[capítulo 56]: Decisiones arriesgadas

Jueves, 17 de junio

Irina apretó el cojín contra su pecho, con fuerza, para protegerse.

—No. No, no puedo hacer eso, Valentina. No me pidas semejante cosa… por favor.

Valentina sabía que la idea podía resultar descabellada a primera vista. Aquella chica estaba muerta de miedo, amenazada, aterrorizada. Pedirle que llevara un micrófono oculto que grabase sus actividades para incriminar a Sebastián Delgado y a todos los cómplices era arriesgado. Pero le había dado muchas vueltas a todo el asunto, obligándose a ser objetiva. E Iturriaga había aprobado al fin la idea. Ahora tocaba el siguiente paso. ¿Cómo convencerla de que era la solución perfecta para todos sus problemas? Si lograban anular la red de prostitución, ella y su familia quedarían libres de las amenazas.

—Sé que vas a correr un cierto peligro, Irina. Lo sé perfectamente. Pero es necesario. Eres la primera de las chicas que se ha atrevido a denunciar lo que está pasando. Date cuenta de que también puede ser el camino de la libertad de muchas de ellas. No solo el tuyo y el de tu familia.

Irina escuchaba en silencio con la cabeza baja, cada vez más hundida en el sillón de su apartamento. Había accedido a hablar con Valentina solo porque era la hermana de Freddy, pero nunca se imaginó que aquella mujer fuese capaz de proponerle algo semejante. Miró su taza de café. Se había enfriado.

—Irina, piensa un momento. Si logramos detenerlos, podrás liberarte de tu esclavitud. Podrás llevar una vida normal, como cualquier chica. Tu familia no tendrá nada que temer en el futuro.

Irina escondió la cara con las manos y volvió a negar con la cabeza.

—Tengo mucho miedo, inspectora. Mucho miedo. Usted no sabe lo que es capaz de hacer el jefe. —El acento dulce se quebró en un sollozo—. Si me descubre, me matará.

—¿Quién? ¿Pedro Mendiluce?

—No. El jefe es Sebastián Delgado.

Valentina asintió, torciendo el gesto. Mendiluce dejaba que su lugarteniente diera la cara ante los negocios sucios, como siempre. De nuevo tenía a alguien que le cubría las espaldas, como anteriormente había hecho el francés en el caso que llevó Larrosa. Valentina sabía que Delgado suponía una amenaza bien real y que nadie podría sentirse a salvo si ese psicópata se ponía realmente furioso.

—Comprendo. —Valentina se acercó a ella, la agarró por los hombros con fuerza, y se obligó a hacerle una promesa cuyo cumplimiento sintió que no podía asegurar, pero se perdonó a sí misma diciéndose que, en realidad, tarde o temprano Irina tendría que enfrentarse a Delgado si no quería ser una puta hasta los treinta años, momento en el que la pasaría a un lupanar de mala muerte hasta que se pudriera—. No va a pasarte nada. Estaremos todo el tiempo vigilando. No va a matarte, no te preocupes. En el caso improbable de que te descubrieran intervendríamos al instante. ¿No te das cuenta de que no tienes que hacer nada? Solo ser tú misma, actuar como siempre… Lo único que te resultará distinto es que nosotros estaremos grabando todo lo que ocurra.

—Inspectora… yo… no quiero volver a esas fiestas. De ninguna manera. Yo le prometí a Freddy que nunca más me acostaría… —Irina sacudió la cabeza mirando al suelo y se quedó callada durante unos instantes. Luego prosiguió—: La próxima fiesta es este sábado por la noche. En la casa de Pedro Mendiluce en Mera. Es muy pronto. No estoy preparada, inspectora.

Valentina suspiró de manera inaudible y apretó todavía más a Irina para consolarla. Le agarró la barbilla y la obligó a mirarla a los ojos.

—Irina. Escúchame. Sí estás preparada. Sabes que para conseguir tu libertad tienes que deshacerte por completo de tu contrato con esa gente. Y la única manera de hacerlo es que acaben todos en la cárcel. Cuanto antes. Si no accedes a sus deseos, te obligarán por la fuerza, volverán a amenazar a tu familia o algo peor. Créeme, sé cómo te sientes, y lo piensa Freddy también. Pero tienes que ayudarnos. Te necesitamos. Es la única manera. Gracias a tu ayuda, podremos liberarte a ti y a las otras chicas, eso es lo importante. —Valentina adoptó un tono imperativo, casi sin proponérselo.

—Déjame pensarlo. Primero tengo que hablar con Freddy. No quiero que se entere por terceras personas. No sería justo.

—No te preocupes, Irina. Yo hablaré con él también. Lo convenceré. Lo único que tendrás que hacer será pasearte entre las chicas y sus clientes y sacarles algo de información.

* * *

Lúa terminó de leer una parte de los legajos que le había entregado el profesor Dorado y se frotó los ojos. Aquello era grande. Muy grande. Si todo lo que había allí escrito era cierto, debajo del aparcamiento subterráneo de la urbanización habían encontrado, contra todo pronóstico, un yacimiento romano de capital importancia. Probablemente del siglo I después de Cristo. Dorado sostenía que allí abajo estaban los restos de la casa del recaudador de impuestos del asentamiento en la ría de La Coruña. Si eso fuese cierto, Patrimonio tendría que meter mano en el asunto y paralizar las obras de inmediato. Mendiluce perdería millones de euros.

¿Por qué no había intervenido nadie entonces? Aquello era demasiado extraño. Recordó cómo, hacía más de tres años, por culpa del hallazgo de un par de pedruscos sin importancia habían paralizado la construcción de la piscina del Castrillón durante más de seis meses. Ella misma había cubierto la noticia cuando era una joven becaria. Se había montado una buena. ¿Por qué en ese momento no pasaba lo mismo que entonces?

Carrasco la sorprendió apareciendo súbitamente por detrás de la silla. Pegó un respingo. Lúa odiaba aquella costumbre tan habitual de su jefe. La ponía muy nerviosa.

—Lúa, guapa. ¿Cómo vas con lo del yacimiento romano? Ya sabes que para el suplemento de sucesos del fin de semana quiero algo bien sabroso. Lo del domingo pasado estuvo muy, pero que muy bien.

—¡Joder! ¡Jefe! Pues claro. Voy de maravilla. Como siempre. Pero por favor… no me des esos sustos. Siempre lo haces.

—Te noto un poco desconcentrada desde ayer, Lúa. Y también asustadiza. —Sacudió la cabeza y la miró con un cierto deje de ternura—. Entiendo que lo de Jaime ha sido muy fuerte y que tienes que estar bastante tocada. —Carrasco le puso las manos sobre los hombros, con aire protector—. Si necesitas unos días…

—No. No necesito unos días. ¿Tú me ves cara de necesitar unos días? Definitivamente no, jefe. Lo único que necesito es trabajar en paz durante un rato.

—¿No ves como estás estresada? Mira qué tono de voz…

—Jefe, lo que necesito justamente en este momento es poder hablar con Raquel Conde, la abogada de Pedro Mendiluce. Si quieres un reportaje completo para este domingo, tendremos que meter opiniones de las dos partes. Y nos falta la parte legal…

—¿Raquel Conde? ¿La abogada de Mendiluce? ¿La rubia cachonda? —Lúa lo miró con ojos de reproche ante el comentario machista—. Es una idea fantástica, Lúa. Procede, procede…

Una media hora más tarde, Lúa consiguió contactar al fin con la secretaria de Raquel Conde. Al principio le dio una cita para dos semanas después, pero cuando nombró lo del especial del domingo y la urbanización Ártabra, la misma Raquel la llamó al cabo de cinco minutos justos. Menuda pájara. Recordó de pronto que su contacto en la Nacional le había dicho que Raquel fue la que sacó a Sebastián Delgado de los calabozos cuando lo detuvieron por pegarle la paliza al hermano de la inspectora Negro. Menuda mafia, Mendiluce y sus amigos. Los tentáculos alcanzaban absolutamente todos los estamentos de la sociedad. Había que andar con tiento con ellos.

Salió de la redacción con prisas, hacia su Toyota. Había quedado con Raquel en su despacho en media hora. Llamó a Jordi para que en cuanto terminase de hacer las fotos de un congreso de médicos fuese pitando para allá. Mientras encendía el coche, no se le escapó la presencia cercana de uno de los dos lugartenientes de la inspectora Negro, apoyado en la puerta de un Seat León de color gris. El pelado de músculos de acero. ¿Qué se creían? ¿Que no iba a darse cuenta del dispositivo de seguimiento? Desde luego, podían haber sido más discretos y poner a algún agente que pudiese pasar más desapercibido… Agarró con fuerza el volante y respiró con fuerza para tranquilizarse un poco. Luego se encogió de hombros. Lo que sí era seguro era que iba a darle bastante trabajo…

* * *

—He quedado con la chica esa de La Gaceta de Galicia en cinco minutos, Pedro. —La voz de Raquel traslucía excitación y triunfo—. Sí, Lúa Castro. Ya. ¿Que tenga cuidado con ella…? Estás de coña… ¿no? Dorado ha quitado la denuncia y poco más se puede pedir para que todo sea perfecto. No te preocupes ni por un segundo. A esa me la meriendo yo en un santiamén… Luego te llamo, venga. ¿Dónde estás? ¿Ya has llegado al aeropuerto de Alvedro? Genial. Cuando termine con la periodista te llamo y hablamos.

Raquel colgó y fue al baño a retocarse. Se ajustó la blusa de Armani y la estiró. Se miró al espejo de perfil y de frente. Luego cogió su neceser y distribuyó las pinturas sobre la superficie de mármol. Quería estar impresionante para la foto del periódico.

* * *

Una hora después, Pedro Mendiluce miró, pensativo, la pantalla de su móvil, como si esta pudiese revelarle algún arcano, mientras Amaro conducía su BMW 730d. Javier Sanjuán quería hablar con él. Era muy urgente. No, no podía esperar. Necesitaba su opinión sobre un cuadro y nadie sabía qué cosas más que de repente requerían su atención inmediata. Se acarició la barbilla, extrañado. ¿Qué diablos querría Sanjuán de él? Si era algún tema policial, ¿por qué no iba Valentina Negro o alguno de sus estúpidos colegas? Miró por la ventanilla y vio la niebla que, lentamente, iba cubriendo la ciudad a lo lejos. Se estremeció, y ese era el modo en que su fina intuición le avisaba de que se avecinaban problemas.

* * *

Lúa miró con asombro cómo Raquel Conde posaba para las fotos con la maestría de una modelo profesional, sentada en un sillón negro, de diseño, enfrente de ella, separadas ambas por una mesa de cristal y aluminio en forma de cubo. Ofreciendo su mejor perfil. Sonriendo. La pierna torneada y morena cruzada, los zapatos carísimos apuntando hacia el objetivo de Jordi, que estaba disfrutando como si estuviese en el medio del rodaje de un episodio de Sexo en Nueva York. Cuando el gafapasta terminó, la periodista se acercó a ella anclando la mejor de sus sonrisas en su mandíbula mientras el fotógrafo revisaba su trabajo con complacencia.

—Bien, Raquel. Muchas gracias por ofrecerme un rato de tu tiempo. Ya sabes que el domingo sacamos un especial sobre la urbanización Ártabra. Os va a venir muy bien la publicidad: lo de la venta de pisos está muy parado con la crisis, ¿verdad? —La sonrisa de Lúa se hizo más amplia al ver la expresión amable y ligeramente cínica de Raquel—. Me gustaría que me respondieses a alguna pregunta… Ya sabes. Simples cuestiones que yo llamaría «rutinarias» pero que pueden dar mucho juego. —Lúa encendió su grabadora—. ¿Empezamos?

* * *

—Joder, Sebastián. Esa Lúa Castro me parece a mí que sabe demasiado… —A través del móvil, la voz de Raquel no sonaba tan segura y templada como una hora antes—. Por cierto… ¿qué le pasa a Pedro? No me coge el teléfono.

—Mendiluce está muy ocupado. Creo que tiene una reunión que le preocupa con tu ex.

—¿Con Javier Sanjuán? Qué pesado, ¿no?

—Exacto. Parece que se han hecho muy buenos amigos, querida mía. Bueno, dime, ¿qué te preocupa tanto de la Lúa esa?

—Me ha hecho preguntas muy directas y muy jodidas sobre el yacimiento.

—¿Qué tipo de preguntas?

—La que más me ha preocupado ha sido la del lugar exacto en donde se podría haber encontrado la casa del cónsul…

—Esa es fácil de saber, Raquel. Solo con que haya hablado con el profesor Dorado, al que por cierto, yo me he encargado de tranquilizar un poco, ya está.

—¿Y cómo coño sabe el tipo de objetos que podrían haberse encontrado en el yacimiento? Eso no lo sabe nadie. Y menos Dorado. Pero ella parecía muy convencida de lo que decía… Habló de monedas, de cerámicas, de alguna que otra estatua muy valiosa… —Raquel no tenía motivos para estar tan tranquila como aparentaba estar Delgado, y eso la enojaba.

—¿No sería un brindis al sol? Ese tipo de cosas se pueden encontrar en todos los yacimientos romanos del mundo, ¿no? Vamos, Raquel, tranquilízate.

—No en Galicia, Sebastián. No lo sé. Es una sensación, nada más. Pero no me ha gustado nada de nada. Es una metomentodo. Y no me pidas que me tranquilice, te lo repito: esa tía sabe lo que hace. Hay que tenerla vigilada.

—Es solo una periodista de La Gaceta, Raquel, ¡joder! No te preocupes. Pedro tiene muchos recursos. Si vemos que se desfasa o se pasa de la raya, un par de llamadas y la metemos en vereda… —Delgado ya estaba aburriéndose. Para él Lúa no era mayor motivo de preocupación que cualquier otra mujer que quisiera pasarse de lista, y él siempre había sabido ponerlas firmes a todas—. Venga, anímate. ¿Quieres que nos veamos después? —Sus ojos brillaron por la lascivia.

—¿Hoy por la noche? ¿No íbamos a quedar mañana? —A Raquel siempre le sorprendía el deseo inacabable de Delgado, algo que, odiaba reconocer, la tenía enganchada.

—Mañana voy a estar muy liado, Raquel. Organizar la fiesta del sábado en casa de Pedro me va a llevar todo el día y parte del siguiente.

—Bien. No es mala idea. Cuando salga del despacho. Recógeme sobre las ocho y media entonces. —Cuando colgó se notó excitada al pensar en el encuentro con su amante, pero sintió al mismo tiempo una cierta tristeza, una mezcla agridulce habitual en la relación que mantenía con él: ansiaba su desenfreno sexual, esa capacidad que tenía para llevarla al límite del placer, pero odiaba su vulgaridad y su falta de espíritu, y por ello ella misma se reprochaba muchas veces entregarse a un ser tan despreciable como Delgado. No pudo menos de acordarse de Sanjuán. ¡Dios mío, qué diferentes eran esos dos hombres! Por un instante se maravilló al pensar en lo caprichoso del amor y del deseo. Lo de Sanjuán era una lástima, pero se consoló pensando que no podría ser feliz con alguien cuyas ambiciones eran disfrutar de una vida tranquila entre sus libros y sus amigos. No. Ella aspiraba realmente a tener mucho dinero y, con el tiempo, mucho poder. Como mucha gente, solo que ella tenía la honestidad de reconocerlo.

* * *

Sanjuán se bajó del taxi y miró a su alrededor. El mar estaba agitado, y la niebla envolvía la mansión de Pedro Mendiluce dándole un aspecto fantasmagórico a través de los árboles. Reprimió un escalofrío al sentir la humedad calarle los huesos. Valentina le había rogado que se encargase él en persona de preguntarle a Mendiluce «delicadamente» sobre el cuadro del Artista en su poder. Valentina no quería llamar demasiado su atención: el asunto de las «putas durmientes», como las llamaba el inspector jefe Iturriaga estaba en pleno proceso, y demasiadas visitas a la mansión podrían despertar sospechas y alarmar al empresario. Según Valentina, aquel hombre respetaría mucho más un acercamiento «intelectual» al asunto del cuadro, y más todavía viniendo de Sanjuán, que la agresividad de un par de agentes de la Nacional que le instaran a entregarles la obra de arte. Quizá así incluso podrían conseguir que se abriese un poco más y sacarle algo provechoso. Por muchas vueltas que le diese, no entendía el porqué de la presencia de un cuadro de Del Valle en aquella casa. Valentina le comentó por teléfono también que el Artista le había mandado un anónimo a Lúa Castro. La periodista estaba aterrorizada, y no era para menos. Aunque hubiese renegado de la protección policial, seguro que Lúa no las tenía todas consigo.

—¿Tú crees que deberíamos filtrar a los medios el retrato robot del Artista, Javier? Iturriaga piensa que afirmar con certeza que hay un asesino en serie operando por la zona puede alarmar demasiado a la población y ser algo contraproducente —le había preguntado la inspectora.

—¿Contraproducente? —Sanjuán se había extrañado por la pregunta. Probablemente Iturriaga había recibido algún toque desde arriba: los políticos siempre tenían un miedo atroz a todo lo que oliese a asesinos seriales. Por supuesto que había que difundir el retrato robot. Si su teoría era cierta y Del Valle había huido a Coruña, el hecho de que la prensa publicase su retrato tendría que ponerlo muy nervioso. Por no hablar de que alguien podría reconocerlo y avisar a la policía… ¿Por qué algo que a él le parecía tan obvio a la policía le costaba tanto verlo con claridad?

Apretó el timbre y esperó durante un rato, hasta que escuchó un chasquido y Amaro le abrió el portalón con gran esfuerzo.

—Está estropeada la puerta. —Se disculpó—. Siento haberle hecho esperar, señor Sanjuán. Pase, por favor.

Avanzaron en silencio a través del jardín. Sanjuán admiró la armonía del lugar, repleto de estatuas, relojes de sol y bebederos para los pájaros que surgían aquí y allá entre los cipreses oscuros y la hiedra que trepaba por los muros de granito. También la presencia de un par de guardias jurados armados hasta los dientes, camuflados entre los árboles. Y cámaras de seguridad. Amaro tecleó la clave y abrió la puerta de entrada a la casona.

—El señor Mendiluce lo espera en su despacho del mirador, en el piso de arriba. Lo acompañaré hasta allí.

* * *

Valentina dibujaba compulsivamente cuadros en su bloc de notas con el Pilot azul, como hacía siempre que estaba nerviosa. Irina había accedido a acudir a la fiesta del sábado. Qué remedio le quedaba, por otra parte… Si Delgado la obligaba a ir, por mucho que hubiese prometido por activa y por pasiva a su hermano que nunca más volvería a prostituirse, tendría que obedecerle o pagaría las consecuencias. A menos que no estuviese tan coaccionada como había afirmado… Valentina notaba con incomodidad que no podía simpatizar con aquella chica aunque comprendiese que no era más que una víctima a la que había que liberar de sus captores. Seguía sin gustarle para su hermano. Era una fuente inagotable de problemas de piernas largas y cabello rubio. De todos modos, había que reconocer que era una chica muy valiente, y eso la honraba. No todo el mundo tenía los arrestos necesarios para meterse dentro de un nido de víboras con un micrófono oculto para destapar una trama de prostitución… Al final, como en la ópera La Traviata, vislumbraba la romántica posibilidad de conseguir la redención por el amor. Quizá era cierto que estaba enamorada de Freddy… Aunque su hermano no estaba demasiado por la labor de apoyarla en la aventura. Cuando se enteró de los planes, entró en cólera y le dijo cosas que aún le dolían al recordarlas, aunque ya le había perdonado. No obstante, tuvo que explicarle con claridad que salir con una chica como Irina tenía sus inconvenientes. Y que si él había tomado la decisión de continuar con ella después del episodio del pub y de saber toda su vida, entonces tendría que madurar deprisa y enfrentarse a las consecuencias.

Tras hablar con Iturriaga sobre sus planes ante la fiesta del sábado para que obtuviese la pertinente autorización del juez, los técnicos de la Policía Judicial estaban preparando el dispositivo para grabar todo lo que ocurriese allí de la manera más discreta posible. Con ese tema paralizado hasta el sábado por la noche, Valentina se sumergió de nuevo en el caso Cisne Negro, preguntándose qué tal le iría a Sanjuán con Pedro Mendiluce. Se tocó el pelo y se echó hacia atrás en la silla de su despacho. No había hablado con él de lo que pasó en Londres. En realidad, tenía miedo de hacerlo… En el momento en el que el avión aterrizó en el aeropuerto de Alvedro, le había dado la sensación de que el criminólogo había marcado un poco las distancias. Una sensación casi imperceptible, pero suficiente para que ella se diera cuenta de que la vuelta a rutina podría significar el retorno a la cruda realidad. Si era sincera consigo misma, a Valentina aquel hombre le gustaba. Y mucho. Le había contado lo del Charlatán… y eso era algo que solo había compartido con su amiga Helena después de mucho tiempo y muchas dudas. Pero era la primera vez que se abría de aquella manera tan repentina, y al sentir aquella vulnerabilidad desasosegante, Valentina sacudió la cabeza e intentó concentrarse. Los sentimientos podrían distraer su mente y convertirse en un estorbo justo en el momento menos oportuno.

Miró una vez más el tablón en donde habían colocado las fotografías de los crímenes y el resto de pruebas. Aunque Sanjuán se había comprometido a recorrer galerías de arte para intentar encontrar a algún galerista que conociese a Héctor del Valle o por lo menos su estilo, y así acercarse de alguna forma al supuesto cuadro del Artista en el que tendría que figurar su próxima víctima, ella también buscaría por su cuenta. Había quedado con Christian Morgado a las siete de la tarde para enseñarle la obra del Artista. Quizá él conociese a alguien que pudiera darle algún indicio de quién era realmente aquel asesino.

* * *

Mendiluce le dio una larga chupada a su habano y clavó su mirada de águila en los ojos de Sanjuán, que le devolvieron una nebulosa impenetrable a través de las gafas de Armani. El criminólogo se fijó en la magnífica estatua iluminada por una luz estratégica y en las estanterías de diseño que albergaban libros antiguos. La alfombra persa hacía juego con la mesa de caoba y el escritorio. La estancia olía a puro y a sándalo, y todo el conjunto tenía un aire retro muy años cincuenta que agradó a Sanjuán, que se sintió cómodo en su butaca a pesar de la radiografía intensa a la que estaba siendo sometido por los ojos sagaces.

—Es una pena que no pueda usted disfrutar de las vistas, Sanjuán. —Señaló la ventana ojival con un ademán amplio—. La niebla es demasiado espesa… Pero bueno. Me temo que no ha venido aquí a admirar el paisaje. Dígame. ¿En qué puedo ayudarle?

Sanjuán apagó su cigarrillo y empezó a sacar del portafolio parte de las fotografías policiales. Las desplegó sobre la mesa de caoba maciza en orden, de manera que Mendiluce pudiese analizarlas a gusto. Luego se volvió hacia él.

—Señor Mendiluce… ¿Cómo suele usted comprar los cuadros para sus exposiciones? ¿Los elige usted mismo, tiene algún intermediario, un marchante…?

Mendiluce enarcó una ceja mientras lanzaba una mirada de reojo a las fotografías.

—Una marchante, para ser exactos. Angélica. Es de Madrid, pero viaja por todo el mundo… Tiene un ojo estupendo, se lo juro. Es una cazatalentos importante.

—Sí, me hago cargo. ¿Angélica qué más?

—Angélica Kopa. Su padre era alemán. Una mujer fantástica.

—¿Fue ella la que le consiguió los cuadros de la exposición que acaba de inaugurar?

—Sí, fue ella. Casi todos, sí.

—El cuadro número trece, el anónimo, ¿también?

Mendiluce lo miró, extrañado. De nuevo salía el cuadro a relucir.

—Sí, ese también. Lo trajo de Londres.

—¿Conoce las circunstancias en las que consiguió el cuadro?

—Sí, por supuesto. Unas circunstancias bastante peculiares, ahora que lo dice. Ese cuadro fue un regalo. El autor, un español desconocido, se puso en contacto con ella y se lo envió sin cobrarle nada. Dijo que se estaba dando a conocer y necesitaba proyección y mecenazgo. Que había oído hablar de mí y de la exposición… todo eso. Es un cuadro fascinante, por cierto, por eso lo incluí entre los demás.

—Sí, lo es. Pero… ¿no se preocupó usted de averiguar quién era el autor de esa obra tan llamativa?

—No, no me preocupé, pero tiene su explicación, créame. El autor le dijo a Angélica que quería provocar la curiosidad entre los críticos al permanecer en el anonimato. Una nueva estrategia de marketing, según él. Enviar cuadros a exposiciones y galerías seleccionadas, y una vez generada la expectación, darse a conocer con una exposición de toda su obra. Pero… Permítame que le pregunte yo ahora, Sanjuán. ¿Qué tiene ese cuadro de especial para que haya venido a esta casa a interrogarme sobre él?

Sanjuán lo invitó a mirar las fotografías que había dispuesto sobre la brillante superficie de la mesa. Mostraban distintos planos de los dos cuadros de Garlinton Manor.

—Como entendido en arte, no le costará encontrar ciertas similitudes, paralelismos… entre el estilo del cuadro número trece y estas fotografías.

Cogió una de las láminas y la analizó durante casi un minuto, asintiendo.

—Es cierto. Es una recreación de una miniatura de Nicholas Hilliard. Creo recordar que se titula Desconocido frente a un mar de llamas. Precioso, y sí, es el estilo del cuadro número trece, como le llama usted. —Mendiluce cogió la segunda fotografía y sonrió—: Indudablemente, está representando la ópera Tosca. ¿El estilo? Una especie de imitación de Alphonse Muchá, pero más gótico, más gore. Me gusta. Es muy, muy bueno, de verdad. Tiene una expresividad única, poco habitual… —Mendiluce cogió las otras fotos, que eran ampliaciones de detalles de los cuadros, y tras observarlas con fijeza, preguntó con curiosidad—. ¿De dónde ha sacado estas fotografías? ¿Dónde se encuentran estos cuadros?

—En este momento están en Scotland Yard. En el laboratorio. Los técnicos están analizándolos… ya que son las pruebas de varios asesinatos.

—¿Scotland Yard? ¿Asesinatos? ¿Qué quiere decir exactamente con «asesinatos»? —Su evidente expresión de placer había desaparecido, sustituida por la inquietud.

—Por eso estoy aquí, señor Mendiluce. Para ver si usted tiene alguna idea de quién puede ser el autor de estos cuadros. Porque el que los pintó es, posiblemente, el asesino de cinco personas. Cuatro en Inglaterra y una aquí.

—¿Se refiere al asesino de Lidia Naveira?

—He dicho «posiblemente». No lo sabemos seguro. Pero es necesario que hable usted con Angélica cuanto antes para ver si conoce al autor. —Sanjuán dijo eso sin mucha convicción, pues estaba seguro de que Angélica desconocería a su enigmático artista y donante, tal y como el marchante de Inglaterra no llegó a conocer a quien le dio los cuadros para Garlinton Manor—. La policía piensa que el nombre del pintor es Héctor del Valle. ¿Le suena de algo?

Pedro Mendiluce sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta marinera y se secó el sudor de la frente. Negó con la cabeza.

—No tengo ni la más remota idea de quién puede ser Héctor del Valle, Sanjuán. Es la primera vez que escucho ese nombre.

Sanjuán analizó la expresión del empresario: no parecía estar mintiendo, a pesar de que mostraba un ligero agobio que no le pasó desapercibido. Decidió seguir presionándolo un poco más. Era el momento de sacar el retrato robot.

—Me gustaría enseñarle también otra cosa… —Sanjuán buscó en el portafolio y sacó el retrato. Lo colocó sobre la mesa, delante de Mendiluce. Se fijó en que el Montecristo se había apagado en el cenicero—. Es muy importante que ponga toda su atención… ¿Conoce a ese hombre del retrato?

Mendiluce cogió el papel y lo acercó a su cara, mirándolo con fijeza. Palideció ligeramente e hizo un gesto extraño, pero luego lo dejó en su sitio y negó una y otra vez.

—No. Definitivamente no. No lo conozco de nada. —La mirada vidriosa de Pedro Mendiluce pareció querer decir lo contrario por un momento fugaz. Luego se recompuso. Miró a Sanjuán con expresión sincera—. Nunca he visto a este hombre, Sanjuán. Lo siento.

—De todos modos, comprenderá que la presencia de uno de sus cuadros en su exposición es algo preocupante… —Sanjuán le dio cancha a Mendiluce, quería comprobar si iba a colaborar o prefería entorpecer la investigación.

—Lo entiendo. —Mendiluce reflexionó en alto tras unos momentos en silencio—. Está claro que el asunto es bastante peliagudo, por lo que veo. Si ese hombre ha matado a Lidia y a más gente, necesitarán ese cuadro… Si quiere, lléveselo ahora mismo. Entrégueselo a la policía, haga lo que quiera con él. Yo no quiero tenerlo delante de mí. Es una obra manchada de sangre.

—Se lo agradezco. —Sanjuán le dio la mano a Mendiluce, que la estrechó sin demasiado entusiasmo—. Ah. Antes de que me vaya. Me gustaría decirle una cosa.

—Sí. Dígame. Le escucho.

—Tenga mucho cuidado.

—No se preocupe por mí, Sanjuán. Lo tendré. Aunque se lo parezca, no es fácil entrar en esta fortaleza…

* * *

Valentina sonrió con admiración mientras Morgado hacía un café en la cocina. Aquel ático era realmente precioso. Se asomó a la terraza, desde la que se podía ver la luz de la torre de Hércules velada por la persistente neblina. Luego entró de nuevo a través de la puerta de cristal. El bulldog francés negro y blanco de Morgado la miró con curiosidad con sus ojos saltones, sentado cómodamente en las orejeras de una butaca de diseño.

—Me encanta tu casa, Christian. Y también el perro. Es precioso.

Christian contestó desde la cocina, elevando la voz.

—Gracias, Valentina. Es cierto, la casa es muy confortable. La compré hace tres años y me la decoraron los del estudio Acero. Son amigos míos. El mérito es exclusivamente de ellos… —Entró con la bandeja del café y la dejó sobre la mesita—. El perro es algo borde. Pero al fin y al cabo es como todos los canes: Como le des un poco de pienso te seguirá hasta el fin del mundo.

—Yo soy más de gatos, Christian. Pero hay que reconocer que el perro es precioso.

En cuanto Morgado se sentó, el perro saltó del sillón e intentó subirse al regazo de su amo. Valentina vio en las estanterías varios CD de ópera entre innumerables libros de arte y arquitectura.

Morgado lo acariciaba mientras no apartaba el ojo de su invitada.

—Se llama Lord Byron… Pero siéntate, por favor, Valentina. No estés ahí de pie.

Valentina se dio la vuelta con un CD de Cecilia Bartoli en la mano.

—¿Te gusta la ópera? A mí me encanta.

—Por supuesto. A toda la gente decente le gusta la ópera, inspectora. Pero ven, se va a enfriar el café. Y cuéntame. ¿Qué es eso tan importante para lo que necesitas mi inestimable ayuda?

Valentina resopló y sacó las fotografías de los cuadros de la carpeta. Se las dio.

—Christian, necesitamos encontrar cuanto antes al autor de estos cuadros. Antes de que asesine otra vez. Ya ha matado a cinco personas y tememos que vuelva a actuar. Necesitamos localizar un cuadro que sea parecido a estos dos. Puede que en él esté retratada la próxima víctima del Artista…

Morgado miró las fotos de los cuadros y luego a Valentina.

—Es el asesino de Lidia. ¿No?, el artista, quiero decir.

—Eso parece, y justamente nosotros le llamamos así, el Artista, un nombre muy apropiado, creo yo. ¿Te suena el estilo de las pinturas?

—Sí. Me suena mucho. —Pasaron unos segundos y Morgado continuó—. Por ejemplo, te diría que me recuerdan al cuadro que tiene Mendiluce en su exposición, el anónimo. ¿Me equivoco?

—Exacto. El cuadro de Salomé. Ahora mismo está Sanjuán en su casa preguntándole por su origen. Pero espera un segundo, hay otra cosa muy importante: tenemos el retrato robot del asesino. —Valentina lo extrajo de su cartera y se lo dio.

—¿Te suena de algo?

Morgado lo miró durante un rato, en silencio. Luego asintió con lentitud.

—No te podría decir… Espera. Sí. Me suena. Pero no me viene a la cabeza… Déjame pensarlo, por favor. ¿Puedo quedármelo? Tendría que enseñárselo a varias personas… Pero no lo he visto en la prensa. Deberíais publicarlo cuanto antes…

—Por supuesto que puedes quedártelo. Para eso te lo he traído. Y las fotografías también. Y sí, tienes razón en lo de la prensa, Sanjuán dice lo mismo que tú. Pero mi jefe aún es un poco reacio a la hora de filtrarlo a los medios… —Valentina lo miró con expresión de súplica—. Es muy importante, de verdad. Si puedes echarnos una mano con esto te lo agradecería toda la vida, Christian.

—Me conformaría con una invitación a cenar, Valentina. Yo te invito y cocino. Tú solo tienes que poner tu presencia… y una buena botella de vino. Podemos intercambiar nuestros conocimientos operísticos durante la velada.

Valentina enrojeció ligeramente.

—Estaré encantada, Christian. En cuanto pase todo esto, por favor. Ahora me resulta imposible. No tengo tiempo ni para ver a mi padre, créeme.

* * *

El Artista cogió la llave de debajo del felpudo y abrió la puerta de la cabaña. Ya era de noche. Había conducido durante toda la tarde hasta llegar al pequeño pueblo de Lians. Entró y vio con agrado que estaba todo limpio y completamente ordenado, exactamente como la última vez. Fue hasta el coche y cogió la mochila y varias bolsas con comida. Luego cerró la puerta y subió a la habitación del piso superior. Se desnudó con rapidez y se tiró encima del edredón. Estaba agotado. Cenaría más tarde. En ese momento solo quería dormir.

* * *

Lúa dio vueltas y más vueltas en la cama. No podía conciliar el sueño. Y no quería pensar en Jaime Anido y todavía menos en el anónimo que había recibido el día anterior. Si pensaba en todo ello fríamente, no saldría de su casa nunca más. Lo peor de todo era que tenía que entregar ya el especial del domingo y no tenía en sus manos ninguna prueba concluyente. La única forma que encontró de lograr algo decente era metiéndose en el medio de todo el fregado cuanto antes.

Entonces tomó una decisión. Había tenido una idea, atrevida, es cierto, pero en ese momento de su vida había aprendido a arriesgarse más, como si quisiera quitarse mediante el sentido del peligro el dolor que todavía la atenazaba. Claro que eso podía ser contraproducente, algo que Lúa siempre se obligaba a recordar, como si fuera un seguro de vida. Se levantó y fue a hacerse un café bien cargado. Luego fue al armario y buscó unos pantalones negros, una camiseta negra de manga larga y una cazadora de cuero del mismo color. Bajó al trastero a por una potente linterna que le había dejado Anido hacía ya varios meses y que ella olvidó devolverle.

Se anudó las botas de senderismo y se miró al espejo. Solo le faltaba un gorro para que no se la pudiese ver en la oscuridad. Aquella noche de niebla tocaba hacer una pequeña incursión en Ártabra. Disimuladamente apartó una cortina de su apartamento para ver en dónde estaban situados los del dispositivo policial. El coche camuflado no estaba demasiado lejos del suyo. Tenía que darles esquinazo pronto o serían un verdadero estorbo.