Miércoles, 16 de junio, Londres
Valentina se despertó en medio de la noche, con el sabor de la cerveza aún en la garganta. De la cerveza y del cigarrillo. No. No podía ser cierto. Había vuelto a fumar.
De repente, todos los acontecimientos de la tarde anterior acudieron a su mente. La fuga del Artista. El pub. Las cervezas. Y luego… lo del hotel.
Alguien respiraba a su lado, casi pegado a su oído. Sanjuán dormía como un tronco con el brazo atravesado sobre ella. Valentina se desveló por completo. Intentó darse la vuelta y ponerse más cómoda, pero no era capaz de moverse. No quería despertarlo.
Hacía tanto tiempo que no dormía con un hombre que no se acordaba de lo que tenía que hacer…
Valentina miró su reloj: eran las cinco de la madrugada. Tampoco había mucho más tiempo para dormir. Tenía que volver a su habitación, ducharse y hacer la maleta. Bajar a desayunar y coger un taxi a Heathrow a toda leche para coger el vuelo.
Valentina apartó con cuidado el brazo de Javier Sanjuán, que se dio la vuelta en pleno sueño y siguió durmiendo plácidamente. Intentó acostumbrar sus ojos a la oscuridad. ¿Dónde había puesto la ropa? El vestido estaba en el suelo, hecho un guiñapo. ¿Y las bragas?
Buscó con cuidado con el pie. A lo mejor estaban entre las sábanas. ¿Y si no las encontraba? Qué vergüenza. Solo de pensar en Sanjuán cogiéndolas cuando despertase la hizo ruborizarse hasta las orejas.
Desistió de buscarlas y se levantó con sigilo. Se vistió y buscó las sandalias, que habían volado en plena refriega. Recogió el bolso, con la tarjeta magnética. Tropezó con la mesilla de noche, pero Sanjuán no se despertó, por fortuna.
Luego salió, y cerró la puerta con sumo cuidado. Buscó en su bolso la tarjeta magnética de su habitación, que estaba justo enfrente de la de Sanjuán.
Valentina pensó que un caballo estaba galopándole dentro de la sien, sin clemencia. Necesitaba un paracetamol y una botella de Aquarius de litro.
Sin solución de continuidad, a su mente acudieron más detalles. Le había contado en el pub a Javier lo del Charlatán, como si nada. Y encima no parecía que se lo hubiera tomado muy en serio, aunque se consoló pensando que su acompañante quizá quiso quitarle dramatismo en su beneficio. Y lo que era peor, había fumado un par de cigarrillos, después de lo que le había costado dejar el vicio…
Menudo desastre. Valentina respiró hondo y abrió la puerta.
La cabrona de Helena había acertado con las malditas cartas, para variar…
* * *
Petersfield
El Artista se desvió de la A-3 y se dirigió hacia Petersfield. Cuando vio un descampado solitario cercano al pueblo se dirigió hacia allí. Hacía una preciosa noche estrellada. Se bajó de la furgoneta y dejó su mochila en el suelo.
Allí, en el medio de la nada, pudo contemplar las estrellas con un estremecimiento de frío. Estaba al lado de un gran lago, silencioso, oscuro, profundo. Encendió la linterna.
Hurgó en la caja de herramientas. Se agachó y desatornilló las matrículas. Las tiró al lago, lejos de la orilla. Después se puso unos guantes de protección, abrió la puerta de la caja y subió. Cogió uno de los bidones de gasolina y empezó a verter el combustible por todos los rincones del vehículo, con la linterna sujeta entre los dientes. Sintió nostalgia al pensar en el destino de sus pertenencias: sus pinturas. Su caballete. Su ropa. Todo sería consumido al instante por las llamas.
Cuando acabó con el primer bidón, lo guardó y abrió el segundo. Fue hasta la cabina y procedió a rociar todo con meticulosidad.
Cuando toda la furgoneta apestaba a gasolina, se quitó los guantes y los tiró en el asiento del conductor. Luego encendió su Zippo plateado y lo lanzó hacia dentro de la cabina.
En unos segundos, todo se iluminó. El crepitar de las llamas anaranjadas despertó a unos pájaros, que levantaron el vuelo bruscamente, ruidosos y asustados.
El hombre se quedó unos segundos admirando la belleza del fuego. Luego cogió la mochila y emprendió camino hacia el pueblo, a buen paso.
* * *
La Coruña
Adolfo Requejo salió de su despacho en el Museo Arqueológico. Tenía ganas de tomar un café. Una reunión a las ocho de la mañana no le había dejado desayunar en condiciones: dos horas escuchando memeces de políticos no eran plato de gusto para nadie. Presupuestos y más presupuestos. Recortes monetarios. Si tenía un sitio por allí para una enchufada a la que no querían en el Negociado de Multas. Aunque fuese de telefonista, daba igual. O para llevar los cafés. A ver si se iban todos a tomar viento fresco y lo dejaban en paz de una puñetera vez. No necesitaba a ninguna enchufada limándose las uñas. No había ningún puesto presupuestado en donde meterla.
Cuando vio a Lúa Castro bajar de su Toyota intentó esconderse entre dos caravanas de turistas, pero ella ya lo había detectado nada más salir por la puerta del Castillo de San Antón. Aquella periodista era una verdadera sanguijuela: olía la sangre a kilómetros y luego, una vez que te cogía, nunca te soltaba la vena. Eso sí, estaba buenísima. Menudas caderas. Y aquella falda ajustada…
Lúa sonrió de oreja a oreja. «Sonrisa de Judas», pensó. Pero al Requejo aquel ya le tenía tomada la medida desde el día en el que lo pusieron allí a dedo. Sabía perfectamente con quién se jugaba los cuartos. Un mindundi que tuvo que aprobar la carrera de Derecho a base de jamones. Se acercó, taconeando ruidosamente sobre la acera.
—Querido Adolfo… Cuánto tiempo, de verdad. Dos besos…
—Lúa. ¿Tú por aquí, tan temprano? Pensé que los periodistas no madrugabais tanto… —La besó y la miró con descaro. Luego le devolvió la sonrisa de la forma más cínica posible.
—Adolfo, por favor. ¿Desde cuándo no madrugamos los periodistas? Estamos siempre al filo de la noticia, bien lo sabes. Pero… ¿Qué hacemos aquí de pie? Vamos a movernos un poco. ¿Te apetece tomar un café? Invito yo…
—Ahora mismo iba a tomar uno, fíjate tú. Acabo de salir de una reunión con la concejala de Interior. Ya sabes de qué te hablo. Dos horas sin poder salir ni a mear… Qué tía, ¡desde las ocho de la mañana sin parar ni un segundo, menudo coñazo!… Yo creo que tiene una sonda para no tener que moverse de la silla.
—Te veo muy quemado, Adolfo —Lúa le vaciló—. Aunque no me extraña. Dos horas con Piluca es más de lo que el ser humano puede aguantar.
* * *
Plymouth
El Artista esperó con paciencia a que llegara su turno en la cola que se había formado para comprar el billete para el ferry con destino Santander. El enorme barco hacía sonar su bocina fuera, en el puerto, anunciando una pronta salida.
Toda precaución era poca, y por eso había cambiado su aspecto físico de nuevo. Se había teñido el pelo de rubio. Completó el disfraz con unas lentillas oscuras, gafas de sol y una gorra de béisbol. Cambios poco llamativos, pero suficientes para no parecerse absolutamente en nada a su retrato robot. Que por otra parte era una verdadera cagada. Podían haber afinado un poco más en el dibujo. Pero ¿qué podía esperarse de los programas informáticos de la policía metropolitana…? Un adefesio. Ahora, la barba le quedaba muy estilosa, eso había que reconocerlo.
Con el billete en la mano, se fijó en que alrededor de la pasarela había un joven y rubicundo policía controlando el personal, aunque su actitud no parecía demasiado estricta a la hora de solicitar información a la gente que subía.
«Espero que ese pánfilo de cara sonrosada no me toque demasiado los cojones a la hora de subir». No tenía miedo. La foto y el nombre del carnet no tenían nada que ver con su antigua identidad londinense. En el pasaporte falso que estaba guardado en la cartera no figuraba su verdadero nombre. Había tomado precauciones. Así que el rubicundo policía británico solo leyó un inofensivo «Luis García González» en el documento, que pronto volvió a deslizar dentro de su mochila, antes de subir a su camarote.
* * *
Londres
La sargento Sheila Watson repasaba en su ordenador todos los crímenes sin resolver de los últimos meses en los que hubiese desaparecido la cabeza de un cuerpo masculino. Su búsqueda abarcaba la de cualquier cadáver en cualquier parte del Reino Unido, aunque ya solo con el área metropolitana de Londres había tirado una hora sin demasiado éxito, y eso que estaban utilizando el nuevo programa de búsqueda, el Holmes 2.
Evans se acercó con un café en un vaso de plástico. Tenía una idea. A lo mejor podía ayudar. Se sentó al lado de Sheila.
—Si el primer crimen del Artista fue en Yorkshire, quizá fue ahí donde empezó a maquinar todo su proyecto homicida. Busca en el noreste de Inglaterra. A partir de Whitby, busca hasta Newcastle, Middlesborough. Sunderland… luego haremos un barrido más hacia el centro: Durham, York…
Sheila empezó a centrarse en crímenes sin resolver acontecidos en todas aquellas localidades.
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La Coruña
Lúa se limpió los restos del cruasán de la comisura de los labios y decidió que había llegado el momento del ataque.
—Mira, Adolfo. Yo sé que eres un hombre con muchos recursos y muy bien informado.
—Ya. No exageres, Lúa. —Hizo un gesto con la mano—. Como digo siempre: «Yo no sé nada».
Lúa estaba decidida a sorprenderle, así que disparó sin avisar.
—¿Qué puedes contarme de las obras de SOTMEN en As Xubias? En la urbanización Ártabra, concretamente.
Requejo mantuvo su rostro imperturbablemente paralizado. Esbozó media sonrisa y miró a Lúa con la expresión de un beato en pleno proceso de ascensión al cielo.
—¿SOTMEN? ¿Qué tengo yo que ver con SOTMEN? Estás equivocándote, Lúa. Para informarte sobre las obras y demás donde tienes que ir es a Urbanismo. Yo soy el arqueólogo del Ayuntamiento.
—Oh, sí, claro. A Urbanismo. —Lúa levantó una ceja—. Pensaba ir después. Pero tú me ofreces más confianza. Sobre todo porque me han surgido bastantes dudas de carácter histórico… y esas dudas puedes solventármelas como director del Museo Arqueológico, ¿quién mejor que tú?
Requejo le dio un sorbo a su café doble y asintió.
—Está bien. Pregunta. Tienes a tu disposición todo mi conocimiento, Lúa.
—Eso es genial, porque tengo una duda y me gustaría que me ayudases a esclarecerla. No es que mis conocimientos sobre arqueología sean muy extensos, pero me ha dicho un pajarito que en As Xubias hay un yacimiento romano bastante extenso. Especialmente para ser de esta zona, donde no suele encontrarse nada tan suculento. Está, y fíjate, es curioso… —Lúa puso cara de misterio— debajo de la obra de SOTMEN, concretamente, en el aparcamiento subterráneo del centro comercial.
—¿No me digas? ¿Confirmado? Es la primera noticia que tengo al respecto. —Los ojos de Requejo se abrieron como platos.
«Eres muy buen actor, so cabrón», pensó al instante la periodista.
—No me jodas, Adolfo. Mientes muy mal.
—Lúa… Por favor. ¿Me estás hablando de la denuncia que ha puesto José Dorado? Por favor. No insultes mi inteligencia. ¿Quién puede creerse semejante paparrucha? Además, y tú bien lo sabes, José Dorado es un historiador de segunda fila. Ya es muy mayor… —Hizo un gesto de desprecio con la mano—. Un yacimiento romano… No me hagas reír, Lúa. Se supone que eres una periodista de carrera, no una ingenua que va detrás de cualquier chisme…
Lúa sonrió ante la provocación. Era de libro.
—¿Un historiador de segunda fila? A mí no me lo parece. Cierto que ya es mayor, pero decir que un catedrático de la Universidad de Santiago que ha escrito más de veinte libros y es considerado una eminencia en lo suyo es un historiador de segunda fila es un poco fuerte, ¿no te parece? Adolfo, cuando el río suena, agua lleva, ¿no crees?
—Si ahí hubiese algún indicio, alguna prueba fehaciente de que existe un yacimiento romano o cualquier tipo de vestigios arqueológicos en As Xubias, yo sería el primero en remover Roma con Santiago para que esas obras se paralizasen y empezara la excavación bajo mis órdenes. Para mí sería un éxito profesional, date cuenta. Por otra parte, creo que ese profesor tuyo va a retirar la denuncia. O eso se oye por los mentideros, querida amiga…
Lúa escrutó su cara con atención. Parecía totalmente sincero. Se echó hacia atrás en el asiento del bar, asintiendo en silencio.
—Desde luego, Lúa, no pensé que me tenías en tan baja estima. —La voz de Requejo reflejó un apabullante tono de reproche.
—Es mi trabajo, Adolfo. A veces es un poco jodido. Además, solo preguntaba, ya lo sabes…
* * *
Freddy cruzó la calle corriendo, con el semáforo en rojo para los peatones. Llegaba tarde a clase, para variar. Se encogió de hombros. No tenía ninguna gana de prepararse para lo que se le venía encima. Iba a suspenderlo todo. Menos educación física y alguna asignatura perdida por ahí, lo demás era un fracaso absoluto. Se veía falsificando las notas. Tenía un amigo que era un as en informática, lo haría sin problema, seguro. De la paga extra que le habría prometido su padre si aprobaba todo en junio, mejor no hablar. En vez de suspender cinco, suspendería dos, por ejemplo… Su padre no se iba a dar cuenta, y además, se pondría hasta contento. Lo malo era su hermana, la sabueso. A ella no se le escapaba una… Claro que con lo ocupada que estaba con lo del asesinato de aquella chica, a lo mejor hasta podía colar…
Estaba a punto de entrar en el colegio de los Dominicos cuando vio a Irina esperándolo en la puerta del patio. Desde el «incidente» en la disco no habían quedado. Únicamente habían hablado por teléfono. Freddy se había negado en redondo a verla, pero con poco éxito. No debía de haber sido muy convincente, porque allí estaba, apoyada en la pared, con aquellos ojos enormes que lo miraban como un cachorro abandonado antes del sacrificio en la perrera.
Solo con verla sintió que le flaqueaban las piernas. Aquella era su Irina de nuevo, la verdadera, la chica transparente y vulnerable que lo volvía loco. En sus conversaciones, ella había intentado convencerlo de que lo que había ocurrido en realidad era que alguien con muy mala leche la había drogado. Ella no era así. De ningún modo.
Freddy quiso resistirse a creerla cuando le contaba toda aquella sarta de mentiras, pero en vano. No pudo. Si su hermana tenía razón, daba lo mismo. No podía. De ninguna manera. Estaba demasiado colgado.
—Hola, Freddy. —Una pausa en la que ella volvió a mirarlo con ojos de cordero degollado, la voz todo azúcar y miel y cabello de ángel—. ¿Podemos hablar? Por favor… solo un rato.
Freddy se derritió como un trozo de chocolate en un microondas a la máxima potencia. Atinó a farfullar una respuesta.
—Sí, claro. Por supuesto. Irina… no hace falta que me lo pidas así…
—He traído el coche. ¿Te espero aquí a que salgas de clase?
—No, mi niña. Nos vamos ahora mismo. Paso de ir a clase… ¿Y tú? ¿No vas a trabajar?
—Tengo permiso hasta mañana por la mañana…
* * *
Canal de la Mancha
Valentina duerme, con los auriculares puestos, conectados al iPhone. Sanjuán mira por la ventana, el cielo azul infinito, las nubes a lo lejos. Un avión cruza a algunos kilómetros del suyo, dejando la estela blanca tras de sí.
Se vuelve con cuidado para verla dormir. Está preciosa. Es ahora, cuando está dormida, cuando no tiene el ceño fruncido ni el aspecto intenso y preocupado que muestra desde el día en que la conoció. Está relajada. El pelo negro, recogido en una cola de caballo, le cae por el hombro con suavidad. Sanjuán tiene ganas de tocarlo, de acariciarlo. Su mano sube en silencio hasta el hombro y coge un mechón de cabello entre los dedos. Se acerca a ella: Valentina huele a manzana verde y a rosa blanca, un olor fresco pero afrutado que Sanjuán no es capaz de definir con exactitud. Pero es delicioso.
A través de los auriculares, Sanjuán reconoce a Eric Satie, la Gimmnopedie número tres.
* * *
Londres
Sheila Watson miró hacia Evans con una comedida expresión de triunfo.
—Tiene razón. Creo que ya lo tenemos, inspector jefe. Mire esto…
La fotografía del cuerpo sin cabeza de un sin techo apareció en la pantalla del ordenador. Evans se inclinó sobre el hombro de la sargento y leyó el texto inferior:
«Expediente 3223. Josh Cooper. Indigente asesinado de dos disparos en el pecho en un suburbio de Sunderland. El cuerpo, decapitado post mortem, apareció dentro de un contenedor el 02-01-2010».
Al lado del cuerpo, Evans se fijó en la fotografía del indigente, fichado por pequeños hurtos en supermercados. El cabello hirsuto, la barba poblada y gris, las cejas gruesas, las arrugas… Asintió, los ojos fascinados, fijos, clavados en la pantalla.
—Sargento Watson, tiene razón. No hay ninguna duda, la cabeza de ese hombre es la cabeza del Bautista.
* * *
Canal de la Mancha
El Artista ha sacado su MacBook Air de la mochila y se ha conectado, en cubierta, a la red Wi-Fi del ferry. Hace un día espléndido. El olor a mar, a algas, a sal, le embriaga, como siempre. Las gaviotas graznan sin cesar alrededor del barco. Unos niños gritan excitados al ver delfines mulares jugueteando en el agua, y sus padres los sujetan por la cintura para que no se caigan por la borda.
A ratos se acuerda de su apartamento de Acton y lamenta haber tenido que dejarlo. Antes de marcharse lo ha desinfectado y limpiado de arriba abajo, aunque no puede estar seguro de que no haya dejado algo que pueda ser rastreado… Es el problema que da la moderna tecnología policial. Pero hizo todo lo que estaba en su mano, incluso se preocupó de bajar del altillo los muebles originales que había cuando lo alquiló: las alfombras, las mesas, el taquillón… Todo. Puede que hayan quedado restos de su presencia, pero no serán demasiados. Sonríe cuando piensa en su amigo Frank Smith. Le ha dejado su apartamento gratis durante seis meses… menuda maldad. Algún día llegarán hasta él y se quedará en la calle. Le está bien empleado, por pánfilo… Además, le daban más encargos que a él en aquella empresa de diseño en donde lo había conocido.
El Artista consulta su correo electrónico. No tiene ningún mensaje. Luego escribe con rapidez:
Pronto llegaré a Santander. Todo sin novedad. Nos vemos.
Luego entra en «Elementos enviados» y borra el mensaje. Cierra el ordenador. Lo que le apetece en ese momento es disfrutar del paisaje. Y sobre todo, disfrutar de la gente que pasea en cubierta. Un grupo de ornitólogos españoles empieza a situar sus trípodes para las cámaras de fotos. Todos, con sus prismáticos en la mano, discuten sobre las especies que están viendo a lo largo del viaje.
Abre su mochila y busca un cuaderno y carboncillo. Es un día luminoso, y él está lleno de inspiración.