Domingo, 13 de junio
Valentina se revolvía en la cama, inquieta. Soñaba. El largo vestido de novia, muy anticuado, le venía grande. Intentaba ajustarlo a su cuerpo, pero era imposible. Se caía una y otra vez, primero un hombro, luego el otro. Una de las mangas transparentes se rompió solo con tirar de ella con suavidad. La tela era áspera y amarillenta como la de una mortaja ya usada mil veces. Con la manga en la mano se desesperó: solo quedaban unos minutos para la boda. Su madre entró con prisa, con un pequeño ramo de flores en la mano: margaritas, violetas, rosas rojas como la sangre y pálidas también, nomeolvides, narcisos y una gran amapola con el corazón negro. Valentina agarró el ramo, que se desmoronaba entre sus manos, mientras su vestido se caía una y otra vez, impidiéndole avanzar. Su madre la agarró de la mano y la arrastró con fuerza hacia el altar de la pequeña iglesia románica, sin importarle si podía correr con aquel vestido enredándose entre sus piernas. Iba descalza y los guijarros afilados en el suelo frío le hacían mucho daño. Sus pies estaban ensangrentados cuando llegó al altar, que estaba gris, sucio de polvo. Valentina pudo ver perfectamente un cáliz de oro sobre la superficie de mármol. Su padre estaba allí, muy elegante, y podía andar. Su hermano permanecía apoyado en un uno de los asientos de madera: con semblante huraño la avisaba con gestos para que huyese del altar. Al lado de su padre, Sebastián Delgado repartía puros entre los fieles que estaban sentados en los bancos. Pedro Mendiluce la esperaba con un anillo en la mano y una sonrisa encantadora. Era el padrino de boda.
Valentina intentó escapar de la iglesia, pero su madre la agarraba con manos de hierro crispadas en sus brazos. Gritó cuando vio al Charlatán acercarse a ella, los ojos brillantes de lujuria, vestido con un frac negro y una enorme datura blanca en el ojal. Cuando su madre la hizo aproximarse con fuerza sobrehumana hacia él, a pesar de su resistencia, que resultó en vano, hasta casi tocar la flor, Valentina se despertó jadeando, con el corazón golpeándole el pecho. Miró el despertador. Eran las siete de la mañana. Había dormido solo tres horas.
Hacía casi un año que se había librado de las pesadillas, por fin. O eso creía ella. Hasta esa noche. No podía permitirse volver a caer en el tiovivo del insomnio. Le había costado demasiado salir de todo aquello como para retroceder otra vez al punto de partida.
Se levantó, todavía en un estado semionírico. Abrió la puerta de su habitación con sigilo y se asomó al pasillo, que permanecía en completo silencio. ¿Por qué los seres a los que más amaba compartían la pesadilla con sus peores demonios?, se preguntó con angustia. No entendía aquel sueño. Pensó que habría una relación entre volver a tener la pesadilla y la tensión que le producía el caso que entonces acaparaba todas sus energías. Luego tendría que llamar a su amiga Helena… a lo mejor ella podía explicarle algo.
Cuando entró en la ducha y sintió, complacida, cómo el agua tibia se perdía en todos los pliegues de su cuerpo desnudo, agradeció aquel ritual, como si de esa forma pudiera purificarse, borrar toda la inmundicia con la que tenía que enfrentarse.
Ya en Lonzas, una hora después, Valentina llamó al móvil de Sebastián Delgado para pedirle que acudiera a la comisaría. Lo despertó. La inspectora había sido parca en palabras pero convincente al transmitirle la idea de que le convenía acudir a la cita. Delgado, bien conocedor de la psicología humana en lo que a tratar con la policía se refería, entendió que se evitaría problemas si accedía a ver a Valentina, así que quedó con ella a las doce y media.
Sebastián Delgado acudió a la cita vestido con unos elegantes vaqueros negros, una camisa de finas rayas blancas y rojas y una chaqueta azul marino de Burberry. Quería dar la impresión de seguridad, y en realidad él se sentía muy seguro de sí mismo, aun contando con el mal rato que la inspectora iba a hacerle pasar por todo el asunto de su hermano, aquel mequetrefe que fastidió con sus celos ridículos la despedida de soltero de Carolo, y por ende, un cierto beneficio económico que esperaba obtener. Pero Delgado, que había crecido en la vida marginal de La Coruña, a la que fue arrojado por un padre que se olvidó de su existencia cuando él apenas tenía ocho años, sabía cómo adaptarse a las circunstancias comprometidas cuando era necesario. Y tenía claro que un enfrentamiento con la Negro no le era conveniente en absoluto, porque su instinto —que había aprendido a afilar desde temprana edad en las calles y reformatorios— le decía que ella era una mala enemiga. Mendiluce se lo había dejado muy claro, y Delgado rara vez desoía sus consejos. No solo porque lo admirara como un triunfador al que deseaba desesperadamente emular, sino porque le reconocía una inteligencia que él comprendía que no estaba a su alcance.
Delgado apareció en el despacho de Valentina acompañado de un policía. Esta le dio las gracias y pidió al secretario de Mendiluce que se sentara enfrente de su mesa.
—Gracias por venir, Delgado. Un domingo por la mañana, me hago cargo de que es un engorro.
Sebastián miró las tenues pero profundas ojeras de la inspectora. Seguro que había pasado una buena noche después de la fiesta, la muy zorra.
—No hay de qué, inspectora.
—¿Tiene idea de por qué quería verlo? —El tono de la voz era neutro, casi informal.
—A decir verdad… —Delgado no quería parecer sumiso, pero pensó que era mejor contemporizar y pasar página pronto—, supongo que tiene que ver con el desgraciado incidente con su hermano. Créame, inspectora, todo fue un malentendido… Había mucha gente, todo estaba confuso y pensé que alguien se metía con la chica que bailaba… Comprenda, yo…
—Déjelo, Delgado. —Valentina lo interrumpió; su compostura era del todo profesional, y no traslucía emoción alguna que revelara que había sido su hermano quien había recibido una paliza—. No lo he llamado por eso. Por ahora nadie ha presentado cargos, así que por mí el asunto está cerrado.
Delgado la miró, desconcertado. Estaba convencido de que su visita a Lonzas tenía relación con el incidente en el pub. Todas las alarmas sonaron, atronadoras, en su cerebro de reptil. Instintivamente, se puso en guardia.
—No entiendo, entonces… ¿Qué quiere, inspectora…?
—Es muy fácil, Delgado. Quiero saber por qué me mintió el otro día en casa de su jefe cuando me dijo que no había visto nunca a Lidia Naveira. —Valentina había decidido realizar un interrogatorio directo y sin concesiones. Primero, porque pensaba que era el mejor sistema para acobardarlo, pero también, y en un segundo lugar muy próximo al primero, porque en el fondo de su ser ansiaba verlo agonizar.
—¿Que yo le mentí…? —Delgado puso cara de inocencia y de sorpresa lo mejor que pudo, aunque él bien sabía que aquella era una partida perdida de antemano.
—Delgado. —El rostro de Valentina se endureció—. No me haga perder el tiempo ni paciencia. Tenemos testigos fiables que lo vieron a usted discutir varias veces con Lidia en los aledaños de su casa, y otras veces recogerla y llevarla. Espero una explicación…
Delgado comprendió que había cometido una imprudencia dejándose ver, fuera del coche, en casa de Lidia, pero en aquellos momentos no tenía forma de saber que ella iba a morir asesinada. ¡Vaya mierda! Delgado acusó el impacto, y por un momento su cara reflejó estupor. ¡Siempre tenían que pasarle a él ese tipo de movidas! Pero pensó rápido, así que de inmediato puso su mejor sonrisa y dijo:
—Está bien inspectora… Es verdad, el otro día me asusté… ¡Joder, tiene que entenderlo! Un crimen así… lo primero que me salió de la boca era decir que no la conocía… Además, no quería que mi jefe pensara que me había metido en algún lío, ya me entiende…
—Delgado, de verdad… —Valentina negó con la cabeza, escrutándolo con la helada mirada gris—, no me parece de naturaleza tan asustadiza… Pero digamos que por ahora me creo esa explicación. Queda por saber su relación con ella. —Valentina no quería darle la ventaja de que supiera que ella estaba al tanto de las orgías de su jefe que él ayudaba a preparar, y por lo tanto no podía presionarle en ese punto.
—Bien, la verdad es que la conocía del Golden Fish… ya sabe, la discoteca de Santa Cristina… ella iba con frecuencia con amigos, y yo también… Nos veíamos, nos lo pasábamos bien, ya sabe, ella era una chica muy desenvuelta. —Delgado se arrepintió al instante de haber dicho eso, sugiriendo frivolidad en el carácter de la fallecida—. Quiero decir, muy sociable… Yo conseguí su teléfono y la llamé, quedamos cinco o seis veces… eso fue todo. Poco más.
—¿No le pareció un poco joven para usted? —preguntó Valentina con cierta ironía. Se daba cuenta perfectamente de que Delgado soltaba una mentira detrás de otra.
—Bueno sí, la verdad… pero yo nunca pretendía… ya sabe… nunca me lo hubiera planteado. —Delgado hubiera dado mucho dinero en ese momento por tener el don de palabra y de convicción de Mendiluce—. Simplemente me caía bien, era muy divertida. Salíamos a tomar algo, a dar una vuelta, ya sabe. Nada más…
—¿Dónde estuvo la mañana del viernes día cuatro, entre las siete y las nueve? —Valentina le dio a entender, con ese cambio de registro, que no se había creído ni media palabra de su explicación. Pero para esa pregunta Delgado estaba sobradamente preparado, aunque decidió mostrar una cierta indignación.
—¡Joder, inspectora…! ¿No creerá que yo tengo algo que ver con su muerte?
—No creo nada, Delgado. Por ahora, lo único que sé es que me ha mentido. Conteste, por favor.
—Bien, pues resulta que estaba en Madrid, viendo una galería que tiene unos cuadros que le interesan a Mendiluce, y de paso visitando a algunos amigos… Bien. Llegué a Madrid la noche del jueves y… —sonrió ligeramente al decir esto— por supuesto le puedo darle los nombres de las personas que lo atestiguarán. Que son muchas, además.
—Está bien. —Valentina no movía un solo músculo de su cara—. Llame mañana a comisaría para dar esos nombres y pregunte por el agente Bodelón, él sabrá qué hacer. Otra cosa… No tendrá usted idea de por qué la mataron, ¿verdad? Lo digo porque usted parece conocer a todo el mundo aquí, se ve a las claras que usted es muy popular —Delgado acusó el tono de hostilidad con que su interrogadora dijo esto último.
—¿Cómo voy a poder imaginar una razón para un crimen así? ¡Por Dios, inspectora, si era solo poco más que una niña!
«Hijo de puta», pensó Valentina, pero no lo traslució al exterior.
—Quiero decir que usted se mueve en el mundillo del arte, ya sabe, donde hay gente bastante rara… y supongo que ya ha leído el periódico de hoy. —Valentina le puso delante un ejemplar de La Gaceta de Galicia, con el especial dedicado al «crimen de Ofelia»—. El asesino parece muy aficionado al arte…
—Sí, ya lo vi en los periódicos… pero, en serio, inspectora, quien la haya matado no es alguien que frecuente los círculos donde yo me muevo. Créame, lamento mucho que la hayan asesinado, era una chica estupenda. —Y al decir esto Valentina apreció un tono que la desconcertó, como si el guardián de un degenerado como Mendiluce pudiera sentir de verdad la muerte trágica de una chica que, por muchos errores que hubiera cometido, hasta muy poco tiempo antes de ser asesinada había estado jugando con muñecas.
—Bien… Creo que eso es todo… —Delgado empezó a levantarse, pero no terminó de hacerlo—. Espere, una cosa más. ¿Qué le dice el nombre de Lobo Feroz? Por supuesto, no me refiero al cuento…
Entonces Valentina sintió una punzada en el estómago: veía en los ojos de Delgado que estaba tocado de verdad. Ese cabrón sabía lo que le estaba preguntando.
—¿Lobo Feroz…? No entiendo, inspectora… —Valentina se quedó esperando que hablara más; Delgado continuó después de varios segundos de un silencio embarazoso—. No… Ni idea de lo que puede significar eso.
Valentina decidió apretar el acelerador.
—Vamos, Delgado, no me joda. —Elevó el tono de su voz, se levantó y se puso de pie a su lado, apoyando una mano en la mesa e inclinándose hacia su interrogado—. Sabemos que Lidia chateaba con un tipo que se llamaba Lobo Feroz. Parecía que ella dudaba, que tenía cierta reserva, como si no quisiera dar un paso en falso… ¿No era usted ese lobo? ¡Mírese! ¿Acaso no es usted el típico guaperas sinvergüenza que va detrás de las jovencitas…? ¿No le ponen las niñas, Delgado? —Valentina estaba furiosa, y se acercó todavía más al rostro de Delgado, totalmente lívido—. ¿Cree que me he tragado toda esa mierda de que usted es un secretario artístico o algo así…? ¡¿Qué sabe en realidad de Lidia Naveira…?! —Valentina se quedó unos segundos junto a Delgado, luego se alejó, recuperó en unos momentos la calma y volvió a sentarse sin apartar la mirada de su turbado oponente.
Valentina esperaba, mirando a Delgado de forma obsesiva, buscando una grieta en aquel cabrón que le diera un indicio, un camino. Este tenía los ojos inyectados en sangre, colmados de odio; los labios le temblaron durante un instante muy fugaz en la cara roja, pero en breves segundos volvió a recuperar una media sonrisa. Delgado se había curtido entre matones, ladrones y policías, y esa escuela se notaba.
Se encogió de hombros.
—Inspectora, no tengo nada que decir. Lo siento de verdad. No sé más de lo que le he dicho. De todos modos… asegúrese de comprobar mi coartada.
—Está bien, Delgado, márchese. Pero si descubro que ha vuelto a mentirme, o si algún día llego a saber que me ha ocultado información que resultara vital para detener al asesino de Lidia, búsquese un agujero profundo y escóndase en él, porque, créame —la voz de Valentina era pura amenaza—, no querrá que lo encuentre.
Cuando Delgado se marchó, Valentina decidió bajar a la cafetería a por un café. Tenía que relajarse. Aquel energúmeno la sacaba totalmente de quicio. Luego subió de nuevo y encendió el ordenador de su despacho. Necesitaba con urgencia dos plazas en un vuelo a Londres. Y también un hotel decente para pernoctar. Nada de bed and breakfast. O al exquisito de Sanjuán podía darle un ataque…
* * *
—¿Cómo estás de tiempo hoy por la tarde? —Lúa puso su voz más absurdamente manipuladora para ver si surtía algún efecto. Como siempre, lo hizo. Notó cómo el gafapasta se derretía desde el otro lado del teléfono.
—¿Para qué necesitas mi tiempo, oh diosa de la belleza? Soy todo tuyo a partir de las cuatro. Tengo que comer con mis hermanos, hoy viene mi abuela de la aldea y va a hacer carne asada…
Lúa lo interrumpió. No le interesaba para nada el menú familiar.
—¿Tú no tenías una canoa en el apartamento de Santa Cruz?
—Sí, efectivamente. Tengo una canoa. Bueno, es de mi hermano Juan, pero la suelo utilizar yo la mayoría de las veces…
—Necesito que me lleves cerca de la cala de Punta Bufadoiro.
—¿Me vas a hacer remar después de la carne asada de la abuela? Cómo te pasas, Lúa Castro… ¿A O Xunqueiro otra vez? Mira que la has cogido con el farito de Mera… ¿No te llegó con lo de ayer por la noche? Casi te congelas. No sé cómo puedes tener ganas de volver.
—Yo te ayudo a remar, no te preocupes. No creo que sea muy difícil, si sabes hacerlo tú, yo también. ¿Te recojo a las cuatro y media en tu casa?
Lúa mordió el bolígrafo con saña mientras pasaba en su ordenador las fotos de la tarjeta de memoria. Estaba orgullosa de sí misma: había conseguido salvarla, al igual que la tarjeta SIM del teléfono. Lo malo era que tenía que volver a comprar otro recambio de aquellos polvos sueltos tan buenos que le habían costado bastante dinero… Pero valió la pena: allí, delante de sus ojos, estaban las fotografías de algunos de los documentos del despacho de Pedro Mendiluce. Y la estatua romana que, según aquellos dos, había salido del yacimiento. A la vuelta empezaría a estudiar aquellas fotos. En ese momento lo importante era rescatar la cámara antes de que se estropease, o alguien pudiese encontrarla allí.
* * *
La doctora Di Maio llegó a la unidad de cuidados intensivos diez minutos antes de la hora, después de dos días de escapada con su marido en Brighton. Se cambió y se dispuso a leer todos los expedientes de los ingresados mientras tomaba un capuchino de la máquina. Le extrañó ver un policía uniformado y armado en la puerta. En cuanto vio a Sally, la enfermera jefe, le preguntó el porqué de la vigilancia.
—Tirotearon a un español ayer por la noche. La policía tiene miedo de que el agresor lo intente otra vez. De todos modos… —Sally negó con la cabeza, desesperanzada— no creo que dure mucho tiempo más. Con las heridas que tiene lo raro es que esté aún vivo.
—Qué desastre… me voy dos días y esto se convierte en un caos. —La doctora intentó quitarle algo de dramatismo al asunto. Sopló para enfriar el café. Si cada vez que un paciente de cuidados intensivos moría iban a deprimirse, su vida podía convertirse en un valle de lágrimas. Sonrió con ternura a su enfermera preferida—. Venga, Sally. Ánimo. ¿Qué más tenemos?
Cuando Sally se decidió a contarle el ingreso de un niño con meningitis aguda que parecía tener una remota esperanza de salvación, la alarma del monitor de Jaime Anido comenzó a sonar con una serie de pitidos intensos e insoportablemente agudos. Sus constantes vitales empezaron a fallar. La frecuencia cardíaca se disparó de forma alocada. Todos corrieron hacia él, un enfermero con el desfibrilador, un médico con una jeringuilla cargada de adrenalina.
Al cabo de casi media hora de intentos infructuosos, desesperados, la doctora Di Maio miró su reloj.
«Hora de la muerte, una y media de la tarde».
El policía encargado de vigilar a Anido llamó inmediatamente al inspector jefe Evans.
* * *
Freddy estaba sentado delante del plato, sin hablar, con la cabeza baja. Durante la comida no había articulado palabra, ni tampoco había sido capaz de tragar ni un trozo de pizza. Valentina había encargado la tropical con piña, su favorita, para animarlo un poco, pero Freddy solo miraba el plato sin dar señales de vida. Valentina y su padre se miraban con preocupación. La hermana rompió el silencio que había reinado desde el principio.
—Freddy… No estás comiendo nada… —Se dio cuenta de la obviedad, pero no encontró otra forma de romper las barreras de su hermano—. ¿Te encuentras mal? ¿Quieres que vayamos a urgencias?
Freddy la miró un instante fugaz y musitó un «no» hacia la pizza, que ya se había enfriado.
—Estoy bien. No tengo hambre, eso es todo…
Enrique Negro movió su silla de ruedas, se acercó a su hijo y lo abrazó.
—Freddy, hijo… ya sé que lo de Irina te ha sentado muy mal… pero no puedes tomártelo así… Ya verás como todo se arregla pronto…
—Por favor. Dejadme en paz. No quiero hablar de Irina. No quiero hablar de nada.
Freddy se levantó de la mesa, tiró la servilleta sobre el plato y se fue a su habitación, dando un portazo.
Valentina lo vio marchar con pena. «Pobre Freddy. Tiene que estar pasándolo fatal. Por no hablar de mi padre… Qué desastre».
—Hija, por favor, habla con él. Nunca lo había visto tan mal desde el accidente. —La cara de Enrique Negro era un poema.
Valentina asintió.
—Después. Después hablaré con él. Ahora déjalo que rumie un poco en su cuarto. Tampoco hay que agobiarlo. Lo ha pasado muy mal.
—No entiendo qué hace saliendo con esa chica rusa, Valentina. De verdad… y no es mala chica, o eso me parecía al principio, pero esto… esto no se puede consentir. Hay un montón de chicas de su edad, españolas, tanto o más guapas que ella, y además, chicas decentes, estudiosas. Chicas normales. No bailarinas de strip-tease o lo que quiera que sea la tal Irina.
—Papá, Freddy es muy joven. Lo superará al fin. Todos hemos pasado esa época horrible del primer amor, las decepciones… en el momento nos parece que vamos a morir de dolor, pero luego aparece otra persona y todo cambia…
—Sí, hija, sí. Pero Freddy… ha sufrido con lo de mamá, ha sido muy duro —suspiró—. Es un chico muy inestable. A mí me tiene confundido. A veces se comporta como un adulto y de repente, vuelve a ser un niño caprichoso. Además, una cosa es que esté enamorado y otra muy distinta que ande por ahí pegándose con la gente por culpa de su novia.
Valentina asintió. Su padre tenía toda la razón del mundo. Y menos mal que el tal Carolo no iba a presentar una denuncia de momento: no quería que su novia se enterara de la naturaleza de la despedida de soltero, y si salía a relucir todo en los juzgados a ella no iba a parecerle precisamente demasiado bien.
—El amor es algo inexplicable, papá. Mientras él siga enamorado, poco podremos hacer. Lo único prohibirle que salga con ella, y no veo la forma de hacer algo así, porque en el momento en que le prohibamos que siga con Irina será mucho peor, ya sabes lo tozudo que es… Es mejor que se vaya mentalizando poco a poco de que Irina no le conviene. La verdad es que va a sufrir mucho si siguen juntos, visto lo visto.
—Eso es lo que tienes que decirle, Valentina. A ti te hace caso, ya lo sabes. Aunque te parezca que no, Freddy te admira mucho.
—Papá, voy a hacer café. Luego hablaré con él, no te preocupes más. —Valentina intentó animar a su padre—. Antes de irme a Londres pienso dejarlo como nuevo… Por cierto… ¿Qué quieres que te traiga de allí?
* * *
Jordi remaba con todas sus fuerzas, mientras Lúa miraba al becario desde la parte de atrás de la canoa. No estaba mal el gafapasta: tenía unos buenos bíceps que se marcaban a través de la camiseta color naranja de Mazinger Z. Y cuando no llevaba las gafas, lo cierto es que tenía unos ojos negros impresionantes. Si no fuera tan freak y tan arrastrado… a lo mejor tenía un polvo y todo.
—Tú dirás, Lúa, dónde quieres que este tu esclavo te lleve con su canoa…
—Jordi, no gastes tu energía con tonterías. Mira, ya estamos llegando al sitio, creo —Lúa dudó un momento—. Gira hacia esas rocas y echa el ancla por ahí cerca…
Lúa se quitó el top de tirantes y el short. Se había puesto el bikini y sonrió al ver al gafapasta mirar hacia ella con asombro al verla de tal guisa. Luego se lanzó al agua sin dudar un momento. Cuando salió a la superficie tras la zambullida, Jordi seguía con los ojos abiertos como platos.
—Jordi, tengo que coger unas cosas ahí arriba, en las rocas. En cuanto te haga una señal, te acercas todo lo que puedas y me echas una mano. ¿Ok?
—De acuerdo, mi sirena. Haré todo lo que tú me digas sin dudar un instante… —El becario sonrió como si fuera el esclavo preferido de la princesa, que era justamente como se sentía en aquel momento.
* * *
Desde su biblioteca, situada en un torreón que, por supuesto, había construido sin los pertinentes permisos municipales, Pedro Mendiluce había seguido con curiosidad las evoluciones de la canoa que había pasado por delante de su pazo. Encendió uno de sus Cohiba mientras miraba por el amplio ventanal que ofrecía unas vistas espectaculares de toda la bahía de Mera.
Cuando observó que la canoa se estaba acercando demasiado a un punto concreto, se acercó al telescopio que tenía estratégicamente situado para ver las chicas guapas en la playa y lo ajustó. En la barca había un hombre y una mujer: a la chica creyó reconocerla. Parecía la periodista de sucesos de La Gaceta, la que había ido a la fiesta, pero no estaba seguro del todo. Luego ella se desnudó (cosa que él agradeció con un breve soplido) y se tiró al agua en bikini. Por lo visto, la hija de su contacto en la Nacional era una mujer de bandera… quién iba a decirlo.
Lo siguiente que vio no le hizo demasiada gracia. Habían gastado mucho dinero reconstruyendo el túnel para que llegase algún curioso a merodear por la zona. La mujer subió por las rocas hasta llegar casi a la altura de la salida del túnel. Pero se detuvo antes y se metió detrás de unos arbustos. Ahí la perdió de vista por un rato. Luego salió de nuevo y bajó con agilidad hasta el agua, en donde esperaba ya la canoa, muy cerca de las rocas. Ella le dio algo al chico y se metió en el agua. Se subió de nuevo a la barca, que inició su lenta marcha hacia la playa de Mera.
Mendiluce le dio una larga chupada al Cohiba y volvió a sentarse en su butaca preferida. Aquella visita le había dado mucho que pensar. No le gustaba que la gente anduviese husmeando por sus propiedades. Tendría que tomar medidas para evitarlo.