«—Cuando venga a encadenarte, quizá te obligue a ponerte en cuclillas.
O palideció.
—No tendrás más remedio…».
Historia de O. Pauline Réage
Londres, Kensal Green, 11:30 h
Floria avanzaba trabajosamente con su bicicleta por la recta de Kilburn Lane intentando que la compra del Tesco y los libros no se deslizasen fuera de la cesta. Cuando llegó a la altura del pub Paradise se bajó y decidió sujetar la bicicleta con el candado a una farola. Al bajar, notó una punzada de dolor en las nalgas y maldijo por quinta vez en el día a Jaime Anido mientras se colocaba el pantalón vaquero gastado de Zara en su sitio.
Estaba muy contenta: la amable librera de Waterstones acababa de conseguirle dos libros que llevaba mucho tiempo anhelando: una nueva edición de La divina comedia prologada y comentada por un carissimo profesor suyo de la universidad, Marco Lopilato, y una biografía de Gabrielle D’Annunzio, bastante rara y difícil de encontrar fuera de Italia. No podía esperar a llegar a su casa para verlos. Tenía que ser ya. Así que dejó su bici allí fuera y se metió en el pub dispuesta a tomar un refrigerio mientras miraba sus adorados ejemplares, recién llegados de Roma. Buscó una mesa al lado de la ventana. Le encantaba ver pasar a la gente y dejar que el tiempo volara mientras se tomaba un bloody mary. Allí los hacían especialmente bien, con su larga rama de apio, bien cargados de salsa Perrins y tabasco. Floria llevaba en Londres más de un año y medio y se había adaptado perfectamente a la rutina inglesa, aunque a ratos se daba cuenta de que añoraba su vida familiar casi desesperadamente. Al fin y al cabo, era italiana. Y a su perro. Añoraba muchísimo a su precioso teckel, Lucchino. En una hora llamaría a sus padres… Se puso debajo del aire acondicionado. Estaba sofocada por culpa del paseo en bicicleta, pero no quería quitarse el pañuelo del cuello. Las marcas eran demasiado evidentes. Miró el menú de la carta que había encima de la mesa. A lo mejor comía allí mismo… No. Mejor en el café que había al lado de su casa. Tenía terraza, y hacía un día bastante bueno.
Floria había huido a Londres huyendo de la fama. A los diecinueve años, tras ganar en Bolonia un premio de poesía, escribió un libro polémico sobre sexo sadomasoquista que la catapultó a la fama en cuestión de meses. El libro, titulado Claroscuro de hierro narraba las experiencias sexuales de una poetisa adolescente «curiosa y espabilada» —así decía la solapa interior— que, tras mantener una relación tormentosa con un hombre mayor que ella, que la inició, decidió sumergirse en el mundo oscuro de las mazmorras como esclava para complacerle. Cuando al fin todo terminó, Floria aún no había terminado el primer curso de filología en la Universidad de Bolonia y estaba destrozada. Su novio la había abandonado por otra sumisa más joven que ella. El palo fue mayúsculo, así que decidió plasmar su dolor en aquel manuscrito que ella creía impublicable. Pero acabó enseñándoselo a regañadientes a Marco Lopilato, que concluyó que la obra podía ser un éxito de ventas a pesar de lo escabroso del tema. Tenía razón: cuando el libro vio la luz, constituyó una bomba tan incontrolable que Floria, de la noche a la mañana, se convirtió en Italia en objeto de controversia general. Salió en tertulias televisivas y en todos los periódicos. Parte de la Iglesia se echó las manos a la cabeza. Algunos la consideraban una prostituta barata; otros, una chica atrevida y con arrestos. Al final, Floria se vio sobrepasada por tanta presión y decidió dejar a su familia en Roma y mudarse a Londres a estudiar durante un tiempo, hasta que pasara la fiebre. Se matriculó en la universidad y se buscó un trabajo de dependienta a media jornada, que dejó a los pocos meses, al encontrar otro de traductora, mucho más adecuado para ella. Una vez asentada en Londres, no tardó mucho en contactar con la hermandad. Más bien, esta contactó con ella: Sue había leído el libro, fascinada, y en cuanto se enteró de que estaba viviendo en Londres hizo lo posible para localizarla.
Al principio, Floria no estaba demasiado convencida de ingresar en El Ruiseñor y la Rosa. Tenía miedo de que su presencia allí trascendiera a los medios italianos. Quería tranquilidad para estudiar y para terminar su segundo libro de poesía. Aquella relación la había dejado profundamente herida y no tenía demasiadas ganas de sumergirse en el mundo del sado otra vez. Pero Sue la convenció poco a poco, y Floria se dejó embaucar por aquella mujer tan fascinadora y llena de vida que la introdujo en los ambientes selectos de la ciudad. Al final, la joven poetisa no pudo resistir más. Se rindió a sus impulsos al comprobar que todos los componentes de la hermandad podían permanecer en el más absoluto anonimato. No quería tampoco participar demasiado activamente, pero las reuniones en Garlinton Manor resultaron irresistibles desde el primer día.
Todo había ido bien hasta que aquel español desquiciado casi la mata. Floria recordaba haberlo visto en las sesiones con Patricia Janz, la chica a la que habían asesinado en Whitby el diciembre anterior.
Había intentado quitarle algo de hierro al asunto, pero en vano. No era una primeriza, no se asustaba por cualquier cosa, pero la pérdida de control de aquel hombre la hizo reflexionar. Iba a darse de baja de la hermandad. Había visto la muerte en la mirada de Jaime Anido y no quería volver a repetir la experiencia. Cuando llegó a casa y vio las marcas en su espalda y en su cuello, se asustó de verdad. A partir de ese momento se buscaría un novio normal, un universitario inglés, rubio y divertido, para salir por los pubs, beber cerveza y pasarlo bien. Ya estaba bien de tanto sado y tanta parafernalia. El sado solo le acarreaba un problema tras otro. Llamaría a Sue para abandonar todo aquel asunto de una vez. Sabía que no iba a gustarle la noticia, pero no era su problema. Desde la muerte de Patricia, se daba cuenta de que había muy pocas chicas sumisas de confianza que diesen la talla, pero que se arreglasen como fuera. No, definitivamente no era su problema.
Floria se sentó en una mesa decorada con cuadros de ajedrez y adornada con una gran vela blanca, al lado de la ventana. Le encantaba aquel lugar. En la esquina había un enorme ángel de madera, con grandes alas, que siempre le recordaba a Roma. Fue a pedir a la barra el bloody mary. Dejó la bolsa de la compra debajo de la mesa, y los libros encima, a la vista. Siempre iba a aquel pub, tan acogedor y luminoso. Cogió un ejemplar de The Sun para echarle un vistazo por encima antes de desempaquetar sus libros y sumergirse un buen rato en la lectura. Cuando la camarera puso el bloody mary sobre la barra, Floria sonrió, contenta, y fue a recogerlo con expresión de felicidad. Había decidido cambiar de vida, y aquello la había puesto de muy buen humor. Floria pensaba que una vida sin cambios era una vida muerta. Y ella quería vivir… Lo único que temía era dejar el sado y perder la inspiración poética. Pero eso no tenía por qué pasar. Se colocó la melena castaña detrás de las orejas y comenzó a pasar las hojas gastadas del periódico.
En ningún momento reparó en los ojos claros, febriles, que la observaban desde la puerta de una casa, justo enfrente del pub.
«¿Ahora pretendes esconder con tu blusón de manga larga las marcas de tu sordidez, querida? Sé que estuviste en esa fiesta, putana. Lo sé todo de ti. Eres una golfa desde tu nacimiento. Escribes literatura para degenerados. Por eso te fuiste de Italia. Allí no te querían, Floria. Allí no quieren a putas como tú… Ni allí ni en ningún sitio…» reflexionó el Artista.
* * *
Londres, Bloomsbury, 11:30 h
Evans miró a Valentina y a Sanjuán con rostro perplejo. No entendía una palabra de lo que estaban hablando. Ni él ni tampoco Sue, ni Keith Servant, que permanecían sentados esperando a que los dos españoles terminasen su agitada conversación. De repente, ambos se dieron cuenta de que los otros los miraban con expresiones que iban desde la curiosidad de Evans hasta el aspecto más bien sombrío de Sue, que se había dado cuenta al momento de que estaban hablando de ella. Y eso no le hacía ninguna gracia, tal y como estaban las cosas.
—Perdón, de verdad… no nos dimos cuenta. —Sanjuán se disculpó con expresión culpable, con un gesto de las manos que indicaba que no se habían percatado de que toda la conversación había transcurrido en español.
—Sue, una pregunta… —Valentina rompió su silencio, interrumpiendo las disculpas del criminólogo—. ¿Alguna vez has posado para un pintor? ¿Te han pintado un retrato… no sé, algo parecido? ¿Conoces a algún artista?
Sue negó con la cabeza antes de contestar.
—No. He estado en sesiones de modelaje y también en alguna película… nada importante, la verdad… —Se detuvo, pensativa—. No. Nadie me ha pintado jamás un retrato. Y sí, conozco a varios artistas. Pero ninguno pinta retratos al óleo, precisamente. Son bastante más modernos que eso.
Sanjuán sacó su Nokia y buscó las fotografías que le había sacado al cuadro en la fiesta de inauguración de Pedro Mendiluce. Al instante lamentó no haberlas impreso en La Coruña, aunque en la pantalla podían verse bastante bien. Le enseñó el cuadro número 13, como le llamaban él y Valentina. Los dos inspectores se inclinaron también, para observar mejor la imagen.
Sue miró la fotografía, pero no alcanzó a ver nada de una forma clara, y así se lo hizo saber a Sanjuán. Este pensó en una solución plausible.
—¿Tienes un ordenador? Puedo enviártelo al correo. O todavía mejor, a través del bluetooth…
—En mi despacho hay un ordenador e impresora.
Minutos después, Sanjuán volvía al salón con copias de la fotografía para que todos pudiesen verla con exactitud. Detrás de él, una demudada Sue taladraba la imagen con ojos de asombro. Definitivamente, era ella. Era ella la que sujetaba en la bandeja de plata una sanguinolenta y repulsiva cabeza cortada. De pronto volvió a sentir el mismo pánico que días antes la había inundado cuando tuvo que luchar por su vida en el probador de su tienda. Pero… ¿de dónde había salido aquel cuadro? ¿Cómo podían tenerlo unos españoles que habían aparecido como salidos de la nada?
Evans miró a Sue y luego al cuadro, y asintió casi sin darse cuenta, apreciando el parecido como si se tratase de un crítico de arte.
—Increíble. ¿De dónde ha salido este cuadro? ¿Cómo es posible que un cuadro que está en La Coruña refleje de una forma tan exacta la cara de esta mujer?
* * *
Floria miraba las noticias con desgana. Aquellos tabloides siempre hablaban de lo mismo: los príncipes, sus novias; Harry Potter, Victoria Beckham, fútbol y más fútbol… menudo coñazo. Capello. ¿A quién le interesaba Fabio Capello? Bebió un sorbo del picante bloody mary y pasó otra página. Se disponía a leer los sucesos, que siempre contenían algún que otro crimen escabroso, cuando sonó su teléfono móvil. Era su padre. Floria contestó con rapidez: tenía ganas de contarle que por la noche iba a asistir por vez primera al Wigmore Hall, a un concierto del barítono inglés sir Thomas Allen. La había invitado Charles, un colega de la facultad que tenía dos entradas. Su padre era un fanático de la ópera y quería ponerle los dientes largos. Estaba tan concentrada en la conversación que no leyó el titular que encabezaba la página de sucesos.
Fotógrafo español asesinado a balazos en Bloombsbury. El tiroteo se produjo en la casa de la dueña de las famosas tiendas eróticas Pink and Rose.
Y luego continuaba:
La policía investiga el crimen en relación a un intento de secuestro en Covent Garden que se produjo el día anterior, y hace un llamamiento con cualquier posible testigo del crimen en la calle…
Un hombre mayor que entró en el pub observó que Floria estaba enfrascada en la conversación telefónica y le pidió el periódico para leer. Floria sonrió y se lo dio. Sí, había terminado de leerlo, más o menos. No, no le importaba que lo cogiera, no había problema alguno…
Fuera, los ojos llenos de obsesión estaban ocultos tras unas gafas de espejo. No se habían separado ni un segundo de la figura de la joven que miraba pasar a la gente desde la ventana, mientras bebía un zumo de tomate y leía el periódico con parsimonia.
Tenía mucha paciencia. Floria di Nissa estaba allí, esperando por él. Lo recibiría con ansia, como la amante recibía al amado en el Cantar de los cantares.
* * *
Javier Sanjuán observó que Sue Crompton cogía un cigarrillo de una elegante caja de madera de palisandro con la mano temblorosa y se apresuró a ofrecerle fuego. Era comprensible que estuviese desmoronándose. Había pasado por mucho en muy poco tiempo. Aun así, parecía poseída por la mítica flema británica, salvo en pequeños detalles que delataban su profundo nerviosismo. Sue lo miró agradecida y le ofreció otro cigarro de la caja, que Sanjuán aceptó sin dudar.
—No sabemos por qué ese cuadro está en Coruña, y tampoco sabemos quién lo ha pintado… —Sanjuán expresó su perplejidad con un movimiento de cabeza—, pero nos llamó la atención por unas fotografías que tenía Jaime Anido en su poder, unas fotografías de Patricia Janz en las que también salía caracterizada como Salomé… Las fotos nos las dejó la novia de Jaime. Estaba muy preocupada, y con razón, con su repentino viaje y su negativa a cogerle el teléfono. No era algo típico de él, parece ser que siempre estaban en contacto sin mayor problema…
Keith Servant lo interrumpió.
—¿Unas fotografías de Patricia Janz? ¿Por qué tenía Jaime unas fotografías de Patricia?
Sue respondió a la pregunta de inmediato.
—Patricia y Anido eran «pareja de baile», por así decirlo, en las reuniones de la hermandad. Anido estuvo viviendo en Londres durante una temporada y yo creo que se enamoró perdidamente de ella. Y a ella tampoco le desagradaba, pero Pat era una persona extraña, poco dada a excesos sentimentales… No sé. Cuando Anido volvió a España… creo que a Patricia no le sentó demasiado bien el asunto. En las reuniones posteriores, siguieron formando pareja, así que debieron de mantener el contacto… —Sue se esforzó para recordar más detalles. De repente acudió a su cabeza algo que Patricia le había contado hacía ya tiempo—. Por otra parte, ahora que lo pienso, Patricia sí modelaba de forma habitual para pintores y fotógrafos. Estaba muy metida en ese mundo de farándula…
—Seguramente, Patricia le mandó las fotos a Jaime y cuando se enteró de su muerte, Anido las consideró importantes por algo… tampoco es extraño: son unas fotografías muy inusuales. —Valentina reflexionó mientras pensaba en aquellas fotografías. Eran de estudio. Muy cuidadas, muy estudiadas. La luz, la perspectiva, los detalles no eran obra de un aficionado. Eran obra de alguien que podía vivir perfectamente de su trabajo artístico—. Esas fotografías no tienen firma. No sabemos quién las hizo…
Sue dudó, mirando a Valentina.
—¿Pudo sacarlas Jaime cuando estuvo en Londres? Es… era un fotógrafo excepcional.
—Lúa, su novia, afirma que no son obra de Jaime. De ninguna manera. No es su estilo. Si se hubiera dedicado a ese tipo de fotografía, se las hubiera enseñado, estaba muy orgulloso de su trabajo, parece ser. —Sanjuán rebuscó en la carpeta—. De todas formas, las hemos traído. Podéis echarles un vistazo para salir de dudas.
El sonido de un móvil interrumpió la conversación. Keith Servant se levantó y salió de la sala para hablar más tranquilamente. Al rato volvió a entrar, con cara de satisfacción.
—Moira ha accedido a ayudarnos para componer un retrato robot de su cita desaparecida. Efectivamente, no ha dado señales de vida. El teléfono móvil no está operativo. Puede ser una casualidad, pero hay que intentarlo. Ya he dado orden de que investiguen ese teléfono… Lo siento, Sue, pero nos la hemos llevado a Scotland Yard durante un rato. Yo me voy ahora mismo para allá. Por cierto —se dirigió hacia Evans—, las placas de la matrícula de la furgoneta del agresor de Sue estaban dobladas. Pertenecían a un Renault robado hace dos años en Leeds.
—De todos modos hay que mirar las grabaciones de las cámaras de seguridad. Puede que encontremos algo… —la voz de Evans no pareció demasiado entusiasta—, aunque buscar una Peugeot Partner blanca en Londres es como buscar una aguja en un pajar…
* * *
Londres, Kensal Green, 12:05
Sentada al sol picante de la tarde, en la terraza del Salam Cafe, Floria abrió el paquete con los libros mientras esperaba a que le sirvieran el almuerzo. Había pedido un capuccino y falafel con ensalada. Después de comer traduciría unos textos que tenía pendientes y luego se arreglaría para ir al concierto con Charles. Le gustaba Charles. Era un chico adorable, culto y, lo mejor de todo, era un chico normal. Sin más trascendencia. Sin complicaciones. El Hombre Ideal para empezar la vita nuova. Además, la invitaba a conciertos que tenían las entradas agotadas y luego irían a cenar por ahí… ¿Qué más se podía pedir?
Floria cogió La divina comedia en sus manos. Abrió el libro y lo olió con placer. Amaba el olor del papel nuevo, las hojas recién estrenadas, el tacto de aquel ejemplar grueso y de tapa dura que tantas ganas tenía de leer. Se acordó de un juego que solía hacer de adolescente: abrir un libro y señalar un punto al azar, con el dedo. Cerró el ejemplar y lo abrió de nuevo, sin mirar la página. Puso su pequeño dedo índice sobre uno de los versos y luego leyó.
A vizio di lussuria fu si rotta,
che libito fé licito in sua legge,
per tòrre il biasmo in che era condotta.
(Se inclinó tanto al vicio de lujuria,
que la lascivia licitó en sus leyes,
para ocultar el asco al que era dada).
Floria sonrió quedamente. Era el canto V, uno de sus preferidos. El que narraba con angustia horrible el infierno de los enamorados que penan sus culpas allí hasta la eternidad. Amaba especialmente la historia de Paolo Malatesta y Francesca, atravesados de una estocada mortal por su amor adúltero. Pero aquel verso en concreto se refería a Semiramis, la emperatriz de la lujuria y el desenfreno. Muy adecuado para ella. Sonrió, más por la coincidencia con su vida que porque creyera en esa premonición, ya que, ante todo, ella amaba el arte y a los poetas.
El camarero le llevó a la mesa la ración de falafel y el capuccino en una taza. Floria se repantingó en la silla y dejó que el sol acariciara su piel, su cabello. Se sacó las gafas de sol y cogió un trozo de croqueta de garbanzos. Se moría de hambre.
* * *
Bloomsbury, 12:00 h
Sue analizaba las fotografías de Patricia Janz con el ceño fruncido en señal de preocupación. Era Patricia, no cabía ninguna duda. Y tenía razón la inspectora: no eran fotos de Jaime Anido. Jaime tenía un estilo totalmente diferente, más natural, menos rebuscado. Lo inquietante eran las semejanzas de las fotos de Patricia con el cuadro en el que estaba ella reflejada. Todo aquello no tenía ni pies ni cabeza… Se las pasó a Geraint Evans, que también las miró con semblante de perplejidad.
Evans las dejó en su regazo y empezó a reflexionar en alto.
—En suma: a estas alturas tenemos tres asesinatos y un montón de fotografías. Dos mujeres han muerto, una aquí, y otra en La Coruña. Las dos han sido violadas y torturadas y una vez muertas han formado parte de una especie de siniestra performance. El asesino o asesinos no han dejado ninguna huella o prueba forense… Bien. Lo que no me encaja aquí es la muerte de Jaime Anido. Si los dos asesinatos han sido obra de un mismo asesino de mujeres, por alguien a quien tú llamas el Artista, lo que aún está por ver —dijo esto mirando con intención a Javier Sanjuán—, no es lógico que haya matado a un hombre… No ha sido cuidadoso. Cualquiera podría haberlo visto. Además, están las balas que ha dejado tras de sí… con suerte las pruebas de balística nos dirán algo positivo. Sería un punto sólido para comenzar.
Sanjuán pensó con rapidez.
—Puede que esté perdiendo el control. Puede que esté en una fase en la que no sea capaz de calcular los pasos tan bien como antes. Y puede también que Jaime hubiese visto algo, o supiese algún dato que pudiese incriminarlo directamente… —De repente, tuvo una idea—. Sue. ¿Tienes las pertenencias de Jaime aquí, en tu casa?
Sue asintió, sin hablar.
—¿Podríamos verlas?
—Sí, por supuesto. No trajo mucho. El iPad, una mochila, la cámara de fotos…
Sue, con ayuda de Evans, llevó todo lo que encontró de Jaime Anido a la sala de estar. Valentina cogió la mochila y sacó prenda a prenda. Sanjuán cogió la cámara y empezó a mirar las fotografías que Anido había realizado durante su viaje.
Evans encendió el iPad, pero estaba protegido por una contraseña.
—Luego se lo llevaré a los de informática, a ver qué pueden hacer para entrar… ¡Mierda! Sue… ¿No sabrás la contraseña de la tableta, por casualidad?…
Sanjuán se puso las gafas para observar con detenimiento una de las fotografías.
—Sue… esta fotografía está hecha en Covent Garden, ¿verdad?
—Sí. Justo delante de la tienda. ¿Por qué?
Sanjuán le acercó la cámara para que pudiese ver la fotografía.
—Jaime hizo varias fotos de este pintor que estaba dibujando algo… ¿Te suena?
Sue miró la foto y asintió.
—Sí. Ese chico de barbas estuvo delante de la tienda durante unos días, bosquejando a los clientes. Yo no le dije nada. Me pareció muy chic. Y además, era una escena que daba mucho glamour…
—¿Podríamos imprimir estas fotografías para verlas mejor? —Sanjuán apagó la cámara y sacó la tarjeta de memoria—. Otra cosa… ¿Y si se las enseñamos a Moira?
* * *
Centro de Londres, 13:00 h.
Keith Servant conducía y miraba de reojo a una preocupada Moira, que se había puesto una fina chaqueta roja sobre el atrevido corsé que utilizaba en la tienda para ir a la comisaría. Aquella chica era un bombón, y eso que a él solía gustarle mucho más el típico producto nacional de pelo claro. La piel de ébano brillante y aquellos labios tan sensuales le llamaron la atención desde el primer minuto. Pero estaba de servicio, y no era cuestión de pedirle una cita nada más verla… La tal Sue Crompton tenía buen gusto: Moira era una belleza, y, además, la tienda estaba de puta madre. Todo muy elegante y nada ofensivo. No había grandes penes de plástico o revistas guarras, como en otras tiendas a las que él había ido en sus años mozos. Keith intentó poner una sonrisa tranquilizadora mientras procuraba que no se notara demasiado que le apetecía pasar una noche romántica con aquella mujer tan pausada. Por fortuna, ya estaban llegando a Scotland Yard.
Sonó el teléfono. Era Evans. Habían descubierto una fotografía en la cámara de Jaime Anido y querían que Moira la analizase con atención.
Keith pidió que las mandasen inmediatamente a su correo electrónico. Luego aceleró, despreocupándose de los radares.
* * *
Londres, Kensal Green, 13:30 h
Floria encendió su ordenador portátil y se dispuso a trabajar un poco. Desde su amplio ventanal se veía el pequeño parque que había delante de su apartamento de Kilburn Lane. No era un apartamento demasiado grande, pero a ella le llegaba de sobra. Abajo estaban el estudio y la cocina, y en la parte de arriba, el dormitorio, el salón y el baño. Lo había decorado con fotos de su familia, con láminas de cuadros impresionistas, con pequeños detalles que le recordaban a su casa en Roma. Y con flores. Floria las adoraba. Todas las semanas iba al mercado a comprar un buen ramo para alegrar un poco su estudio.
Dejó la taza con el humeante café al lado, un poco apartada del teclado, y consultó los correos electrónicos. Había uno de su hermana pequeña, Anna Viola. Le mandaba fotografías de Lucchino jugando con ella entre los cipreses, cada vez más enormes, en el jardín de su casa romana. Sonrió al verlas. Su padre jugando a las cartas con su madre y sus amigos delante de una botella de grappa. Lucchino intentando subirse infructuosamente al regazo de su madre con sus pequeñas patitas para robar un trozo de prosciutto. Floria las miró con una mezcla de tristeza y felicidad. Cada día añoraba más a su familia. Era muy feliz en Londres, pero la vida en Italia no tenía nada que ver. Aquello era insustituible.
Leyó el correo que Charles, le mandaba desde su trabajo en Virgin. Estaba lleno de emoticones con grandes sonrisas y corazones. Era un cursi, y aquello le encantaba.
A las nueve en Marble Arch, preciosa. Contesta cuanto antes. O le regalaré las entradas a mi compañero de piso, que se muere por ir.
Floria sonrió y contestó al mensaje.
Ponte muy elegante, o no nos dejarán pasar. A las nueve en Marble Arch. Mile baci.
Tomó un sorbo de café, que ya estaba algo más frío. Por lo menos se había hecho con una cafetera italiana fantástica y podía tomar el café casi como en casa. Abrió uno de los archivos y se decidió a traducir un par de textos de un autor galés totalmente desconocido para ella. Tenía que entregarlos la semana siguiente, así que le interesara o no el estilo del autor, no le quedaba otro remedio que hacerlo. Era su trabajo. Y tenía que reconocer que le gustaba mucho.
* * *
Ya en Scotland Yard, Moira cogió las dos fotografías en las que se veía al pintor de cuerpo entero y las estudió detenidamente. Luego, negó con la cabeza.
—No, no parece él… Estoy casi segura… Este chico tiene una barba poblada, castaña… Joaquín iba perfectamente afeitado. Con un traje muy exclusivo. Bien peinado, reloj caro, pelo muy negro… este chico parece más joven, un bohemio. Además, recuerdo perfectamente haberlo visto deambulando por la tienda y pintando al aire libre durante unos días… si fuese Joaquín, me hubiese dado cuenta…
Keith insistió. Le dejó dos ampliaciones de la cara, que habían impreso también.
—Moira, concéntrate. Ese hombre puede haberse disfrazado. Intenta quitarle la barba en estas ampliaciones. ¿Cómo tenía los ojos Joaquín?
—Eran claros. Verdes, creo, como los míos. Más oscuros que los de Sue, por ejemplo…
—El pintor también parece tenerlos claros, aunque no se distingue muy bien. Intenta imaginártelo sin la barba, Moira. Por favor, haz un esfuerzo… fíjate en los detalles: las cejas, la nariz, la estatura…
Moira volvió a concentrarse un rato en las fotografías, esa vez con más insistencia. Su cuerpo revelaba emociones intensas durante ese tiempo, como si una verdad inquietante tratara de abrirse camino con dolor en la oscuridad. Al cabo de un minuto, empezó a hablar, aunque la incredulidad y el miedo se lo ponían difícil.
—Las cejas se parecen. Mucho. Finas, oscuras. No parecen cuadrar con el color de la barba, más clara… tienes razón, la barba parece falsa. Los ojos… sí. Podría ser él… pero no puedo asegurarlo del todo. La barba me despista por completo.
Keith le preguntó a John Pinchen, el técnico de fotografía.
—¿Se le puede quitar la barba con algún programa informático? ¿Ajustarlo a la descripción de Moira?
El joven contestó, mascando chicle sin dejar de mirar la pantalla.
—Por supuesto, jefe. En unos minutos lo tendrás sin barba, con el pelo corto y con aspecto pijo. Puedo hacer lo que quiera con él. Hasta convertirlo en el príncipe de Gales…
Un rato después, en casa de Sue, Geraint Evans contestó al teléfono. Era Servant. Geraint miró a todos los presentes asintiendo, mientras caminaba, y su voz adquiría un tono de nerviosismo muy evidente. Le dio la enhorabuena a Servant. Luego colgó.
—Moira ha reconocido al tipo de la barba. Le han modificado todo el aspecto con un programa informático y parece que sí, es él. Su cita «española» es, con toda probabilidad el pintor al que fotografió Jaime Anido. Ahora falta saber si también es su asesino. Están tomándole declaración a Moira: dónde y cómo lo conoció, qué le contó, detalles de su aspecto, su acento… a ver qué pueden sacar. Con todo eso, empezarán a buscar en los ambientes artísticos. Por lo menos, ya tenemos una cara. Y eso va a facilitarnos mucho las cosas… —Evans parecía animado, quizá por primera vez desde que se inició todo ese maldito embrollo.
De pronto, Sue se derrumbó por completo y rompió a llorar, desconsolada. Aquel hombre estaba obsesionado con destruir todo lo que había a su alrededor con una constancia diabólica. Acosaba a los suyos, engañaba a Moira, vigilaba su casa y su tienda… no podía más. No sabía qué hacer. Estaba aterrorizada. Valentina se sentó junto a ella y la abrazó para calmarla. Para todos los investigadores presentes en esa sala se había hecho evidente una conclusión tenebrosa, y ella decidió que alguien tenía que expresarla.
—Sue. ¿Te das cuenta ahora de lo importante que es que comuniques todo esto a los otros miembros de la hermandad? Tienes que hacerlo cuanto antes. Es necesario que sepan que hay un asesino muy peligroso detrás de todos vosotros, capaz de cualquier cosa. Ha podido hacerle daño también a Moira… Te das cuenta, ¿verdad? No hay tiempo que perder… —Valentina imprimió un tono de urgencia a sus palabras. Ella misma sentía que estaban en una carrera contrarreloj.
—Sobre todo las mujeres, son las mujeres las que están en peligro. El asesino va tras ellas, me temo. —Sanjuán quiso reforzar la gravedad de las palabras de Valentina.
Sue la miró con los ojos llenos de lágrimas y asintió.
—Tenéis razón. Voy a llamar a la junta directiva. La regla más importante del club es el anonimato. Necesitaré el permiso de todos los miembros… eso ha de llevarme algo de tiempo, lo siento. Algunos no están en Londres. Ni siquiera en Inglaterra… Además, yo no tengo ni las direcciones ni los teléfonos de todos… —Sue se levantó y se dirigió hacia su despacho—. Discúlpenme un momento. Prefiero que las llamadas sean en privado, si no les molesta. —Y al decir eso Sue caminó hacia el gabinete con la sensación de que estaba viviendo una pesadilla monstruosa de la que no podría escapar.
* * *
Londres, Kensal Green, 14:10 h
Un dedo acariciaba la sonriente foto de la contraportada del libro Claroscuro de hierro.
«Floria, querida Floria. Eres muy hermosa, Floria. Tienes un precioso y brillante cabello castaño, y unos ojos dulces como el azúcar de caña. Y esa boca. Esa boca roja de putana… tengo muchas esperanzas puestas en esa boca sonrosada, en esos labios tan provocadores. ¿Cómo serán tus pechos, Floria? ¿Serán de verdad “pequeños, duros y respingones”, como afirmas en tu libro de zorrita? No deberías escribir unos libros tan perversos, amiga mía. Y menos a tu edad. Eres una puta y una pervertida, Floria, aunque te creas una enamorada del arte y una exquisita. Tu vida es una afrenta a los artistas de verdad».
El Artista leyó en alto: «Después de azotarme sin piedad con su fusta, mi amo introdujo sus dedos en mi coño, que estaba totalmente mojado. Eso le complació. Luego invitó a su amigo a que me follase el culo sin más preámbulos. El dolor me partió por la mitad, pero yo solo quería hacer feliz a mi amo y señor, que acercó su glande hacia mi boca. Yo la abrí, ansiosa, esperando recibir aquel cáliz y beberlo hasta el final…».
«Eres un ser repugnante, Floria. ¿No lo ves? No hace falta leer mucho más para darse cuenta de lo que eres… una zorra, pura basura, un alma enferma que necesita redención».
El Artista cerró el libro con lentitud, con cariño. Miró la portada, en la que aparecían una rosa negra, un látigo y una máscara veneciana de encaje. El colmo del mal gusto, pensó.
«Ya falta muy poco, Floria. Dentro de poco tú y yo seremos uno solo. Formarás parte de mí, de mi carne y de mi sangre. Serás una forma consagrada, purificada. Te libraré de toda la inmundicia en la que has participado desde niña. Te haré inmortal, Floria di Nissa».
* * *
Sue había contactado ya con tres de los cinco componentes de la junta directiva y les había expuesto todo con la máxima crudeza. Habían accedido al momento. Los otros dos estaban fuera de cobertura. Les había mandado mensajes al móvil y por correo electrónico. Solo faltaba que dieran su aprobación para empezar a avisar a todo el mundo. Si el asesino está cebándose en los miembros de la hermandad, todos se encontraban en serio peligro. La muerte de Patricia había consternado a la hermandad: la de Anido terminaría por destrozarla. Lo que había pasado en Garlinton Manor con él y la escritora italiana tampoco tenía demasiado sentido. Los de la junta directiva, encabezados por sir Thomas Hampton, ya habían decidido tras el incidente su expulsión inmediata con gran dolor de corazón. Lógico. No se podía permitir una falta tan grave a todas las reglas de la hermandad. Sue pensó, con ironía, que no se podía expulsar a un muerto.
De repente se levantó de la silla y corrió hacia el salón. Acababa de recordar algo que su inconsciente traumatizado se había encargado de esconder en lo más profundo de su cerebro después del intento de secuestro y la muerte de su amigo. Al llegar, miró hacia sus invitados con expresión de alarma.
—No sé cómo se me ha podido olvidar, pero creo que es importante… Acaba de venirme a la mente una cosa: el otro día, cuando fui a la tienda a sustituir a Moira… él estaba en la cama y me agarró. No quería que me fuese, tenía que contarme algo.
Todos miraron hacia ella con expectación. Sue respiró hondo y siguió hablando con énfasis nervioso, casi histérico.
—Jaime, en la última reunión de Garlinton Manor, perdió los papeles por completo. Estaba totalmente fuera de sí. Se puso muy… enfermo y agredió a una de las chicas. Estaba muy preocupado, arrepentido por su comportamiento. Nunca lo había visto así, de verdad. Quiso explicarme qué era lo que le había ocurrido, pero yo salí de casa, tenía mucha prisa por llegar a la tienda para sustituir a Moira… le dije que me lo contara todo después. Pero antes de marchar, me habló de un cuadro.
Sanjuán se incorporó levemente, lleno de curiosidad.
—¿Un cuadro?
—Sí. Un cuadro en un pasillo de Garlinton Manor. No sé si eso servirá de algo. Pero algo vio Jaime en ese cuadro que pudo ser el causante de su absoluta pérdida de control…
Sanjuán se levantó con una decisión firme en su rostro grave.
—Creo que es necesario que vayamos a Garlinton Manor a ver ese cuadro. Es urgente. ¿A qué distancia está de Londres? ¿Sería posible ir hoy mismo?
—No está muy lejos, a buen ritmo puede llevarnos dos horas, —contestó Evans—. Apretándole un poco, incluso menos.
Sue cogió el móvil para llamar a sir Thomas por segunda vez.
* * *
Londres, Kensal Green, 15:00 h
Floria cerró la puerta con llave y miró al cielo. Tenía cinco minutos escasos para llegar a la peluquería. Iba con el tiempo justo. Miró hacia el cielo: estaba cubriéndose de espesos nubarrones. Iba a caer una buena tormenta. Meditó volver a por un paraguas, pero decidió arriesgarse. «Solo voy a peinarme, no me llevará demasiado…».
Desde su furgoneta, perfectamente aparcada en el sitio designado para la carga y descarga, el Artista observó a Floria salir y cruzar la calle con prisa. No la siguió. No valía la pena. Ella tendría que volver en algún momento de la tarde. Además, había aparcado justo enfrente de su casa. Un lugar perfecto desde donde podía observar los movimientos de la joven con total comodidad.
«No te escapes muy lejos del nido, pequeño gorrión italiano. Tengo para ti un precioso ramo de flores. ¿Te gustan las flores? ¡Claro que sí! Flores para Floria. Rosas rojas, recién cortadas. Luego tú y yo podremos disfrutar de una tarde romántica, a la luz de las velas».
El Artista cogió un envoltorio de plástico y sacó de él un sándwich de lechuga, beicon y huevo cocido. Luego abrió una lata de Coca-Cola light y se acomodó en el asiento. Miró hacia atrás, con cariño, a la nevera portátil de plástico duro que permanecía inmóvil en el suelo de la furgoneta y golpeó la tapa con la palma de la mano.
«Ten paciencia. Ya falta poco. Solo un rato más, amigo mío».
Volvió a subir el volumen del reproductor de música. Frank Sinatra repetía por enésima vez con su voz aterciopelada e inconfundible:
«… I’ve got you deep in the heart of me, so deep in my heart, that you’re really a part of me, I’ve got you under my skin».
El Artista celebró con placer el acompañamiento perfecto de Count Basie siguiendo el compás de la música con la mano. Cuando Sinatra terminó de cantar, aplaudió.
* * *
Kensington, 15:50 h
Valentina observa las espesas nubes de tormenta mientras el Jaguar de Sue vuela por la A-4 sorteando el tráfico con una rapidez endiablada. Evans no parece muy preocupado por el límite de velocidad: luego hablará con sus colegas de tráfico a ver si puede solucionar el problema. Valentina piensa en Sue: se ha quedado en Londres. No se veía con fuerzas para viajar después de todo lo que ha pasado. Sir Thomas y su marido se han comprometido a guiarlos por el edificio y a atenderlos en todo lo que sea posible. De todos modos, Sue ha sido tan amable como para confiarles el coche. Pobre… un intento de secuestro y un asesinato en su propia casa. Parece una mujer de una entereza impresionante. Sin duda estaba enamorada de Jaime Anido. Eran amantes, Valentina se ha fijado en que las cosas de Anido estaban en la habitación de Sue… Piensa en cómo le dirán a Lúa Castro que su novio ha sido asesinado en la casa de su amante londinense. Puede que por la misma persona que mató a Lidia.
Todo lo que está ocurriendo le parece un sueño. Mira la hora en el lujoso salpicadero del coche y se da cuenta, de repente, de que aún no han comido. No tiene hambre. Está demasiado nerviosa como para sentir nada más que una ansiedad que le aprieta la boca del estómago. Conoce esa sensación, la ha tenido otras veces. Es la señal inequívoca de que empieza la caza.
Mira a Sanjuán, que está hablando animadamente con Evans, sentado en el asiento del copiloto. En el fondo envidia su capacidad para desenvolverse en inglés. Ella se defiende, pero no tan bien ni de lejos… Los dos discuten sobre el Artista. Evans opina que la escena del crimen de los dos asesinatos no es obra de la misma mano. El de Patricia es mucho más morboso, más truculento. Sin embargo, todo lo que rodea al cadáver de Lidia es algo delicado, mucho más sutil. Flores, un vestido caro… Sanjuán le contesta desde la experiencia como criminólogo: los asesinos modifican su modus operandi según las necesidades. El Artista varía su estilo según el diferente tipo de obra que quiere expresar…
Las nubes aparecen cada vez más amenazantes. Valentina se pregunta si ha llevado algún chubasquero en la maleta.
—¿Qué opinas, inspectora? —Sanjuán se volvió hacia el asiento de atrás.
Valentina permaneció un rato en silencio. Luego intentó expresar lo que había estado rumiando durante la conversación de los dos hombres.
—Creo que los dos tenéis parte de razón. Hay sutiles diferencias entre ambos crímenes, de eso no hay duda… pero por otra parte, hay demasiadas coincidencias… no tiene sentido que haya dos asesinos que maten igual, ¿no? —reflexionó—. A mí lo que me llama mucho la atención es que haya un cuadro del Artista en la casa de Mendiluce… No creo que Mendiluce esté conectado con la hermandad del Ruiseñor y la Rosa, ¿no os parece? Aunque igual que lo estaba Anido… también podía estarlo Mendiluce… —Valentina sacudió la cabeza—. Pero no. De todas formas tendremos que preguntarle a Sue. La verdad, a mí me parece que tiene más pinta de gustarle el sexo más privado… más íntimo. Nada de orgías sadomasoquistas. Es un degenerado, pero de otra clase. —Valentina se acordó de su voz, su expresión asquerosa al acercarse a ella y hablarle del Charlatán, y enrojeció de repente.
Evans habló sin quitar la vista de la carretera.
—Mendiluce era el empresario del cuadro, ¿no? Otro posible sospechoso del asesinato de Lidia…
—Sí. Un degenerado, pero exquisito. De todos modos, él y su secretario son unos cerdos que utilizan a las mujeres única y exclusivamente para su placer perverso, así que no veo mucha diferencia con los actos del Artista. —Valentina no hacía más que darle vueltas a todo aquel galimatías sin ver por ningún lado la solución—. Lidia no está tampoco relacionada con la hermandad, que nosotros sepamos. Si el Artista solo mata a miembros de El Ruiseñor… ¿Por qué matar a Lidia?
Sanjuán respondió.
—Sin embargo, la disposición del cuerpo, la inspiración artística no pueden ser una mera casualidad… Si me apuras, el asesino de Lidia podría ser un copycat, pero en realidad, mucho me temo que ese tipo de asesinos solo salen en las películas. En la realidad es casi imposible que ocurra algo así… yo insisto: la firma de los dos asesinatos parece idéntica. Dos chicas jóvenes torturadas, dos recreaciones artísticas muy evidentes, ningún rastro forense…
—Es cierto. Todo esto es un enigma que no parece tener ni pies ni cabeza. Pero por favor, ahora vamos a centrarnos en lo que tenemos que hacer en Garlinton Manor. —Evans decidió centrar más la conversación. Los dos españoles parecían llevarle siglos de ventaja y necesitaba más datos para estar a la altura.
—Tenemos que buscar un cuadro con un estilo parecido al de las fotos. Y al de los asesinatos. No sé si me explico… Vampiros, iconografía religiosa, prerrafaelitas… —Sanjuán intentó plasmar sus ideas de una forma comprensible para Geraint Evans—. Es importante que no estén firmados… Sue ha dicho que Garlinton es una mansión enorme y encima está llena de obras de arte. Es como un gran museo. No va a ser fácil porque habrá que ir cuadro por cuadro analizando si hay algo que pueda haber trastornado a Anido tanto como para desquiciarse. El marido del dueño es marchante de arte y el que ha decorado toda la mansión, así que podrá echarnos una mano.
Evans asintió, moviendo la cabeza.
—Entiendo. Cuadros con un estilo peculiar, que sean parecidos a las fotos de Salomé y Juana de Arco, o el cuadro de Sue. No va a ser fácil, tienes toda la razón… Por cierto, tenemos que echar gasolina. Voy a parar y de paso coger un capuccino para llevar. ¿Os apetece uno?
Valentina celebró el ofrecimiento.
—Un capuccino es una idea excelente, Evans.
* * *
Londres, Kensal Green, 16:30 h
Floria corre hacia casa, tapándose el pelo perfectamente alisado con la capucha de algodón de su sudadera azul. Están empezando a caer las primeras gotas de lluvia, y a lo lejos, un trueno retumba entre los edificios eduardianos de Kensal Green. Al llegar, para guarecerse cuanto antes, abre corriendo la puerta y sube las escaleras de dos en dos. Si se le moja el pelo, se le estropeará el peinado en un segundo. Y ella quiere estar presentable para el concierto y la cena. Y para lo que pueda llegar después. No mucho, porque el cuerpo de Floria está traspasado de rojos latigazos muy evidentes. No le avergüenzan, al revés, le gusta ver las marcas de su pasión en su espalda y en sus nalgas. Pero no le apetece demasiado dar explicaciones. Y menos a Charles, que la ve como una chica pura, dechado de virtudes. ¿Qué pensaría si viera los cardenales que pintan sus caderas y sus muslos de un intenso color morado? Ni hablar. Hasta que no se le curen las marcas, Floria no piensa dejar que Charles le quite la ropa.
Floria sube al baño, se desnuda y abre la vieja cortina de colores chillones de la ducha, después de ponerse un gorro de plástico para proteger el cabello del agua. Antes de que abra el grifo, suena su móvil. Floria suelta un juramento y baja al estudio, envuelta en una toalla, buscando su bolso con el teléfono. Es su amiga Ciara. La llama desde Edimburgo. Acaba de subir a Escocia en un viaje relámpago con su novio, Manu. Ciara le cuenta entusiasmada todo lo que está viendo nada más bajar del autobús. Es una ciudad preciosa, digna de ver.
—Floria, tienes que venir… ¡Te va a encantar! Es como un cuento de hadas…
* * *
—¿Cuánto cuestan? —el Artista escoge las rosas más grandes y más bellas de la floristería más cara de Kensal Green. Son rosas inglesas, reventonas, de un llamativo rojo tudor, agranatado. «Son rojas como la sangre», piensa. Rojas como los gruesos labios de Floria. Rojas como sus pezones cuando clave sus dientes en ellos, cuando los atraviese con unas agujas afiladas que esperan dentro de la furgoneta…
—Voy a llevarme una docena de ellas, gracias.
El Artista sonríe a la floristera, una joven inglesa de cabello rubio ceniza y aspecto agradable. Ella le devuelve la sonrisa y el cambio mientras admira los hermosos ojos del Artista, ojos expresivos, luminosos, concentrados.
Su madre siempre le decía que tenía los mismos ojos que su padre.
Cuando sale de la floristería, sabe que ya falta muy poco para agasajar a Floria di Nissa con sus rosas rojas como la sangre. Rosas para un delicado ruiseñor. Muy apropiado…
* * *
Garlinton Manor, condado de Oxfordshire, 17:15 h
Evans se bajó del coche, estiró las piernas con disimulo y miró a través de la verja oxidada de Garlinton Manor. El lugar estaba desierto. La puerta, cerrada. No había ni un alma, salvo un corzo que miró hacia él y luego desapareció entre los árboles. Sobre su cabeza caían finas gotas de lluvia. Un trueno sonó a lo lejos. Evans corrió de nuevo hacia el coche. Cogió el móvil y llamó a sir Thomas para que alguien acudiera a abrir el portalón enorme.
—El lugar es impresionante. —Valentina bajó la ventanilla y sacó la cabeza para ver mejor los torreones que se atisbaban a través de la vegetación. Volvió a meterse—. Dios. Llueve a cántaros…
—El sitio es precioso —dijo Evans—. Lo malo es que aquí siempre llueve, inspectora. El día de la fiesta también cayó una buena.
La verja se abrió con un gemido de los goznes y Evans condujo con rapidez hasta el aparcamiento. Allí estaba sir Thomas, envuelto en un anorak enorme, esperándolos con su marido, un hombre mucho más joven que él, delgado y moreno, vestido con unos pantalones pitillo, unas botas de agua y un chubasquero de color verde. Se acercaron a ellos resguardados por un enorme paraguas negro.
—Encantado. Soy sir Thomas Hampton. Y este es mi marido, Alexander. Pasen, pasen a mi humilde morada. Los ayudaré en lo que pueda: Sue me ha informado de todo y estamos estupefactos. La noticia de la muerte de Jaime nos ha dejado destrozados… Ojo con los charcos y el barro, por favor. Veo que no vienen preparados para las inclemencias de la campiña inglesa… —Sir Thomas observó la falda de tubo gris, la elegante camisa de corte masculino y la chaqueta ajustada de Valentina, y luego los altos zapatos peep toe, y sonrió ligeramente.
Evans asintió e hizo las presentaciones mientras se dirigían a la enorme escalinata. Luego lo puso al día de lo que estaban buscando. Buscaban un cuadro cuya temática pudiese causar un shock a Jaime Anido.
Sir Thomas agarró a su marido por el brazo.
—Alexander es el especialista en arte en esta casa. Todo pasa por sus manos. Aunque no entiendo cómo un cuadro puede causarle a nadie algún tipo de trauma, la verdad. Y menos a Jaime Anido…
Alexander negó con la cabeza.
—Por más que pienso, no se me ocurre ninguno. La mayoría de los cuadros que compramos para Garlinton son obra de gente joven, emergentes y artistas con proyección, ya me entendéis… en el fondo, inversiones para el futuro. Hay algunos muy buenos… otros, no tanto. Yo superviso las compras, pero muchos de ellos me los envía el marchante. Me fío por completo de él, es un hombre entendido y serio.
Sanjuán intervino.
—Buscamos un cuadro sin firma, de estilo… no sabría definirlo… entre prerrafaelita y expresionista, si eso es posible… puede que con una temática religiosa o literaria… algo muy dramático. —Le preguntó directamente a sir Thomas—. ¿Dónde estaba alojado Anido el día de la… fiesta? —Sanjuán dudó un momento al emplear esa palabra.
Sir Thomas sonrió con su cara redonda, achinando los ojos.
—Oh, por favor, la orgía, no se corte usted, no nos avergonzamos… —Hizo memoria, concentrándose—. Anido, que yo recuerde, estaba en el tercer piso, en una de las habitaciones del ala norte.
—Jaime le dijo a Sue que había visto un cuadro en un pasillo, un cuadro que contenía algo importante… Lo más lógico es que empecemos desde su habitación, ¿no? Y a partir de ahí, por los lugares en donde pudo estar Jaime —sugirió Valentina.
—Efectivamente, inspectora. Como puede imaginarse, todo Garlinton está lleno de pasillos y de cuadros. Desde arriba hasta las caballerizas, pasando por la casa de la servidumbre y los pabellones. Nos espera una buena caminata. Aún no hemos instalado el ascensor. Hasta dentro de un par de meses no van a venir los técnicos… hemos pedido ya todos los permisos, pero el papeleo es imposible —se quejó sir Thomas, que tenía el hábito de detallar cosas sin importancia en situaciones complicadas, como si eso le permitiera mantener un mejor control del estrés.
—Hemos traído unas fotos que pueden servir de ayuda. Son fotos probablemente sacadas por el autor del cuadro. Y también tenemos la imagen de otro cuadro que debería coincidir en estilo con el que estamos buscando. —Sanjuán los urgió, mientras les daba copias de las fotos que llevaba en una carpeta.
Valentina se detuvo un instante a mirar con asombro el enorme hall y las escaleras señoriales que llevaban a los pisos superiores. Todo estaba decorado con un gusto increíble, respetando por completo el edificio original. Alfombras, lámparas, los robustos muebles, cuadros enormes rodeados de lujosos marcos… el lugar era, sencillamente, impactante.
—Por estas escaleras, por favor… —Sir Thomas subió con inusitada agilidad por las escaleras tapizadas de verde aguamarina, seguido de su marido, que estudiaba las fotografías con gran concentración.
Alexander se paró en el medio de las escaleras y se volvió hacia Javier Sanjuán.
—Son obras muy originales, no hay duda. El cuadro es espléndido, aunque ver a Sue en él te da escalofríos. No sé, el estilo no me es del todo desconocido, pero no puedo decir de quién es todo esto, lo siento. Y probablemente tengan razón, alguna obra tendremos por aquí del mismo autor… pero es que hay cientos, como pueden comprobar.
—Intente hacer memoria, por favor… Es urgente… —Valentina empezaba a darse cuenta de que aquella iba a ser una labor complicada. Había cuadros por todas partes. Desde los muros de piedra, al lado de los tapices y las armaduras, los ojos crueles de antepasados de sir Thomas los escrutaban con malicia algunos, otros con miradas dulces de doncellas virginales. Había bodegones mezclados con series abstractas, escenas de caza al lado mismo de remedos de Jackson Pollock, un gran Roy Licchtenstein que parecía original… era una colección ecléctica y desordenada que parecía un caos, pero que contenía un orden y un gusto que amalgamaba todo aquel lujo conformando una especie de singular museo.
Sanjuán suspiró.
—Hay muchos más cuadros de los que pensaba. Va a llevarnos un buen rato. ¿No tienen un catálogo, una lista de todas las obras… algo donde consultarlas sin tener que mirar una por una?
—Aún no. —Alexander hizo un ademán de disculpa y puso cara de circunstancias—. Lo siento, de verdad. Es algo que tengo pendiente desde hace meses, pero no he tenido tiempo… con la reforma, las obras, todo eso… Estamos exhaustos, hemos pasado una temporada muy intensa.
Sanjuán se encogió de hombros, invadido por la resignación y una profunda inquietud causada por su reloj interno, que le decía que cada segundo contaba.
—Qué se le va a hacer… lo mejor será que empecemos a buscar cuanto antes.
* * *
Londres, Kensal Green, 18:00 h
—Sí, ya me falta poco. Solo ducharme y arreglarme, Charles. Ya… es que Ciara me ha liado un montón de tiempo… si… está en Edimburgo, una pasada. Tengo muchas ganas de ir. Dice que es precioso, como una ciudad de película. Se nota que no ha visto Trainspotting. Edimburgo aparece con su peor cara, ¿no crees? ¿Si me gusta esa película? Me encanta, por favor… ¿A ti también? Menos mal, pensé que no le gustaba a nadie… es tan sórdida…
Floria habla por teléfono mientras busca en su viejo armario el vestido negro que se ha comprado la semana anterior en unas ofertas de Oxford Street. Luego mira por la ventana y observa el resplandor de un relámpago a lo lejos. El problema va a ser qué tipo de calzado puede ponerse que no desentone demasiado… si sigue lloviendo así, va a ser un problema. Desde su casa a la parada del metro hay un buen trecho y no quiere mojarse.
—¿Al cine? Genial. Me encanta ir al cine. ¿Mañana? Mañana no sé si podré… mejor el jueves, los jueves no tengo nada que hacer por la tarde. Pero de eso podemos hablar dentro de un rato… sí… claro. No te preocupes. Venga, un beso. Que aún tengo que ducharme, maquillarme… ya sabes. Sí… claro. Otro beso, adiós…
El Artista hace rato que ve la luz encendida del estudio de Floria desde su privilegiada situación. En cuanto oscurezca un poco más, solo un poco, llevará su precioso ramo de rosas a esa joven que lo espera con impaciencia. No hay que demorarse demasiado, las flores pueden marchitarse, son perecederas y frágiles, como la vida de la dama italiana que vive en ese apartamento tan pequeño.
El Artista prepara una botella de vidrio, pequeña, llena de un líquido incoloro, y un pañuelo blanco inmaculado de Uno. Tiene que ser ágil para atrapar a su gorrión sin dañarlo. Necesita la dosis exacta para que despierte pronto. Es necesario que Floria esté bien despierta para poder disfrutar de todo su ser, para llevarla al límite… Sin embargo, a ese hombre exquisito le gusta que primero estén indefensas ante él para prepararlo todo de forma perfecta. Mientras dura el sueño de la Bella Durmiente, el Artista ultima su paleta de colores y sus pinceles de dolor…
* * *
—Esta fue la habitación que ocupó Jaime el viernes pasado… —Sir Thomas abrió con fuerza la gruesa puerta de madera y les enseñó la cámara. Allí no había ningún cuadro que pudiese pertenecer al hombre que estaban buscando: solo unos grabados antiguos y un retrato de familia muy deteriorado que pedía a gritos una restauración.
Sir Thomas continuó.
—Y por ese pasillo a la derecha hay unas escaleras por donde debió de bajar forzosamente… Podemos empezar desde aquí y dividirnos en varios grupos. Yo iré con la inspectora y Sanjuán, y Evans puede ir con Alexander. Cuando encontremos algo «sospechoso» nos llamamos… ¿Ok?
Todos asintieron y se pusieron en camino.
Al cabo de media hora, Valentina empezó a sentir la incomodidad de los altos tacones peep toe. Menuda ocurrencia, ponerse esos zapatos. No pensaba que fuesen a caminar tanto. Habían recorrido los pasillos y salones del piso de arriba, analizando todas las obras de arte, y se habían reunido todos en las escaleras. Nada de nada. Volvieron a separarse.
Sir Thomas encendía las luces del pasillo a su paso: las teas iluminaron los retratos con luces y sombras fantasmales que a Valentina le parecieron dignas de una película de terror. Se notaba que habían decorado toda aquella parte de la mansión para impresionar a los visitantes. No pudo reprimir un escalofrío al ver todos los retratos isabelinos que parecían escrutarla desde sus marcos dorados, ennegrecidos por el paso del tiempo y el humo de las velas. Parte de las teas se habían fundido y sir Thomas se disculpó, mientras iba a llamar a alguien para que llevase una linterna.
—Este lugar es… un poco tétrico, ¿no? —Valentina descartó la figura de un hombre anciano con gorguera y un mapa detrás, muy elegante. Miró a Sanjuán, que observaba otro de los retratos, el de una mujer pálida y engreída, totalmente vestida de terciopelo, que sujetaba un halcón en su muñeca y lucía un parche de cuero en un ojo.
Sanjuán comprobó la firma en la esquina y se giró hacia Valentina.
—El sentido del humor de sir Thomas es algo siniestro, Valentina… —el tono de voz de Sanjuán adquirió un ligero tinte de burla. Levantó una ceja—. No tendrás miedo, ¿verdad, inspectora? No tienes por qué tenerlo… estás bien acompañada…
Valentina protestó al momento, picada en su amor propio.
—Sanjuán, conserva tu valentía masculina para cuando realmente esté en un apuro… no frente a unos cuadros viejos… —Se apartó de Sanjuán y se dio la vuelta, algo molesta, aunque en el fondo divertida. Al girarse, Valentina cruzó su mirada con unos ojos extrañamente vivos que parecían brillar en la oscuridad. Dio unos pasos hacia atrás para poder observar mejor aquel retrato. De la tela emanaba una fascinación perversa que no parecía provenir del siglo XVI, sino de una mente enferma, atormentada. Los labios gruesos, húmedos, estaban a punto de proferir cualquier blasfemia. El cabello enmarcaba unas facciones consumidas por la fiebre. Aquel hombre estaba rodeado por el fuego del infierno, pero su mano, sin alterarse, acercaba al espectador un medallón con un retrato delicado, un rostro que Valentina reconoció de inmediato. Se acercó a Sanjuán y le aprisionó el brazo con la mano, apretando con fuerza.
—Javier. ¡Mira! El cuadro. Creo que lo he encontrado.
* * *
Londres, Kensal Green, 18:30
Las rosas ya están preparadas. Las ha rociado, una a una, con el líquido dulzón de la botella de vidrio, y por la furgoneta se expande ese olor penetrante tan característico. Abre la ventanilla de cristal tintado, no quiere sufrir en sus carnes el efecto del narcótico, aunque se ha puesto una máscara protectora. Repasa por última vez todo el proceso. Todo tiene que ser perfecto, sin ningún fallo. El ritual tiene que cumplirse, sincronizado como los movimientos de un bailarín de ballet clásico. Él lo ha aprendido de memoria: cualquier distracción, cualquier fallo en el proceso puede resultar fatal. Un cabello, una célula, saliva, una huella. No hay que dejar nada tras de sí, nada salvo la belleza de la muerte en todo su esplendor…
* * *
Floria sale de la ducha envuelta en una gran toalla negra, una toalla que le regaló Sue Crompton el primer día que acudió a su tienda a comprar. Ha comprado muchas cosas en la tienda. Es preciosa. Le encanta la ropa interior de encaje imposible que solo se puede encontrar ahí. Los juguetes osados, los aceites de perfume exquisito, las esposas de cuero… Por una temporada, Floria va a dejar de lado las esposas de cuero. Los grilletes, los dildos, el corsé negro… Todo eso va a desaparecer de su mesilla. Charles no es como ella. Charles es un chico honesto. Huele a agua de colonia fresca. Su mente es un refugio para sus problemas, para sus traumas.
Floria sube las escaleras con los pies mojados de la ducha. Nunca se seca del todo, siempre deja alguna parte de su cuerpo húmeda. Por costumbre. Por vagancia. No lo sabe, le da igual. Le gusta sentir el frescor sobre su cuerpo desnudo. Se sienta en el tocador de su habitación y se pone dos gotas de Chanel n.º 5 en el cuello y dos en las muñecas. Luego destapa el tarro de crema Sisheido y se hidrata con cuidado la piel del rostro y del escote, antes de maquillarse. Busca en el joyero unos pendientes largos que compró en un mercadillo en Florencia, cerca del ponte Vecchio. Quedarán perfectamente con su vestido negro y su largo cuello. Su madre siempre dice que su precioso cuello es herencia familiar. Su abuela era veneciana… lástima no haber heredado los ojos azules tan característicos en toda la rama materna.
* * *
Sanjuán observó el cuadro, boquiabierto. Allí, delante de ellos estaba el retrato de Patricia Janz de nuevo, como una repetición constante y ominosa. Vestida de época, con un tocado de perlas en el cabello rubio, pero es Patricia, sin duda. Buscó una firma con rapidez, pero no encontró nada que pudiese parecerse a la signatura del autor.
—Está muy oscuro. Valentina. ¿Tú ves alguna firma? ¿Puedes ver algo?
—No. Nada. No hay nada. En todo el lienzo no hay nada. Es él. Es su estilo. Es como el cuadro de casa de Pedro Mendiluce, el mismo estilo de color, de pincelada… todo. Tiene que ser él. ¿Cómo es que nadie se dio cuenta de que estaba Patricia aquí retratada?
—El pasillo está muy oscuro, no se me ocurre ninguna otra explicación. No me extraña que Anido se pusiera enfermo. A lo mejor se dio cuenta de lo que estaba pasando. Valentina, escúchame. —Sanjuán, de repente, pareció muy preocupado y la miró fijamente a los ojos—. Este hombre… el Artista… pinta a las mujeres de la hermandad a las que va a matar, fíjate. Primero Patricia. Luego Sue, aunque lo de Sue fue un intento frustrado… ¿Quién nos dice que no hay otro cuadro aquí que muestre a su siguiente víctima?
Valentina solo necesitó un segundo para comprender que la idea de Sanjuán era más que probable y sintió en su garganta una sequedad repentina.
—Joder, Sanjuán. Es verdad. Hay que hablar ahora mismo con Alexander, ¡rápido!
* * *
Alexander negó con la cabeza, consternado.
—¡Es increíble! Lo siento muchísimo. No sé cómo no me he dado cuenta antes. Este cuadro me ha parecido una maravilla desde el primer día que lo vi…
—¿Quién es el autor? Tienes que saberlo, querido, el cuadro no tiene firma… ¿no? —Alexander volvió a mover la cabeza, negando—. ¿Cómo que no lo sabes? —Sir Thomas no podía creer lo que oía. Alexander era como una enciclopedia en todo lo que respectaba a autores modernos y no sabía quién era el autor de esa obra. Era imposible.
—Este cuadro… déjame pensar —Alexander se urgió a recordar por unos segundos, que a los demás les parecieron dos horas—. ¡Espera…! Creo que ya lo tengo… Creo que es un regalo. ¿Se lo mandaron a Anthony Potts, el marchante, ya hace muchos meses?… Lo llamaré a ver qué dice. Nos regalan muchos, especialmente artistas noveles que quieren exponer en un sitio como este… Ya saben, aquí viene gente muy influyente que puede hacer mucho por el autor de un cuadro que les gusta. Pero estoy casi seguro, Potts me lo confirmará —dijo, cogiendo su móvil.
—Es fundamental que sepamos quién ha pintado este cuadro. Y si hay más cuadros de ese tipo en la mansión. Pregúntele a ese tal Potts, Alexander, por favor. Porque la presencia de Patricia Janz indica que el Artista primero pinta a las mujeres de la hermandad y luego las convierte en sus víctimas. Sir Thomas —la voz de Sanjuán indicaba cada vez más urgencia—, hay que llamar a Sue. ¡Hay que avisar inmediatamente a todas las mujeres de la hermandad! Están en peligro. Todas tienen que tomar precauciones extra. Pueden estar en el punto de mira del asesino en cualquier momento. ¡Por Dios, hay que hacerlo ya! Tiene que dejarse de anonimatos y permisos de la junta directiva. ¡Llámela y convénzala!… —Sanjuán empezaba ya a hartarse de tantas demoras imposibles. Miró a Evans en busca de ayuda. Este asintió con un gesto.
—Sir Thomas, la situación está bastante clara. En este momento, ustedes son el blanco de un asesino. Lo siento mucho por su hermandad, pero no van a tener otro remedio que avisar a todo el mundo. Incluso puede que en esta casa haya más cuadros en los que ese hombre refleje su próximo objetivo.
Sir Thomas se acarició la barbilla con gesto adusto.
—Tienen razón… No insistan. Voy a llamarla ahora mismo. Esto es una cuestión de vida o muerte. No hay más que decir.
* * *
Londres, Notting Hill, 18:45 h
Anthony Potts metió los dedos entre el cabello mojado de aquel hermoso apolo que había conocido en un lugar de ambiente la noche anterior, mientras el agua de la ducha corría, hirviendo, entre los dos. Acarició con la esponja empapada la espalda definida del joven, que lo miró con la lascivia típica que ofrece la juventud atrevida y fogosa. Se besaron, intercambiando lenguas con sabor a champú de avena.
Potts escuchó el sonido del móvil dentro del bolsillo de sus vaqueros y protestó. Justo en ese momento… Iba a salir de la ducha su puta madre, pensó.
Siguió con su tarea, explorando los recovecos apetecibles de Vincent con absoluto abandono. Ya llamarían más tarde, si es que les daba la gana de hacerlo.
* * *
—He hablado ya con Sue. Está de acuerdo. Va a avisar a todas las chicas que pueda, especialmente a las que viven en Londres, pero no tiene todos los teléfonos, ni todas las direcciones de correo. Los tiene Mark Cummings, va a intentar ponerse en contacto con él inmediatamente. —De repente, sir Thomas se dio cuenta de lo complicado que era acceder a los miembros de la hermandad. Habían guardado tanto el anonimato que aquello se había convertido en un rompecabezas sin solución.
—Potts no contesta, el muy cabrón. —Alexander miró el móvil, cabreado—. ¡Joder, contesta, coño! Voy a mandarle un SMS. A ver si puede leerlo…
—No podemos perder más tiempo. Hay que buscar algún otro cuadro del Artista en Garlinton. A lo mejor hay más de uno. Hay que mirar por todas partes. Alexander, cariño, procura hacer memoria. Tú tienes que saber más o menos dónde están los cuadros… —Sir Thomas estaba ya totalmente sobrepasado.
—No todos, por desgracia. Algunos los han colocado los decoradores, ya lo sabes, Tom. —Miró hacia los demás—. Nos hemos gastado un pastón en decoradores, la verdad. La mansión es muy grande y yo no pude supervisarlo todo. Hemos querido convertirla en una especie de museo… Dios. No sé dónde puede haber más cuadros de ese estilo… estoy bloqueado. Joder. Potts, cabrón. ¿Quieres contestar de una vez?
—Calma. Vamos por partes. —Sir Thomas, recuperado el aplomo, intentó calmar a su marido, que empezaba a parecer un remolino de histeria—. Llama a los decoradores, si hace falta, y pregúntales. Mientras, nosotros seguiremos buscando. Hemos revisado ya los dos pisos superiores. Nos quedan la planta baja, las mazmorras, las caballerizas, la casa de la servidumbre y el pabellón de caza. Venga, manos a la obra. No hay tiempo que perder.
* * *
Londres, Kensal Green, 19:15 h
Un relámpago iluminó durante unos instantes Kilburn Lane. Las nubes que cubrían el cielo eran tan espesas que parecía de noche. Luego, el trueno retumbó por toda la calle, haciendo saltar las alarmas de varios de los vehículos que estaban allí aparcados. El Artista metió con cuidado el ramo de rosas rojas dentro de una funda de plástico. No podía arriesgarse a que el agua de lluvia las estropeara. Cerró la cremallera y se quitó la mascarilla de la boca. Respiró el aire purificado de tormenta que entraba por la ventanilla, libre de contaminación, de humo, gracias a la lluvia.
Notó cómo todo su cuerpo se tensaba.
Estaba listo. Había llegado la hora.
* * *
Garlinton Manor, Oxfordshire, 19:30 h
Valentina y Sanjuán avanzaron por las caballerizas, mirando los cuadros uno por uno con nerviosismo creciente. La reforma de sir Thomas las había convertido en un enorme salón multiusos, de techo de madera y mesas para banquetes y celebraciones. Ya no quedaban restos de la orgía de la hermandad. El equipo de limpieza lo había arreglado todo al día siguiente, cuando el último de los invitados salió por el portón. Valentina contestó al teléfono: era Evans comentando que en las mazmorras no parecía haber ningún cuadro parecido a los del Artista.
—Evans dice que abajo no hay nada. —Valentina tropezó al meter uno de los altos tacones en una junta del suelo de piedra. Sanjuán, al verlo, esperó por ella—. Definitivamente, esto de los stilettos no está hecho para la labor policial, Sanjuán… —Valentina sonrió forzadamente y se apoyó en el criminólogo. Se inclinó y se quitó los zapatos. Luego se quejó con expresión culpable—. Estoy harta. Prefiero ir descalza…
Javier Sanjuán miraba asombrado todo el proceso. Aquella mujer siempre le sorprendía.
—¿Quieres que le pidamos a sir Thomas algo para tus pies? Puedes hacerte daño… Te recuerdo que aquí se celebró una fiesta hace un par de días. Pueden quedar restos de cristales…
—No hay tiempo para eso —Valentina le urgió—. ¡Vamos!… —Sanjuán no se movió, mirando primero los pies de Valentina y su cuidada pedicura y luego a ella—. De verdad, Sanjuán. Tendré cuidado. Apúrate. Nos falta mirar aquella pared y luego el pabellón de caza.
Valentina acabó por darle la razón a Sanjuán cuando atravesaron el camino de gravilla hacia el coqueto pabellón de caza. Pisó una piedra puntiaguda y soltó un sonoro «¡Joder!», mientras cojeaba durante un momento. Pero apuró el paso y optó por meter los pies en el suave césped húmedo para no hacerse daño.
El pabellón de caza era un pequeño palacete de dos pisos, de corte neoclásico, con un tejado verde a dos aguas. Las puertas estaban abiertas, y dentro había una mujer joven de cabello castaño con un uniforme azul claro quitando el polvo con un plumero, y un hombre calvo subido en unas escaleras limpiando cristales. Sanjuán llamó a la puerta y entró sin más, seguido de Valentina, que se sacudió los pies con las manos, llenos de briznas de hierba.
—Espera un segundo, Javier. Tengo que limpiarme un poco los pies…
—¿Son españoles? ¡Vaya, qué casualidad! —La mujer dejó de limpiar el polvo y les sonrió—. Yo también. Soy de Lugo… me llamo Sabela.
—Yo soy de La Coruña. ¡Qué casualidad, somos casi vecinas! Me llamo Valentina… y él es Javier. —Valentina meditó un instante. Luego le preguntó. No tenía nada que perder—. Tenemos un problema. Estamos buscando un cuadro determinado, y no sabemos por dónde empezar. Este pabellón es más grande de lo que parece, ¿no? ¿Podrías servirnos de guía?
—No se preocupen, yo puedo ayudarles. Manolo y yo llevamos más de seis meses aquí de guardeses. ¿Cómo es el cuadro que estáis buscando? Puedo presumir de conocerlos todos… no en vano los limpio todos los días…
Sanjuán contestó, pensando con rapidez.
—Ese es el problema. Que no sabemos cómo es el cuadro. Lo único que podemos intuir es que tiene que haber un retrato femenino en él…
—Bien. Eso es algo… En el piso de arriba, en la habitación principal, hay dos retratos femeninos, una señora muy elegante de pelo blanco, con un perrito en los brazos, un cuadro precioso… y otro, más recargado, con una chica en un columpio… todo con mucho colorido, ya me entendéis…
El hombre que limpiaba los cristales dejó su tarea y también intervino.
—Hay más retratos en la habitación más pequeña, la que está orientada hacia el oeste, y también en el salón… pero no me suena que haya ninguna mujer… ¿no, Sabela?
Valentina y Sanjuán no esperaron la contestación y subieron las escaleras, casi sin respiración. Primero fueron a la habitación principal. Efectivamente, había dos retratos femeninos. Pero ninguno parecía obra del Artista. Valentina se acercó a comprobar la firma. Ambos la tenían en la parte inferior derecha. Salieron de la habitación y recorrieron las otras habitaciones. Nada. Sanjuán estaba ya un poco harto de ver ciervos perseguidos por jaurías de fauces hambrientas y de antepasados de sir Thomas, los rostros altivos eternizados de aburrimiento.
Oyeron a Sabela hablarles desde el piso de abajo, pero no entendieron lo que quería decirles.
Cuando al fin bajaron, Sabela les comunicó que había tenido una idea.
—Hay un cuadro bastante grande en el sitio que sir Thomas llama «el armero». Tienen que salir por la puerta principal y dirigirse por un camino de tierra hacia la parte de atrás. Es un cuadro llamativo. A mí me encanta… lo que ocurre es que… bueno, a la mujer del cuadro no se le ve la cara: tiene el rostro tapado… no sé si les servirá de algo.
Sanjuán cogió de la mano a Valentina y tiró de ella, arrastrándola hacia la puerta.
* * *
Londres, Notting Hill, 19:45 h
Potts contestó al teléfono con evidente tono de cabreo. Estaba desnudo, con el pelo rubio mojado y harto de que el soniquete del móvil y los mensajes de texto interrumpieran el polvo del siglo que tenía ya reluciente, limpio y metido en la cama, esperando por él.
—Joder, Alex. Por un día que consigo echar un polvo… ¡Si no fueras uno de mis mejores clientes, te soltaría una buena reprimenda!
—Potts. Escúchame un momento. Es urgente. ¿Te acuerdas del cuadro ese que parece la recreación de una miniatura de Nichollas Hilliard, pero en formato grande?
—Espera… sí. Sí, me acuerdo, el del hombre joven con una miniatura en la mano, un cuadro remarcable, precioso. ¿Por? ¿Qué ha ocurrido?
—¿Recuerdas de dónde ha salido?
—El cuadro fue un regalo que os enviaron de forma anónima hará más de medio año. Me pareció muy bueno, así que no lo dudé. El que lo mandó quería que formase parte de la colección de Garlinton. La única condición del regalo era que se expusiera allí.
—Ya, entiendo. Eso más o menos lo tenía controlado… ¿Sabes si mandó más cuadros parecidos a ese?
—Sí. Mandó otro. Hace poco, además. Espera un segundo, que mire en el libro de entrada y te digo el día en que lo envió…
—Escucha, Anthony. Lo que quiero es que… ¡Joder! ¡Anthony! ¡Cojones! —Miró a su marido y a Evans, con desesperación—. ¡Se ha ido el muy cabronazo, a ver no sé qué libro de entrada! Potts. ¡¿Quieres contestarme de una puta vez?!
* * *
La armería tenía un solo cuadro, colgado en la pared. La sala estaba llena de estanterías con antiguas escopetas, enormes espadas colgadas, cabezas de ciervos y gamos disecados y varias armaduras que podían remontarse a la época de Enrique VIII. Valentina y Sanjuán avanzaron con lentitud hacia el fondo de la habitación.
Valentina observó el cuadro y luego miró a Sanjuán, que se rascaba la barbilla con ademán perplejo.
—Tiene que ser este. Fíjate, no tiene firma. —Sanjuán señaló la esquina inferior derecha. Estaba vacía—. Pero… ¿Qué coño está describiendo?
Valentina volvió a mirar el lienzo a la vez que cogía el teléfono para llamar a los demás. No cabía duda de que era el estilo de los otros cuadros, pero con sutiles variaciones. La llama brillante del cabo de una vela iluminaba el cuerpo curvilíneo, casi serpenteante, de una mujer de cabello oscuro, recogido en un moño sujeto con pequeñas flores rojas. La dama se tapaba el rostro con el dorso de la mano, en una postura dramática exagerada, similar a las que adoptaban las actrices en las películas de cine mudo. En la otra mano, empuñaba una daga afilada y llena de sangre. La guarda del puñal presentaba un escudo que a Valentina se le hizo muy familiar: sobre un fondo de color bermellón, dos llaves, una de oro y otra de plata entrecruzadas, coronadas por una tiara dorada. Las gotas rojas, brillantes, de sangre fresca, caían desde la punta del puñal sobre el vestido blanco y negro de corte imperio, y también sobre la boca abierta de un hombre tirado en el suelo, muerto. El hombre iba vestido con una levita napoleónica. Su rostro congestionado y los ojos abiertos sin expresión ni vida mostraban al espectador la agonía de la muerte.
Colgado del cuello, la mujer llevaba un colgante que parecía también una gota de sangre, pero que era en realidad una pequeña rosa roja con un rubí.
El fondo del cuadro mostraba un amanecer amarillento formado por llamas dibujadas de forma sutil, y a lo lejos, el perfecto contraste lo daban la silueta negra de un ángel que enarbolaba una espada, y una gran cúpula con una cruz.
Sir Thomas, Alexander y Evans llegaron a los pocos minutos.
—Ya hemos hablado con Potts. Los dos cuadros son regalos anónimos. No tiene ni la más remota idea de quién es el autor. Es muy bueno, espectacular… Y tiene razón. Este cuadro siempre me ha encantado. Es uno de mis favoritos… —Alexander miró la pintura, fascinado—. Por eso lo colocamos aquí.
—¿Alguien tiene alguna idea de qué significa o a qué se refiere el cuadro? —Sanjuán no hacía más que darle vueltas a la cabeza, pero no era capaz de asociar la iconografía a nada conocido. Ni a un cuadro, ni a una escena bíblica… nada—. La mujer… no se le ve la cara… ¿Hay alguien en la hermandad que pueda parecerse en algo a ella?
Sir Thomas se esforzó por comparar la figura con alguna de las chicas de El Ruiseñor y la Rosa.
—No, creo que no… chicas con el pelo castaño o negro hay muchas… Valiente cabrón. En realidad puede ser cualquiera…
—¿Y si le mandamos la foto a Sue? A lo mejor Sue puede decirnos algo…
* * *
Londres, Kensal Green, 19:55 h
Floria se miró al espejo, contenta con lo que veía. Sonrió. Lo único que desentonaba un poco eran los zapatos de salón que tenía obligatoriamente que ponerse, por culpa de la lluvia. Hubiese preferido mil veces sus finas sandalias de tiras. Pero el vestido era divino y solo le había costado setenta libras. Lo bueno de la lluvia era que le obligaba también a llevar una chaquetilla de lentejuelas, y así, de paso, podía tapar los moratones y las marcas que le había infligido el cabronazo de Anido. Las otras veces las había lucido con orgullo; esa vez no. No lo había pasado bien. No quería que Charles las viera e hiciera preguntas indiscretas.
Bajó al estudio a por un bolso pequeño a juego. ¿Dónde lo había puesto? ¿Y el paraguas? Se quedó quieta un momento, pensativa. Luego miró su pequeño reloj de pulsera de Swatch. Le quedaban diez minutos para salir pitando y coger el metro. Si tardaba más, tendría que coger un taxi…
* * *
Garlinton Manor, Oxfordshire, 20:00 h
—Sue dice lo mismo: puede ser cualquiera de las chicas. Casi todas tienen el pelo castaño y largo… —Evans suspiró con ansiedad—. Dice que concretemos más. Que con eso no puede saber quién puede ser.
—Vamos a ver. —Sanjuán intentó poner algo de orden—. Una mujer vestida como Josefina, que acaba de matar a un hombre a puñaladas. ¿No le suena a nadie? No. Bien. ¿Carlota Coday, la asesina de Marat? No, Marat murió en una bañera. Y este hombre no está en una bañera… Vamos a verlo desde otro punto de vista. A lo lejos hay una cúpula y un ángel. ¿Dónde hay cúpulas y ángeles?
—¿En Praga, por ejemplo? —Alexander apuntó, sin mucha convicción.
—¿Praga? Sí, puede ser. O Viena… o Budapest… —Sanjuán se desesperó—. Europa está llena de ciudades con cúpulas. Podemos buscar en internet…
Valentina le daba vueltas en su mente al pequeño escudo de la daga. Había visto aquella imagen mil veces. En el colegio de monjas, seguro. En cientos de sitios. Claro. Por favor…
—Es el escudo del Vaticano. Fijaos: la tiara, las llaves de san Pedro…
—¿Qué? —Sir Thomas se acercó al cuadro para ver mejor—. ¿Dónde está el escudo del Vaticano?
—En la guarda de la daga —Valentina lo señaló con el dedo—. Es el escudo del Vaticano. Está muy claro, ¿no? Por lo menos para mí.
Sanjuán se dio una palmada en la pierna.
—¡Pues claro! ¡El Vaticano! ¡El ángel con la espada es el que está en el Castel Sant’Angelo! ¡La cúpula del Vaticano! ¡Es Roma, joder!
Valentina asintió, sin quitar la vista de la mujer del cuadro.
—Es Roma. En efecto —miró a Sanjuán, con los ojos brillantes—, pero la cúpula no es la de San Pedro. Es la de la iglesia de Santa Andrea della Valle. Ahora ya sé lo que significa el cuadro. ¡Es Tosca! —Valentina asentía mientras todo cuadraba en su mente—. El cuadro representa la ópera de Puccini… ¡Tosca! —Se giró ansiosa hacia sir Thomas—. ¿Hay alguna cantante de ópera en la hermandad? ¿O… no sé, alguna mujer italiana?
Sir Thomas palideció mientras cogía el teléfono para llamar a Sue.
—Sí, efectivamente, hay una chica con esas características. Se llama Floria. Es romana. La nueva pareja de Jaime Anido. Precisamente, la chica a la que agredió Jaime el otro día… Es cierto. Es Tosca. ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos? Lo hemos colgado aquí sin fijarnos siquiera en lo que había pintado…
—Floria. ¡Es ella, sin duda! El nombre del personaje de la ópera es Floria. Floria Tosca… Muere al final de la ópera precipitándose al Arno desde el Castel Sant’Angelo… El Artista no ha podido ser más claro. —Valentina respiró al fin, resignada porque había que enfrentarse a la amenaza de otro crimen inminente, y tiró los zapatos al suelo en un gesto de abandono. Luego se los colocó de nuevo en los pies, con un suspiro de dolor.
Sanjuán se mordió el labio y asintió. Una ópera seguía la lógica del asesino de tocar todos los palos artísticos.
—Menudo cabrón… Tosca, como Salomé, como Juana de Arco, Ofelia o Lucy Westenra… todas mueren de una forma salvaje y dramática… al igual que sus víctimas.
* * *
Londres, Bloomsbury, 20:05 h
Sue buscó con ansiedad el teléfono de Floria. Había que avisarla cuanto antes. ¿Dónde podía estar? En la agenda en su despacho, seguro. Corrió hacia la mesa y se sentó en la silla giratoria. Revolvió los cajones hasta que se dio cuenta de que la agenda de la hermandad estaba dentro de un cajón cerrado en el escritorio del salón. Había ido varias veces a la tienda. Y su correo electrónico, seguro que también. Si no, llamaría a Mark Cummings.
«La llave. Por favor. ¿Dónde he puesto la llave?». Sue buscó de nuevo en los cajones de su despacho, sacando papeles y todo tipo de cosas inservibles que nunca hubiera imaginado, hasta que encontró la pequeña llave del escritorio dentro de una cajita de plástico de color amarillo.
Cuando consiguió averiguar el número, sus dedos temblaban al macar las teclas, al tiempo que rezaba para que Floria lo cogiera de inmediato.
* * *
Londres, Kensal Green, 20:10 h
El Artista se acercó al portal, bajo la lluvia. En sus manos llevaba el ramo de flores cubierto por la bolsa de plástico negro. Al llegar al porche cubierto, sacó las flores de la bolsa y las dejó a la vista, lejos de su rostro. Su dedo enguantado se dirigió hacia el timbre de la puerta.
El teléfono sonó en el piso de arriba. Floria subía ya a contestar cuando el viejo timbre de la puerta atronó el apartamento con su sonido anticuado. ¡Cazzo! Iba a llegar tarde al concierto si se retrasaba un segundo más. Dudó qué hacer. Subió corriendo y miró el móvil: era Sue Crompton.
Floria vaciló un segundo, pero en ese momento no estaba de humor para hablar de cómo se sentía; seguro que Sue llamaba para interesarse por ella; no quería perder un tiempo precioso en una charla que en ese instante no le apetecía en absoluto. La llamaría al día siguiente. Así que decidió atender la puerta.
Floria bajó las empinadas escaleras con cuidado. Primero miró por la mirilla para asegurarse de que el que llamaba no fuera un vendedor o publicidad. Un gran ramo de enormes rosas rojas ocupaba parte de la lente, medio empañada por los años. Palmoteó, encantada. A lo mejor eran de Charles…
Abrió la puerta. Mojado por la lluvia, había un hombre de intensos ojos claros, cubierto por una gorra y vestido con un chubasquero amarillo, que sostenía en sus brazos un enorme ramo de rosas rojas. Entró en el pasillo del hall, avanzando unos metros.
Floria miró el ramo con admiración contenida.
—¿No se habrá equivocado? Es que no espero ningún ramo de flores…
—Usted es Floria di Nissa, ¿no? —El hombre acercó las rosas a su nariz—. Son para usted. Son preciosas. —El hombre se acercó todavía más a Floria, clavando las flores en su rostro de forma agresiva—: Huélalas. Aspire su aroma. Jamás le han regalado unas rosas tan bellas como las que hay en este ramo, se lo aseguro… —Se las entregó súbitamente. Antes de que cayeran al suelo, Floria las cogió en sus manos, estrujando el envoltorio de papel de estraza.
De repente, notó que sus piernas empezaban a flaquear. Olió el embriagador aroma de las rosas, un olor extrañamente dulce y penetrante, distinto a todo. Se mareó y sintió náuseas. Sus ojos desenfocados vieron a aquel hombre cerrar la puerta de entrada y acercarse a ella. La agarró con delicadeza antes de que cayera al suelo.
Floria notó cómo el ramo se deslizaba de sus manos. Intentó cogerlo, pero no pudo. No tenía fuerza en las manos. Algún pétalo se desprendió de la flor.
Luego, nada más. Solo aquella mirada obsesiva que pareció acompañarla hasta la más profunda sima del sueño, y la intuición íntima e inexplicable de que, al despertar, nada volvería a ser como antes.