[capítulo 57]: Lúa Castro pasa a la acción

Madrugada del viernes 18 de junio

Lúa condujo con la vista puesta en el Seat León gris, que la había adelantado varias veces, haciendo veraz el adagio que decía que un buen seguimiento siempre iba por delante del objetivo. Pero, por favor. Estaban insultando a su inteligencia. ¿Cómo podían pensar que no iba a darse cuenta de que la estaban siguiendo? Si llevaban el mismo camuflado que había utilizado su padre alguna que otra vez, cuando auxiliaba en tareas de seguimiento. Como para no llamar la atención.

Decidió que ya era hora de despistarlos y se metió de lleno en el barrio de Matogrande. Estacionó en doble fila en el medio de la barahúnda de coches. La gente daba vueltas y vueltas, ya que esperaba con ansia encontrar un sitio para poder acceder a los pubs en la hora punta de salida nocturna. Lúa salió del coche, tras dejarlo en doble fila y se metió en un pub con mucha rapidez. Al poco tiempo volvió a salir y echó un vistazo con disimulo: el Seat León estaba atrapado a algunos metros de donde estaba ella, en un pequeño atasco provocado por un Alfa Romeo que esperaba la salida de otro vehículo para aparcar.

Se metió en el Toyota a toda prisa, lo encendió y se escabulló en unos segundos. Aceleró, esquivando a dos chicos medio ebrios que se habían puesto delante de su coche, y torció la esquina a toda velocidad. Luego se metió por otras dos calles para despistar, una en dirección prohibida, y enfiló la avenida de Camilo José Cela en dirección a As Xubias mirando todo el tiempo por el retrovisor. Ni rastro. Sonrió. El Seat León aún debía de estar parado en el medio del atasco. Peor para ellos.

Había estudiado con detenimiento los planos que le había dado el profesor Dorado y las fotos que sacó en el despacho de Mendiluce y sabía más o menos por dónde debería, en buena lógica, estar situado el supuesto yacimiento. Bajo la obra del parking del centro comercial, recordó. Tocó la cámara que tenía en el asiento del conductor. Por lo menos la Canon de Jaime tendría un buen uso póstumo. Aunque pensar en ello la entristeció, Lúa sintió esa energía especial que siempre la acompañaba cuando seguía rastros que llevaban a una buena historia. Quizá no fuera una periodista ejemplar en todos los ámbitos, pero no cabía duda de que su arrojo y decisión representaban lo mejor del periodismo de verdad. Lúa tenía miedo, pero comprendía que la alternativa a no sentirlo era morirse como periodista, hibernar en el escritorio con noticias ramplonas y, con ello, renunciar al reporterismo auténtico que llevaba en la sangre. Lo tenía claro: prefería correr riesgos y atisbar el triunfo del trabajo espectacular y bien hecho a pasar por la vida como una sombra.

Cuando llegó a As Xubias, levantó la cabeza y miró las altas vallas que cercaban la obra de la urbanización. Habían derribado todo el antiguo y pintoresco pueblecito pesquero y ya no quedaba nada del pasado, salvo vallas de madera y metal y edificios modernos, horribles, con forma de cubo. Se dio cuenta de que no iba a ser fácil colarse allí, y además, con toda certeza, tenían guardias de seguridad por todo el perímetro. De todos modos, tenía una idea. Solo faltaba que resultase productiva. Cuando era pequeña iba muchas veces a jugar a aquella zona y recordaba perfectamente que en la vía del tren que corría paralela a la obra había una caseta de los operarios de mantenimiento, construcción que seguía en el mismo sitio que antaño, medio derruida, pero que nadie se había molestado en derribar del todo. Era de lo poco que se había conservado de la zona, al pertenecer a RENFE. No era muy alta. Recordó que tenía unas escaleras herrumbrosas por las que subían ella y sus amigos para jugar y luego lanzarse al agua. Por allí seguro que encontraba una buena atalaya para acceder dentro de la obra. Además, la niebla taparía cualquier movimiento extraño.

* * *

Pedro Mendiluce bajó al garaje donde tenía todos sus vehículos de colección y escogió el más moderno. Un Mercedes SLS AMG con alas de gaviota que había comprado unos meses atrás. Una maravilla de color plateado que lo volvió loco nada más verlo en un fugaz viaje a Alemania. Necesitaba conducir de inmediato para relajarse. Dar una vuelta con el coche, ir al yate a pasar la noche, rodearse de lujos y silencio. Completamente solo. Un poco de tranquilidad. La visita de Javier Sanjuán lo había desestabilizado por completo. Hasta tal punto que notaba las manos temblorosas y la frente casi ardiendo. Sin embargo, cuando olió el aroma de la tapicería de cuero negro y observó aquel salpicadero iluminado, digno de un Boeing, se calmó de inmediato. Respiró hondo y se puso los guantes de cuero con parsimonia. Aplazó sus ganas de fumarse un puro. No quería atufar de humo el espléndido aroma del vehículo recién estrenado.

Había dado órdenes estrictas de que nadie lo molestase, a menos que fuese algo muy grave o un cataclismo de proporciones insólitas. Miró el Rolex Oyster: eran las dos de la madrugada. Encendió el coche y el rugido del motor lo hizo suspirar de placer. Aquello era mejor que un buen polvo con una oriental virgen de quince años.

Cuando empezó a rodarlo por la carretera, las potentes luces antiniebla apenas podían abrirse paso para ver el asfalto. Mendiluce no aminoró la velocidad. Se sabía el camino de memoria. Luego llamó a Sebastián Delgado con el manos libres.

—Sebastián. Buenas noches.

Delgado había contestado al teléfono completamente desnudo, en pleno fregado sexual, dejando a Raquel atada con unas esposas a una silla con y una evidente erección que apuntaba sin rumbo fijo, como el cañón de un revólver en las manos de un desquiciado.

—Jefe… yo…

—Me importa un carajo lo que estés haciendo, Delgado. Si estás tirándote a Raquel, que se fastidie. Ya seguirás después. Ahora quiero que me escuches muy bien. La fiesta de mañana… ¿Cómo va todo?

—Va fantásticamente, jefe. —Delgado ya no se asombraba de cuánto lo conocía Mendiluce; desde que entrara a trabajar para él le había dado mil pruebas de que no podía engañarlo ni mentirle, porque siempre acababa averiguándolo—. Ya tengo a todas las chicas reclutadas y disponibles. Y la mayoría de los invitados ha confirmado su asistencia.

—Bien. Muy bien. Pero hay que cambiar un par de cosas.

—Dígame, jefe.

—El lugar. No quiero que sea en mi casa de Mera. Tenemos a los maderos todo el tiempo cerca, tocándonos mucho los huevos, Sebastián. Avisa a todo el mundo cuanto antes y como sea. La fiesta de mañana se va a celebrar en el chalet de Bergondo. No está tan bien acondicionado, pero no importa. Hay sitio y el lugar es hermoso. Quiero que instalen una carpa en el jardín. Y si hace falta, llevas a la gente en autobuses, ¿de acuerdo? Empieza ahora mismo a trabajar. Mañana lo quiero todo listo. Yo estaré en el yate. Si hay algún problema me llamas por el teléfono B. ¿Ok? No quiero que nadie me moleste. Ya me entiendes.

—Sí, jefe.

Cuando Delgado se vistió y salió por la puerta de casa, Raquel intentó liberarse de sus cadenas agitando sus muñecas de forma infructuosa. Luego gritó con rabia, insultándolo. Aquel cabrón la había dejado desnuda y atada a la silla, en una postura realmente incómoda. Encima, no dudó en chulearla desde la puerta, el hijo de puta.

—Vete pensando en todas las guarradas posibles que quieres que te haga, ahí sentada hasta que yo vuelva, Raquelita. No te preocupes, no tardaré mucho. No te me escapes, ¿eh?

* * *

Lúa caminó por la vía del tren hasta llegar a la desvencijada caseta. Se aupó con fuerza hasta alcanzar el primer peldaño y luego subió las escaleras oxidadas con mucho tiento. Las finas gotas húmedas hacían que sus manos no se sujetaran con fuerza en la resbaladiza barandilla metálica, y cuando perdió pie y estuvo a punto de caer, el corazón se le subió a la boca en un segundo. Al fin consiguió trepar hasta el tejado a dos aguas de la caseta, lleno de tejas de pizarra medio sueltas e inestables. Se sentó con cuidado y apuntó con su linterna hacia la valla de obra. No tendría demasiado problema en rebasarla, la dificultad estaba en caer sana y salva al otro lado.

Poco a poco fue deslizándose hasta el borde de la valla metálica y asomó la cabeza. El haz de luz iluminó un montón de sacos de cemento, apoyados y apilados, que subían aproximadamente hasta la mitad. A su juicio, podría caer desde allí sobre los sacos y no hacerse demasiado daño…

Intentando no deslizarse por las tejas de pizarra, Lúa se colgó poco a poco del borde de cemento hasta que sus piernas rascaron la pared, intentando lograr algún apoyo en los antiguos ganchos de metal y vidrio que en su época habían sujetado los cables de la luz. Cuando logró la estabilidad, se agarró a los asideros de metal con fuerza y descolgó su cuerpo hasta la valla, dejándose caer a continuación sobre los sacos de cemento, formando una nube de polvo gris.

Durante un rato, Lúa se quedó allí sentada, jadeante, tosiendo por culpa de las partículas de cemento. Repasó su anatomía y constató que todo estaba en orden, salvo un pequeño dolor sordo en el trasero. Luego se levantó con sigilo y apagó la linterna. No quería anunciar su presencia tan pronto.

Intentó acostumbrar sus ojos a la oscuridad. La niebla seguía sin disiparse y apenas podía ver la estructura de vigas y cemento de los edificios y adosados en construcción aquí y allá. Lo primero que hizo fue buscar alguna escalera en las inmediaciones. Cerca había una pequeña escalera de mano de aluminio, muy ligera: la colocó sobre los sacos de cemento y constató con alivio que llegaba hasta la parte del muro sin mayor dificultad. Tenía que preparar la huida para no perder demasiado tiempo, por si ocurría algún imprevisto.

Sacó del bolsillo un plano que había confeccionado conjugando la información que sacó del despacho de Mendiluce con los datos del profesor José Dorado y encendió la linterna, escondiéndola debajo de su cazadora. Lanzó una ojeada a su alrededor y se dirigió con decisión hacia la derecha. Si estaba en lo cierto, por allí tendría que estar la obra del parking.

* * *

¡As cuarenta, ostia xa! —Uxío golpeó la mesa con ademán triunfal. Aquello era definitivo. Iba a joderlo vivo. Estaba imparable.

—¡No me jodas, cabrón! ¿Otra vez? —Óscar soltó un par de juramentos más y terminó de fumarse lo que quedaba de colilla del cigarro. Luego miró los cincuenta euros que había sobre la mesa y calculó con la mente los puntos que tenía en su montón de la baraja. Aquel hijoputa siempre lo desplumaba cuando les tocaba pasar la noche en el mismo turno de vigilancia en la urbanización. Uxío cogió la botella de whisky y se sirvió otro chupito para celebrar su triunfo.

—¿Quieres más licor, neno?

—Venga. Otro poco. Aún nos quedan cinco horas de guardia. Nos da tiempo de sobra de coger el punto y bajarlo después.

Los dos apuraron sus chupitos, ajenos por completo a la sigilosa sombra que se movía rápidamente, rompiendo la monotonía de las cámaras borrosas de la sala de pantallas situadas justo detrás de la mesa en donde estaban jugando los dos vigilantes.

Lúa sintió todo su cuerpo lleno de sudor, y por un momento pensó que cualquier ruido mínimo que hiciera iba a escucharse como un cañonazo, pero se obligó a centrarse en lo que tenía que hacer segundo a segundo y volvió a retomar el control. Se deslizó con agilidad por un hueco que había debajo de la verja cerrada que protegía la entrada del aparcamiento subterráneo. Luego, encendió de nuevo la linterna y buscó algún lugar que le resultara sospechoso de esconder algo. La luz provocaba en las paredes silenciosas enormes sombras chinescas amenazantes que asustaron a la periodista, pero de nuevo se negó a dejarse llevar por su imaginación desbocada. Se paró al escuchar el ruido que hizo una gran rata con sus repugnantes zarpas al detectar su presencia y escapar corriendo. Luego caminó despacio hacia un túnel de cemento y ladrillo que parecía sin terminar. Se asomó y vio unas rudimentarias escaleras formadas por ladrillos incrustados y no dudó en bajar por ellas.

Había bajado unos cuantos escalones con mucho cuidado e iluminando cada paso con la pequeña luz, cuando se encontró de narices con una pesada puerta de metal cerrada a cal y canto. La empujó con todas sus fuerzas, pero le fue imposible moverla. No había forma de abrir aquello. Alumbró las jambas a lo largo hasta que encontró un panel con botones: sin duda la clave para abrir la puerta.

Se apoyó en la pared contraria para pensar durante un momento. No había llegado hasta ahí para abandonar al primer contratiempo. Nadie ponía una puerta de seguridad como aquella si no había nada que esconder detrás. ¿Cuál sería la combinación adecuada para abrirla? Había diez números, las posibilidades eran infinitas…

* * *

El Artista se despierta en medio de la noche, confuso. Muerto de calor, retira la sábana y el edredón y se da la vuelta, intentando conciliar el sueño.

Al cabo de unos minutos desiste y se levanta de la cama. Va a la cocina y prepara un café en la cafetera italiana. Enciende su portátil. Al cabo de un rato, asiente con complacencia. Una serie de fotografías de Lidia Naveira aparece en la pantalla del MacBook. En esas fotos, Lidia está viva, atada, amordazada, desnuda. Una cuerda atenaza su garganta con fuerza. Sus ojos verdes, aterrados, suplican piedad.

Sonríe y toma un sorbo de café. Su dedo toca la pantalla, recorriendo el contorno de la imagen con deleite. Luego busca en su mochila el cuaderno de dibujo. Coge un carboncillo y se dispone a dibujar con maestría. Luego retoca con sanguina. Y al final, le da una pequeña nota de color con pastel.

* * *

En Matogrande, en el coche camuflado, los dos agentes se encontraron totalmente perdidos en un momento.

—¿Dónde se ha metido? —Garcés cerró los puños, frustrado, mientras se elevaba en el asiento del Seat para ver mejor la calle—. ¡Joder, nos ha dado esquinazo en cinco minutos!

—¡Qué cabrita… Se metió en el pub para despistarnos y luego salió como una exhalación! —Su colega femenina, Isabel, sonrió para sus adentros. Aquella periodista era una verdadera lagartija, y eso le gustaba mucho—. Seguro que ha salido del barrio. Vamos a dar una vuelta a ver si localizamos el coche por ahí, no será difícil. No hay muchos Toyotas de ese color, anímate.

—Como la perdamos, la inspectora Negro nos cortará la cabeza, verás.

* * *

Lúa estuvo a punto de desistir y buscar por otro lado, pero su intuición martilleaba una y otra vez en su oído, como un Pepito Grillo insistente. Allí detrás había algo. Lúa conocía de sobra las construcciones de los parkings como para saber que ninguno guardaba los útiles y los bloques de piedra detrás de una puerta de alta seguridad. Se estrujó las meninges con fuerza. Ya que había llegado hasta allí, tenía que arriesgarse.

«Joder, la agenda de Pedro Mendiluce». Lúa recordó de repente que el día en el que pudo colarse en el despacho del empresario, fotografió parte de la agenda que tenía encima de la mesa. Una de las páginas tenía un listado de números que podría coincidir perfectamente con una clave. O podía también ser cualquier cosa, pero no tenía nada que perder. Sobre todo porque en la misma página había escrita una palabra subrayada: «Yacimiento». Intentó recordarlos, pero no fue capaz. Se acordó de que se la había enseñado al gafapasta para ver si aquellas cifras tenían algún significado. Le había contestado algo así como «Si cualquier clave o sucesión de números tuviese algún significado oculto yo lo sabría, muñeca, soy un as para las cifras».

«¿Estará Jordi despierto a estas horas?», se preguntó. Seguro que se acordaba de los números, estuvo un buen rato dándole vueltas al asunto sin sacar nada en claro. Sacó el móvil del bolsillo y lo llamó. A los pocos segundos, la voz dormida y pastosa de Jordi contestó al teléfono.

Lúa habló bajito para que el eco del túnel no proyectase su voz demasiado lejos.

—Jordi, tienes voz de resaca.

—¿Lúa? ¿Eres tú? Estaba durmiendo, joder.

—Perdona, pero te necesito urgentemente. ¿Te acuerdas de las cifras que te enseñé el otro día, las de la agenda de Mendiluce?

—¿Dónde coño estás? Te oigo fatal. Parece que estés metida dentro de una cisterna. Qué decías de Mendi… ah, sí. Los números de la agenda. En los que ponía «Yacimiento».

—Ahora no puedo explicarte donde estoy —Lúa susurró, apurada—. ¿Cuáles eran las cifras, te acuerdas? Por Dios, Jordi, ¡espabílate! ¿No ves que no hay tiempo?

—Espera un momento, mujer, no seas impaciente. Déjame unos segundos, que me duele mogollón la cabeza. Si no recuerdo mal, primero había uno ocho. Luego un cinco. Luego dos sietes, y luego otro ocho. Creo que era algo parecido… No me acuerdo bien, princesa, aún me dura el efecto cubata.

—Gracias, Jordi. Luego te llamo. Tengo que dejarte.

Lúa cruzó los dedos mentalmente. Sabía que Jordi tenía una memoria espectacular, pero aun así era consciente de que ese intento era un tiro al aire, y en ese momento no tenía otra opción que confiar en que esa fuera la clave y que Jordi la recordara correctamente. Aguantando la respiración, marcó las cifras que le había dictado el becario. Esperó unos segundos. Luego, una luz roja empezó a parpadear en la parte superior de la puerta y esta se abrió sola, con suavidad, lentamente.

Lúa no tuvo tiempo de celebrar su ingenio: iluminó con la linterna el interior de la enorme estancia llena de polvo y abrió la boca de asombro. Dentro de la habitación, totalmente cubierta por plásticos blancos, el haz de luz dejó ver una vasija trabajada con esmero que reflejó el foco con un chisporroteo dorado. Detrás, al fondo, entre un montón de fardos embalados, dos figuras femeninas, estáticas, a tamaño natural, la miraron con inquietantes ojos pálidos de mármol. Lúa avanzó despacio y pudo ver que el suelo estaba acordonado por zonas. A la derecha, un montón de platos y vasijas estaban a punto de ser envueltos y numerados. Sacó la cámara y empezó a hacer fotografías con celeridad. No quería que nadie la sorprendiera allí dentro. Pensó que tenía la exclusiva del año: se hallaba en el medio del yacimiento romano que habían descubierto los obreros de Pedro Mendiluce y que había denunciado el catedrático en Arte Clásico José Dorado. Cuando los de Patrimonio se enterasen, el escándalo iba a ser mayúsculo.

* * *

Uxío se levantó para ir al baño. Se estaba orinando después de las cervezas y los chupitos de whisky de la partida de cartas. Al pasar por delante del panel de seguridad, se fijó en que una de las luces que indicaban el estado de la puerta de entrada al yacimiento, la que les habían indicado que vigilasen con más celo, estaba parpadeando.

—Coño, Óscar. Una de las puertas de acceso al yacimiento está abierta, fíjate.

—Es imposible. Hace una hora que hice la ronda y esa puerta estaba perfectamente cerrada, como debe ser. —El vigilante se levantó y cogió la pistola que había dejado encima de la mesa; un arma que era ilegal llevar pero que Mendiluce le había exigido que portara; quería que uno de ellos pudiera echar mano de fuerza letal si las cosas se complicaban—. De todos modos, voy a echar un vistazo. Seguro que es un fallo técnico, no tengo constancia de que esta noche fuese a venir ninguno de los arqueólogos. Los únicos que saben la clave son ellos y los jefazos. Dudo mucho que haya podido entrar alguien.

Uxío acercó su cara a las pantallas, fijándose especialmente en las que mostraban diferentes puntos del yacimiento.

—Mira las cámaras de la excavación. ¿No ves algo moviéndose por ahí? ¿No ves una luz?

Óscar asintió, sintiéndose de repente muy agobiado. La agradable embriaguez del licor se le pasó en un segundo.

—Joder, sí, ahora que lo dices, ahí hay alguien. Está moviéndose hacia el pozo, hostia. ¡Vamos, corre! Apúrate y coge la pipa. Antes de que se nos escape.

* * *

Lúa pasó a la siguiente sala moviéndose con mucha cautela. En el medio había una enorme excavación, una especie de pozo de varios metros de ancho y no muy profundo. Observó unas escaleras de metal que llevaban al fondo y, sin pensarlo, empezó a bajar escalón a escalón, con la linterna sujeta entre los dientes. Cuando llegó al fondo observó que todo estaba tapado con gruesos plásticos. El camino practicable se señalizaba con cuerdas sujetas a pequeñas estacas de madera clavadas en la tierra.

Levantó uno de los plásticos con la punta de los dedos, llena de curiosidad. Reprimió un grito cuando las cuencas vacías de una calavera le devolvieron la mirada. Se armó de valor y enfocó con la linterna. Había huesos aquí y allá, ennegrecidos y sucios de tierra. Aquel tétrico lugar era una especie de cementerio. Sin darse un segundo para pensar en lo horrible del lugar, apuntó con su cámara y disparó docenas de veces, frenética, pero procurando mantener el pulso firme.

Después consideró que ya había visto todo lo necesario y empezó a subir la escalera rápidamente. No era una mujer aprensiva, pero la visión de los restos humanos le había encogido el corazón. Estaba muerta de miedo. Cuando llegó arriba, se sentó en el borde y respiró hondo para calmar el corazón acelerado. Fue entonces cuando escuchó el ruido de pasos que se acercaban hacia donde ella estaba.

«Joder, joder, joder. Viene alguien». Lúa se levantó y apagó la linterna. Luego se escabulló hacia una cavidad en la sombra, justo a tiempo de ver dos focos de luz que entraban por el otro lado de la excavación. Se apretó contra la pared rugosa todo lo que pudo, rezando porque no la descubriesen. Cuando escuchó dos voces masculinas, se encogió todavía más en la oscuridad. También era mala suerte…

* * *

Garcés movió la cabeza, desesperado. ¿Dónde se había metido aquella periodista endemoniada?

Isabel sacó un chicle de menta de la guantera y empezó a mascar con fuerza. Acababa de dejar de fumar hacía un mes y aún sentía los efectos del mono.

—¿Ves el coche por alguna parte? Por aquí no está.

—Nada. Vamos a llamar a alguna patrulla. Tenemos que localizarla. No me gusta nada esta situación. Esa chica nos ha dado esquinazo a propósito, no me extrañaría que fuese a meterse de lleno en algún lío. Ya lo dice su padre, es una inconsciente.

—¿Su padre? ¿Lo conoces?

—¿Quién no conoce a Manuel Castro? Por favor, Isabel. Fue toda una institución en la comisaría, ahora está en segunda actividad. Por eso, con más razón, tenemos que encontrarla. No la podemos perder así como así.

* * *

Lúa tuvo una idea. No podía arriesgarse a que la pillaran con la cámara de fotos llena de material comprometedor. Con sumo cuidado, cambió la tarjeta de memoria de la Canon por otra de repuesto que tenía en el bolsillo. ¿Dónde podía guardar la buena? ¿Dentro del sujetador? Sí. Allí nadie iba a meter la mano, eso seguro. Luego esperó a que las voces se alejaran para salir de su escondrijo y correr hacia la salida con toda la rapidez que le proporcionaban sus piernas.

Lúa avanzó precipitadamente, casi sin ver el camino. Solo quería correr, correr sin freno hacia donde ella creía que estaba situada la salida. Cuando tropezó y se le cayó la cámara al suelo, ni siquiera quiso darse la vuelta para recogerla.

—¿Has oído eso? —dijo uno de los vigilantes.

—Sí, ha sido por allí. Venga, vamos. Aquí se ha colado alguien, me cago en…

Lúa escuchó las imprecaciones de los dos hombres y pasos atropellados. Escondida detrás de una de las columnas del inacabado parking, intentó localizar de dónde llegaban las voces, pero no fue capaz. Miró a su alrededor. A unos metros había una especie de puerta formada por tablones de madera mal sujetos. Parecía medio abierta, así que esperó unos segundos y luego se abalanzó sobre ella. A duras penas consiguió hacerse un sitio entre la hoja y la pared, pero consiguió salir de allí dejándose un trozo de cazadora y de piel en la punta de un clavo, un dolor que apenas llegó a sentir porque la adrenalina había invadido hacía tiempo su sistema nervioso. La niebla en el exterior del aparcamiento era cada vez más espesa, y Lúa no pudo encontrar una referencia para situarse. ¿Dónde coño estaba? Se desesperó. Había perdido absolutamente la orientación.

—¡Mira tú quién está aquí! ¡Óscar, he encontrado al pajarito! —A su lado surgió la voz de un hombre, y Lúa notó cómo por detrás de ella una mano intentaba aprisionarla. Se revolvió con fuerza y empezó a dar patadas sin ton ni son, cogiendo por sorpresa al vigilante, que no esperaba un ataque tan fiero por parte de aquella chica que parecía tan poquita cosa. Lúa notó cómo el hombre se doblaba por la mitad con un bufido de dolor. Le había dado una patada en los testículos.

Ante la amenaza de la aparición del tal Óscar, Lúa empezó a correr como una loca hasta donde creía que estaba colocada la escalera que significaría su salvación. No escuchó a nadie seguirla, así que al cabo de un minuto se tranquilizó y paró para intentar orientarse. Un respiro de la bruma le dio al fin una referencia: a lo lejos atisbó la sombra del Hospital Teresa Herrera y de los eucaliptos que lo rodeaban por detrás. Bien. Solo tenía que ir hacia el lado contrario de aquel en el que estaba…

Lúa avanzó rápidamente hasta que consiguió encontrar el montículo de sacas de cemento. Respiró aliviada y se aprestó a trepar por ellos hasta llegar a la escalera de aluminio.

Cuando iba a iniciar la ascensión, escuchó, a pocos centímetros de su oído, el inconfundible sonido de un revólver al amartillarse.

—¿Adonde decías que ibas, guapa?