Martes, 15 de junio, La Coruña
Lúa Castro se miró al espejo. Tenía los ojos hinchados de llorar. A ver cómo arreglaba aquel desaguisado: maquillaje y un antiojeras que le había costado un pastón y que casi nunca utilizaba. Con parsimonia, se refrescó la cara y volvió a mirarse, esperando quizá que el agua del grifo hiciese algún efecto milagroso en sus ojeras grises y sus párpados entrecerrados. Pero todo siguió igual que al principio. Resignación.
Miró su reloj. Había quedado con Carlos Larrosa en media hora en una cafetería cercana a la comisaría de Lonzas. Larrosa era muy amigo de su padre y, además, era el hombre que más sabía de los chanchullos de Pedro Mendiluce de toda la policía de Coruña. Le caía bien Larrosa. Era la típica buena persona que le caía bien a todo el mundo. Bueno, a casi todo el mundo. A Mendiluce puede que no le hiciera demasiada gracia aquel inspector. Le había destapado toda la corruptela de la trata de blancas en el prostíbulo de la N-VI y eso lo había jodido vivo. Recordaba muy bien cuando salió todo a relucir. Ella había cubierto parte de la información para La Gaceta. Y también recordaba el posterior intento de asesinato de Larrosa. A nadie le cupo duda alguna de que aquello provenía del entorno de Mendiluce, del mismo modo que tampoco nadie se sorprendió de que no se pudieran obtener pruebas válidas de su implicación ante un tribunal.
* * *
—Hola, Daniel. ¿Cómo va todo por Coruña? ¿Estás en la comisaría?
Bodelón golpeó con el bolígrafo la mesa mientras miraba la pantalla del ordenador.
—Bien, inspectora. Todo igual que ayer… Sí, estoy en la comisaría. Harto de buscar floristerías por internet y de recitar pedidos de flores raras sin ningún éxito. Estoy deseando saber qué está pasando en Londres.
—Mañana por la mañana lo sabrás de primera mano. Te llamo para pedirte un favor. Mira a ver si puedes encontrar plaza en el primer vuelo de mañana a Coruña o a Santiago, da igual. A la hora que sea. Nos volvemos. Hay mucho trabajo que hacer. Por ejemplo, apretarle las tuercas a Pedro Mendiluce. El Artista ha vuelto a matar, Bodelón. Casi delante de nuestras narices.
—¿Cómo? ¿En Londres?
—Sí. Y Sanjuán tiene la teoría de que ahora se dirige hacia La Coruña. O por lo menos hacia España. Parece ser que mata de forma alternativa en los dos países. Consíguenos ese vuelo, por favor. Es urgente. Ahora te dejo, voy a llamar a Iturriaga para ponerlo al corriente. Confírmame el vuelo cuanto antes. ¿Ok?
Valentina miró a Sanjuán con envidia. Tenía unas ganas enormes de fumarse un cigarrillo, y él parecía estar saboreándolo de verdad en la puerta del restaurante en Piccadilly. Londres se había convertido en una especie de ciudad trampa para los fumadores. No se podía encender un cigarro en ningún sitio. Valentina suspiró con resignación. Pronto sería así en España también… así que no le tocaba otra que aguantar sin fumar.
—Tenemos aún toda la tarde, Javier. ¿Qué hacemos? Yo necesito un descanso. Y tengo que llamar a mi padre y a mi hermano. A ver cómo va todo…
Sanjuán exhaló el humo del cigarro y la miró, pensativo. Luego sonrió.
—Ya sé dónde vamos a ir. Si no me equivoco, te va a encantar. Hay que ir ya mismo, antes de que cierren. Vamos a coger un taxi. ¿O prefieres ir en el metro?
* * *
Lúa le dio un pequeño sorbo a su café mientras Larrosa terminaba de hablar por teléfono. Luego, la miró con ojos compasivos.
—Siento mucho lo de Jaime Anido, Lúa.
—Las noticias vuelan, por lo visto… —Lúa se colocó el pelo por detrás de las orejas y sonrió con tristeza—. Gracias. Prefiero no hablar del tema, por ahora, Carlos… —Sintió cómo las lágrimas acudían a sus ojos de nuevo, y se las secó con disimulo.
—Te entiendo. Venga. Anímate. Métete de lleno en tu trabajo, Lúa, eso es lo mejor. Te lo digo por experiencia. A los adictos como tú y yo, es lo que nos salva. Claro que yo ya no soy lo que era, hija. Pregúntaselo a tu padre. Manolo y yo pasamos unas buenas historias juntos…
—Ya sé. Mi padre siempre me cuenta cuando fuisteis a Vigo en un cutre Renault cinco turbo a por el Choto, el narco que quería sobornaros al pasar cerca de la frontera con Portugal… Es fantástico…
—Lo que pasamos daba para escribir un libro, hija. Pero bueno. Cuéntame. Pregúntame. Vamos al grano.
—Tema Mendiluce, Carlos. Tu favorito, ya lo sé.
—Joder con Mendiluce. —Larrosa no pudo evitar que le embargara una emoción ambivalente al escuchar de nuevo ese nombre: la del dolor por el fracaso y la esperanza de que alguna vez pagara por sus crímenes—. Es el condimento de todas las salsas. ¿También le tienes ganas? Pues aquí estoy, soy tu hombre ideal en este momento. No creo que haya nadie que le tenga más ganas que yo.
—No es que le tenga ganas precisamente a él. No lo conozco de nada, salvo sus saraos y sus continuas intervenciones en la prensa. Vamos a ver. Voy a ser sincera contigo, Carlos. —Lúa lo miró fijamente a los ojos—. En el entorno de ese hombre hay una noticia bomba. Pero prométeme que no vas a meter mano por ahora. A cambio yo te contaré todo lo que vaya encontrando. ¿Ok? Luego, será todo para ti.
—Vaya, vaya. Ya tienes algo, si no me equivoco. Has salido a tu padre. Una pena que no te hicieras policía…
—Gracias, Carlos, pero no tengo vocación. —Le agradeció el cumplido con una sonrisa—. Para formar parte de un cuerpo armado hay que ser de una pasta especial. Y yo no la tengo, mi padre ya lo intentó. Bien. —Lúa bajó la voz—. El otro día estuve en la fiesta de la inauguración. Esa de los cuadros, fastuosa, fantástica, todo lo que quieras. Pero yo me escabullí desde los baños hasta el mismísimo despacho de Mendiluce.
—Hostia, Lúa. ¿No fuiste demasiado atrevida?
—Eso mismo pienso yo, a toro pasado, pero bueno. Tenía curiosidad. Y descubrí algo. Algo que me llamó mucho la atención. Algo como esto, mira… —Lúa le enseñó las fotografías de la estatua, que había pasado a su móvil.
—Una estatua. ¿Y?
—Una estatua romana, Carlos. Una verdadera joya, parece ser. De la que nadie tiene noticia. Ya he preguntado por ahí y todos aseguran que debe de ser una falsificación. Pero Mendiluce no pone falsificaciones cutres en su despacho iluminadas con un foco.
—Si fuera producto de un robo no la tendría a la vista, digo yo. La puede ver cualquiera que entre allí.
—Eso es cierto… pero con quitarla… o decir que es una falsificación, o que no tiene valor, listo. La tiene ahí para su total disfrute. Es un sibarita, ya lo sabes. Y yo no estoy diciendo que sea producto de un robo, Carlos.
—¿Entonces?
—Estoy segura de que en las obras de esa urbanización hay algo. —Lúa sintió el escalofrío familiar, mientras hablaba de sentirse cerca de una exclusiva formidable, de una noticia con la que todo periodista sueña—. Algo gordo. Un yacimiento romano que va más allá de las cuatro piedras de la muralla que han dicho los técnicos del Ayuntamiento. Carlos, puede que ahí abajo esté el yacimiento romano más importante del norte de España. Creo que Mendiluce ha untado a los del Ayuntamiento para que hagan la vista gorda y que él pueda, por una parte, expoliar el yacimiento para su uso personal, y por otra, seguir con la urbanización sin que nadie paralice las obras. ¿Qué te parece?
—Me parece, Lúa, que si eso es cierto vas a armar un buen lío… —Larrosa sonrió con malicia, y a continuación sopesó cada una de las siguiente palabras, como si las saboreara, después de un tiempo muy largo sintiendo la boca amarga—. Y sí, voy a ayudarte. Porque, efectivamente, si podemos pillarlo por ahí, será solo el principio de su caída. Sobornar a los políticos y a los técnicos del Ayuntamiento es algo muy, muy feo…
* * *
Londres
Keith Servant aparcó el Dacia Logan, después de dar mil vueltas, y dejó la tarjeta de la policía metropolitana bien a la vista para evitar el cepo. Miró a Evans. Había preferido acompañarle que estar mano sobre mano esperando los resultados de la autopsia y los informes forenses y del laboratorio.
Por lo menos el número de empresas de diseño e impresión en el barrio no era muy alto. Ocho en total. Luego, si no tenían éxito, harían un barrido por Hammersmith y Ealing. Y así sucesivamente. Servant sacó el listado de empresas y lo repasó. Empezarían por First Step, la que les quedaba más cerca. Estaba en el centro comercial de High Street.
—Tenemos que ir hasta High Street Market. Es por ahí a la derecha… creo… —Miró a su alrededor con despiste. No conocía aquel barrio demasiado bien.
Evans había estado pensativo durante todo el trayecto. De repente lo miró con ojos brillantes de excitación.
—Tengo una idea, Servant. Si es verdad que este tipo es un artista… ¿Qué hacen los artistas?
Servant se encogió de hombros, perplejo.
—No sé… ¿pintan, por ejemplo?
—Sí, señor. Pintan, esculpen, todas esas cosas. Y para hacerlas, necesitan comprar materiales. ¿No te parece? Lienzos, óleos, lápices… Ese tipo de parafernalia que utilizan para crear. Necesitamos una tienda que venda todo eso. Puede que comprase al por mayor, pero para las urgencias necesitaría ir a una tienda cercana… En Acton no debe de haber demasiadas. Busca en internet. Rápido.
Servant asintió. Aquella era una idea muy acertada. Cogió su Blackberry y buscó tiendas de arte en Acton. La más importante estaba en High Street Market, en el centro comercial del barrio, donde se concentraban todas las tiendas del lugar. Así podrían matar dos pájaros de un tiro.
* * *
¿Cómo estás, papá?
Enrique Negro movió la silla hacia la ventana para encontrar mejor cobertura.
—Hola Valentina. Bien, estamos bien. Por aquí todo igual… sin novedad en el frente.
—¿Y Freddy? ¿Cómo está Freddy? —La voz de Valentina reflejó la preocupación que sentía todo el tiempo por su hermano, que la molestaba como un zumbido continuo dentro de su cabeza.
—Tu hermano está algo mejor, hija.
—¿Sabemos algo de la Irina esa de marras? —como siempre, Valentina endureció la voz instintivamente cuando mencionó a la novia de su hermano.
—Ayer llamó a tu hermano y estuvieron hablando cerca de tres horas por teléfono. Ya te imaginas. Un número. Cosas de críos. Pero parece que la cosa va algo mejor entre los dos…
—¿No habrá vuelto con ella?
—Me parece que siguen juntos, hija. Pero no te preocupes, son jóvenes y tienen que aprender a arreglar sus problemas, y eso, a su edad, lleva tiempo… —Enrique Negro sabía que su hija era muy poco flexible en todo ese asunto, y aunque comprendía que ella obraba llevada por su sentido de la responsabilidad ante su familia, ahora que su madre estaba muerta, había decidido dar a Freddy la oportunidad de cometer errores, porque sabía que ese era el único camino para crecer y madurar.
Valentina lo interrumpió, furiosa.
—No puede ser… No me jodas, papá. ¿Después de todo lo que ha pasado, va y vuelve a salir con Irina? Dios. No entiendo nada, de verdad. —Valentina hablaba cada vez con un tono de voz más alto—. No se puede ser tan cabezota, es que no se puede… Pero ¿no se da cuenta de que esa chica no es precisamente una santa? Por no decir otra vez lo que pienso de verdad, papá, que es una puta de lujo… y del entorno de esos depravados, encima…
—Freddy está enamorado. Contra eso, poco podemos hacer tú y yo… Acuérdate de cuando te colgaste de aquel jugador de baloncesto cuando estabas en COU, Val, tampoco había forma de hacerte entrar en razón. —Enrique intentó calmar a su hija. No podía estar tan pendiente de su hermano. No era sano para ella—. Valentina, hija, no te preocupes tanto por él. Ya es mayor, sabe lo que hace. Y si no lo sabe y se equivoca es cosa suya.
Valentina comprendió que su padre no compartía sus ideas porque él no conocía toda la basura que rodeaba a Mendiluce. Respiró hondo para intentar calmarse, y decidió que ese no era el momento para entrar en una discusión más profunda.
—Está bien. Pero no se va a librar de que le lea la cartilla en cuanto llegue a Coruña. ¿Dónde está ahora?
—Está en su habitación. Estudiando, por lo que se ve…
—¿Estudiando? ¡Ja! Ojalá fuese verdad, a ver si es capaz de aprobar alguna asignatura, el muy… —Se obligó a no decir una palabra más—. Por cierto, llego mañana a las diez y media, papá.
—¿Mañana ya? ¿Qué tal en Londres? ¿Has solucionado algo de la investigación?
—Mañana por la mañana ya me tendréis ahí. Sí, creo que hemos dado un paso de gigante. Ya te contaré. Es demasiado complicado para hablarlo por teléfono… Venga, un beso. Nos vemos mañana. Cuídate mucho… —Cuando colgó a Valentina la embriagó, como otras muchas veces, un sentimiento de culpa irracional, una punzada en su alma que se le había clavado desde que murió su madre y que se resumía en la idea grabada a fuego de que tenía que estar al lado de su padre y su hermano cuando había que hacer frente a algo potencialmente peligroso, por lejano que este riesgo fuera. Porque si su familia estaba en peligro, ella no dudaría en enfrentarse con quien fuera para defenderla.
* * *
Servant sonrió a la chica morena y pizpireta que hacía las labores de recepcionista en First Step y seguidamente le enseñó la placa policial para que le prestase algo de atención. Ella colgó el teléfono con cara de asombro y se quitó disimuladamente el chicle de la boca.
—Nos gustaría hablar con el encargado…
—Encargada, no encargado. Sí. Sí que está. Sally. Ahora mismo la llamo… —puntualizó la chica, mientras levantaba el teléfono.
Sally King salió, nerviosa, de su despacho. La Policía Metropolitana. ¿Qué querría la policía de ellos? Hizo un rápido examen y descartó cualquier tipo de acto delictivo en las cuentas… Estaba todo bien, o eso creía. Se dirigió a los dos hombres basculando el cuerpo entre una pierna y otra, con gesto crispado.
—Soy el inspector Servant, de homicidios. Y él es el inspector jefe Evans.
—¿Homicidios? Dios mío. ¿Ha pasado algo grave? —Sally retorció las manos con fuerza.
—No se preocupe. —Servant notó el nerviosismo de la joven y sonrió para tranquilizarla—. Solo venimos a ver si reconoce a este hombre… —Le dio una copia del retrato robot—. Creemos que se dedica al diseño o al arte. Puede que trabaje como freelance… y a la vez esté disfrazado.
Sally los miró y luego contempló el retrato robot durante un rato. Negó con la cabeza.
—A bote pronto no conozco a nadie así… de todos modos, déjenmelo. Preguntaré a mis empleados. Yo no soy muy buena fisonomista, la verdad…
Servant le acercó su tarjeta.
—Se lo agradeceríamos muchísimo. Si puede preguntar por ahí, sería de gran ayuda. Necesitamos encontrar cuanto antes a ese hombre…
* * *
Valentina miró a Sanjuán con la cara totalmente iluminada, como una niña al ver los regalos de Navidad.
—¡Es Baker Street! ¡Me encanta! ¡Es genial! ¡Siempre quise venir a Baker Street! ¿Cómo lo has sabido?
Sanjuán sonrió, haciéndose el interesante. Estaba encantado de verla tan feliz.
—Te recuerdo que soy perfilador, inspectora. Leo las mentes de los criminales y de las inspectoras de policía sin demasiada dificultad… Si apuramos, creo que aún estamos a tiempo de entrar en uno de los turnos de visita en el Museo de Sherlock Holmes. Está justo en el 221…
* * *
Evans miró el gran cartel de la enorme tienda que ocupaba parte de High Street Market. ACTON TOWN ARTS AND CRAFTS SHOP. Si aquel hombre era pintor y vivía en Acton, tendría que haber ido allí más de una vez.
Los dos inspectores entraron, mirando hacia todas partes. El lugar era un paraíso para los artistas: óleos, pasteles, pinturas, acuarelas, lienzos, libretas, bolígrafos, rotuladores… Todo en grandes cantidades, y todo carísimo, como pudo constatar Evans al mirar los precios. Aquel no era un hobby barato, precisamente.
Se dirigieron hacia la caja registradora, en donde una chica negra y gruesa atendía a los clientes al ritmo de música rap. Un montón de pantallas mostraban todos los ángulos de la tienda para espantar a posibles amigos de lo ajeno. Ambos le enseñaron la placa, y al momento apagó la música ambiental.
—Somos de homicidios. Policía Metropolitana… ¿Podríamos hablar con el encargado, por favor?
La chica negra sonrió, enseñando una hilera de dientes blancos perfectamente alineados.
—Yo soy la encargada. ¿En qué puedo ayudarles? ¿Ha pasado algo?
Servant sacó la copia del retrato robot y la puso sobre el mostrador.
—Queremos saber si conoce a este hombre. Puede que en este retrato esté disfrazado, así que no tiene por qué ser así exactamente. Pero es lo mejor que tenemos y, créame —Servant la miró directamente a los ojos—, necesitamos encontrarlo cuanto antes.
La mujer miró con atención el retrato robot. Después de unos segundos interminables, levantó la mirada y asintió.
—Sí. Me parece que lo conozco, aunque no podría jurarlo… No sé; si es quien pienso viene muchas veces aquí, a comprar materiales. Aunque es verdad que su aspecto no es del todo exacto al de este dibujo… Esta barba despista bastante… —Dudaba, pero al final se decidió—: Sí, me parece que es él.
Evans notó como su corazón se aceleraba por momentos.
—¿Sabe, por casualidad, cómo se llama?
—Sí. Creo que es español, aunque no tiene casi acento. Habla un inglés perfecto… Si mal no recuerdo, se llama Héctor.
—¿El apellido? ¿Recuerda el apellido? —Evans estaba apretando los puños para no traslucir demasiada excitación.
—Ni idea. Él siempre pagaba al contado. Nunca con tarjeta. Aquí casi nadie paga con tarjeta, porque mantenemos una política de no…
Servant la interrumpió, excitado.
—¿No tiene ningún empleado que pudiese conocerlo? ¿Saber dónde vive?
La mujer negó con la cabeza.
—Es este momento, no. Estoy buscando gente, la tienda es muy grande y hay muchos ladrones que se aprovechan… Hace un mes tuve que despedir al último empleado, Joseph, quien le solía atender. Puedo darles su teléfono, si quieren. Vive aquí al lado. Es un chico un poco especial, ya lo verán. Un encanto. Un poco… retardado para su edad, por eso lo tenía aquí. Pero un encanto. Y tiene una gran memoria.
—Nos será de mucha ayuda, gracias. Y si sabe algo, o recuerda algún detalle, por favor, llámenos.
Servant le dejó la tarjeta y cogió el número de móvil del empleado que le dio la mujer. Cuando salieron, volvieron a escuchar el estruendo de la música de rap detrás de ellos.
* * *
La Coruña
Lúa repasó el nombre del preso a quien iba a entrevistar mientras conducía hacia la cárcel de Teixeiro: René Roland. Según Larrosa, era el cabeza de turco de Mendiluce. Estaba totalmente jodido, cabreado y hastiado. Y solo porque le habían caído cinco años de cárcel por trata de blancas, proxenetismo, tráfico de droga… menudencias. La gente se quejaba por todo, desde luego. Algo de razón tendría para estar muy cabreado pues, según Larrosa, Pedro Mendiluce lo había abandonado a su suerte, tirado como un perro, después de que le hiciera todo el trabajo sucio. Roland apechugó con todos los cargos que deberían haber recaído sobre su jefe con la promesa de que lo sacaría de la trena de inmediato y, además, lo untaría bien de pasta. Y ya habían pasado casi dos años y Roland seguía allí, pudriéndose en la cárcel sin ni siquiera haber logrado el tercer grado. Ni un miserable día de permiso. Larrosa había seguido su trayectoria y conocía su situación y su cabreo monumental. Así que Lúa consideró a aquel hombre como el perfecto candidato a ser un confidente adecuado para su investigación. En ese momento sintió que se había puesto de nuevo en marcha y encontró un bálsamo para su dolor en la excitación de su trabajo.
* * *
Londres
—Sí, por supuesto que lo conozco. Es Héctor. —Un joven de veintipocos, con aire ausente y vestido de cualquier modo, miraba atentamente el retrato robot, y poco después asentía—. Era un tipo muy agradable, español, creo. —De repente pareció comprender—. No es posible. He visto este retrato robot ayer en las noticias de la noche. En la televisión… ¿este es el asesino que están buscando? —preguntó, con total incredulidad.
—En efecto. Es él. Ha matado a varias personas, Joseph. Necesitamos tu ayuda.
Servant miró hacia él y lo animó a seguir hablando.
—No, no puede ser Héctor. No le haría daño a nadie… Es un tío guay. Simpático. Siempre que venía a la tienda se portaba genial conmigo… Yo le ayudaba a empaquetar todos los pasteles al óleo, los gastaba de forma compulsiva… No, no puede ser verdad. Héctor no puede haber matado a nadie, y menos a alguna chica… Era muy tímido con ellas, muy cariñoso. Lo que me dicen es imposible…
—Joseph, a lo mejor no es él el asesino… Pero puede que esté relacionado de alguna manera… —Evans intentó evitar por todos los medios que el chico se cerrara—. Y necesitamos saber su apellido y dónde vive… Tú sabes dónde vive, ¿verdad?
—No, nunca me lo dijo. Sé que vivía por aquí, por el barrio, cerca de la estación de metro. Pero no, no me lo dijo… y su apellido tampoco. Héctor… pero no sé más. De verdad. Puedo preguntar si quieren… tengo amigos que me parece que lo conocen.
—Por favor, hazlo. Necesitamos su apellido, Joseph. Es muy urgente… Llama ahora a tus amistades, por si lo saben, ¿quieres? Nosotros te esperamos aquí.
Joseph Harris desapareció en una de las habitaciones del minúsculo apartamento mientras los policías se quedaban en el salón. Servant cogió su teléfono móvil.
* * *
—Tenemos el vuelo mañana a las siete y media de la mañana, Sanjuán. Acuérdate. No podemos beber demasiado o nos quedaremos durmiendo la resaca en el hotel… —Valentina miró la pinta de Guinness que tenía delante de los ojos. Era enorme. Jamás podría terminarse todo aquello—. ¿Cómo le irá a Servant con la investigación? No han dado señales de vida en toda la tarde… Si no llama él, lo llamaré dentro de un rato.
Sanjuán bebió un sorbo de su pinta y agradeció el sabor amargo de la cerveza negra.
—Me encanta esta ciudad. ¿A ti no?
—Es preciosa. Nunca había estado aquí, pero quiero volver en otras condiciones. Me muero por ir a Covent Garden. Ir a la ópera en Londres… tiene que ser una pasada. Y a algún musical. Y a los museos.
—Yo estuve una semana, la última vez. Hace dos años. En un congreso de criminólogos. Es una ciudad fascinante. Nunca me canso de venir aquí. Por eso sabía lo del museo de Sherlock Holmes. Pensé que te gustaría… —Sanjuán encontraba en la compañía de Valentina un cúmulo de sensaciones que él no se atrevía a llamar felicidad, pero que le estaba embargando. No solo era que la hallaba extraordinariamente atractiva, como todos quienes la conocían; era algo más, algo especial que emanaba de su interior, como una fragilidad que no permitía que saliera a flote, como si aquella inteligencia y plenitud física estuvieran para cobijar un alma muy sensible, siempre en estado de equilibrio precario.
—¿No te aburre viajar solo? Lo bueno de los viajes es poder compartir lo que estás viendo con otras personas, o eso pienso… —Valentina bebió otro trago de la cerveza. Al principio le había parecido muy amarga, pero luego empezó a cogerle gusto.
—Yo siempre viajo solo. Desde que me divorcié, claro. Bueno, antes también, ahora que veo. Mi ex no era muy amiga de los viajes y encima se molestaba cuando tenía que ir a dar alguna conferencia por ahí fuera… Bueno. Eso fue mi segunda ex, creo recordar… A la primera sí que le gustaban los viajes… —Sanjuán adoptó un tono cómico para dar a entender su nutrida historia de matrimonios.
—¿Dos ex? —Valentina empezó a reír sin mucho disimulo—. ¿Te casaste otra vez después de lo de Raquel? ¡Qué bueno! Se ve que eres el hombre ideal…
—No tiene demasiada gracia, inspectora. Creo que aprendí mediante la experiencia que yo no sirvo para formar parte de la institución matrimonial. Y ahora… —Sanjuán la miró fijamente, adoptando la voz de Anthony Hopkins como el doctor Lecter en El silencio de los corderos—, quid pro quo, Clarice. ¿Cómo es que una mujer como tú está soltera y sin compromiso?
Valentina se rio y torció la cabeza con curiosidad maliciosa.
—¿Una mujer como yo? ¿Qué quieres decir con eso, Javier?
—Está claro. Una chica joven, brillante, guapa… los hombres tienen que estar locos por salir contigo…
—Sí, ya los ves. Todos haciendo cola para entregarme su amor… Anda ya, Sanjuán. Ojalá fuera así… —Valentina suspiró y bebió otro sorbo de Guinness—. La verdad es que llevo una temporada bastante solitaria. Entre lo del accidente de mis padres, los cambios de destino, mi hermano… No estoy mucho por la labor de ligar con nadie. Además, a los hombres les dan mucho miedo las inspectoras de policía…
Sanjuán sonrió levemente y levantó una ceja.
—No me extraña, Valentina. Eres una mujer terrible… A mí me produces un respeto inmenso… ¿Puedo confesarte una cosa?
—Adelante. Tú mismo. Luego sufrirás las consecuencias…
—Cuando te conocí te puse un mote… un mote simpático, por supuesto…
—¿Un mote? Era lo que me faltaba, Sanjuán. Qué falta de seriedad por tu parte. ¿Cuál es el mote, entonces?
—La inspectora O’Neill… —Sanjuán puso cara de culpabilidad al decirlo.
Valentina soltó una carcajada ruidosa.
—¿La inspectora O’Neill? No puede ser. No. Yo no soy así, Javier… Por favor, qué bueno… No se lo digas a Velasco y a Bodelón, porque seguro que el mote triunfa en Lonzas… ¡Pero qué cabrón!
* * *
La Coruña
Lúa se sentó en el otro lado del cristal, nerviosa. Tamborileó con los dedos en la mesa y buscó un chicle en el bolso. No lo encontró. Los había olvidado en casa. Mientras esperaba a Roland, pensó en Jaime. Había que localizar a su padre. Vivía en Águilas, Murcia. ¿Cómo decirle que su hijo había muerto? Lúa no lo conocía de nada… ¿Y el cuerpo? ¿Qué iba a pasar con el cuerpo? No quería que acabase enterrado en una tumba cualquiera, sin nadie que fuese a llevarle flores. ¿Tendría que ir ella a Londres, o se ocuparía su padre? Lúa se sintió del todo perdida… pero en un segundo olvidó esas cuitas y se puso en guardia.
Roland apareció en seguida, acompañado de un funcionario de prisiones que se fue casi al momento. Se sentó y clavó la mirada oscura en aquella chica de grandes ojos verdes, casi transparentes, y largas pestañas negras. Hacía mucho tiempo que no hablaba con una mujer, y menos todavía con una mujer hermosa. Se acarició los bíceps tatuados y definidos en un gesto inconsciente y se acercó al cristal, llevado por una gran curiosidad. ¿Qué demonios querría aquella chica de él?
—Soy Lúa Castro. Soy periodista de La Gaceta. —Lúa sonrió. La mejor de sus sonrisas, estudiada para derretir al más duro de los hombres. Le enseñó el carnet de prensa—. Vengo a hablar contigo porque me han dicho por ahí que puedes ayudarme en una cosita.
—¿Quién te lo ha dicho, muñeca? —Roland se relamió ante la sonrisa rutilante. Volvieron las ganas de ligar que hacía tanto tiempo había reprimido.
—Un amigo. Dejémoslo así. Un amigo que le tiene muchas ganas a alguien que tú conoces… y conoces mucho, además.
—Mmmm. Déjame pensar. Alguien a quien yo conozco. Conozco a mucha gente…
—No creo que les tengas muchas ganas a todos… ¿no?
—A algunos más que a otros, Lúa. Eso tenlo por seguro.
—Mi amigo me ha dicho que estás aquí por culpa de Pedro Mendiluce.
Roland, aunque intuía por dónde iban los tiros, le clavó de nuevo la mirada, escrutando su cara. ¿De qué coño iba aquella periodista? Pero Lúa no se arredró. Continuó con la conversación como si delante de ella no hubiese un hombre enorme con aspecto de matón sin escrúpulos que la miraba con sus furibundos ojos negros como si pudiese partirla en dos en un segundo.
Roland masculló entre dientes.
—¿Pedro Mendiluce? Valiente hijo de puta…
—… Y también dice que no ha colaborado demasiado contigo desde que estás aquí dentro… Vamos, que te ha dejado tirado como un perro, mientras tú te llevas toda la culpa de sus… digamos… chanchullos…
—Al grano, muñeca. Al grano. Déjate de recordarme los buenos tiempos y dime lo que quieres.
—Quiero información. Quiero joder a tu amigo Pedro Mendiluce. —Lúa hablaba entonces con inusitada firmeza—. Nadie sabrá de dónde ha salido lo que quieras contarme. Será absolutamente confidencial.
—¿Cómo sé que no te manda él para joderme más todavía?
—¿Tengo cara de ser amiga de Pedro Mendiluce? Creo que él no te puede joder más todavía, Roland. Y sin embargo, yo tengo amigos por ahí, amigos poderosos que quizá puedan echarte una mano en eso de la condicional…
—Eso que has dicho me gusta, Lúa, pero perdona que no me crea demasiado el cuento… No estoy para bromas, guapa —Roland bajó la voz mirando a su alrededor con disimulo—, ese tipo pasa de mí como de la mierda. Me dijo que si cargaba con las culpas de lo del prostíbulo, me pagaría un montón de pasta y luego me sacaría de aquí en unos meses. Y mírame. Estoy hasta los cojones de mirar la puta pared de la celda y de las putas pesas en el gimnasio. ¿Entiendes?
* * *
Londres
Mientras Joseph Harris hacía sus llamadas, Servant había ordenado que buscaran todos los sujetos que se llamaran Héctor y que vivieran en Acton Town. Se mordía las uñas con impaciencia.
—¿Tenéis el listado de todos los Héctor censados en Acton Town? ¿Aún no? Joder. Hay que darse prisa. Ya, ya sé que son muchos, pero de ahí hay que sacar algo, hostia ya. Ese jodido asesino vive en Acton y se llama Héctor. No puede haber demasiados, que además se dediquen al arte, o a lo que cojones se dedique ese tío… ¡Quiero ese listado en cinco minutos, joder!
Servant colgó el teléfono y se sentó en el sofá. Evans lo miró y se encogió de hombros. Él llevaba más de medio año buscando al asesino de Patricia Janz, pensando todos los días y a todas horas en cómo echarle el guante a aquel hijo de puta. En los momentos de mayor tensión sabía ser admirablemente cerebral. Para él esa actitud era como una religión: desesperarse era el camino seguro para cometer errores. Y entonces, después de dos nuevos crímenes del Artista, Evans estaba decidido a no cometer ninguno más.
El móvil de Servant sonó, y este lo cogió de inmediato.
—Soy Sally King… ¿me recuerda? La dueña de First Step… Acaban de estar aquí hace un rato…
—Sí, por supuesto, Sally. ¿Algo nuevo? ¿Ha recordado algo?
—Yo no, pero mi recepcionista sí. Ella ha reconocido al hombre del retrato robot. Ha trabajado varias veces para nosotros, la última no hace mucho.
—¿Saben el nombre? —Servant le hizo un gesto a Evans con la mano. Este se giró completamente hacia él, expectante.
—Sí. —Sally hizo una pausa, como si leyera algo. Luego continuó—. Ese hombre se llama Héctor. Héctor del Valle.
Cuando Joseph Harris regresó al salón y empezaba a murmurar un «lo siento, pero no he podido averiguar…», los policías ya no estaban ahí.
* * *
La Coruña
Durante el viaje de vuelta, Lúa escuchaba sin perder detalle en el manos libres la conversación con Roland, que había grabado de principio a fin en el móvil aunque él no se hubiese dado cuenta del proceso.
«Yo no estaba metido en el ajo de las constructoras. En eso estaban Sebastián Delgado, y también la abogada rubia, Raquel Conde. Yo escuchaba sus conversaciones, muchas veces hablaban de algo que había en Ártabra pero no decían abiertamente lo que estaba ocurriendo allí. Por lo menos Raquel. Yo creo que ella no sabía en realidad lo que pasaba en la obra. Pero Delgado sí. Ese tal Delgado es una serpiente, ten cuidado con él. Era el encargado de domar a las putas que venían del Este… Las molía a palos con un calcetín relleno de arena, para aterrorizarlas…».
»Tú tampoco eras un santo, Roland…
»Yo nunca les puse la mano encima. A mí los tíos que maltratan a las chicas me parecen unos hijos de puta. Los mataría con mis propias manos…
»Sigue con Delgado. Me interesa mucho lo que estás contando —a la periodista no le interesaba nada la filosofía vital del francés.
»Delgado iba mucho a la obra con dos técnicos del Ayuntamiento. Apúntate estos nombres, Lúa Castro. Adolfo Requejo y Roberto de la Fuente. Son los que acompañaban a Sebastián siempre que había alguna movida. Cuando se empezó a excavar el parking… estaban allí día sí y día no. No son trigo limpio. Eso te lo digo yo. Conozco a la gente solo con verla. Por eso te cuento todo esto, Lúa. Me gustan las chicas como tú, valientes, decididas… Vendrás a verme más veces, ¿verdad, Lúa?».
* * *
Londres
Valentina llevaba ya dos pintas de Guinness y empezaba a notar el efecto del alcohol. Miró hacia Sanjuán, que volvía de la barra con dos vasos de media pinta de cerveza tostada inglesa.
—Prométeme que esta va a ser la última, Javier. O si no, mañana en el avión me va a dar vueltas la cabeza. Y yo odio los aviones. No me gusta volar. No quiero imaginarme un vuelo con resaca…
—La última. Prometido. Yo tampoco estoy muy acostumbrado a tomar pintas de cerveza, no te creas. Pero un día es un día, ¿no te parece? Además, tenemos tiempo de sobra para dormir. Son las siete de la tarde. Por cierto, ya me di cuenta de que no te gustaban los aviones…
—¿Tanto se me nota? —Valentina frunció el ceño de forma cómica.
—En absoluto. Pero no pudiste librarte del «momento turbulencias», Valentina. Estabas pálida como una hoja de papel…
—Tú tampoco tenías buena cara, Sanjuán… —Valentina bebió un sorbo de cerveza y la saboreó con placer. Se relajó. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien y quería disfrutarlo. A pesar de los sucesos del día anterior y de que su trabajo a veces fuese ingrato, incluso horrible, necesitaba liberarse durante un rato.
Sanjuán la miró con curiosidad y torció la cabeza, pensativo. Luego lanzó la pregunta.
—Aún no me has dicho una cosa.
—No me has preguntado nada… —Valentina lo miró con extrañeza.
—Eso es inexacto, Valentina. En la fiesta de Mendiluce. Te hice una pregunta y me dijiste que algún día me lo contarías. Bien. Ese día ha llegado. La pregunta es: ¿Qué te dijo Mendiluce delante del cuadro para que tú…? Bueno, tu turbación era evidente…
Valentina suspiró con fuerza y se apoyó en el respaldo del sillón del pub. Luego se encogió visiblemente y cruzó los brazos, a la defensiva.
—¿Es una pregunta de examen, profesor?
Sanjuán notó al instante la incomodidad de Valentina.
—Si no quieres contármelo, no pasa nada, de verdad…
—No es algo que vaya contando por ahí a todo el mundo, por eso me extrañó que Mendiluce estuviese al tanto… —Valentina se decidió. A lo mejor aquella era buena hora para quitar «telarañas del desván». No podía estar toda la vida llevando ese peso. Recordó a su amiga Helena, que siempre le decía que estaba huyendo de unos fantasmas que le impedían encarar la vida. Se armó de valor y arrancó—. ¿Te acuerdas del Charlatán, el violador en serie de Vigo?
—Por supuesto que me acuerdo. La Policía Nacional me encargó un perfil bajo manga, que luego salió en todos los periódicos… un tipo peculiar, creo. Parece ser que hablaba hasta debajo del agua…
Valentina bebió otro sorbo de la cerveza.
—Dímelo a mí, Sanjuán. Dímelo a mí… Yo leí el perfil que habías escrito y tuve una idea. Basándonos en él, organizamos un operativo para cazarlo… un operativo que salió como el culo, por cierto. Otra inspectora, ¿Edurne, se llamaba? Si, era Edurne… y yo hacíamos de «cebo» con micrófonos, todo eso… Puedes imaginártelo perfectamente… —Valentina cogió fuerzas y continuó—. Antes de que apareciese el furgón con los compañeros, el tipo surgió de la nada con una navaja, me la puso en un costado y me llevó a una especie de fábrica de conservas en ruinas que había cerca de la ría de Vigo.
Sanjuán la miraba con los ojos muy abiertos de asombro, totalmente en silencio. Había oído aquella historia muchas veces, la mítica inspectora que cazó al Charlatán cuando estaba a punto de violarla… Pero jamás pudo imaginarse que la oiría de los labios de Valentina Negro.
—Todo lo que pasó allí… Javier. Fue horrible. El tipo estuvo en un tris de violarme y matarme. De hecho, técnicamente me violó, el muy cabrón. —Valentina dijo esto último como si le doliera cada palabra al ser expulsada hacia el exterior, al tiempo que se tocaba el pelo y lo llevaba hacia atrás, en un gesto típico de ella en situaciones de ansiedad. Su melena volvió a caer casi al instante—. No te puedes imaginar lo mal que lo pasé. Todos me buscaban por la dichosa nave, pero él me había encerrado en su guarida. Tenía un colchón… Me mandó desnudarme mientras me decía burrada tras burrada. Tenía hasta pastillas de Viagra, el muy hijo de puta. Y sí. Hablaba sin parar. Era locuaz como un comentarista deportivo. —Se obligó a sonreír forzadamente.
Sanjuán estaba plenamente atento a cada gesto y palabra de la inspectora.
—¿Cómo hiciste para librarte de él? —preguntó.
—Eso es lo mejor de la historia, Sanjuán. Yo no llevaba pistola… pensé que podría descubrirla, y que quizá pudiese quitármela, no sé, no quería correr ese riesgo… ¿Te lo puedes creer? —Valentina rio nerviosamente mientras se acordaba de la ocurrencia que había tenido—. Le lancé una bota de tacón. A la cara.
—¿Una bota de tacón? —Sanjuán abrió todavía más los ojos—. Impresionante. Me dejas de piedra…
—Sí. Había mandado al zapatero que les pusiese unos tacones y punteras de metal. Pesaban mucho aquellas botas, ni te lo imaginas… Como arma arrojadiza fueron insuperables. Le hice una buena cicatriz en la cara. Y luego, un poco de espray pimienta que llevaba escondido, para aderezar… —Valentina se encontraba mucho mejor en ese momento, y casi soltó una carcajada.
—Joder, Valentina… así que eras tú… Es increíble.
—¿Yo?
—Pero por favor, si eres famosa… La famosa inspectora que capturó al Charlatán es ni más ni menos que Valentina Negro. Estoy alucinado, de verdad. Y además, después de haber leído mi perfil… eso es un punto increíble, Valentina. Es que no me lo puedo creer…
—Por eso, cuando vi que eras tú el que venía a dar la conferencia al congreso de criminología, decidí consultarte lo de Lidia Naveira… ¿He contestado a tu pregunta, profesor? —Valentina adoptó de nuevo ese aire de alegre altanería que tanto gustaba al criminólogo—. De ese tema es de lo que empezó a hablarme Pedro Mendiluce. De primera mano además. No me sorprendería saber que hubiera ido a hablar con el mismo Charlatán, total, encuentro de degenerados… En fin, Sanjuán, me cogió de sorpresa, no era capaz de reaccionar. Ya te he dicho que nunca suelo hablar del tema…
Valentina notó, de repente, un alivio inmenso, como si se hubiese quitado un gran peso de encima. Al fin y al cabo, como le había dicho su terapeuta una y mil veces, tomárselo con humor era la mejor manera de pasar página sobre aquel tema tan escabroso.
* * *
Keith Servant fumaba compulsivamente fuera del coche mientras esperaba, teléfono en mano. Había pasado medio minuto, pero a Evans y a él les estaba pareciendo más de una hora.
La voz del otro lado del teléfono sonó triunfante.
—Héctor del Valle. Aquí está. Lo tenemos, inspector. Avenue Road, ciento noventa y ocho. Es cierto, vive en Acton Town…
—Lo tenemos. —Se dirigió a Evans—. ¡Ya está localizado! Vive en Avenue Road.
Evans buscó la posición en su móvil.
—Está a dos manzanas de aquí. Muy cerca. Sargento, quiero un operativo en condiciones en cinco minutos. Ese tío es muy peligroso. Necesito también a los de Operaciones Policiales y a un buen par de tiradores. Pásame ahora mismo con el superintendente. ¡Espabila, joder!
Media hora más tarde, dos furgonetas llenas de policías aparcaron en el inicio de Avenue Road. La calle estaba formada por una hilera de coquetos adosados de piedra y jardines fragantes, todos iguales. Era un lugar tranquilo, y solo se ajustaba parcialmente a la descripción del barrio que había ofrecido Sanjuán en su perfil.
Los de Operaciones Policiales se acercaban, agachados y armados hasta los dientes, al número 198 de forma escalonada. Al otro lado de la calle se habían apostado dos francotiradores. Evans y Servant iban detrás, sigilosos, con los chalecos antibalas puestos.
—Quietos. Hay alguien. Fijaos. Están abriendo la puerta de fuera…
Un hombre joven, moreno, alto, de melena larga, abrió la puerta y salió con dos enormes bolsas de basura. Se acercó a un contenedor de obra tapado con una lona verde, y miró hacia los lados. Los policías se agacharon aún más para no ser vistos. Luego las tiró. Volvió a entrar y cerró la puerta.
—Lo tenemos localizado. Ahí está. Es él. Vamos a cogerlo por sorpresa… —Servant avisó a todos por radio—. Vamos a entrar. ¡Venga, rápido!
Los agentes especiales se acercaron con gran rapidez y abrieron la puerta usando un ariete. En unos segundos desaparecieron dentro de la casa. Servant corrió hacia la puerta y subió las escaleras, apuntando con su arma, seguido de Geraint Evans, que le quitó el seguro a su pistola mientras esperaba un poco más abajo. Se escuchó un ruido ensordecedor y gritos de auxilio mezclados con las órdenes tajantes de los policías.
Unos segundos después, cuando Servant alcanzó el primer piso, vio a varios agentes apuntando a un hombre que los miraba con los ojos totalmente llenos de terror, de rodillas, con las manos detrás de la cabeza. Se había orinado encima, del miedo. Servant guardó su pistola y se acercó a aquel hombre para verlo mejor. Luego, soltó un juramento y le pegó un enorme puñetazo a la mesa de la cocina. Decididamente, no estaban teniendo demasiada suerte.
Aquel hombre no era el que buscaban.
* * *
Valentina miró a Sanjuán con cara de decepción en el hall del hotel. Colgó el teléfono con aspecto abatido.
—Ya han averiguado el nombre del Artista, Javier. Parece ser que se llama Héctor. Héctor del Valle. Pero cuando han ido a detenerlo, no estaba ya en la casa. Ha huido. Han montado un operativo de la leche y a quien han cogido es a un tipo amigo suyo que dice que le ha dejado el apartamento para tres meses… dice que se ha ido a Roma a pasar una temporada…
—¿Y tú te lo crees? No. Yo te digo que ha huido a Coruña. Estoy totalmente convencido. ¿Han chequeado ya los vuelos a España?
—Están en ello… No creo que haya dado su nombre, precisamente… no es tan tonto, creo yo… ¿no te parece? Mira, ya ha llegado el ascensor de colorines que tanto te gusta…
Entraron, y Sanjuán apretó el botón del quinto piso del ascensor psicodélico del Hotel Marylebone. Aquel lugar tenía una decoración de lo más peculiar, totalmente setentera. A él le parecía precioso, y Valentina tenía sus dudas al respecto. Lo consideraba demasiado retro. Pero era céntrico y elegante. Y, además, no era demasiado caro.
—No me lo puedo creer, Sanjuán. Han estado a punto de cogerlo. El tipo se fue esta tarde a primera hora. Dice su amigo que pasó por su casa sobre las cuatro a dejarle las llaves y luego se fue en una furgoneta blanca. Todo coincide. De verdad… lo tenían tan cerca…
Sanjuán metió la tarjeta magnética y abrió la puerta de su habitación.
—No me apetece demasiado dormir… es temprano. Aún son las diez. ¿Hacemos una incursión en el mueble bar?
—Buena idea. Hay zumo de tomate.
—¿Zumo de tomate? Vaya por Dios, inspectora. ¿A estas horas?
—Creo que es bueno para las resacas, Sanjuán. Después de dos Guinness, dos medias pintas, y un gin-tonic, me merezco un buen zumo de tomate, o mañana no habrá quien me levante… Dios, Sanjuán. —Valentina miró a su alrededor y admiró la disposición perfecta de todos los componentes del equipaje del criminólogo—. De verdad. No se puede ser más ordenado. En mi habitación no se puede entrar en este momento…
Sanjuán abrió el minibar y sacó dos zumos de tomate. Los agitó.
—Coge los dos vasos del baño, Valentina, por favor. Y pásales un agua… No me fío demasiado de la limpieza de los hoteles…
Valentina gritó desde el baño.
—Me «encantan» las cortinas de la bañera. Son de color rosa fucsia, por favor… Son imposibles, de verdad… No sé cómo te puede gustar la decoración de este sitio.
Valentina llevó los dos vasos y Sanjuán vertió el zumo en ellos. Se sentaron encima de la cama. Luego levantó el suyo y brindó.
—Por ti, Valentina. La inspectora más hermosa de todo el cuerpo policial.
Valentina se puso roja como el zumo que tenía en la mano.
—No trae buena suerte brindar con bebidas sin alcohol, Javier. ¿No lo sabías?
—Eso se soluciona fácilmente. Espera un segundo.
Cogió un pequeño botellín de vodka del mueble bar y añadió un poco a cada uno de los vasos.
—¿Ves? Ahora es un bloody mary con todas las de la ley. Solo falta el tabasco.
Valentina levantó su vaso y brindó. Luego se bebió el zumo de un buen trago. Se dio cuenta de que la mirada de Sanjuán era extraña. Estaba quieto, clavándole los grandes ojos castaños. Ella se sintió turbada.
—¿Tú no bebes, Javier?
—Sí. —Sanjuán se acercó a ella de repente y la besó en los labios con suavidad. Luego volvió a mirarla con aquellos ojos hipnóticos—. Ya te he dicho que no me fío demasiado de esos vasos, Valentina. —Su voz era ronca y su mano empezó a acariciarle la espalda, hasta llegar con la punta de los dedos a la tira del sujetador—. Prefiero beber el zumo de tu boca, si no te importa…
* * *
Frank Smith no creía que lo que le estaba pasando fuese algo real. Al revés, le parecía estar viviendo una pesadilla, un mal sueño. En un rato había pasado de tener un apartamento gratis para unos meses a estar detenido en la parte trasera de un coche patrulla, camino de Scotland Yard, tras haber sido apaleado, aplastado, apuntado con fusiles, amenazado… Aquello no podía ser verdad. Se hubiese pellizcado, pero no podía. Estaba esposado y rodeado de agentes especiales que lo miraban con aspecto de perros furiosos, como si él fuese un peligroso terrorista.
—Quiero un abogado. Conozco mis derechos. Quiero hacer una llamada…
—Ahora, dentro de un rato. Cuando lleguemos a Scotland Yard tendrás el puto comodín de la llamada. —Servant torció la cara y crispó la mano en un gesto de rabia. Aquel tipo era un pobre diablo, seguro. No era el puto Artista. Se les había escapado. Miró la pantalla de su Blackberry. Estaba esperando que le enviasen informes de todos los aeropuertos, por si había algún billete a nombre de Héctor del Valle. Si el criminólogo español estaba en lo cierto, Del Valle iba camino de España, a refugiarse en su guarida en Coruña. Joder. Habían estado a punto de cazarlo. Por un par de horas…
Cuando sonó el teléfono y Evans le dijo que habían localizado un billete para Santiago de Compostela en un vuelo desde el aeropuerto de Gatwick a nombre de Héctor del Valle, Servant no dio crédito a lo que estaba oyendo. El vuelo salía en menos de media hora.
—A Gatwick. Nos vamos a Gatwick, ¡coño! ¡Da la vuelta ahora mismo!
* * *
Valentina abrió los labios y se dejó ir por completo. No tenía fuerzas para resistirse, ni ganas. Las manos de Javier Sanjuán parecieron multiplicarse de repente. Ella se apretó contra él y el beso se hizo más y más profundo. Notó cómo se aflojaba su sujetador y sintió una sensación extraña. Se estremeció cuando empezó a sentir que acariciaba sus pezones bajo el vestido mientras la seguía besando con fuerza salvaje. Luego Sanjuán empezó a besar su cuello y a desabrochar de forma desesperadamente lenta los botones del vestido. Ella buscó su cuerpo y le subió el polo, hasta quitárselo. Luego se desabrochó lo que faltaba del vestido y lanzó lejos el sujetador blanco. Los cuerpos volvieron a juntarse, y Sanjuán sintió con lujuria que ella clavaba sus pechos pesados en él mientras buscaba su boca para volver a besarlo. Valentina le mordió los labios con fiereza. Sus ojos brillaban de deseo cuando se agachó para bajarle los vaqueros y los boxers negros. Luego ella se quitó las bragas y se subió encima de él, dejando sus pechos a la altura de la boca de Sanjuán, que no dudó un segundo en disfrutar de aquel manjar exquisito que se ofrecía ante sus ojos. Los pechos de Valentina eran grandes pero perfectos, con los pezones oscuros y gruesos, que hicieron que Sanjuán se excitara todavía más. Su erección parecía a punto de explotar cuando ella se agachó y se introdujo el pene en la boca. Él gimió, absolutamente sobrepasado, mientras Valentina empezaba a chupar y a lamer con delicadeza.
Sanjuán no aguantó más. Cogió a Valentina y la tiró sobre la cama. Luego la penetró sin miramientos y notó la excitación de ella al momento. Valentina arqueó la espalda y empezó a moverse rítmicamente ante las embestidas. Sanjuán estaba ya a punto de correrse cuando ella clavó las manos en su espalda, en un paroxismo de placer subrayado por gemidos bien fuertes que lo llevó a él al orgasmo entre espasmos.
Luego ambos se relajaron, sudorosos, despeinados. Valentina, aún jadeante, se preguntó qué demonios acababa de pasarle. No era un comportamiento propio de ella. Miró hacia Sanjuán, que respiraba con fuerza, aún bajo los efectos del orgasmo.
Luego buscó con la vista el paquete de Winston del criminólogo. Aquello bien merecía un cigarrillo…
* * *
Cuando llegaron a Gatwick, Evans, Servant y otros cinco policías corrieron a lo largo de la terminal norte a toda velocidad. Ya habían hablado con la policía del aeropuerto para que tuviesen retenido a todo el pasaje, que ya había facturado y estaba metido dentro del avión. Algunos protestaban por el retraso. Otros se revolvían inquietos en sus asientos. ¿Qué coño pasaba, que estaba todo el pasaje dentro y no salían de una vez?
Evans y Servant entraron en el avión y miraron uno por uno a todos los pasajeros. La policía del aeropuerto y la tripulación se lo había dicho por activa y por pasiva. El asiento 5C estaba vacío. Héctor del Valle no había cogido aquel vuelo. Pero ellos quisieron verlo con sus propios ojos. Héctor del Valle podía estar allí dentro, en otro sitio, disfrazado. Era un puto camaleón. Podía haberse cambiado la apariencia por completo y pasar así desapercibido.
Cogieron la documentación de todos los pasajeros masculinos, que permanecían en un incómodo silencio mientras eran examinados.
Nada.
Había vuelto a tomarles el pelo. El muy cabrón no estaba allí. Había sido una maniobra de distracción de lo más zafia. Y ellos habían caído como unos verdaderos pringados.
Evans suspiró con resignación y buscó una pastilla de menta en su bolsillo. Por decirlo en el argot hípico, tenían que reconocer que el Artista les llevaba varios cuerpos de ventaja. Como siempre.