Viernes, 18 de junio
—Siento haberte hecho esperar. —Delgado se dio cuenta de que la expresión de Raquel no presagiaba nada bueno. Parecía estar a punto de estallar una ciclogénesis explosiva—. Te lo juro… no sabía que iba a tardar tanto… —Delgado acarició con suavidad los pezones erizados de Raquel, intentando calmarle el enfado.
—Eres un hijo de puta, Sebastián. Podías haberme desatado antes de marchar. He estado más de dos horas esposada a una silla incomodísima. Pasando frío. No es lo que yo entiendo precisamente por una noche de pasión. Ni yo ni nadie en su sano juicio. Desátame, ahora mismo. ¡Cabrón!
Delgado sonrió, con los ojos brillantes de deseo ante el enfado de Raquel, que permanecía atada mirándolo con desprecio. No iba a resultarle demasiado difícil transmutar aquel odio en un buen polvo. Sabía perfectamente cómo tratar a las mujeres como ella: cuanto más fría, mejor, más receptiva al cabo de un rato. Ya se encargaría él de poner aquel hielo al rojo.
Sebastián la cogió por el pelo y tiró hacia atrás la cabeza. Luego la besó, mordiéndole los labios con lascivia. Cuando notó los gemidos de Raquel, bajó su mano hasta el sexo y acarició el clítoris inflamado con la habilidad que daban muchos años de práctica.
* * *
Lúa intentó, una vez más, con todas sus fuerzas, soltarse las esposas que la tenían atada a una cañería de plástico, pero lo único que consiguió fue hacerse daño en las enrojecidas muñecas. Intentó adoptar una postura más cómoda y respirar por la nariz. Aquellos dos animales la habían dejado atada, amordazada y encerrada en el baño de una de las casetas de obra el resto de la noche. Estaba muerta de sed y tenía unas ganas horribles de orinar, pero allí estaba, totalmente sola y abandonada a su suerte. Mierda. Había estado a punto de lograrlo, pero no pudo sino lamentar haber cometido un error mayúsculo al actuar con tanta precipitación. Lúa consiguió con alivio mover la pierna dormida para mitigar un poco el dolor. Intentó tranquilizarse. Analizar con calma la situación en la que se había metido. Que no pintaba nada bien, por cierto.
Dorado tenía razón: lo que habían encontrado en Ártabra era algo único, extraordinario y muy valioso. Al no haber hecho público el hallazgo, el cabrón de Mendiluce mataba varios pájaros de un tiro: no tenía que detener la obra, y por tanto, perder millones de euros. Saqueaba la excavación sin control alguno del estado. Lúa se dio cuenta de que lo poco que había visto en su incursión podría alcanzar un valor incalculable en el mercado negro. A saber qué más habían encontrado. La estatua que vio en el despacho, por ejemplo. Mendiluce era un esteta y un egoísta: quería disfrutar esos tesoros en privado, que fuesen solo para él. Se acordó de la tarjeta de memoria de la cámara que estaba escondida en el sujetador. Era fundamental que aquellas fotografías viesen la luz. Tenía que hacer algo con la tarjeta, protegerla. ¿Y si la registraban a fondo? Por el momento solo le habían quitado el teléfono móvil y las llaves del coche. Los seguratas acabarían encontrando la cámara que se le había caído cuando huía. Por lo menos, en la Canon ya no había ninguna foto comprometedora… ¿Y lo que había visto? Negaría haber visto nada. Pero la puerta de la excavación estaba abierta. Lo mejor era decir que la encontró así. Que les cayera el marrón a los dos cabrones aquellos.
* * *
Delgado cabalgaba hacia el orgasmo como un poseso después de escuchar los evidentes gemidos de placer de Raquel, cuando sonó de nuevo su teléfono móvil.
—No lo cojas, joder, ni se te ocurra… —Raquel redobló su movimiento de caderas y clavó las uñas y las piernas en la espalda de Delgado para impedirle cualquier huida hacia el sonido que salía del bolsillo de su pantalón. Cuando al fin Sebastián cayó casi inerte sobre ella, Raquel se giró hasta deshacerse del abrazo y cogió una botella de agua que había encima de la mesilla. Estaba sedienta. Delgado se dio la vuelta y se estiró con pereza. No tenía ninguna gana de levantarse.
—Contesta la llamada, gandul. —Raquel le pellizcó el brazo fibroso—. A ver si es algo del jefe y tú ahí, tirado como un fardo.
—¡Dios, cómo te gusta mandar! —Delgado se incorporó y buscó una cajetilla de Ducados para fumarse un cigarro—. Haz el favor de alcanzarme el móvil, está en el bolsillo del pantalón.
En ese mismo momento, el teléfono volvió a sonar.
Cinco minutos después, Sebastián Delgado volaba escaleras abajo, colocándose bien la camisa, rumbo a As Xubias.
* * *
—Menudo par de torpes. Una periodista acampando en medio de la obra y vosotros… ¿qué cojones estabais haciendo mientras? —Delgado hablaba con un tono de voz apagado y amenazador que mantenía a los dos vigilantes firmes, en su sitio y bastante acojonados—. No os pago para que os pajeéis en los baños, hijos de puta. Este garito huele a tabaco y a alcohol que tira para atrás. Os va a caer el pelo, imbéciles.
—Jefe, nosotros…
—Os he contratado porque me suponía que mantendríais una cierta seriedad en el trabajo. Pero veo que no. —Sacudió la cabeza mientras los miraba con ojos helados—. ¿Cómo coño ha entrado esa chica aquí? Y lo que es peor… ¿cómo cojones ha entrado en el yacimiento? No me extrañaría que hubieseis dejado la puerta de seguridad abierta de par en par. ¿Por qué no os pusisteis a repartir entradas fuera, como si esto fuese la puta cueva de Altamira? Es lo único que os faltaba…
—Jefe, la pillamos con las manos en la masa. —Uxío se disculpó—. Se coló saltando desde una caseta que hay al lado de las vías del tren. Eso no ha sido culpa nuestra. Nosotros no somos quienes apilan las sacas de cemento justo debajo de…
—Eso a mí me importa tres cojones. —Delgado no estaba dispuesto a justificar ese error mayúsculo. Tanto él como Raquel habían puesto mucho trabajo para sacar un buen pellizco de todo el asunto, algo que Mendiluce había aprobado, porque a esas alturas un poco más de dinero no era la principal de sus obsesiones. Solo les había exigido que no la cagaran—. Tenéis cámaras por toda la obra. Tenéis todo tipo de facilidades. Según vosotros, era totalmente imposible que alguien entrase ahí sin que os dierais cuenta. Y hay que joderse. ¡Una puta periodista de La Gaceta va y os roba la cartera!
Óscar intervino, intentando apaciguar a su jefe.
—Hemos encontrado su cámara. Se le cayó cuando intentaba huir.
—¿Cámara? No me jodas. ¿Encima la muy zorra sacó fotos? Lo que me faltaba.
—No le dio tiempo, jefe. La cámara tiene un par de fotografías del parque de Eirís, algunos policías, poco más. No hay nada de hoy.
—Bueno. Dadme la cámara. Voy a mirarlo todo yo mismo. Y su móvil. De vosotros no me fío ni un pelo… ¿Dónde está ella?
—Está encerrada en la caseta de obra del fondo. La de los adosados. Amordazada y esposada.
—Bien. Cogedla ahora mismo. Antes de que vengan los obreros, hay que sacarla de aquí. Nos la llevamos en cinco minutos en el maletero de mi coche… Venga. Y ponedle una capucha O algo en la cabeza. Por si acaso.
* * *
Valentina se paró en la puerta. Contempló su café hirviendo en el vaso de plástico y luego miró de refilón a Javier Sanjuán, que charlaba animadamente con Isabel, la policía reclutada por Iturriaga para reforzar el operativo Cisne Negro, dentro de la sala de reuniones. Isabel, una joven agente riojana recién incorporada de la academia de Ávila, estaba estudiando tercero de Criminología y parecía encantada con la presencia de Sanjuán. Era una chica estupenda, una joven animosa y divertida. «Y además, atractiva», pensó Valentina. Aunque no fuese precisamente una belleza clásica, con el pelo castaño crespo y la nariz aguileña, emitía unas vibraciones tan agradables que resultaba difícil que le cayese mal a alguien. Valentina sintió una pequeña punzada de celos al ver que Sanjuán parecía disfrutar de la conversación tanto como ella. Isabel escribió varias cosas que le había apuntado el criminólogo en su agenda antes de que fuera a los vestuarios a ponerse el uniforme.
Sanjuán vio a Valentina en la puerta y sonrió. Estaba ansioso por informarla personalmente de la conversación con Mendiluce y de su éxito a la hora de conseguir el cuadro del Artista sin ningún tipo de problema.
—¿Quieres un café? ¿Bajamos a la cafetería? —Valentina había terminado el suyo casi de un golpe, y tampoco le haría ascos a un cortado de verdad, no de la máquina.
—Me encantaría. Así te cuento lo de tu amigo Mendiluce con pelos y señales.
Valentina movió la cabeza con admiración indisimulada.
—Javier, eres un verdadero encantador de serpientes. ¿Cómo te las arreglaste para que te lo entregara sin poner ninguna pega?
—Inspectora Negro… es solo cuestión de tener un poco de mano izquierda… —Sanjuán posó su mano imperceptiblemente en la cintura de Valentina para acompañarla fuera de la sala—. Tengo que confesar que no fue demasiado difícil. Cuando le conté lo del asesino en serie casi me lo envuelve para regalo… ¿Qué te parece?
* * *
Lúa notaba el suave vaivén del coche mientras viajaba, encogida, en el maletero del Mercedes de Sebastián Delgado. Estaba asfixiándose. Los hijos de puta no le habían quitado la mordaza, y aunque no estaba demasiado apretada, lo estaba lo suficiente para que no pudiese respirar metida en un sito tan estrecho. Y encima le habían colocado una especie de tela sobre la cabeza para que no pudiese ver nada. Menos mal que no tenía claustrofobia… ¿Adónde coño la llevaban?
Delgado conducía el Mercedes negro por la sinuosa carretera de Bens con un rictus de preocupación en la boca. Miró por el retrovisor para ver si lo seguían aquel par de patanes que había contratado para la seguridad de la obra. Sí. Allí estaban. Menuda metedura de pata. Ese día debía de estar borracho… Pero se los había recomendado un colega que le parecía de fiar. Y él siempre se fiaba de sus colegas.
Aún no se había atrevido a llamar a Pedro Mendiluce para comentarle la intrusión de aquella metomentodo dentro de la obra. Primero iba a encargarse de que ella le contara todo lo que había averiguado. Luego ya vería qué podían hacer con ella. Lúa Castro. El padre de aquella chica encima era madero, y además, amigo de su jefe. Un marrón de la peor especie. Y encima tenía que encargarse de todo lo de la fiesta del día siguiente. Avisar a las chicas que faltaban de que se iba a celebrar en otro sitio. El catering. Los autobuses… Joder. Menudo día le esperaba. Pero lo peor iba a ser comentarle a Mendiluce lo de la periodista. Cuando la dejase encerrada a buen recaudo en su destino, dormiría un par de horas y, con calma, pensaría qué hacer. No era cuestión de precipitarse.
* * *
Valentina le dio La Gaceta de Galicia a Javier Sanjuán, abierta por la página donde estaba publicado el retrato robot de Héctor del Valle, a todo color y ocupando casi toda la plana. A Sanjuán no le cogió de sorpresa. Por la mañana había visto en el comedor del hotel que el retrato salía también en las noticias de la televisión gallega.
—Me alegro de que Iturriaga al fin entrase en razón, Valentina. Enhorabuena.
—Era cuestión de tiempo. No era demasiado lógico tener en nuestras manos esta información tan importante y no utilizarla, ¿no te parece? —Valentina entrecerró los ojos. Luego lo señaló con un dedo acusador—. De todos modos, seguro que tú has tenido algo que ver en esto, Javier Sanjuán. Confiesa. Ayer cuando le llevaste el cuadro a la comisaría lo dejaste bastante asombrado.
Sanjuán sonrió, complacido.
—Inspectora, por mucho que insistas, no pienso revelarte mis pequeños trucos para convencer a los inspectores jefe especialmente tozudos. Pero déjame un momento el periódico. Vi el retrato por la mañana en televisión, pero aún no he podido echarle un vistazo a La Gaceta.
—¿Tú crees que dará resultado? —La mirada de Valentina revelaba un cierto escepticismo—. Me refiero a lo de publicar el retrato. Este hombre es un verdadero camaleón. En el momento en que lo vea, cambiará su aspecto por completo. Así, lo pondremos sobre aviso y será mucho más difícil de localizar.
Sanjuán leyó la noticia muy por encima y luego se fijó en la expresión de Valentina.
—¿Qué quieres que te diga? Por una parte tienes toda la razón. Vamos a ponerlo sobre aviso. Pero por otra, imagínate que alguien lo reconoce. Piensa. Si mató a Lidia y le envió el cuadro a Mendiluce —y no me cabe duda después de lo de ayer de que ese envío tiene algún significado, aunque aún no sepamos cuál es—, el Artista debe de tener contactos, o conocidos en la ciudad. Además, así se sentirá amenazado por vez primera. Hasta ahora, ese hombre pensaba que podía actuar en todas partes con total impunidad. Pero será en este momento cuando se dé cuenta de que no lo tiene tan fácil como antes. Y puede que así cometa algún error.
Valentina suspiró y removió el azúcar del café.
—Eso es cierto. Es necesario mover ficha, aunque nos arriesgamos a que decida desaparecer para siempre…
—Mucho me temo que eso no va a ocurrir, Valentina. Lo sabes tan bien como yo. Ya has visto con tus propios ojos lo que hace… y cómo disfruta con ello.
Valentina asintió. No quería pensar demasiado en el peligro que significaba aquel hombre si de verdad había vuelto a La Coruña.
—Por cierto, hay que subir ahora mismo. La reunión es importante. El equipo ha perdido esta noche a Lúa Castro y tengo que reconocer que estoy muy preocupada. Lo del anónimo no me ha hecho ninguna gracia.
—Lúa Castro ¿perdida? —Sanjuán volvió a sentir un pinchazo interno, como cada vez que intuía que el peligro era inminente.
Valentina le explicó lo sucedido; cómo todo indicaba que Lúa había dado esquinazo a los policías que la seguían… aunque a lo peor había que contar con la posibilidad de que no fuera una desaparición voluntaria. Y entonces le habló de la visita de la periodista y de la carta que había recibido. Valentina se sentía culpable, quizá porque había sido muy crítica con el proceder de Lúa Castro, aunque sabía que ella había insistido en que llevara una escolta con todas las de la ley, lo que la periodista había rechazado de plano.
—En fin… —Sanjuán suspiró, mostrando una clara preocupación—. Confiemos en que Lúa sepa lo que hace, ya que ha sido ella misma la que se ha evaporado de la escolta encubierta que le pusiste; por lo menos da esa impresión. Por cierto… ¿te importaría enseñármelo, inspectora? Me refiero al anónimo…
* * *
El Artista calentó el agua en el microondas y luego metió la bolsita de té en la taza agrietada. Buscó algo para desayunar en la alacena. Encontró unas galletas abiertas y algo reblandecidas. Pero no importaba. Le servirían igual. Luego fue hasta la sala y encendió el ordenador. Esperó los cinco minutos de rigor y llevó las galletas y la taza de té hasta la mesa en una bandeja de plástico.
Estaba satisfecho. Despejado. Hasta el momento, todo iba según lo previsto. El guión se cumplía de una forma tan férrea como si él mismo fuera el director de una obra de ficción. Se estiró y empezó a desayunar mientras leía la prensa. Alzó una mano despreocupada para coger una de las galletas hasta que la dejó sobre la mesa, anonadado.
Aquello era un golpe muy bajo.
Su retrato en la primera página de todos los periódicos. ¿De dónde coño había salido? ¡Qué rápidos habían sido! El nuevo inquilino de su piso… seguro que les había dado la descripción completa. ¿Y por qué habían averiguado que estaba en La Coruña? ¡Podía haberse ido a cualquier parte de este jodido mundo! ¿Habían conectado los crímenes de Inglaterra con el de Lidia? Eso no lo esperaba… Todo iba a ser mucho más complicado a partir de entonces.
El hombre al que llamaban el Artista perdió el control por primera vez en mucho tiempo y tiró al suelo la bandeja con la taza de té y las galletas, lleno de ira. Luego intentó retomar el dominio de sus actos con mano de hierro. Respiró profundamente hasta tranquilizarse. Pocos segundos después, empezó a recoger todo con parsimonia.
* * *
Garcés expresó sus disculpas con aspecto abatido. No sabía cómo aquella chica se había dado cuenta del seguimiento. Lo habían hecho por el libro. Isabel asentía a su lado con la misma expresión compungida en su rostro pícaro y sus ojos color miel. El resto del equipo ya se había acomodado en las sillas con pala de la sala de reuniones y miraban todos a los dos policías, que se veían ojerosos y muertos de sueño.
—Su padre es policía, Garcés. Y ella se las sabe todas. Es lista como un ajo, así que desde el primer momento debió de detectar el dispositivo y por eso se escabulló en cuanto pudo. —Carlos Larrosa intentó consolarlos.
—¿Fuisteis a su casa a ver si estaba allí? —preguntó Valentina.
—Estuvimos en todas partes, inspectora, hasta en el periódico esta mañana. Ni rastro.
—Bueno, por ahora, tranquilidad. Puede estar en cualquier parte. Luego la llamaremos, a ella o al periódico. Lo grave hubiese sido que le hubiese ocurrido algo delante de nuestras narices, pero si ella quiso escaparse, es su responsabilidad… en parte. Cumplimos con nuestro deber hasta donde fue posible… Aunque recibir un anónimo del Artista no es precisamente una buena noticia para nadie. Esa chica debería tener más cuidado. Y nosotros también… —Valentina no quiso seguir alarmando a su gente con el anónimo. Era muy pronto para pensar en que a la periodista le hubiese ocurrido algo grave. Sin embargo, en su fuero interno, notaba un fuerte sentimiento de inquietud. Sacó de la carpeta varios folios con membrete de la policía y los dejó encima de la mesa—. Bien. Voy a comentar las novedades y luego nos pondremos con lo de la fiesta de mañana en casa de Mendiluce. Lo primero es decir que el cuadro ya está en el laboratorio. Ayer nuestro empresario favorito se lo donó a Javier Sanjuán de una forma… ¿cómo decirlo? ¿Generosa y altruista?
Larrosa levantó una ceja y no pudo por menos de apostillar.
—Sí, con la generosidad y el altruismo que lo caracterizan. Menudo pájaro. Se cagó por la pata abajo, el cabrón, en cuanto supo que había un asesino rondando sus pertenencias.
—A ver si los del CSI logran averiguar algo de ese cuadro —continuó Valentina—. Por cierto, me ha llamado el inspector Evans para comentarme que los suyos están buscando ADN en el apartamento de Acton Town en donde vivía Héctor del Valle. Parece que el Artista limpió todo de forma exhaustiva, pero aun así esperan sacar algo. Si vivió allí durante una temporada, ha tenido que dejar rastros a la fuerza. ¡Ah! Luego cotejarán los rastros con los que hayan podido encontrar en la casa de Floria. Aunque son bastante escépticos al respecto. Ese hombre no deja nunca nada detrás de él que pueda incriminarlo. Por cierto, ¿sabéis cómo entró en casa de Floria?
Los miembros del equipo negaron con la cabeza.
—Bien. Encontraron pétalos de rosa impregnados de cloroformo. Servant cree que se hizo pasar por el empleado de una empresa de reparto de ramos de flores… ella le abrió la puerta de su casa, él le ofreció el ramo de rosas… —Valentina se detuvo un momento. Todo aquello era perverso hasta en los detalles más nimios—. Otra cosa. Imagino que ya habréis visto todos esta mañana los medios de comunicación.
—Sí, inspectora. —Velasco le enseñó La Opinión y El Ideal Gallego—. Sale en todos los periódicos en primera página. Hasta en los gratuitos que reparten por la calle, eso es importante.
López sacudió la cabeza. No tenía demasiada fe en los retratos robot.
—Especialmente porque así nos llamarán cientos de jubilados que hayan creído ver al Artista en el medio del parque o comprando en el centro comercial… veréis. Vamos a tener un montón de llamadas falsas.
Valentina se encogió de hombros.
—Sí, es cierto. Tendremos un montón de llamadas y correos y casi todos serán falsos. Siempre pasa, pero es necesario publicarlo en todas partes. Cuanta más gente lo vea, mejor. Bien. Velasco: ¿Podrías llevarle hoy durante el resto del día el retrato robot a tu amigo Adolfo Miñeiro, el galerista, y de paso pedirle que lo distribuya por ahí entre sus amigos? Llévale también fotos de los cuadros del Artista. A ver si reconoce el estilo. Aunque visto lo visto, nadie parece saber nada de él por los alrededores. Es desesperante. Bodelón: quiero que te encargues de montar un sistema para filtrar las posibles llamadas que recibamos sobre el hombre del retrato. Recluta a algún policía que tengas por ahí de mano, y a Verónica, la auxiliar administrativo. Isabel y Garcés… a dormir un poco. Os necesito frescos y descansados. López… vete hasta la casa de Lúa Castro a ver si detectas algún movimiento. Sin llamar la atención, ten cuidado. Bastante la hemos cagado ya. Quiero a todo el mundo aquí a las cuatro de la tarde para preparar lo de mañana. Ya he quedado con los técnicos para montar el dispositivo de grabación en la fiesta.
* * *
Jordi observaba desde su silla el sitio vacío de Lúa con gran preocupación. Se había quedado intranquilo después de la llamada nocturna y la había llamado a primera hora, pero el móvil daba apagado o fuera de cobertura todo el tiempo. Miró la hora: eran las 10 de la mañana y ya tendría que estar allí sentada. Esperaría un rato más. Si no llegaba pronto tendría que ir hasta su casa. Lúa tenía en su cajonera una llave, guardada dentro de una cajita, por si algún día se la olvidaba dentro de casa o la perdía. Se lo había confiado a Jordi desde la muerte de Anido, se fiaba de él.
Carrasco se acercó al becario con cara de pocos amigos.
—¿Qué sabemos de Lúa, Jordi? Tendría que estar aquí hace media hora. Acaba de llamarme la concejala de Urbanismo. Dice qué dónde se ha medito la periodista. Tenía una cita con ella a las nueve y media.
—¿Por qué tendría que saber yo algo de Lúa? —Jordi intentó salirse por la tangente.
—Porque al ser su esclavo, te suponía enterado del paradero de tu ama. —Carrasco disfrutaba atormentando a Jordi, un poco celoso de que Lúa lo hubiera acogido bajo su protección—. Y porque tiene la maldita costumbre de no avisar a nadie cuando falta. Por eso te lo pregunto.
—La respuesta es negativa, director adjunto. No tengo ni la más remota idea de dónde puede estar Lúa Castro. Se habrá quedado dormida, yo qué sé… tendrá resaca…
—La resaca la vas a tener tú cuando le pida a la jefa de personal la carta de despido… ¿Te ha llamado?
—No. Repito. No tengo ni la más mínima idea de dónde está.
—Cuando hables con ella dile que dejar plantados a concejales del Ayuntamiento no es el estilo que llevamos en este periódico. —Y se alejó, visiblemente enfadado.
Una hora más tarde, muy nervioso, Jordi llamó por teléfono a la policía. Quería hablar con la inspectora Valentina Negro.
* * *
—Levántate. Quieres ir al baño, ¿no? —Óscar la agarró de un brazo y la ayudó a incorporarse.
Lúa asintió con la cabeza. «Y también un poco de agua, por favor» pensó. Se moría de sed. Tenía la garganta en carne viva.
—Voy a soltarte y a quitarte la mordaza. Y pórtate bien. No quiero sorpresas. Luego te daré algo de comer. ¿Ok? No quiero oír una palabra. Estate calladita y todo irá sobre ruedas.
El vigilante procedió a desatarla y luego la acompañó al baño, que estaba en la misma habitación en donde la tenían confinada. Lúa se giró e intentó hablar con aquel gigante de pelo blanco, pero el hombre se limitó a señalarle el camino. Entró en el baño y cerró la puerta. Al fin. Estaba orinándose, no aguantaba más. Luego rebuscó en el sujetador hasta encontrar la tarjeta de memoria. Miró a su alrededor, tenía que darse prisa. Luego la atarían de nuevo y no podría librarse de ella.
El baño era de reciente construcción y estaba sin acondicionar. Aún se veían los restos de cal y cemento en los azulejos sin limpiar. La habitación contaba con un retrete, un lavabo y una ducha que ni siquiera tenía cortinas. ¿Dónde podría esconderla?
—¿Te falta mucho? Vete terminando, bonita. Ya llevas un buen rato en el baño. —Óscar se impacientaba, a pesar de que solo llevaba allí dentro tres minutos.
Lúa se agachó al lado del lavabo y colocó la pequeña tarjeta azul en el suelo. Había un hueco detrás del desagüe de cerámica. Palpó con cuidado y luego introdujo la tarjeta hasta que desapareció. Luego retiró la mano llena de restos de cemento y contestó a Manolo, abriendo el grifo a la vez para disimular.
—¡Ya voy, un segundo! ¡Ya he terminado!
Al salir, su vigilante le dio un botellín de agua y ella lo bebió casi de un golpe. Luego la empujó de nuevo hacia la habitación.
—Ahora te daré un bocadillo y luego te ataré otra vez. Venga. Date prisa. No tengo todo el día para perderlo contigo.
* * *
Raquel se disculpó un momento con el concejal de Urbanismo y se retiró a una esquina para hablar con tranquilidad por teléfono.
—Dime, Sebastián. Ahora estoy muy liada.
—Raquel, tenemos un problema. Un marrón de los gordos. Lúa Castro, la periodista de La Gaceta… la han pillado merodeando por la obra.
Raquel bajó la voz.
—No me jodas. Te lo dije. Te dije que esa chica era un incordio. ¿Sabes si ha visto algo?
—Según los vigilantes, no, pero no me fío un pelo de ellos. Son un par de incapaces. Lo importante ahora es que Pedro no se entere de que tenemos a la periodista. O nos meteremos en un buen lío.
—Sácale lo que puedas. Probablemente no haya visto nada, pero hay que asegurarse bien. Apriétale las tuercas a esa zorra. Luego hablamos, venga. Estoy con el de Urbanismo… ya me entiendes. Tengo que dejarte.
* * *
Valentina suspiró, aliviada. Por lo menos en casa de Lúa no había señales de lucha o algo peor. Miró a Jordi, que parecía haber recobrado un poco de color después de haber abierto la puerta del apartamento y constatar que todo estaba intacto.
—Desde que Lúa recibió el anónimo con las fotos del cuerpo de Lidia, la verdad es que no me llega la camisa al cuerpo, inspectora. Y lo de hoy me tiene muy preocupado. Ella nunca falta al trabajo sin avisar, tiene que estar muy enferma para hacer algo así…
—¿En qué estaba Lúa metida, además de cubrir lo de Lidia Naveira?
—Estaba en lo de la urbanización Ártabra. La denuncia del profesor Dorado, el supuesto yacimiento romano… Todo eso. Lo último que hicimos juntos fueron las fotos a la abogada de Pedro Mendiluce, Raquel Conde.
Valentina se volvió rápidamente hacia Sanjuán, que estaba curioseando entre los papeles que tenía Lúa en la sala de estar. El criminólogo miró por encima de las gafas al escuchar el nombre de Raquel.
—Entonces Lúa estaba investigando a Pedro Mendiluce… vaya, vaya. Qué sorpresa… —Sanjuán siguió mirando los documentos que estaban desperdigados sobre la mesa, en desorden—. Lo que hay aquí parece muy sabroso: un estudio arqueológico sobre la posibilidad de la existencia de un yacimiento romano bajo el solar en el que están edificando una urbanización. Lo firma el profesor Dorado, catedrático en Historia Antigua… Era en esto en lo que estaba metida, ¿no?
Jordi asintió.
—Para el especial del domingo, sí. Iba muy avanzada, o eso me dijo. Íbamos a cagarnos por la pata cuando nos enterásemos de todo, esa fue la expresión que utilizó.
Valentina se tocó la barbilla, mirando a su alrededor. Luego fue hasta la habitación y vio la cama sin deshacer. No había ni rastro de que hubiese dormido allí. En la cocina, ni un plato de desayuno. Ni una taza de café. Nada de nada. Luego fue hasta el recibidor. No vio el bolso ni las llaves. Ni el móvil.
—Creo que no ha dormido esta noche en su casa. Si hubiese salido temprano no habría dejado todo tan ordenado… ¿Sabes si tenía algún novio por ahí…? Ya me entiendes. Algún amigo…
—Yo solo conocía a Jaime Anido. Nada más. Lúa no suele tener demasiados amigos. De todos modos, sí que pasó algo extraño. Esta noche me llamó. Serían las tres de la madrugada.
—No son unas horas muy normales para llamar a alguien por teléfono —dijo Valentina—. ¿Te llamó un par de horas después de que se escabullese? ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Se lo estoy contando ahora, ¿no? Yo tenía una resaca del copón, inspectora. Pero me acuerdo perfectamente lo que me preguntó. Hace unos días me enseñó un listado de números. Al lado estaba escrita la palabra «yacimiento». Me llamó para que le recordara los números. ¿Sabe?, tengo muy buena memoria. Se los di y me colgó el teléfono casi al momento, hablaba muy bajo, y se oía fatal, como si estuviese dentro de algún sitio sin cobertura.
Sanjuán se apartó un momento y susurró a Valentina:
—Necesitaríamos ver el ordenador de Lúa Castro. A lo mejor ahí tenemos alguna clave de dónde pueda estar… Si llamó preguntando por esos números de madrugada, debía de estar metida en algún lío, muy probablemente en el yacimiento.
—De acuerdo. Pero tenemos que tener en cuenta también que puede estar en poder del Artista, Javier. El anónimo… Recuerda lo de Sue. Primero, el anónimo… luego… —Valentina le contestaba también con un tono de voz bajo, no quería alarmar al becario, que parecía realmente preocupado por Lúa.
—Es cierto. El Artista… —Sanjuán asintió pensativo—. A decir verdad, a mí el anónimo me ha parecido un divertimento. Una forma de llamar la atención. No sé, honestamente… no me cuadra Lúa como víctima. No es… desde su punto de vista, la víctima idónea; Lúa es una mujer «honesta». No pertenece, que sepamos, a ninguna organización sado, no participa en fiestas perversas, o por lo menos, no nos consta… no sé. ¿Tú qué piensas?
—Puede que tengas razón. Pero yo tengo que barajar todas las posibilidades. De todos modos, si llamó a Jordi por la noche, es necesario hablar cuanto antes con la compañía telefónica de su móvil. A ver si nos pueden localizar más o menos en dónde se encontraba en el momento en el que efectuó la llamada… y así podremos salir de dudas.
* * *
El vigilante tapó los ojos de Lúa con una tela negra. Mientras permanecía atada y en silencio, sentada en una silla, no pudo evitar que la asaltara un temblor incontrolable, que dominó a duras penas. No quería que la vieran muerta de miedo. ¿Qué coño iban a hacer con ella?
A los pocos minutos, escuchó que la puerta se abría y oyó unos pasos. El ruido de las patas de una silla al ser arrastrada. Una voz nueva, de aire chulesco, con un ligero acento del sur de Galicia.
La bofetada casi la tira al suelo. Notó cómo le ardía la mejilla y se mordió los labios para no insultar a su agresor con saña.
—No nos gustan las chicas que meten las narices donde nadie las llama.
La segunda bofetada acabó con Lúa en el suelo. Luego, una patada en el estómago la dejó sin respiración durante un momento. Permaneció encogida en posición fetal hasta que el hombre la obligó a levantarse incrustando los dedos en su brazo y la guio hasta la silla de nuevo.
Escuchó el ruido de un mechero, y el humo de tabaco negro inundó la estancia.
—Ahora vas a contarme todo lo que has visto, Lúa. —Ella se estremeció al escuchar su nombre en aquella voz, cada vez más fría y más cruel—. O tendré que utilizar métodos más expeditivos que un par de golpes.
—¡Vete a tomar por el culo, cabrón! Además, no sé de qué me hablas. —Lúa no fue capaz de morderse la lengua. Al momento se arrepintió. Se dio cuenta de que su furia no le convenía en absoluto.
—Mmmm, qué palabras tan feas… y además, poco adecuadas para una periodista… —Lúa notó, aterrorizada, que el hombre le acariciaba la mejilla y luego bajaba por el cuello hasta el escote. Dejó la mano allí por un momento y luego siguió bajando hasta acariciar la copa del sujetador. Ella se revolvió, furiosa. Sebastián Delgado retiró la mano y volvió a sentarse en la silla que había colocado enfrente de Lúa. Para su fortuna, ella no pudo apreciar la sonrisa de hiena que tenía pintada su captor en la cara—. No te preocupes, bonita. Esos humos no te van a durar mucho. Dentro de un rato estarás cantando absolutamente todo lo que yo te pregunte. Hasta dónde echaste tu primer polvo… y con quién. Así que empieza a contarme… ¿Qué viste en tu paseo nocturno por la obra?
* * *
Pedro Mendiluce respiró el aire del mar y escuchó con placer el entrechocar de los palos de los veleros en el puerto deportivo.
Encendió el móvil que había tenido apagado durante todo el día y se estiró ruidosamente en cubierta. Más relajado, tiró el resto del puro al agua y acompañó a la explosiva dominicana a la pasarela. El taxi ya estaba esperándola.
La niebla había desaparecido. Vio la torre de Control Marítimo, y a lo lejos, la luz intermitente del faro de Mera. Se preguntó cómo iría la preparación de la fiesta del día siguiente. Empezaba a animarse: había organizado lo que él llamaba una «Fiesta bunga bunga», con sus mejores chicas y sus clientes más exclusivos. Menuda banda de cerdos, hijos de la doble moral más desvergonzada. Mejor para él. Todas aquellas orgías le servirían más adelante para tenerlos a todos cogidos por los huevos. Pagaban sus bajas pasiones con favores que a él le serían de mucha utilidad en el futuro para sus negocios más turbios. Imbéciles… Él jamás hubiese caído en una trampa tan obvia. No se daban cuenta de que la mayoría de ellos estaban en sus manos. Altos cargos, políticos influyentes, empresarios, miembros de la curia eclesiástica, deportistas… Todos intentaban mantener una vida de intachable moral, pero luego se metían de todo y hacían lo que fuera por convertirse en unos degenerados en cuanto se cerraba la puerta de su casa y veían a un par de jovencitas contoneándose. Pero así era la naturaleza humana, tal y como a Mendiluce le gustaba reflexionar, quizá para sentirse mejor que sus clientes, al comprobar que su sinceridad y lucidez en comprender de qué iba la vida era lo que le daba una gran ventaja. Los demás eran débiles porque se ufanaban en negar lo que eran; les gustaba sentirse seres inmaculados cuando asistían a recepciones o se miraban al espejo por las mañanas. Eso los condenaba ante tipos como él. Los seres superiores, los que saben juzgar la naturaleza humana y no piden perdón por ello.
Mendiluce bajó de nuevo y llamó a Sebastián Delgado. Quería verlo al momento. Saber si estaba ya todo listo para el día siguiente, los prolegómenos, los asistentes, los planes. Todo.
* * *
Irina lloraba en silencio en su apartamento. Estaba muerta de miedo. No quería participar otra vez en una de aquellas fiestas horribles. No quería desnudarse nunca más delante de hombres mayores y babosos, ni tampoco follar con ellos una y otra vez. Y además, con un micrófono oculto… Pero era la única manera de salir de allí, tenía razón la inspectora. Sí quería tener una vida normal, un novio normal, solo había un camino, y ese camino pasaba por la fiesta del sábado por la noche.
Cogió el móvil intentando que no se le notara la voz llorosa. Era Narcia, una de las chicas que iban a ir a la fiesta, la rumana que más la había ayudado cuando entró en aquel mundo.
—Hola, Iri. ¿Cómo estás? ¿Preparada para lo de mañana? Ya sabes que vamos a sacarnos un buen dinero. Me han soplado que va a acudir un montón de peces muy gordos…
—Hola. Sí, preparada. Aunque creo que tengo un poco de fiebre. No sé, no me encuentro bien…
—Anímate, mujer. Tómate algo. Una aspirina, lo que sea. Vamos a pasarlo muy bien, verás. Tú piensa en el dinero y cierra los ojos con fuerza, como te dije en su momento. Además, van a pasarnos un poco de coca de la mejor, como siempre. Eso anima mucho. Por cierto… te cuento —Narcia puso voz de intriga—, me han soplado también que la fiesta no va a ser en donde siempre. Vamos a cambiar de sitio. Creo que a un chalet en Pontedeume o en Bergondo, pero aún no lo sé seguro…
—¿Cómo? ¿No va a ser en la mansión? —Irina se alarmó.
—Parece ser que no. Están en obras o algo parecido. No sé, no importa. Pero bueno. Da lo mismo un sitio que otro. Lo único que me interesa es que esta vez van a darnos mucho dinero, Iri.
—Ya. Claro. El dinero… pero… ¿Cuándo piensan decírnoslo? Tendremos que saber adónde nos llevan, ¿no?
—En cuanto sepa algo, te llamo. Pero mujer, si no vas a tener que ir en tu coche… van a llevarnos en un bus, tranquila. Cuídate ese catarro, o mañana no vas a tener perro que te ladre… Un beso, querida.
En cuanto Narcia colgó, Irina marcó con rapidez el teléfono de Valentina Negro.
* * *
Valentina frunció el ceño. La idea que había tenido Sanjuán de sonsacarle a Raquel Conde era buena. Ella era la última persona a la que Lúa entrevistó sobre el tema de la urbanización. Pero a la inspectora no le hacía demasiada gracia que Sanjuán estuviese en contacto con su ex, una lagarta de la peor calaña. ¿Cómo podía haberse casado con una tipa así? Se veía a leguas que no era precisamente una persona honesta. No entendía a los hombres… ¿Era tan difícil ver la mezquindad si se interponían un buen cuerpo o unos bonitos ojos azules? Quizá sí…
A través del cristal de la puerta, Valentina vio a Velasco y a Bodelón comentar algún detalle de las notas y las fotografías que habían cogido de la casa de Lúa. La investigación de la periodista era amplia y algo caótica, pero la inspectora confiaba en que entre los dos pudiesen sacar algo en claro rápidamente de todo aquel maremágnum de datos que, a priori, no parecían llevar a ningún sitio concreto. Había enviado a López a la delegación de La Gaceta a echar un vistazo al ordenador del periódico, y de paso a preguntarle a Carrasco detalles sobre los últimos pasos de Lúa Castro.
Valentina miraba al informático que intentaba descifrar la clave del ordenador de la periodista. Estaba preocupada: desde que recibió la llamada de Irina comentándole que la fiesta de las putas no iba a ser en la mansión de Mendiluce, se había dado cuenta de que el mecenas estaba con la mosca detrás de la oreja. Tendrían que averiguar dónde iba a ser la fiesta y trasladar allí el dispositivo. A ver si Irina conseguía informarlos pronto, les ahorraría un tiempo precioso. Sería un engorro tener que seguir al autobús de las chicas. Valentina esperaba también con impaciencia la llamada de Carlos Larrosa. Estaba intentando localizar al padre de Lúa, misión casi imposible hasta esos momentos. Justo aquel día le había dado por apagar el móvil. Estaba convencida de que el padre de Lúa podría ser de mucha ayuda, dadas sus conexiones con Pedro Mendiluce.
Sanjuán revisaba con tranquilidad toda la documentación que habían conseguido en la casa de la periodista. Una exclamación lo interrumpió.
—Ya está. Ya tengo la clave, inspectora. ¡Al fin! —El informático hizo un gesto de triunfo levantando los dos brazos al aire.
—Genial, Alfonso. Eres un crack. No sé qué sería de nosotros sin ti, de verdad. Ahora entra en los documentos, a ver qué tiene. Y en las fotografías —indicó Valentina.
Alfonso García empezó a buscar en los documentos de Lúa Castro. Pronto encontró una carpeta en la que ponía «Ártabra».
—Imprímelo todo. No sabemos qué puede resultarnos de utilidad. Cuando lo tengas, dáselo a Velasco y a Bodelón para que hagan un barrido rápido.
Momentos después, cuando vieron las fotografías del despacho de Mendiluce, se miraron entre sí en silencio. Era cierto. Quizá Lúa Castro había llegado bastante más lejos de lo que era conveniente para su seguridad personal.
* * *
—Joder, Manuel. ¿Dónde coño te has metido? Tu hija ha desaparecido. ¡Coño! Te necesito aquí ahora mismo. —Carlos Larrosa hablaba de modo imperativo.
Castro soltó una pequeña carcajada.
—¿Lúa? ¿Mi hija? ¿Desaparecida? Estás de coña. Lúa desaparece cuando quiere. Yo no me preocuparía lo más mínimo. Estará pasándolo bien con algún novio nuevo o en casa de alguien, sin ánimo para hablar con nadie. Ella es muy suya. Además, lo de Anido la tiene todavía un poco aturdida, ya me entiendes.
—Manuel, por favor. Tu hija hizo esta noche una llamada y no se ha vuelto a saber nada más de ella. En su trabajo están que trinan. ¿Es que no sabes que ha recibido un anónimo del asesino de Lidia Naveira? ¡Joder! Si te llamo por algo será, ¿no te parece?
Manuel Castro enmudeció durante unos segundos, y su semblante palideció.
—Es la primera noticia que tengo. No me había dicho nada.
—Y no solo eso. Está metida hasta el cuello en el asunto de Ártabra, Manolo. Y bien sabes a qué me refiero. Nos conocemos desde hace muchos años. Es tu hija, es igual que tú. No mide las consecuencias de sus actos. Hace siempre lo que le da la gana. Y además, mete las narices en todas partes con su descaro habitual. Creo que su desaparición tiene más que ver con tu amigo Mendiluce y sus asuntos que con el asesino de Lidia, fíjate bien. Da igual: las dos cosas son bien jodidas. Elige.
Larrosa escuchó a su amigo resoplar por el auricular del teléfono.
—En un rato estoy ahí.
* * *
Lúa llora en silencio, sentada en el suelo de la habitación. Aquel hombre ha estado a punto de violarla. Y de torturarla. Menos mal que alguien lo llamó por teléfono cuando empezó a contarle todo lo que le apetecía hacer con ella si no largaba lo que había visto allí abajo, en el yacimiento. «¿Has visto los huesos, Lúa? ¿Tuviste miedo? Los tuyos pasarán desapercibidos en el enterramiento…».
«Salvada por la campana, Lúa, pero solo por ahora. Tienes que hacer algo. O te matarán».
Lúa sabe que tiene que salir de allí como sea, pero no puede quitarse las esposas ni la venda de los ojos. Ni siquiera puede moverse. Su vida corre peligro. Ha subestimado a esa gente y ha cometido un grave error.
Si por lo menos su padre pudiese hacer algo…
* * *
Manuel Castro se mesó los cabellos con desesperación al descubrir el follón en el que se había metido su hija. Miró a Larrosa y a Valentina Negro, y después se dirigió a Iturriaga con la voz agarrotada en las cuerdas vocales. Todavía era policía, pero destinado en segunda actividad, fuera del tajo, aunque siempre al cabo de la calle de todo lo que sucedía. Su figura en la policía fue siempre controvertida. Por una parte, algunos nunca le perdonaron que se llevara bien con Mendiluce y sospechaban que en alguna ocasión le había ayudado dándole información privilegiada. Por su parte, el padre de Lúa nunca había negado esa amistad, ¿para qué? Eran del mismo pueblo y se conocían desde niños. En cierto sentido, ambos eran parecidos, y en parte Castro envidiaba a Mendiluce, aunque él nunca había llegado a poner su ambición por encima de sus tareas importantes; eso sí, algún regalo de su amigo de vez en cuando, pero… ¿eso a quién coño le importaba? Otros, en cambio, lo defendían, y estaban dispuestos a jurar que nunca se vio que dejara tirado a un compañero.
—No tenía ni idea de que Lúa estaba investigando los negocios de Mendiluce. Nunca me cuenta nada del trabajo. Lo último que supe fue que se encargó de cubrir lo del asesinato de esa chica, nada más. Y también me enteré de la muerte de su novio, el fotógrafo. Yo creo que eso la ha trastornado un poco. Lúa nunca llora, ¿saben? Parece muy fría, pero no lo es. Y cuando la vi después de la muerte de Anido parecía más entera que nunca. Y eso me preocupó… —Castro hablaba con total sinceridad, desconcertado; si Lúa estaba investigando a Mendiluce, ¿cómo era que este no le había llamado para discutir el asunto? Sabía que su amigo no dañaría a su hija, y si era capaz de hacerlo, entonces era que Pedro Mendiluce no lo conocía en absoluto, porque en ese caso… iría a por él.
—Manuel. —Larrosa le puso la mano en el hombro y lo miró con algo parecido a la compasión mezclada con dosis de irritación—. Vamos, eres muy amigo de Pedro Mendiluce. Y conoces a muchos de los que se relacionan con él. Por Dios. Reacciona.
—Carlos, soy amigo de Mendiluce, en efecto. Pero tampoco soy tan amigo como piensas… ¡Joder! ¡No me cuenta cada cosa que hace! —Aunque no lo pretendió, su voz sonó a disculpa.
Larrosa lo agarró por el brazo y lo llevó a un aparte.
—Me da igual el nivel de amistad que le profeses, Castro. En eso no voy a meterme. Pero no me tomes por tonto. Haz el favor de darle un toque a tu amigo. Pregúntale. Averigua de qué pie cojea. —Miró a Iturriaga de soslayo y luego se encaró seriamente con él, susurrando con fiereza—: Ya sé que destaparía muchas cosas que no quieres que se sepan, pero creo que eso ahora importa bien poco. ¿No crees?
Castro lo miró largamente. Conocía a Larrosa desde hacía muchos años y supo leer en sus ojos que llevaba tiempo guardándose aquello dentro, con dolor. Tenía razón en sentirse así. Cuando Larrosa investigaba a Mendiluce, él le había ayudado a escurrir el bulto. Pero eso no significaba que no le importara su hija, ni mucho menos. Solo era que la vida le había enseñado a ser prudente.
—¿Y si mi hija está en las manos del asesino de Lidia? ¿Y si no es Mendiluce el que la ha raptado?
—Coño, Manuel. Acaban de llamarnos de Movistar y nos han dicho que la última llamada que hizo de madrugada fue desde el entorno de As Xubias. Más o menos, el punto exacto no pueden saberlo, pero el margen de error era bastante corto. Lúa estaba en Ártabra, metida hasta el cuello en sabe Dios qué. Las ruinas del parking, dice la inspectora. Hemos encontrado documentación en su casa.
—Está bien. Voy a hablar con él ahora mismo. A ver qué me dice… Luego, dependiendo de lo que me cuente, me pondré en contacto con un par de topos que tengo de mano. Está claro que quien le hace el trabajo sucio a Pedro es su esbirro… Así que habrá que profundizar por ahí. —Lo miró a los ojos, sin más, proyectando toda su alma en ellos—. No soy tan cínico como piensas, Carlos. Hay muchas cosas que no sabes… Además, Lúa es lo único que me queda en el mundo. ¿Qué crees? ¿Que soy un desalmado? Siempre he sido un buen padre para ella. Y sigo siendo un buen policía, a pesar de todo. Haré todo lo que sea necesario para encontrarla. Tenlo bien claro, Carlos. Tú y los demás. Tenedlo bien claro.
* * *
—Sebastián. Voy a hacerte una pregunta. Y contéstame, por favor, con total sinceridad.
Delgado notó el tono severo de su jefe a través del móvil, y empezó a temblar.
—Dígame, jefe.
—Acaba de llamarme Manuel Castro. Mi amigo. El Policía Nacional que me filtra la información. Bien. Me ha dicho que su hija, Lúa Castro, ha desaparecido. Ya sabes… la periodista de La Gaceta.
—¿Desaparecido? ¿Y qué tiene que ver esa chica conmigo? Jamás la he visto, creo yo…
—Me ha dicho su padre que estaba investigando lo de la urbanización. Ya me entiendes… Por teléfono no quiero hablar de eso. Pero solo te voy a preguntar una cosa, y una sola vez. ¿La tienes tú? ¿Sabes algo de esa chica? Porque como sea algún problema tuyo, Sebastián, y no me lo hayas dicho, te prometo que esta me la pagas.
—Joder, Pedro. Me conoces desde hace muchos años. Sabes que no es mi estilo… Yo no hago desaparecer a mujeres. Esa chica estará por ahí, de pendoneo con algún novio. Como todas las chicas de ahora.
* * *
En cuanto terminó de hablar con Javier Sanjuán, Raquel salió del despacho y cerró la puerta blindada con doble vuelta. La policía sabía algo del tema Lúa Castro, no cabía duda. Si no… ¿por qué la había llamado su ex para preguntarle, con su voz seductora y su encanto más azucarado, si tenía alguna idea de dónde podía estar la periodista? Sabían que la última entrevista que hizo fue precisamente a Raquel Conde, abogada de Pedro Mendiluce, y la letrada que se encargaría de la defensa en el posible juicio sobre el maldito yacimiento. El yacimiento de los cojones. Mendiluce se habría ahorrado muchos problemas si hubiese dejado seguir el procedimiento habitual. Después de esquilmarlo de manera conveniente, dejar algo para contentar a los de Patrimonio y punto pelota. Pero la avaricia estaba empezando a acarrearles demasiados problemas. Como la Lúa aquella metomentodo.
Casi siempre salía la última del trabajo, cuando todos se habían ido ya a sus casas. Recorrió el pasillo oscuro y bajó por las escaleras. El ascensor antiguo le daba algo de miedo. Llevaba mucho tiempo intentando convencer a Mendiluce de que cambiasen el despacho a alguno de los edificios nuevos, más modernos y acogedores. Aquella casa era por lo menos de principios del siglo XX. Aunque estuviesen rehabilitándola y ya pareciese otra cosa, seguía manteniendo un punto siniestro y lúgubre que a Raquel no acababa de convencerla. Además, ni siquiera tenía garaje. Tenía que aparcar su Mercedes en una plaza alquilada en un parking privado en un edificio todavía más antiguo, en un callejón de la calle de atrás. Por lo menos, ya no llovía, y la niebla se había disipado hasta dejar paso a un cielo estrellado. La luna lucía su cuarto creciente como una brillante rodaja de fruta blanquecina.
Raquel caminó hasta la puerta del garaje, que estaba semiabierta.
«Siempre tiene que haber un gilipollas que deje la puerta abierta. ¡Imbéciles! Voy a buscarme otro sitio para meter el coche, este garaje es una porquería. Además, tiene goteras. Ni siquiera tiene luces de posición…».
Cuando entró, miró a su alrededor, extrañada. Notó una cierta pesadez en el ambiente. Un olor distinto. Sacudió la cabeza para espantar fantasmas y se dirigió al coche con paso resuelto. Incómoda, paró y volvió la cabeza. Solo el ruido de las cañerías y las goteras que caían al otro extremo rompía el silencio. Siguió andando, los tacones haciendo eco en el cemento desconchado. Al llegar a la altura del Mercedes, sacó del bolso el mando del vehículo y abrió la puerta.
De repente, de detrás de la columna surgió una figura que le hizo dar un respingo. El bolso cayó al suelo y Raquel gritó, asustada.
—¡Joder, Raquel, soy yo, coño! —Sebastián Delgado se agachó para recoger el bolso rojo de Carolina Herrera.
—¡La madre que te parió, cabrón! ¡Me has dado un susto de muerte!
—¿Quién creías que podía ser, boba? ¿Un violador? ¡Ya te gustaría! Con lo zorra que eres, seguro que disfrutabas y todo…
—¡Ja! Qué gracioso eres. —Raquel se apoyó en el coche para calmarse un poco. Sacó un cigarro del bolso y lo encendió. Soltó el humo con fuerza—. ¿Qué haces aquí? ¿No se supone que tenías que estar preparando la fiesta de los puteros de mañana?
—Tenemos que hablar. De Lúa Castro. Esa sí que es una zorra de cuidado. No sé qué hacer con ella, Raquel. Acaba de llamarme Pedro para preguntarme si sé algo. Su padre es íntimo y encima su confidente de la policía. Por supuesto, le he dicho que no tengo ni idea de dónde puede estar esa chica.
—Ya. Menudo embolado… ¿Qué es lo que sabe Lúa en realidad? ¿Le apretaste las tuercas?
—Aún no lo sé. Creo que sabe bastante. No, no he podido tocarle un pelo… me llamó Pedro, para variar, justo cuando iba a hacerlo. Me tiene acribillado. Se le ocurrió salir de su «retiro espiritual» y ver en persona cómo iba lo de la fiesta. Un coñazo. Lo que más me preocupa de la tipa esa es que haya sacado fotografías. La cámara no tenía ninguna en la tarjeta… y el móvil tampoco. Aun así, no me fío un pelo… Es lista como ella sola. No me extrañaría nada que hubiese ocultado alguna otra tarjeta de memoria en algún sitio.
Raquel lo miró con ojos brillantes, perversos. Sus dientes brillaban en la oscuridad del garaje como perlas húmedas.
—Se me ocurre una cosa: unta de pelas a esos dos mataos de los vigilantes… que le saquen si tomó alguna foto. Que se la carguen de un tiro y que la hagan desaparecer. Así tú no tienes las manos manchadas de sangre. ¿Qué te parece? O espera. Tengo algo mejor todavía… —Su voz adquirió un claro tono perverso—. ¿No era ella la que llevaba lo del asesino de Lidia Naveira? Pues que se la carguen y luego imiten cualquier cuadro con ella… Así mi ex se encargará de babear detrás de la inspectora Negro durante otra larga temporada… ¿Lo entiendes?
—No me jodas, Raquel. No quiero cargarme a esa chica. Es la hija de un amigo de Pedro. Además —Delgado mostró algo parecido a la empatía—, está muy buena. Y es valiente. Me gusta. Imagínate que se entera Mendiluce…
—Qué más da. Una periodista menos en el mundo. Además, Pedro no tiene por qué enterarse de nada. Ahora resulta que te has vuelto un cobarde sentimental, hay que joderse. —Raquel apretó el botón de la luz del garaje y abrió la puerta del Mercedes—. Entra. Vamos. Te llevo. Por el camino te contaré cómo podemos hacer… ¿Tú no tenías un amigo rumano que te hacía los «recaditos»?
El Mercedes negro de Raquel arrancó con su potente ronroneo. Ninguno de los dos ocupantes vio el fulgor enfermizo de unos ojos claros que continuaron clavados en el coche hasta que abandonó el garaje.
Se levantó. Frustrado. Enfurecido. Había aparcado su furgoneta cerca del coche de Raquel Conde. Había estado muy cerca. Tenía en su mano el pañuelo con cloroformo. Todo iba sobre ruedas hasta que aquel cretino entró en el garaje a joderlo todo. Había pensado recrear una performance genial con aquella gacela rubia y delicada. Un ser traslúcido con un alma de ciénaga.
«Así que quieres matar a Lúa Castro, amiga mía, y luego decir que he sido yo… —Guardó sus herramientas en una bolsa de cuero negro y se dirigió hacia la furgoneta—. Eso no está bien, Raquel. Matar a una chica inocente que hace su trabajo… no está nada bien. Y lo que es todavía peor, zorra. Quieres cargarme a mí el muerto intentando convertirte en una imitadora cutre de mi arte sublime… Mereces un escarmiento, querida. Un pequeño castigo. Pero no te preocupes. No tardaré mucho en aplicártelo. Ten paciencia».