar el cadáver en un sitio alejado y avisar a la policía si no la encuentran, arreglado.
—Joder, Raquel. Esto no me gusta. Mira, esas ideas de película no nos llevarán a nada bueno. Llamamos al sicario, que le pegue dos tiros y la haga desaparecer sin más trámite. —Delgado no estaba dispuesto a ceder en ese asunto fácilmente.
—Eso no tiene gracia. En cuanto sepan que estaba investigando lo nuestro, los de la pasma nos caerán encima como buitres hambrientos. Hazme caso, querido. Esta idea es genial, los despistará por completo, y además, lo que nos vamos a reír cuando la encuentren… —Sus ojos adquirieron un brillo inquietante al decir eso.
Delgado se alejó dos pasos de Raquel y endureció la voz, casi histérico.
—Van a darse cuenta de que no es obra del mismo asesino, verás. La policía no es tonta. ¡Raquel, esto no es una puta película!
Raquel no respondió de inmediato. Se acercó a él, insinuante y manipuladora como una cobra, su busto mostrado en su nacimiento por dos botones desabrochados, y tomó su mano para llevarla al corte de su falda. La dejó allí. Su tono de voz era sugerente y decidido.
—Sebastián… pensarán que es un copycat. ¿No ves las películas y las series de televisión? Los copycat son asesinos que copian a otros asesinos. A nadie se le va a ocurrir relacionar el crimen con la construcción de Ártabra, ¿te das cuenta? Es una idea brillante.
Delgado comprendió que en el fondo tenía algo de razón. En el momento en el que los maderos supiesen que aquella chica estaba metida hasta el cuello en el asunto no iban a dejarlos tranquilos ni un día más de su existencia. Y así podrían tenerlos despistados durante una buena temporada. Además, empezaba a sentir, a su pesar en aquel momento, ese calor húmedo que solo Raquel parecía estar capacitada para generar en él.
—Bien —dijo con voz queda, resignado, retirándose de nuevo de Raquel, sin entrar en el cuerpo que generosamente le brindaba la abogada—. Voy a darle entonces un toque a Razvan. Es verdad, puede que tengas algo de razón. Que haga lo que quiera con ella, y luego que la deje por ahí tirada imitando el puto cuadro.
«Y con lo jodidamente psicópata que es, seguro que nos hace precio por follarse y luego eliminar a una fiera como Lúa. A lo mejor hasta lo hace gratis y todo…».
* * *
Razvan Petrescu conducía por la A-6 su BMW serie 3 gris grafito procurando no pasar de los ciento noventa kilómetros por hora. Regresaba a Madrid después de hacer un pequeño «recado» en Medina del Campo cuando recibió la llamada de su amigo Sebastián Delgado. Al escuchar las condiciones del encargo, sus ojos del color de la mica se iluminaron por vez primera en todo el día.
Petrescu era un hombre muy duro. Pétreo, como su apellido. Impenetrable. Fibroso, curtido a golpe del ejército primero y luego a base de pesas y gimnasio. De profesión, asesino a sueldo. Sicario al mejor postor. Para él, una forma perfecta de ganarse la vida. Sonreía poco, y la naturaleza de su trabajo lo obligaba a permanecer en una especie de limbo en el que la humanidad aparecía y desaparecía de su alma de manera intermitente, según el momento y el lugar. Su única debilidad conocida eran los pájaros. Los adoraba. Llevaba a sus viajes unos prismáticos para relajarse observando las aves, los nidos, el vuelo de las bandadas de estorninos, las cigüeñas en los tejados de las iglesias, un azor posado con elegancia en un cable de la luz… Poco más lo unía con la naturaleza o con la piedad. Petrescu había perdido hacía mucho tiempo el contacto con su corazón, si es que alguna vez lo había tenido.
Delgado le había solicitado un servicio «especial». Y él había aceptado con gusto. Hacía tiempo que no recibía un encargo tan suculento. Como le había dicho Delgado con ironía, «deberías de pagarme a mí por poner a tu disposición semejante bombón de chocolate, Razvan».
Y tenía razón. Ya era hora de que alguien le propusiese un trabajito divertido. Llevaba una temporada demasiado seria, sin muchas variaciones. Se estaba anquilosando. Y aquello requería una cierta planificación creativa, por lo que le habían contado.
Mientras pensaba en lo que le esperaba al llegar a su destino se dio cuenta de que se había distraído. Miró la velocidad: había bajado a ciento ochenta. Aceleró. Estaba ansioso por llegar a La Coruña.
* * *
El Sorcho miró hacia los lados, muerto de miedo. Luego se apoyó en el muro lleno de pintadas que llevaba hacia la puerta en donde los sin techo esperaban por el cazo de sopa y el bocadillo de las monjitas del Hogar de Sor Eusebia. Esperó unos cinco minutos y lo vio aparecer por la esquina del Museo de Ciencia y Tecnología. Allí estaba, con su enorme mochila naranja y su pelo largo hasta los hombros. El parche en el ojo. El perro detrás, con el rabo color canela entre las patas. Crisanto Espinoza había trabajado para Delgado durante mucho tiempo. Pero se hartó de ser esclavo cuando Delgado lo obligó una vez más a llevar coca desde su país y lo pillaron en el aeropuerto. Desde aquel momento se la juró. Tres años en una cárcel española le sirvieron para perder un ojo en una pelea y para pensar mucho. Y si bien Delgado tuvo a bien ayudarle en lo que pudo cuando salió, su odio seguía alimentándose en secreto. Tres años perdidos, sin poder mandar dinero a casa, sin poder vivir nada más que entre los barrotes de la cárcel, en la lavandería, en el gimnasio. Tuerto. Su mujer lo dejó. Nunca más volvió a ver a los niños. Y todavía peor: un expresidiario no tenía muchas oportunidades de encontrar un buen empleo, ni siquiera recolectando fruta… así que tuvo que volver a hacer trabajos para Delgado. Y en esas estaba. Intentando salir de allí.
En cuanto estuvo a su altura, el Sorcho le hizo una seña y le enseñó un par de billetes en su mano mugrienta. Crisanto lo miró con su ojo rasgado y miró también hacia el dinero. Sonrió.
El teléfono de Manuel Castro sonó cuando estaba llegando a Lonzas en su coche con Carlos Larrosa.
La voz de Castro era una mezcla de preocupación y alivio.
—Creo que ya sé dónde pueden tener metida a Lúa… No es seguro, pero es una posibilidad.
* * *
El subinspector de los GOES, Antón Louro, asentía en silencio ante las explicaciones de Carlos Larrosa y Manolo Castro. Valentina movió la pierna con nerviosismo. Esperaba con impaciencia la llamada de Bodelón y Velasco, que se habían acercado hasta los pisos de Bens en donde sospechaban que tenían retenida a la periodista. Si era verdad la información del contacto, aquel sitio era uno de los favoritos de los esbirros de Delgado, donde hacían parte de los negocios turbios. Un edificio blanco, solitario, que pertenecía a una inmobiliaria de Madrid y que había sido alquilado por una empresa de limpieza que no tenía nada que ver con Mendiluce. El colombiano había dicho que muchas veces había ido allí con Delgado cuando pasaban la cocaína para las fiestas y las prostitutas, hacía algunos años.
—No creo que sea una operación a priori demasiado compleja. Los pisos parecen accesibles. A menos que dentro tengan alguna medida de seguridad excepcional, podemos estar listos para actuar en poco tiempo. Ahora solo falta averiguar en cuál de los pisos está el objetivo… —pensó en voz alta Valentina.
* * *
Petrescu devoró el centollo bajo la mirada complaciente de Sebastián Delgado. Cuando terminó, bebió un largo sorbo de Godello frío y encendió el puro Cohiba que Delgado le había dejado encima de la mesa, al lado de la servilleta. Pidieron un café.
Luego Delgado sacó de un sobre la fotografía de Lúa Castro. Razvan sonrió al verla.
—Es preciosa. Me gusta.
—Es toda tuya, Razvan. Disfrútala.
Delgado sacó de su cartera la lámina de La maja desnuda y la deslizó por el mantel.
—Tienes todo lo necesario en la furgoneta.
Petrescu volvió a sonreír. Le encantaba su trabajo. En verdad era un hombre privilegiado.
* * *
Bodelón reprimió un bufido cuando a través de sus prismáticos vio llegar el BMW y enfilar la carretera hacia el edificio blanco, pasado de moda, que había al pie de una curva, entre los eucaliptos.
—Mira. ¿Qué te parece? ¿No es un coche demasiado caro para el glamour que destila esta zona?
Velasco cogió las lentes y miró a su vez.
—Tócate los huevos. Ese coche es una pasada auténtica. A ver adonde se dirige. Eso puede ser importante.
El BMW paró delante de uno de los portales. Un hombre rubio, delgado, alto y bien vestido con un traje gris de corte impecable, con aspecto de comercial de joyería, bajó del coche y miró hacia el portal que tenía más cerca. Acto seguido se sacó el móvil del bolsillo y llamó. Mientras esperaba, pareció distraerse mirando a un par de urracas que revoloteaban entre los árboles.
Al cabo de un rato, la puerta del portal se abrió, y de ella salió un hombre corpulento. Empezaron a hablar y a gesticular. Luego entraron en la casa.
—Ninguno de ellos es Delgado. —Velasco no pudo disimular la decepción de su voz.
—No importa. Anota la matrícula del BMW. A ver quién es ese individuo. Y vamos a coger también la del Golf que está aparcado justo en la calle posterior.
—Espera. Fíjate. Por ahí viene una furgoneta de reparto. Lleva los cristales tintados, creo.
La furgoneta aparcó delante del portal y de ella descendió un hombre joven y calvo. Parecía vestido de vigilante jurado. Entró también en la casa y luego, al cabo de unos minutos, volvió a salir, pero esa vez no cogió la furgoneta, sino que caminó hacia el Golf y lo arrancó.
* * *
—El BMW pertenece a una mujer: Berta Fernández García. —Garcés miró a Valentina con cara de póquer—. Aquí no consta ni una multa, ni una miserable infracción… nada.
—El conductor no era Berta, precisamente. Así que la matrícula no nos lleva a ningún sitio. No importa. Por lo menos hay movimiento por la zona. Los chicos dicen que los demás pisos parecen desiertos. Mira también las otras dos. Una es de un Golf que está aparcado en la calle de atrás. Es el único vehículo que hay a la vista. La otra es la de la furgoneta que acaba de llegar.
Garcés buscó en el programa de tráfico el propietario del Golf y de la furgoneta.
—Inspectora.
—Sí, dime.
—A ver qué le parece esto. Los dos son propiedad de Cementos FAMENSA. Interesante, ¿verdad?
Valentina sentía que estaba perdiéndose algo. Salió de dudas cuando Larrosa se levantó y se acercó al ordenador de Garcés.
—Inspectora, esa empresa es una de las muchas que son propiedad de Pedro Mendiluce.
* * *
Lúa no podía más. Llevaba horas allí encerrada. Tenía hambre y sed. No entendía por qué la tenían allí retenida. No tenía ningún sentido. Aquel hombre que la había interrogado no volvió más, para su alivio. Solo había visto un momento a uno de los vigilantes de la obra, que le llevó un poco de agua y nada de comer. ¿Cuánto tiempo más pretendían seguir con ella encerrada en aquel cuchitril?
Escuchó ruido, voces. Luego, la puerta se abrió.
Un hombre delgado, vestido completamente de negro, con un pasamontañas, entró en la habitación. Llevaba una bolsa de deportes, que dejó en el suelo. La miró en silencio con los ojos más fríos que ella jamás había visto en su vida.
Lúa se dio cuenta de lo que iba a pasar. Intentó gritar pidiendo socorro. Pero no pudo emitir ningún sonido. Estaba paralizada de terror.