Miércoles, 16 de junio
Valentina abrió la puerta de su casa, muerta de hambre, y le sorprendió el absoluto silencio que reinaba allí. Miró la hora: las tres de la tarde. A aquella hora ya habrían comido, seguro. Pero no era normal que su padre no tuviese la televisión puesta ni que su hermano no hubiese puesto la música diabólica que le gustaba a todo volumen. ¿Habrían salido?
—¿Hola? ¿Alguien en casa? —Dejó la maleta en el pasillo mientras observaba que las llaves de su padre permanecían encima del recibidor. No había salido.
Enrique Negro la llamó desde el salón.
—Val, estamos aquí. Menos mal que has llegado.
Valentina notó el tono triste de su padre y se apresuró. Allí estaban los dos con cara de funeral.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no me habéis llamado antes? —Como siempre, Valentina sentía la necesidad de estar junto a los suyos en cada circunstancia adversa que les pudiera acontecer. Sabía que eso no era posible, pero no podía evitarlo.
—No queríamos molestarte, hija. Ven, siéntate un momento. No es nada grave. Bueno… para tu hermano sí lo es. Acaba de contármelo todo…
Valentina se sentó al lado de su hermano y vio el semblante, demudado y gris y los ojos rojos de llorar. Entendió al momento qué pasaba.
—Es Irina, ¿verdad?… Freddy, yo ya…
Enrique la interrumpió al momento.
—Val, déjale que te cuente antes de precipitarte. Es algo muy importante. No solo como hermana: también como policía puede afectarte. Por cierto, Val… ¿has comido?
Ella negó con la cabeza.
—No. No he tenido tiempo.
—Emma ha dejado un tupper en la nevera para ti, por sí venías a comer. Venga. Os dejo solos. —Y girando su silla de ruedas, desapareció por el amplio pasillo hacia la cocina, donde se dispuso a prepararse un café.
Valentina miró a Freddy, que a duras penas aguantaba las lágrimas. Sintió unas horribles ganas de abrazarlo y consolarlo, pero se contuvo. Primero quería saber qué estaba ocurriendo. Prefirió adoptar un tono más neutro, pero tierno y calmado.
—Dime, Freddy. ¿Qué ha pasado con Irina esta vez?
Las lágrimas volvieron a surcar las mejillas de Freddy y Valentina no pudo más. Lo abrazó con fuerza, y él empezó a sollozar sin freno, temblando de forma incontrolable. Era como un niño pequeño, desvalido y abandonado. Lo dejó llorar hasta que se calmó y volvió a preguntarle. Le secó las lágrimas con cariño, y él se dejó hacer.
—A ver, hermanito. Tranquilo. Yo estoy aquí para apoyarte, ya lo sabes. Venga. Cuéntame. Qué ha pasado que te resulta tan doloroso.
Freddy dejó de llorar e intentó calmarse un poco. Apretó los dientes y luego lo disparó todo casi sin respirar.
—A Irina la están obligando a prostituirse, Val. Dicen que si no hace lo que ellos le mandan, irán a Kazán a por su hermana pequeña y le harán lo mismo que a ella… Tiene catorce años, se llama Tanya. Y también que matarán a sus padres. La obligan a mandar algo de dinero a Rusia y a decir que es muy feliz aquí, en su trabajo de Icaria. Pero ella no quiere ser prostituta, ¿entiendes, Valentina?
Su hermana tardó unos segundos en reaccionar.
—Espera. A ver. Repite, por favor. ¿Dices que a Irina la están prostituyendo ilegalmente bajo coacción? Pero… ¿estás seguro de lo que me estás diciendo? Es una acusación muy grave…
—Sí. Estoy seguro. Me lo ha jurado y perjurado. Y yo la creo. Dice la verdad, la conozco perfectamente.
Valentina musitó, mientras asentía.
—Entonces Sebastián Delgado es el chulo, eso ya estaba claro… y Mendiluce, el organizador de todo, como siempre… a saber cuántas chicas están coaccionadas como ella…
—Y también me ha dicho que tiene mucho, mucho miedo. Miedo por ella. Y también por mí.
—¿Por ti? ¿Por qué exactamente?
—No ha querido decírmelo.
—¿Estás amenazado tú también y no ha querido decírtelo? —Valentina notó cómo todo su cuerpo se tensaba—. Freddy, esto es algo muy grave. Necesito hablar con ella de forma urgente. Dame su teléfono, por favor.
Freddy negó con un apurado gesto de las manos.
—No puedo, Val. No puedes hablar con ella. Me hizo prometer que no iba a decirte nada.
—Freddy. Por favor. Tienes que confiar en mí. —Valentina le sujetó la cara con las manos—. Si quieres de verdad a esa chica, tienes que confiar en mí al cien por cien. Somos la única oportunidad que tiene Irina para salir de eso, ¿comprendes? —Valentina lo sacudió con fuerza—. Por una vez, Freddy, te lo suplico. Por favor. No seas tan tozudo…
* * *
Londres
Geraint Evans prefería estar en cualquier otro lugar del mundo antes que en una sala de autopsias. Solo de pensar en entrar en la fría sala de disecciones sentía un terrible vacío interior y las pertinentes ganas de vomitar que anticipaban los hedores de un cadáver. Sin embargo, Keith Servant conservaba el sentido del humor: Evans lo notaba tan animado como si estuviese preparándose para jugar un partido de fútbol entre comisarías en vez de estar vistiéndose con el traje protector de color verde, los guantes y las botas de agua. La patóloga los avisó cuando estuvo todo preparado, y los dos entraron en la sala, en donde los esperaba el cuerpo semidesnudo y alabastrino de Floria di Nissa tendido en una de las mesas de acero y protegido completamente por plásticos. Evans se fijó en la etiqueta que colgaba de su dedo gordo y se torturó una vez más por no haber llegado a tiempo para salvarla. Por muy poco. Aquella chica estaría viva si hubiesen sido más rápidos… Pero de nada servía darle vueltas al pasado. En ese momento lo importante era que el cuerpo de Floria les contase algo, algo importante, que pudiese ser útil para cazar al Artista. Cuando terminasen con la autopsia, iban a interrogar de nuevo al amigo de Del Valle, Frank Smith, aunque estaban cada vez más seguros de que decía la verdad. El asesino le ofreció el apartamento gastándole una broma bastante macabra, muy de su estilo. Y luego, él y Servant habían quedado con los testigos de Acton Town en la comisaría para realizar un nuevo retrato robot más ajustado a la verdadera fisonomía del asesino. La recepcionista de First Step, Emily, había resultado ser de una gran ayuda. Y también los de la tienda de pinturas. En cuanto lo tuvieran listo se lo mandaría a la policía de La Coruña y a la Interpol. Exhaló el aire con fuerza y miró a su alrededor. En otra de las mesas se encontraba la cabeza del indigente, preparada para su examen. Aunque la autopsia del cuerpo ya se había realizado en su momento en Sunderland, los patólogos iban a examinarla a fondo también por si podían encontrar alguna pista. La forense Kat Peary comenzó a liberar el cuerpo de Floria de los plásticos protectores con un cuidado infinito, y el inspector Geraint Evans, inmediatamente, preparó su estómago para lo peor.
* * *
Lúa cogió el teléfono con manos temblorosas y llamó a Jordi.
—¿Dónde estás? —susurró. Casi no le salía la voz.
Jordi se dio cuenta al momento de que algo pasaba. Aquel no era el tono típico de Lúa Castro, fuerte, animado y vital.
—Estoy casi llegando a la redacción… ¿Qué te pasa?
—Ven, por favor. Corriendo. Quiero que veas una cosa… Date prisa, Jordi. Es urgente.
Veinte minutos después, Jordi miraba la pantalla del ordenador de Lúa con la boca abierta.
Jordi se rascó la cabeza, perplejo.
—¿Cuándo has recibido esto?
—Ahora mismo. —Lúa tuvo que vencer una sensación de miedo y aprehensión para continuar hablando—. Es una foto del cuerpo de Lidia Naveira en la laguna de los patos… y mira. Fíjate bien. En la esquina inferior pone la fecha. Y la hora. Lunes, 7 de junio. A las cuatro y media de la madrugada. ¿Te das cuenta de lo que significa eso?
—Hostia. Es una foto tomada por el asesino, Lúa. Eso seguro. Pero… ¿por qué te la manda a ti precisamente?
—¡Joder, Jordi, no tengo ni puta idea! —Lúa levantó la voz, casi histérica—. Tengo miedo, ¿entiendes? Creo que ese tipo va a venir a por mí. Quizá no le ha gustado lo que he escrito sobre él en el periódico, qué se yo. ¿Quién coño puede saber lo que piensa un psicópata? Pero eso no importa, lo único que importa es que me manda la foto. Mira lo que me ha escrito: «Lúa… ¿Te gustaría danzar conmigo a la luz de la luna llena?».
Jordi entró en pánico al instante, al leer lo que, sin duda, parecía una invitación.
—Lúa, lo mejor será que llames inmediatamente a la policía. Pero ya, sin tardar un segundo.
—Voy a llamar a mi padre. A ver qué me dice…
—Lúa, déjate de estupideces. A quien tienes que llamar ahora mismo es a la inspectora Negro. Y al criminólogo. ¿No te das cuenta? Ese tipo quiere bailar contigo a la luz de la luna. ¡Lo mismo que hizo con Lidia, joder! No es una broma. —Jordi estaba en ese instante más nervioso que la propia Lúa.
—¡De acuerdo, vale! No insistas más. Llamaré a la Negro.
—Ahora, Lúa. Hazlo ahora mismo. Que te conozco. Ya sé que la inspectora Negro no es santo de tu devoción, pero me temo que no te va a quedar otro remedio…
* * *
Valentina comía en silencio, sentada en la mesa de la cocina. Meditaba la forma de hablar con Irina. Cómo enfocar la entrevista sin que ella se atemorizase o saliese disparada. Sabía que la chica rusa no la tenía precisamente entre sus amigas más íntimas, pero lo que le había contado a Freddy era demasiado grave como para dejarlo pasar más tiempo. Ya se explicaba lo que había pasado en la despedida de soltero del Acuarius… el hijo de puta de Delgado la había atiborrado a vodka, coca y a escopolamina para que se soltase e hiciese lo que él quería. En suma, para convertirla en una puta de lo más arrastrado. Irina era una víctima más de aquellos degenerados. Estaba algo arrepentida por haberla criticado tanto, pero eso no quitaba para que siguiese pensando que aquella chica no era una novia demasiado adecuada para Freddy. Su implicación con aquel grupo de cabrones no la hacía una compañía demasiado deseable, la verdad. Mendiluce y Delgado como jefes…
Valentina Negro quería ver entre rejas a Delgado cuanto antes. Un cabrón con pintas, un sinvergüenza de la peor especie. Amenazar a las chicas con la muerte de sus familias o el secuestro de sus seres queridos… eso solo lo hacían los más ruines. Por no hablar de la paliza que le había dado a su hermano. Eso jamás lo perdonaría.
Sonó el teléfono e interrumpió sus pensamientos. La pantalla del iPhone mostró el número de Lúa Castro.
Cinco minutos después, la comida casi sin tocar, Valentina salía por la puerta a toda prisa con el casco en la mano. Se iba directamente a la comisaría de Lonzas.
* * *
Londres
Kat Peary sacudió la cabeza mientras se quitaba el uniforme y las botas y se preparaba para liberarse con una buena ducha hirviente de los espantosos fluidos de la muerte. Por lo general, era una mujer muy serena y fría. Por sus manos habían pasado todo tipo de desgracias, cuerpos accidentados, asesinatos, niños devorados por alguna grave enfermedad… Pero siempre se indignaba cuando le hacía la autopsia a una chica joven víctima de algún violador desalmado. La crueldad con la que aquel asesino había tratado a Floria di Nissa la consternó… Aquel hombre también la había violado sin clemencia alguna: había profundos desgarros vaginales y anales que podían ser fruto de la introducción de algún objeto que el agresor debía de llevar consigo. Sin embargo, lo peor de toda aquella tortura debió de ser el momento en el que le obligó a besar los labios de la cabeza cortada, forzándola a actuar como la princesa Salomé con la cabeza del Bautista. Y después de someterla a todo aquel infierno, la mató, estrangulándola con una soga.
Kat Peary llevaba muchos años trabajando como patólogo forense, pero nunca a lo largo de toda su carrera había visto nada tan refinadamente cruel y espantoso como aquello.
Ahora faltaban los resultados de toxicología. En el cuerpo de Eloria no habían encontrado ni huellas, ni fluidos, ni un simple cabello. Evans le confirmó que en las escenas del crimen anteriores en Whitby y en España tampoco habían encontrado absolutamente nada. Era meticuloso en grado extremo. Y también muy refinado. Por lo que decían los del laboratorio de la policía, había dominado a la chica impregnando los pétalos de un ramo de rosas con cloroformo. Nunca había visto nada tan retorcido: Floria abrió la puerta de su casa y se encontró con unas rosas espléndidas… Las flores fueron el preludio de su trágico final. Para la índole perversa de la mente del asesino, aquello quizá fuese incluso una atención romántica.
* * *
Lúa esperaba, nerviosa, a la puerta del despacho la llegada de la inspectora, moviendo la pierna con rapidez convulsa, mientras sentía la boca totalmente seca. Se metió una pastilla de limón en la boca y la mordió casi al instante, presa de la ansiedad. Cuando la vio aparecer por el pasillo con su cazadora marrón y el casco, sintió un alivio inmediato que no se molestó en disimular.
—Inspectora, yo…
—Hola, Lúa. —La miró brevemente y abrió con llave la puerta del despacho—. Pasa, venga. Espero que sea verdad lo que me has contado por teléfono, ahora no podemos perder ni un minuto con juegos o trucos periodísticos. —Valentina la miró con severidad, aunque a raíz de todo lo sucedido en su fuero interno había decidido darle una nueva oportunidad. Desde que regresara de Inglaterra tenía la sensación de que el mundo se dividía entre el terreno casi fantasmal en el que habitaba el Artista y el lugar donde estaban todos los demás, y de que era necesario aunar esfuerzos para poder derrotarlo. No obstante, se trataba de un engaño de su imaginación, porque la historia de Irina y su hermano le había hecho recordar de modo doloroso que hay mucha más gente deseosa de habitar el suelo donde moraba el asesino.
Lúa la miró con expresión suplicante.
—Inspectora, no, no es ninguna treta. Ahora mismo va a comprobarlo. He impreso el mensaje, pero de todos modos podemos entrar en mi correo y así podrá verlo con sus propios ojos. Me lo ha mandado al correo del trabajo, no al personal.
—Bien. Espera un momento, voy a encender el ordenador. Siéntate.
Minutos después, Valentina contemplaba en silencio la fotografía de Lidia Naveira que había sido obtenida, sin duda alguna, en la escena del crimen. Era de noche, un primer plano… y no, no parecía un montaje. Además, el estilo del anónimo era muy propio del Artista. Y la cara descompuesta de Lúa Castro mostraba un terror demasiado creíble como para ser falso. Valentina escrutó a través de los grandes ojos de Lúa, que parecían inmersos en un pánico real y urgente.
—Entenderás que envíe esta foto a los del departamento de informática para que comprueben que no es un photoshop… —Lúa asintió, demudada—. De todos modos, Lúa, te creo. Es una foto del Artista, sin duda.
—¿El Artista?
Valentina asintió, en silencio. Luego se levantó y le dejó el sitio en la silla para que utilizara el ordenador.
—¿Puedes entrar en tu correo, por favor?
Lúa tecleó hasta acceder a su cuenta del periódico. Luego le mostró el mensaje a Valentina. Tras unos segundos, la inspectora miró el reloj y llamó a los de informática.
—Necesito a alguien para que me rastree un correo, si eso es posible… Sí, es urgente. Gracias. Bien. Mañana entonces. Perfecto. —Se dirigió a Lúa—. A ver si los de informática pueden seguir el rastro, aunque si es un correo del asesino, dudo que haya sido tan descuidado como para dejar alguna pista de su ubicación. Por cierto… ¿Te dice algo el nombre «rope»? El correo emisor es rope@gmail.com.
—Absolutamente nada. Ya me había fijado. No tengo ni idea, la verdad… —Lúa se quedó callada unos momentos. Luego se armó de valor. Más que cualquier otra cosa necesitaba saber qué había pasado en Inglaterra—. Inspectora, cuando me llamó Javier Sanjuán el otro día… ya sabe, para contarme lo que le había ocurrido a Jaime… me dijo que estaban en Londres. La verdad, me gustaría saber qué pasó en realidad. Quién lo mató. Por qué. Jaime siempre fue un hombre pacífico. No tenía enemigos.
Valentina vaciló. No era fácil explicarle lo que había pasado sin herirla demasiado. Buscó las palabras adecuadas con tino.
—Lúa… Yo… lo siento. De verdad. Siento lo de Jaime. Mucho más de lo que te imaginas. Lo que ocurrió en Londres lo sabrás en su momento, por ahora comprenderás que no puedo contar te nada. Solo puedo decirte que la muerte de Jaime tiene algo que ver con la muerte de Lidia Naveira. Nada más. Así que necesito que te tomes muy en serio lo del anónimo.
—No hace falta que insista. No puedo esconder que estoy muerta de miedo. Ahora… Por favor, le ruego que no cambie de tema. Quiero saber cómo murió exactamente. —Lúa había tardado mucho en llegar a ese estado mental en que podría soportar la verdad, y no estaba dispuesta a cejar en su empeño.
—Lúa, no estoy segura de que quieras saberlo todo. Puede hacerte mucho daño. —Valentina se sorprendió a sí misma adoptando un tono casi de compañera y decidió que no quería hablar de otro modo: hacía lo que pensaba que era lo correcto.
—No me importa. Quiero saberlo. Desde el primer momento detecté que le pasaba algo muy extraño. Pero él no quiso decirme nada. Me mintió todo el rato. Pero eso ahora ya no importa mucho…
Valentina se compadeció. Por primera vez veía a Lúa como una chica normal, un ser humano vulnerable, lejos de aquella periodista sin escrúpulos que intentaba lograr una exclusiva por encima de todo.
—Lúa… Jaime murió en casa de una mujer llamada Sue. Eran amantes. Creo que tienes derecho a saberlo. Le dispararon dos tiros. Entró en coma y murió al día siguiente. No sufrió nada… si eso te resulta de algún consuelo.
A Lúa se le llenaron los ojos de lágrimas, pero aguantó el golpe como pudo.
—Ya. Entiendo. No se preocupe. No pasa nada. En realidad no éramos novios… por lo menos técnicamente. Teníamos una relación abierta… Todo eso. —Lúa torció la cabeza para disimular el llanto que volvía a caer por sus mejillas. Se limpió las lágrimas con disimulo.
—Antes de irte te daré la cámara de Jaime. —Valentina sintió un ramalazo de culpabilidad al acordarse de la conversación que mantuvo con el fotógrafo y le pareció pueril toda aquella pelea con él, comparado con el hecho inquebrantable de su muerte.
—Gracias, inspectora. Yo… yo siento mucho lo que pasó, de verdad. Lo de las fotos y todo eso. Fuimos unos inconscientes.
—No es a mí a quien tienes que pedir disculpas. Y yo no soy quién para juzgarte. Pero me preocupas mucho, Lúa. Necesitas protección inmediatamente. Ese hombre es muy peligroso, mucho. Es mejor que lleves un escolta mientras no lo detengamos.
Lúa la miró con sorpresa. A continuación, negó con la cabeza.
—¿Un escolta? ¿Yo? Ni de broma, inspectora. Ni de broma. No podría moverme con tranquilidad. Yo soy una periodista, no una concejala. Necesito espacio para hacer mi trabajo. Imposible. Además, sé cuidar perfectamente de mí misma. Si tengo algún problema, hablaré con mi padre.
Valentina se quedó sorprendida por la aparición súbita de la intrépida periodista. Había superado el trance de regresar a la vida de Anido por unos minutos, y ahí estaba de nuevo ella, dispuesta para la pelea. No pudo evitar admirarla por vez primera.
—Lúa, por favor. No es una broma. Ese hombre… es peligroso. Es brutal. No tiene piedad. No quiero que andes por ahí sin supervisión. —Valentina no estaba dispuesta a soportar una nueva muerte, no en su ciudad, no con Lúa. De ningún modo, por eso había levantado la voz, con un tono claramente imperativo. Pero estaba claro que no conocía del todo a Lúa Castro.
—Definitivamente, no, inspectora Negro. Me gusta ser libre, y con un señor todo el día detrás de mí estaría hasta los cojones de todo. No. Ya me cuidaré yo las espaldas, eso téngalo por seguro.
Ambas estaban mirándose a los ojos, de pie, junto a la mesa, a tres pasos de la puerta de salida. Valentina apretó los dientes unos segundos, pero luego relajó su rostro, resignada y admirada por su valor.
—Bien. Yo no puedo obligarte. Pero ten mucho cuidado. A la mínima sospecha, llámanos. Insisto. Ese hombre es peligroso, Lúa. Si cambias de opinión… ya sabes. Aquí estoy para todo lo que necesites. —Se volvió hacia su asiento, detrás de la mesa, se sentó y la miró, hablando ya con plena normalidad—. Por cierto, mañana los de informática van a seguir el rastro del correo. Si me hace falta alguna información, te llamo. ¿Ok? Estate disponible.
—Perfecto, inspectora. Y ahora me voy. Tengo mucho trabajo pendiente.
—Al salir pregunta por el agente Iglesias. Hago una llamada y en un par de minutos te darán la cámara.
* * *
—Las cejas eran un poco más finas, inspector. Y oscuras. —Emily señalaba la pantalla del ordenador mientras hablaba con Evans y mascaba chicle furiosamente—. Y los ojos más claros. Eran verdes, muy brillantes, expresivos. En realidad Héctor es un hombre atractivo, la verdad, a pesar de… Bueno. Ya me entienden, ¿no? —dijo, poniendo cara de consternación, como si un rostro bello no pudiera esconder un alma perversa.
Evans asintió mientras miraba al técnico del Pro-fit, que cambiaba la fisonomía del retrato según le iban indicando los testigos. Emily era la más participativa del grupo. Joseph Harris y la dueña de la tienda de Arts and Crafts, Linda, se limitaban a aprobar con gestos lacónicos los avances que Emily aportaba, con la complacencia de Servant, que la animaba a seguir ayudando al especialista, que sudaba la gota gorda para ajustarse a las rápidas descripciones de la joven de cabello oxigenado.
De repente, Joseph se acordó de un detalle: Héctor tenía varias cicatrices en la muñeca izquierda. Evans al momento pensó en cortes de autolesión o intentos de suicidio.
—Vaya. Qué pena… Nuestro amigo al final va a ser una pobre alma torturada.
Media hora más tarde el retrato estaba listo. El técnico lo imprimió, con un deje de orgullo en la comisura de los labios.
Servant cogió una de las copias y la levantó a la altura de sus ojos.
—Ahora hay que mandarlo inmediatamente a la Interpol. Y también a la inspectora Negro… Si Sanjuán está en lo cierto, ahora ella va a necesitarlo más que nosotros —dijo a su equipo, sabedor de que el Artista les había dado esquinazo, y quizá en ese momento anduviera por las calles de La Coruña.
* * *
Iturriaga paseaba por su despacho, alzando la voz por momentos. Había quedado con su mujer en media hora, pero las noticias de Valentina lo habían retenido en la comisaría. Lo del anónimo del Artista a Lúa Castro era, ya de por sí, bastante grave. Pero las acusaciones de la tal Irina hacia el entorno de Mendiluce consiguieron excitarlo todavía más.
—Inspectora, lo que me está contando es algo muy grave. Otra vez Mendiluce en el punto de mira por culpa de la prostitución. ¿Se da cuenta de que el asunto es peliagudo? Es la palabra de esa chica, que puede no ser absolutamente nada de fiar, todo sea dicho, contra la de Pedro Mendiluce. O la de Sebastián Delgado, en suma. Tanto monta…
—En efecto, inspector jefe. No lo dudo. Puede que esa chica no sea de fiar. Pero hay una cosa que está clara: además de nitrato de amilo, había rastros de escopolamina en la analítica que le hicieron el día del incidente en la discoteca Acuarius. Usted sabe que la escopolamina no es una droga de recreo, como pueda serlo la coca. Nadie toma escopolamina por placer. Normalmente, la introducen en la bebida de la víctima para engañarla y poder manipularla a gusto.
—Eso es cierto, Valentina. No lo niego. Nadie toma escopolamina para pasar un buen rato. De todos modos, esas acusaciones son muy graves. Estaríamos hablando de mujeres, extorsión, chantaje, proxenetismo… Si Irina le ha dicho a su hermano la verdad, puede que haya más chicas amenazadas y explotadas, como ella… Y, lo que es peor, vuelve a ponernos enfrente de un montón de problemas —dijo, abatido—. ¿Sabe lo que quiero decir?
Valentina asintió. Sabía que Mendiluce tenía contactos importantes, relaciones con gente poderosa de La Coruña y de toda Galicia. Sabía perfectamente que Larrosa fracasó en su intento de capturar a Mendiluce porque este tuvo protección de altas instancias. Sin embargo, estaba dispuesto a ir a por todas. En esa ocasión ella no iba a arredrarse; si alguien quería pararla, tendría que mostrar sus cartas.
—De todas las maneras, si usted no me ordena lo contrario —Valentina miró con intensidad a su jefe, quien primero resistió la mirada y luego la bajó— mañana por la mañana voy a hablar con Irina, inspector. He conseguido que mi hermano la convenza para que tengamos una pequeña charla. Ella dice que quiere salir de ese mundo, pero no se atreve. Tiene mucho miedo a que le hagan algo a su familia. Y tal y como se las gastan… yo también lo tendría. No la culpo. Y sí, la creo. Creo que dice la verdad. Está completamente enamorada de mi hermano. Me ha costado verlo, pero he de rendirme a la evidencia. —Valentina suspiró, resignada.
—Bien, de todos modos, esperaremos a mañana. A ver de qué pie cojea la chica.
Valentina torció la cabeza y se mordió el labio inferior.
—Yo he tenido una idea. No sé si Irina estará de acuerdo con ella. Pero… a lo mejor encontramos la forma de sacarla de ahí… Por cierto, jefe, cambiando de tema. Ya hemos recibido el retrato robot del Artista. Acaban de mandárnoslo de Londres, recién hecho.
Iturriaga lo miró con curiosidad unos segundos y luego se lo devolvió.
—Hay que distribuirlo en todas las comisarías y también a los demás cuerpos de seguridad: Policía Local, Guardia Civil… ¿Se encarga usted, Valentina? —La detuvo antes de que saliera—. Ah, me olvidaba. Encárguese también de que alguien vigile a esa Lúa Castro. No me hace ninguna gracia que esa periodista ande por ahí sin protección policial.
* * *
No estaba cómodo. Durante toda la tarde tuvo la sensación de que alguien lo miraba por la espalda. Se sentía extrañamente vigilado. La sensación se había acrecentado en el momento en el que traspasó la puerta del Teatro Real. Cuando su amiga Nevenka Arnaltes se acercó a él para acompañarlo al palco del que era propietaria, intentó liberarse de aquella incomodidad pensando en la ópera que iba a presenciar. Ni más ni menos que a Plácido Domingo interpretando a Simon Boccanegra por primera vez en Madrid.
Nevenka dejaba siempre a su marido en casa (él aborrecía la ópera) y llevaba al privilegiado palco a su gran amigo y amante secreto, Pedro Mendiluce. Por lo menos, Pedro sabía apreciar una buena representación, además de las otras actividades todavía más suculentas que llegarían después. Mucho más que su aburridísimo y adinerado esposo…
Ninguno de los dos fue consciente de la vigilancia de dos policías de paisano que abandonaron la representación unos minutos después de que se alzara el telón.
* * *
Brest
Se decidió a pasear por cubierta, abrigado con un chubasquero azul marino. Estaba casi desierta. Solo una pareja de jóvenes se besaba, apoyada en la barandilla, ajena a la llovizna y a la humedad que se metía hasta lo más profundo de los huesos. Se acercó a la barandilla blanca de metal y miró hacia abajo. La niebla envolvía por completo el barco, que se deslizaba por las tranquilas aguas del océano Atlántico. Respiró con fuerza y se empapó del olor a algas y a mar. Un olor que invariablemente añoraba cuando se encontraba lejos de su casa. Dejó que las minúsculas gotas de agua mojaran su cara, y se relajó. Le gustaba ver al ferry deslizarse sobre el mar oscuro, entre la bruma, escuchando el breve chapoteo de algún pez o la sirena del barco, que avisaba de su presencia al vacío más profundo. A lo lejos se oyó la bocina de un pesquero, y al cabo de un rato, el potente y tranquilizador aviso de un faro. Quizá a aquella hora de la noche ya estaban cerca de Brest.
El Artista sintió, de repente, un profundo anhelo de volver a casa. Allí había alguien que estaba esperándole. Alguien que necesitaba comprender su arte. Alguien que merecía más que nadie formar parte de su arte.