A las siete y cuarto de la mañana, Javier Sanjuán ya está sentado en una de las coquetas mesas de madera del comedor del hotel. No ha dormido demasiado. Los sucesos del día anterior dieron vueltas y vueltas delante de sus ojos, impidiéndole pegar ojo en toda la noche. Quiere quitarse la imagen de Floria, asesinada y torturada; quiere olvidar la cabeza cortada y la sangre, la luz amarilla de las velas proyectando sombras inquietantes en la pared de aquel apartamento de una joven estudiante… quiere olvidarlo todo, sacarlo de las profundidades de la mente, pero no es capaz. Está incrustado a fuego.
Sanjuán, para distraerse, juguetea con el mechero que tiene en el bolsillo del vaquero mientras mira a los turistas japoneses que, educadamente, guardan cola para esperar que el camarero les sirva unas tostadas. Todos llevan sus cámaras, sus sombreritos, sus sonrisas alegres, que son el preludio de un magnífico día de turismo. Ya ha dejado de llover, y entre las nubes blancas luce un sol radiante. Mientras los observa con una media sonrisa, se pregunta qué preferirá Valentina para desayunar. ¿Té inglés? El café no tiene una pinta demasiado apetecible… El bufé, sin embargo, es bastante completo. Y a pesar de todo lo ocurrido la noche anterior, tiene hambre. Lleva casi veinticuatro horas sin comer nada sólido, y el cuerpo al fin y al cabo pide combustible.
Valentina entra en el restaurante cinco minutos después. Sanjuán ya se ha levantado para coger los platos, y cuando la ve llegar, experimenta una inesperada punzada en el abdomen. Es tan hermosa, tan brillante, que varios de los hombres de la sala se dan la vuelta para mirarla sin disimulo. Se ha puesto un vestido camisero, de color azul, ceñido a la cintura por un pequeño cinturón de cuero trenzado. Lleva el pelo suelto y perfectamente liso, y unas sandalias planas de tiras azules que dejan al descubierto sus pies de estatua griega, los dedos atravesados por dos tiritas de color carne. Cuando lo ve, sonríe abiertamente y lo saluda con la mano.
Sanjuán hace lo posible para disimular su turbación cuando Valentina se acerca y él detecta el fresco olor a perfume de verano. Después de toda la sordidez de la noche, Valentina se ha presentado como una ráfaga de aire fragante en la vela de un barco detenido en el océano.
—Me muero de hambre, Sanjuán. —La sonrisa es cada vez más amplia e irresistible, piensa él—. ¿Qué vas a desayunar? Mataría por unas tostadas con mantequilla y huevos revueltos. Y un buen café. Pero me temo que eso no va a ser posible. El café aquí tiene un aspecto lamentable, fíjate. ¿Has visto zumo de naranja por alguna parte? Me encanta tomar zumo con sabor a medicina en los hoteles… ¿A ti no?
* * *
Las ojeras de Geraint Evans eran tan evidentes que se podían ver casi desde la puerta del hotel. La noche anterior había sido muy larga: después de llevar a Sanjuán y Valentina al hotel, volvió a Kensal Green a continuar con la investigación del asesinato de Floria di Nissa. No cabía duda de que era el mismo asesino que había acabado con la vida de Patricia Janz. Eso complicaba extraordinariamente las cosas. La sospecha de que pudiese también actuar en España era todavía más horrible. Un asesino en serie ya es una noticia pésima, pero que además actuara en dos países elevaba al infinito los problemas. Se miró en el espejo del coche y se peinó el espeso pelo castaño con la mano mientras esperaba a que los dos españoles recorriesen el camino desde la entrada del hotel hasta el coche. «Para ser españoles, son muy puntuales», pensó mientras lo ponía en marcha para adelantar tiempo. Eran las ocho y cuatro. En media hora tendrían una reunión en Scotland Yard para poner en claro todas las líneas de investigación. Ya había llamado a Keith Servant. Los esperaba ya con todo preparado.
Cuando llegaron a New Scotland Yard, a tiempo pese al tráfico casi impracticable a aquellas horas, Valentina no pudo evitar un estremecimiento al ver el famoso cartel y el todavía más famoso edificio ante sus ojos. Era un lugar mítico, moderno, acristalado, aunque por dentro fuese en realidad como cualquier otra comisaría: agitación febril, agentes de uniforme, prisas, bebidas de máquina y los habituales dramas que llenaban siempre la vida diaria de la policía de cualquier lugar del mundo. Miró a Sanjuán, que también parecía estar emocionado.
—No todos los días está uno en Scotland Yard, ¿verdad, Valentina? —Sanjuán la miró y le apretó la mano en una especie de arrebato, que cogió a Valentina por sorpresa.
—Es algo increíble. Sé que parezco un poco ingenua, pero estar aquí es algo emocionante para mí… Recuérdame que luego llame a mi hermano para contárselo. Tengo ganas de saber cómo anda todo por casa… —El recuerdo de su casa no consiguió empañar del todo su felicidad por pisar la sede central de la policía más famosa del mundo.
* * *
Keith Servant y su equipo ya habían colocado las fotografías de la escena del crimen de Floria en el enorme corcho que había en el medio de la sala de reuniones. Al lado, las fotografías del cuerpo de Patricia, y también las de Jaime Anido, que Valentina no había visto hasta ese momento y que le causaron un gran impacto. Apuntó mentalmente que había que llamar a Lúa para darle la mala noticia. A ninguno de los dos le caía demasiado bien, pero tener que comunicar a alguien que un ser querido había muerto no era plato de gusto. Y todavía menos en aquellas circunstancias.
Sanjuán se fijó en que todos los hombres del equipo de homicidios clavaban sus ojos en Valentina cuando entró en la zona de trabajo. Ella obvió las miradas con una media sonrisa y tomó asiento en una de las sillas, por cierto, bastante más cómodas que las que solían tener en Lonzas. Sanjuán se sentó al lado, esperando que Servant empezase la reunión con su equipo. Tras los sucesos del día anterior, toda la investigación había dado un vuelco vertiginoso. Ya no tenían que buscar al asesino de un fotógrafo español. Ahora se enfrentaban a un asesino en serie desquiciado que ya había matado en Inglaterra a cuatro personas, contando con el propietario de la cabeza, y probablemente a una quinta en España. Un asesino que pintaba cuadros y torturaba a mujeres hasta la muerte. Sin piedad.
La reunión discurrió con bastante rapidez: a la espera de los resultados forenses de la escena del crimen y de los de la autopsia, que tardarían varios días, las pesquisas se centrarían en el mundo del arte. Dos de los miembros del equipo de Servant, dos hombres bastante jóvenes con aspecto de noveles, irían a peinar marchantes y entendidos con fotos de los cuadros y el retrato robot, lo cual parecía, a priori, una misión imposible en una de las ciudades en donde la producción artística era masiva. Otra de los policías, una mujer rubia y alta de nariz respingona, iba a interrogar a los amigos de Floria para averiguar si ella había recibido algún anónimo o estaba preocupada por algo. El ordenador ya estaba en el departamento de informática para ser analizado, pero aún era demasiado pronto para tener algo consistente. Evans se encargaría de hablar con Potts, el marchante de sir Thomas. Él era el que había recibido los cuadros de Garlinton, y eso lo convertía en la línea de investigación principal. Otro miembro del equipo se dedicaría en cuerpo y alma a casos sin resolver por todo el país en los que hubiese aparecido un cuerpo sin cabeza.
Evans explicó la presencia de Valentina y Sanjuán en la investigación. En España, como todos sabían, se había producido un crimen muy similar a los de Patricia y Floria. Y también había aparecido un cuadro, pintado muy probablemente por el mismo asesino. Añadió que gracias al viaje de ambos, la policía inglesa había tenido conocimiento de la vinculación de los asesinatos y la asociación de los cuadros con el autor de las muertes.
Valentina se levantó para explicar los detalles del crimen de Lidia Naveira, la aparición del cuerpo en el estanque y su imitación del cuadro de Rossetti, al tiempo que Evans repartía entre sus colegas copias de las fotos de la escena del crimen que había llevado Valentina. Luego comentó la existencia de un cuadro en el que aparecía Sue Crompton, la victima fallida de secuestro, y cómo las temáticas de los cuadros podían repetirse en las performances criminales del Artista, que era como llamaban al asesino entre ellos. Este punto, sin embargo, no estaba del todo claro, ya que el cuadro de Patricia Janz que habían encontrado en Garlinton Manor no presagiaba su muerte como la Lucy de Drácula. Desde La Coruña habían concertado una entrevista con la dueña de la tienda en donde fabricaban los vestidos como el que llevaba Lidia en el momento del hallazgo del cuerpo.
Luego Evans presentó a Sanjuán, al que calificó de «asesor especial de la policía de La Coruña» para investigar esos crímenes. El criminólogo se levantó y se dirigió a la pizarra de papel que estaba alojada en un rincón de la sala. Se sentía cómodo con un rotulador entre las manos, debido a su labor docente habitual. Escribió, en primer lugar, los nombres de Patricia Janz y Lidia Naveira, y dibujó una flecha que partía de debajo de cada uno de los nombres hasta alcanzar un punto común en el medio de la hoja, donde escribió «The Artist».
—Gracias, inspector Evans. Como han oído, creemos que opera un mismo asesino en serie en España y en Inglaterra, si bien he de decirles que el inspector Evans tiene sus reservas al respecto. —Sanjuán miró con deferencia a su anfitrión—. Pero mi opinión es que, si bien es cierto que la performance en el caso de Lidia es más sutil y, digamos —dudó unos segundos en encontrar la palabra adecuada en inglés—, «considerada» con respecto al cadáver, lo que sabemos del modus operandi en los crímenes de Patricia y Lidia los vinculan con claridad: secuestro, violación, tortura, muerte. Por no hablar del hecho extraordinario del aspecto general de su firma homicida, que como saben es que representa una obra artística, ya sea un libro, un cuadro o lo que le inspire su víctima.
A continuación escribió los nombres de Floria di Nissa y de Jaime Anido en la parte inferior de la hoja y trazó dos flechas desde el Artista hasta ellos.
—La conexión entre ambos crímenes y el acaecido ayer con Floria resulta, por ello mismo, obvia: a pesar de que aún no tenemos los datos de la autopsia, la inspección ocular de ayer dejaba claro que la chica italiana había sido sádicamente torturada antes de ser asesinada en una peculiar representación de la historia de Salomé, que tanto puede simbolizar una historia como un cuadro o una obra de teatro. La conexión del Artista con España se ve reforzada por el hecho de que hallamos en casa de un mecenas de La Coruña un retrato de Salomé con el rostro de la súbdita británica Sue Crompton, que posee una tienda lujosa de objetos sadomasoquistas en esta ciudad, como quizá algunos de ustedes ya conozcan al encargar allí habitualmente sus compras de aniversario. —Una risa comedida se oyó en la sala; era habitual en el criminólogo español el empleo de cierto sentido del humor, algo que aliviaba la dura carga de los crímenes en la psicología de los investigadores—. Bien, Sue era, pues, la víctima elegida en primer lugar por el asesino, y no Floria. Ya conocen que solo la intuición de Evans la salvó de tener el fin de Salomé, fin que por desgracia no pudo evitar la chica italiana. —Bajó un poco la voz, porque era consciente de que su horrible muerte aún flotaba en el ánimo de la sala, junto a una ira contenida por no haber podido impedirla—. Hay que entender la muerte de Anido como un crimen colateral: el asesino no quiere hombres, solo mujeres para sus performances, pero creemos que el fotógrafo sabía cosas de él que el Artista quería silenciar. Ahora pensamos que Patricia le habló de él. Anido probablemente conocía su identidad, o la sospechaba, o en todo caso sabía cosas que nos hubieran llevado a detenerle, tarde o temprano. ¿Cómo sabía el asesino que Anido estaba en Londres? No lo sabía, pero pensamos que lo averiguó cuando estaba acechando a Sue Crompton para preparar su secuestro. Así pues, Anido murió porque se metió en la investigación, y esto le honra: querer saber cosas de la muerte de su amiga y dar la vida por ello es un fin que consolará a sus amigos y familiares, al menos eso espero. —Sanjuán pensó por unos momentos en Lúa y recordó que todavía no la había llamado para darle la noticia—. ¿Por qué está interesado solo en mujeres? Esto nos lleva al punto esencial del perfil, según mi opinión. —Sanjuán pasó la hoja y escribió en la siguiente dos palabras con trazos grandes: «Hate» (odio) y «Sin» (pecado)—. Este hombre —la motivación sexual deja a una mujer fuera de la lista de sospechosos—, tiene un odio patológico a la gente que realiza prácticas sadomasoquistas. Las considera una inmundicia, una perversión y, por extensión, a los que las llevan a cabo unos degenerados. No hace falta que les recuerde que todas las víctimas londinenses formaban parte de la hermandad de El Ruiseñor y la Rosa que, como saben, es una sociedad sado muy exclusiva de esta ciudad. Probablemente el Artista supo de la existencia de esta sociedad a través de Patricia Janz, y ella le pasó información sobre El Ruiseñor y la Rosa sin ser consciente de que aquel la quería para cebarse en sus miembros, o quizá él ya sabía de su existencia y buscó a Patricia adrede para obtener esos datos, quién sabe…
—Hay otra posibilidad, Sanjuán… —Valentina levantó una mano a la altura de su rostro para llamar su atención—. Se me acaba de ocurrir mientras hablabas… Quizá el Artista no sabía nada de esa vida privada de Patricia… quiero decir que quizá se enamorara de ella, sin más, y luego ella, confiada en su amor, le enseñara sus «preferencias sexuales» y le hablara de la hermandad, y… bueno… digamos que eso no acabó de gustarle, y realmente le enfureció…
Sanjuán no pudo menos de asentir y apreciar la idea de la inspectora.
—Sí, es una posibilidad. Es posible que el descubrimiento de las necesidades sexuales de Patricia destapara en él un ansia de matar, algo que estaba dormido y que, en medio de la profunda decepción al saber que su novia era así, le incitara a iniciar la cadena de asesinatos. Pero en todo caso —continuó con aplomo—, ya sea por causa directa del dolor que sufrió cuando se enteró de la peculiar sexualidad de Patricia Janz o porque la presencia de Patricia convenía a unos fines premeditados, lo cierto es que el Artista arrostra una vieja herida, una existencia traumática que hunde sus raíces en la violencia y la sexualidad desviada. Esto queda claramente reflejado en los anónimos que envió a Sue y que fueron la razón de que conociéramos en España la muerte de Patricia Janz, ya que Anido estaba muy preocupado y me los envió. —Sanjuán los leyó en voz alta. Todos escuchaban en silencio, alguno tomando notas—. No cabe duda de que es un asesino que lleva a cabo una misión —siguió hablando Sanjuán, con una seguridad que cautivó, una vez más, a Valentina—. Como saben, el asesino en serie de esta categoría puede ser muchas veces un psicótico, un esquizofrénico o un paranoico, alguien que va perdiendo el contacto progresivamente con la realidad, o ya lo ha perdido por completo. Desde mi punto de vista creo que estamos más bien en la primera posibilidad: su necesidad de matar se acrecienta, la violencia es más exacerbada, hay mayor desequilibrio en la performance, a modo de gran guiñol; eso quedó ayer claro con la escena del crimen de Salomé. Además, se atrevió a ir a la casa de la víctima, con el riesgo que eso conlleva. —Sanjuán había logrado captar todo el interés de la sala; nadie movía un músculo. Valentina se sintió extrañamente orgullosa de su compañero de pesquisas—. No estoy diciendo —continuó— que este hombre haya perdido la cabeza. Es, a pesar de todo, meticuloso, y hace lo posible para que no lo detengamos, pero mi opinión es que el Artista vive un drama interior que le quema, y los crímenes solo le sirven como recurso temporal para dominar su propio desequilibrio. Al revés, yo diría que con cada crimen se desequilibra un poco más, es como beber agua salada: durante un minuto sacias tu sed, pero al poco tiempo esta se multiplica.
—Sanjuán, dice usted que la motivación criminal del Artista es el odio hacia los «pecadores», los pervertidos sexuales… sin embargo, esto dejaría fuera a Lidia, la chica muerta en España, ¿no es así? Ella no era miembro de la hermandad, supongo —intervino Servant.
—Bien, sí y no… En efecto, Lidia no tenía nada que ver, o al menos eso pensamos, con la hermandad de Sue Crompton, pero en cambio tenía una cierta conexión, extrañamente, con la mansión del mecenas donde apareció el cuadro de Salomé que retrata a Sue. Valentina puede contar eso mejor… —dijo, invitándola a hablar.
—Sí —Valentina empezó buscando sus palabras entre el inglés más aséptico posible—. Lidia había salido antes de morir con Sebastián Delgado, el secretario del mecenas, un millonario sin escrúpulos llamado Pedro Mendiluce. Un tipo que vive corrompiendo voluntades con su dinero pero que es un extraordinario amante y coleccionista de arte, pinturas en particular. Pero hay algo más: también es un pervertido sexual, le encantan las jovencitas, y sabemos que en su mansión organiza soirées privadas donde gente bien de Galicia acude a tener sexo con chicas muy jóvenes, quizá incluso menores. Pues bien —continuó—, el secretario es un exdelincuente, un sujeto de la misma calaña que su jefe, ávido de servirle y de servirse con el sexo que agrada a Mendiluce. Y esta es la cuestión: Lidia y Delgado salieron juntos, de esto no nos cabe duda, tenemos testigos que los vieron pelearse.
—Gracias, Valentina —Sanjuán siguió con su exposición—. Y esta es la cuestión: Mendiluce y Delgado son también, digamos, unos «degenerados», también organizan encuentros sexuales grupales donde chicas del Este, políticos, gente con dinero, famosos y famosillos se dedican a tener sexo con chicas muy jóvenes y a golpearlas, como ha dicho Valentina.
—Ok, ya veo —le interrumpió Servant—. Entonces, su teoría es que el Artista está matando a chicas que practican ese tipo de actividad sexual, tanto en Londres como en La Coruña, ¿no es eso?
—En efecto, Servant. La conexión es evidente: este hombre se mueve entre estos dos lugares, pero persigue un mismo fin: matar jóvenes que practican un sexo sucio y que para él simbolizan todo lo que más odia.
—Estamos recibiendo muchas llamadas a raíz del retrato robot publicado ayer, pero por ahora no tenemos ninguna pista sólida —intervino Evans—. La idea es centrarnos en los ambientes artísticos de la city, porque es obvio que nuestro asesino es un pintor —dijo dirigiéndose a sus hombres—. Tenemos que patear cada galería, cada escuela de pintura, cada rincón donde se exponga un puto cuadro, alguien lo conocerá…
—Sí, en efecto —dijo Sanjuán— es un artista, pero un artista fracasado, o quizá no haya querido triunfar…
—¿Qué quiere decir, exactamente? —preguntó Evans.
—Bien, observen que los marchantes no dudaron en enviar los cuadros de Patricia, Sue y de Floria a sus clientes, convencidos de que eran obras de calidad. El asesino es bueno pintando, aunque el tema por el que nos concita aquí no nos ponga en la mejor disposición para apreciarlo. Con esto quiero decir que el Artista no vivirá en un hotelucho de mala muerte, porque habrá podido tener éxito en alguna profesión relacionada con el arte. Eso explica su férreo control de los crímenes: ha estado planeándolos durante mucho tiempo, y eso implica control, capacidad de dominio y de funcionamiento en una vida normal y competitiva. Pero si su estilo no se conoce, si ningún marchante nos dice, al ver los cuadros, «Ah, es, claro está, una obra de fulanito…» es porque este hombre no es un pintor profesional, no vive de su arte. —Sanjuán puso énfasis en estas palabras y se apasionaba cada vez que penetraba en la psicología del Artista—. Sin embargo, es muy bueno, porque los marchantes aceptaron las obras sin rechistar. El arte es su pasión privada y la emplea para mostrar sus demonios, no para vivir.
—¿Entonces…? ¿No debemos buscarlo en esos ambientes del arte? —preguntó, desconcertado, Evans.
—No creo que sea algo inútil, siempre puede haber gente que lo haya visto por ahí, porque sea asiduo en ciertos ambientes artísticos… pero, la verdad, no creo que nos lleve hasta él, sobre todo porque el retrato robot no es algo del todo fiable. Recuerden que se disfraza con barba, o con peluca… no sabemos a ciencia cierta.
Valentina lo miró sorprendida y admirada. ¡No le había dicho nada de eso! También pensó, un poco molesta, en meterle un buen puntapié en la entrepierna al terminar la reunión.
—No, yo lo buscaría en la City moderna, en despachos de diseñadores de arte, ya saben, en ambientes donde se trabaje en campañas de publicidad, diseño por ordenador, promociones de ONG y partidos políticos… Creo que el Artista tiene entre 25 y 35 años, vive solo, viste informal pero con ropa cara, es un amante del arte en todas sus manifestaciones y pasa mucho tiempo en su casa, trabajando en su ordenador, eso le deja mucho tiempo para sus actividades privadas. Probablemente es un artista freelance, se ocupa cuando necesita dinero. No es rico, pero vivirá en algún sitio cómodo en un barrio con sabor, digamos, multicultural, donde viva mucha gente con mucha trashumancia, muchas etnias, ya saben… quiere pasar desapercibido. Irá andando, en moto o en bicicleta, un coche es algo que le ata y le identifica, y donde vive no podrá aparcarlo. Prefiere alquilar una furgoneta o cualquier otro vehículo si le hace falta para sus fines.
—¡Vaya…! —Evans puso cara de admiración—. Esto complica aún más las cosas…
—No tiene por qué ser así —intervino Servant—. Podemos hacer copias de los cuadros e ir a preguntar a empresas importantes, quizá reconozcan el estilo… Es una posibilidad, ¿no? —preguntó, mirando a Sanjuán.
—Sí, es una gran idea. Pero hay que darse prisa, porque la aparición del retrato robot en los medios debe de haberlo puesto sobre aviso. Y además… considero que puede el siguiente crimen se produzca otra vez en España.
Todos miraron hacia él con asombro. Sanjuán hizo un gesto que quería decir algo así como «Es lógico, ¿no?».
—Primero mata a Patricia Janz en Whitby. Luego se produce el segundo crimen, Lidia, en La Coruña. Más adelante vuelve para matar a Sue, aunque falla gracias al inspector Evans… Entonces se dirige hacia su siguiente objetivo, Floria di Nissa. Por alguna razón que se nos escapa, me parece correcto decir por ahora que mata en lugares alternos. Y dada la naturaleza del asesinato de Lidia, puede que tenga un lugar en España en donde operar tranquilamente. Una casa, un bajo… un sitio en donde haya podido ocultar su furgoneta… que puede ser suya, o alquilarla para la ocasión.
* * *
Valentina le dio un pequeño puñetazo en un hombro a Sanjuán mientras buscaban un taxi para ir a Candem, a la tienda The Dark Angel, Ltd. Él la miró con sorpresa al sentir el golpe.
—No me dijiste tu nueva teoría sobre el Artista, Sanjuán. La de que no hay que buscarlo en los ambientes artísticos. No me tienes informada de los progresos…
Sanjuán sonrió y puso cara de contrito.
—No te lo dije antes porque se me ocurrió en ese momento, sobre la marcha. ¡De verdad, no te enfades! No pegué ojo en toda la noche, estuve dándole muchas vueltas al asunto… Es algo obvio, ¿no? Es un pintor excelente, si fuese conocido no habría ninguna duda de quién es. Eso quiere decir que se dedica a otra cosa, indudablemente relacionada, pero no tiene la pintura como profesión.
—Tengo que reconocer que has estado fenomenal. Los ingleses te miraban con la boca abierta. ¿Te fijaste en las caras de Servant? Boqueaba como un pez fuera del agua…
—Valentina. Por favor… Gracias, pero si sigues así, voy a ponerme rojo. Mira. Ahí hay un taxi, y parece que está libre… Llámalo tú, anda. Seguro que a ti te hace más caso… —Sanjuán sonrió con aspecto de no haber roto nunca un plato— por razones obvias.
Sanjuán se rio interiormente cuando ella lo miró con ojos indignados. Por lo menos así había conseguido disimular un poco la turbación que le habían producido los halagos de Valentina.
* * *
Lúa Castro estudiaba con detenimiento los planos de la urbanización Ártabra delante de una humeante taza de café solo. En alguna de aquellas parcelas en construcción se escondía algo gordo. Algo que Pedro Mendiluce no quería que se hiciera público, o podía caérsele el pelo. Y perder mucho dinero, algo que no le gustaba precisamente al empresario. Los documentos que había fotografiado Lúa en el despacho de Pedro Mendiluce no dejaban lugar a dudas: allí había algo, algo muy interesante. Un yacimiento romano que probablemente fuese uno de los más grandes del norte de España. Porque si no, no podía explicarse la presencia de aquella estatua policromada y casi en perfecto estado de conservación. Lúa había mandado la foto a un amigo historiador que vivía en Barcelona, y la respuesta fue categórica:
«O es una falsificación, que es lo más probable, o es verdadera. Ojo, Lúa. Si es verdadera, constituiría el hallazgo de uno de los yacimientos más importantes en este país desde hace cincuenta años».
Mendiluce nunca tendría una falsificación en su despacho iluminada con un foco de luz difusa. A menos que la falsificación fuese obra del mismísimo Bernini.
Lúa estaba absorta pensando en cuál debía ser su próximo paso cuando sonó el teléfono y vio el número de Sanjuán, precedido por el prefijo del Reino Unido. No supo si alegrarse o preocuparse.
Un rato después, Lúa apagó el teléfono y fue hasta la sala de estar. Se sentó y cogió un marco que había encima de la mesa. Era una foto de Anido y ella de escalada en los Dolomitas el año anterior. Los dos vestidos con ropa de nieve, sonrientes, con las cejas y las pestañas llenas de estalactitas blancas, muertos de frío pero absolutamente felices.
Se puso a llorar, temblando de dolor. Luego se abrazó a la fotografía y se dejó caer en el sillón, hundiendo la cara en uno de los cojines.
Al cabo de una hora llamó al periódico. Necesitaba cogerse unas horas antes de ir a trabajar. No quería que nadie la viese en aquel estado. Pero decidió no quedarse en casa a llorar. Su modo de hacer frente a las grandes calamidades que le habían sucedido en su joven biografía siempre había sido levantarse y caminar, en un sentido tanto literal como metafórico. Podían decir muchas cosas de ella, pero ni siquiera sus enemigos la acusarían de ser cobarde o remilgada. Todos estaban de acuerdo en que Lúa Castro, periodista de La Gaceta de Galicia, era una mujer de armas tomar, una investigadora de raza. Ese carácter había subyugado a Jaime, y sin duda a él no le habría gustado que ella se hubiera quedado en su casa, llorándole. Jaime Anido siempre decía que le gustaba ser fotógrafo porque no quería perderse nada que la vida pudiera ofrecerle de interesante. Y ahora Lúa tenía algo entre manos que realmente le interesaba.
* * *
Valentina miraba casi con ansia las pintorescas casas de diferentes colores de Candem High Street. Era una pena no poder hacer algo de turismo: el mercadillo era un conjunto irresistible de todo tipo de baratijas a cada cual más estrambótica. Pero el tiempo apremiaba, y tenían cita con la dueña de la tienda The Dark Angel a las doce de la mañana. Quedaban cinco minutos, y estaban totalmente desorientados con tanto puesto de comida, olor a aceite de palma y a saber qué extraños manjares exóticos que no podían clasificar, ropa, discos, juguetes… Era un mundo caótico y alegre que Valentina recibió con placer después de los sucesos lúgubres de la noche.
—¿Dónde está el número ciento ochenta y ocho? —Sanjuán sopló. Intentaba distinguir los números de los edificios entre los tenderetes y los paseantes, sin demasiado éxito.
—Creo que ya la veo. Está cerca de la estación del metro, mira. Es aquella tienda del escaparate negro y las letras blancas.
La dueña de la tienda ya estaba esperándolos detrás del mostrador. Una mujer de mediana edad, ojos azules del color del mar, pelo largo, teñido de rojo y aspecto de pin up. Dejó a un empleado a cargo del negocio y se introdujo con ellos en la trastienda, un lugar acogedor y zen, de olor a incienso y música relajante, decorado con biombos chinos, donde se tomaban las medidas a los clientes y la gente esperaba en un ambiente relajado.
—Quieren un té, ¿verdad? No admitiré una negativa, así que pónganse cómodos, por favor… —dijo con su voz grave.
Valentina se fijó en las manos de Christina Rossetti mientas ponía el hervidor y colocaba la tetera y las tazas de porcelana. Eran manos blancas y largas, pero encallecidas, deformadas de coser durante años.
Acercó la bandeja con el té y se sentó frente a ellos, invitándolos a hablar. Valentina, después de unas breves frases de agradecimiento por su disponibilidad, sacó de su carpeta las fotos del vestido de Lidia.
—Christina, necesitamos saber los nombres de los compradores de este vestido.
—Sí, las fotos. Ya las he visto por internet —lanzó un suspiro—. Este vestido es una de mis joyas más preciadas. El favorito de la colección de hace dos años. Lo llevó bastante gente en su boda… Una pena que acabara formando parte de un… —Volvió a suspirar y empezó a servir el té chino en las pequeñas tazas—. Quieren saber quién compró los vestidos, ¿verdad? Les mandé el listado hace poco… pero de todos modos, puedo explicarles quiénes fueron los compradores uno por uno. Llevamos un registro de todas las manufacturas.
Valentina sacó el retrato robot del Artista y se lo enseñó.
—¿Alguno de los compradores fue este hombre? ¿Alguien que pudiera parecérsele?
—No, no. Nada de eso. Fueron todas mujeres… Esperen un momento…
Christina fue hacia un escritorio y cogió un folio con los nombres y las direcciones de todas las compradoras del vestido.
—De aquí salieron cinco vestidos. Se hacen a mano. Tomamos las medidas, hacemos las pruebas… tenemos los teléfonos de todas las compradoras. Salvo uno, que fue para una escuela de teatro bastante exclusiva… —Ante el gesto de Valentina, ella se anticipó, sonriendo—. Sigue allí, me permití comprobarlo por ustedes. Por supuesto, lo utilizan para interpretar a Ofelia… Los otros fueron trajes de boda.
Sanjuán intervino.
—Cuatro mujeres se casaron con ese vestido… ¿La gente suele quedárselo o luego lo revenden?
—Las chicas suelen quedárselo, por lo general… Son muy caros y están hechos a medida. No es fácil que le sienten bien a todo el mundo.
—Nos mandó los teléfonos de las compradoras a España. Y le damos las gracias. Pero no pudimos localizar a una de ellas… —Valentina leyó el nombre—: Se trata de Margaret Morton.
—Ah, Margaret. Claro. —Christina adoptó un tono de voz más bajo—. Margaret… se casó y se divorció al poco tiempo. Meses. Un gran error… Su marido le puso los cuernos el mismo día de la boda con su hermana… Sí, puede ser. Margaret Morton. Una mujer encantadora. Vino por aquí para decirme que el vestido la había gafado. Al final, puede que tuviese algo de razón. —Se encogió de hombros—. Por supuesto que no la han localizado. Se fue de su casa cuando dejó a su marido. Ahora está viviendo en otro sitio…
—Por casualidad, no tendrá su nueva dirección…
—No, pero sí tengo el teléfono, por suerte. Me lo dejó por si encontraba a alguien que quisiera comprar el vestido. Ella quería deshacerse de él a toda costa.
* * *
Keith Servant miró con desesperación en el ordenador el número de empresas de diseño que había en la ciudad. Aquello iba a ser un trabajo de chinos, pero no había otro remedio que empezar por alguna parte. Si al menos tuviesen una miserable pista que sirviera para reducir el número de búsquedas, ya sería algo.
Cuando empezó a imprimir el listado se deprimió todavía más. Cogió un donut y le dio un mordisco compulsivo, llenándose los labios de azúcar glas. Luego tomó un trago de café hirviendo y se limpió con una servilleta de papel antes de coger el montón de papeles que salía de la impresora. Habría que proceder con una cierta lógica. Llamarían una por una y les enviarían el retrato robot y las fotos de los cuadros. Puede que en dos o tres años consiguieran algo positivo…, pensó con resignación.
* * *
Margaret Morton estaba a punto de salir a hacer deporte cuando Sanjuán llamó al timbre de su coqueto adosado de piedra y tejado a dos aguas en Acton Town. Abrió la puerta vestida con unas mallas ceñidas y una camiseta de The muppet show[2].
—No los esperaba tan pronto. Pero pasen, por favor. ¿Quieren un té?
Media hora más tarde, Valentina y Sanjuán salieron de la casa con una dirección.
Al no recibir ninguna llamada de The Dark Angel, Margaret Morton había donado el vestido a una tienda de beneficencia del barrio. Se llevaba muy bien con las dueñas, dos ancianas encantadoras que solían montar rastrillos benéficos. No quería tener aquel vestido en su casa, le traía mal fario. Estaba gafado, sin duda. Así que acabó por regalarlo. No era normal que el día de la boda su marido se enrollase con su hermana en los baños del restaurante… pero tal y como ella relató el incidente, estaba claro que era una mujer que cuando tomaba decisiones ya no echaba la vista atrás.
Sanjuán miró a su alrededor. Todas las calles le parecían iguales, con aquellas casitas adosadas de piedra y los jardines bien cuidados, llenos de flores.
—¿Y ahora por dónde vamos? Me he perdido en el medio de la explicación de la buena señora.
—Era encantadora, la verdad, pero yo voy a morir ahogada si me tomo otro té más.
Valentina cogió su móvil y buscó en Google Maps para ubicarse. ¿Dónde estaba aquella tienda? Confiaba en que no demasiado lejos. Gunnersbury Avenue. Bien. Allí estaba. Aún tenían unos diez minutos de paseo, más o menos.
La Red Rose Charity shop estaba cerca de la estación de metro de Acton. Cuando Sanjuán y Valentina entraron, había dos o tres clientes deambulando entre los montones de ropa usada, las máquinas de escribir antiguas, gorros militares, teléfonos viejos y un montón de trastos acumulados en el suelo y las estanterías de la tienda. Se dirigieron a una de las señoras que había en el mostrador, al fondo de todo. Era, en efecto, una encantadora anciana de pelo color violeta, el perfecto prototipo de señora inglesa.
Sanjuán lanzó la mejor de sus sonrisas e hizo las presentaciones. Luego le pidió a Valentina la fotografía del vestido.
La anciana no tardó ni cinco segundos en reconocerlo.
—Este vestido… precioso, precioso. Una maravilla. Nunca tuvimos nada tan lujoso aquí. Como pueden ver, lo que hay para vender… no es demasiado caro… Me lo trajo esa chica tan guapa, Margaret. Una desgracia lo de su boda, ¿no les parece?
—¿No recordará quién lo compró, por casualidad? —Valentina no quería entrar en ninguna conversación intrascendente y fue directa al grano, mientras cruzaba los dedos y enseñaba el retrato robot—. ¿No sería este hombre…?
—Me acuerdo de que el vestido lo compró una pareja, un chico y una chica. —La anciana se puso las gafas de ver y analizó el retrato robot—. Puede ser… algún parecido tiene, sí, pero… no puedo asegurárselo, la verdad. El pelo era más corto, la cara más angulosa…
—Dice que iba con él una chica. —Sanjuán la interrumpió—. ¿Recuerda cómo era?
—Sí. Era rubia, de cabello largo. Delgada. Los dos venían mucho por aquí a comprar. Hace tiempo, claro. Ahora ya no los veo nunca… De todos modos, le preguntaré a mi hermana. Ella viene más tarde…
Valentina sacó una foto de Patricia Janz y se la enseñó.
—Sí, efectivamente. Es esta chica. Creo que el vestido lo compró para casarse… ¿no? Qué bonita historia, ¿no les parece?
* * *
Valentina llamó a Servant nada más salir de la tienda.
—Puede que ambos viviesen en Acton Town, Servant. El vestido… lo compraron Patricia y él en una tienda de caridad. Aquí, en Acton. Patricia vivía en Acton, que sepamos… ¿Y si eran vecinos?
Servant redujo la búsqueda de empresas a Acton Town. Era una manera como otra cualquiera de empezar a buscar por algún lado. Si el Artista había visto que toda la policía de Londres lo estaba buscando no iba a perder mucho tiempo en desaparecer, o quizá no, pensó. «A lo mejor tiene una madriguera y decide ocultarse, —caviló Servant—. Quién sabe. —Pero no se hizo muchas ilusiones—. Alguien que viaja a España a matar tendrá allí un lugar seguro». Maldijo por lo bajo y decidió que ya era hora de que la suerte empezara a sonreírles en este maldito caso.