Pedro Mendiluce observó, pensativo, el anillo de su Cohiba mientras las volutas de humo espeso subían hacia la gigantesca lámpara de techo en forma de medusa que había hecho llevar especialmente de Murano. A su alrededor, el enorme almacén de la planta baja del pazo que habían habilitado como sala de exposiciones bullía de actividad: la orquesta de cámara estaba situada al fondo, en una pequeña tarima de madera, y ya se podía escuchar al oboe dando el tono de afinación y el sonido caótico de los demás instrumentos ensayando escalas y frases musicales. Chefs y camareros completamente vestidos de negro con mandiles inmaculados preparaban las mesas que mostraban especialidades culinarias de todo tipo. Había desde un hombre dedicado exclusivamente a servir sushi recién hecho hasta una mesa con todo tipo de pan artesano y quesos importados de Francia e Italia. Los camareros colocaban grandes velas aromáticas y bouquets de flores naturales. Mendiluce quería que aquella fiesta fuese un regalo para los sentidos. Iba a acudir desde Ginebra un posible comprador de toda la serie de cuadros del pintor Manel Quintela, un negocio redondo que podía aportarle la friolera de 700 000 euros por unos cuadros que él consideraba absolutamente lamentables. Y de paso mostrarles a los de la pasma que aquellas fiestas que solía organizar no tenían nada fuera de lo corriente, o ilegal. Conocía a la perfección la mente humana: un poco de champán rosado y unos canapés originales ofrecidos por camareras y camareros exquisitos, y en poco tiempo todos cambiaban los esquemas por otros más edulcorados. Quería que todos vieran a Mendiluce como benefactor del arte en la ciudad, como mecenas, como un hombre generoso y afortunado que no dudaba en ofrecer lo mejor de su casa y su fortuna para hacer feliz a la gente. Nada de chicas jóvenes ni vicios secretos. Allí todo iba a estar a la vista de todos. Política de puertas abiertas para que la inspectora Valentina Negro y su amigo metomentodo fuesen conscientes de que él era un hombre serio, cabal, concentrado en sus negocios y apasionado de la pintura. Valentina Negro… se había tomado alguna molestia para averiguar el pasado de aquella chica de aspecto tan obstinado. Lo de Vigo, por ejemplo. Aquello había estado bien, muy bien. Una inspectora agredida por un violador hasta el punto de haber estado de baja y en terapia psiquiátrica… Aquello le daba unos matices deliciosos a la extraña belleza de la inspectora Negro. Disfrutó mucho cuando pudo ponerse en contacto con el Charlatán. Aunque después de la conversación, casi tuvo que tomarse una aspirina por el dolor de cabeza… menudo personaje peculiar… Estaba estudiando tercero de derecho en la cárcel. Era lo que tenía la reinserción: había que facilitar la vuelta a la calle de los delincuentes arrepentidos. Aunque, la verdad, no le dio la impresión de que Antonio Rodríguez Fuentes, alias el Charlatán, estuviese muy arrepentido…
Volvió a chupar el Cohiba con deleite al pensar en el Charlatán y recrearse en lo que le había contado. Miró a su alrededor: todo parecía en orden. Solo faltaba media hora para que empezase la inauguración y quería que todo fuese perfecto, engrasado como el carillón de una iglesia suiza. Cuando vio a Sebastián Delgado discutiendo a gritos con uno de los encargados del catering, Mendiluce frunció el ceño. Se le estaba atragantando el puro. Aquel hombre era un esbirro fiel, sin duda, pero llevaba una temporada totalmente desfasado. Le perdían las faldas, y encima no sabía contenerse. Iba de marrón en marrón. Primero lo de Lidia Naveira. Luego, lo del hermanito mimado de la inspectora, Freddy Negro. Aunque eso no era culpa de Delgado, sino de la imbécil de la rusa de los huevos. En cuanto saliera del hospital iba a leerle la cartilla personalmente a aquella zorrita. ¿A quién se le ocurría echarse de novio al hermano de una inspectora de policía? Por otra parte, Delgado no podía ni debía estar en la fiesta. No quería que la Negro se encontrase con él. En todo caso, quería disfrutar en su plenitud esa noche, así que alejó de su mente cualquier idea negativa y se dispuso a atender a sus invitados.
* * *
Valentina se miró al espejo. Tenía que reconocerlo, era espectacular. Había dudado mucho a la hora de ponerse aquel vestido. Era de su madre: lo había comprado hacía años en Madrid, en el barrio de Salamanca, para acudir a un cóctel. Fue indecentemente caro. Pero su padre había insistido, porque estaba preciosa con él. Solo se lo puso un par de veces antes de… Suspiró frente a la puerta del armario y se armó de valor. Sí. Llevaría el vestido. Aunque fuera demasiado sexy y para nada su estilo habitual, mucho más sobrio. No estaba acostumbrada a vestir de un modo tan atrevido, y todavía menos a utilizar las armas femeninas en su beneficio. Prefería con mucho usar su pistola HK USP Compact. Pero aquella noche era especial. Quería que Mendiluce le prestase mucha atención. No le habían pasado desapercibidas las miradas que le lanzaba el día anterior mientras hablaban. Se la comía con los ojos. Quería observar cómo reaccionaba…
Sin embargo, por mucho que quisiera mentirse a sí misma, lo que Valentina quería en realidad era que el criminólogo la viese tal y como se estaba viendo ella en el reflejo: el cabello negro recogido en una cola de caballo alta, que caía hasta media espalda; un vestido negro de raso por debajo de la rodilla, con un profundo escote en uve, la espalda totalmente descubierta. Sandalias de tacón plateadas. Un mini bolso de terciopelo para las llaves y la cartera. Por si hacía frío al salir, un echarpe de color rojo con bordados en hilo de color plata. Las uñas pintadas de escarlata. La piel pálida, sutilmente maquillada: solo con un poco de colorete sobre los altos pómulos de tártara, el eye liner negro cruzando los párpados, y los labios de color rojo sangre. Desde luego, era verano y parecía un verdadero vampiro, tan blanca… Ojalá tuviera más tiempo para ir a la playa… Casi hacía dos años que no la pisaba. Entre la rehabilitación de su padre y los continuos problemas que daba su hermano habían pasado dos años horrorosos. Se fijó en cómo las venas azules entreveraban sus muñecas delicadas de una forma casi fantasmal. Tenía que haber ido al solárium… pero ¿cuándo? Sumergida en aquel caso, no podría tener vida propia hasta que la muerte de Lidia Naveira tuviese un culpable metido en la cárcel. Volvió a mirarse, y se dio cuenta de que la figura que le devolvía la mirada en el azogue con los ojos brillantes no era ella misma en realidad. Era un álter ego muy bello, otra mujer de un mundo distinto al que nunca pertenecería. Valentina, de repente, se consideró demasiado elegante para ir a una simple inauguración, pero era demasiado tarde para cambiar su look. Miró su pequeño reloj: eran ya las nueve y aún tenía que ir a buscar a Sanjuán al hotel. Agradeció que su padre hubiese salido a tomar unas cañas con sus amigos, no quería por nada del mundo que la viera con el vestido de su madre. Seguro que se ponía a llorar. Siempre decía que él no tuvo mucho que ver en la concepción de Valentina, ya que ambas eran como dos gotas de agua. Ella nunca le creía. Su madre había sido muchísimo más hermosa que ella.
* * *
Sanjuán esperaba en la puerta del Hotel Meliá la llegada de Valentina fumando un Winston. Había tenido que ir por la tarde a comprar un traje decente para la fiesta: el que tenía no le convencía en absoluto para el evento. Así que se hizo con una chaqueta y un pantalón gris marengo con finas rayas de un gris más claro, de Hugo Boss, todo muy british y muy cool, según el vendedor; una camisa rosa palo y una corbata de seda de color rosa cruzada de gruesas rayas gris perla. Por lo menos se había llevado de Valencia los zapatos negros de cordones de Paul Smith…
Estaba dándole la última calada al cigarro cuando le pitaron desde un Citroën C3 de color azul. La cabeza de Valentina apareció, sonriente, al bajar la ventanilla. A Sanjuán le costó reconocerla con la tirante coleta y el maquillaje. Nunca se había imaginado a Valentina con un vehículo tan desenfadado: la hacía con una berlina seria, de color oscuro. Pero allí estaba, casi irreconocible, tan atractiva que se le cortó el habla.
Ella lo miró con aprobación.
—Estás muy bien con ese traje, Sanjuán. Me gusta el gris. Te queda fantásticamente. Además te da un aire muy serio, muy doctoral… —Le hizo un gesto con la barbilla, indicando la puerta—. ¡Venga! ¡No te quedes ahí parado, Javier! Sube ya, o llegaremos tarde.
Sanjuán subió al coche intentando no mirar al escote de Valentina, que se ofrecía a su vista con tenue palidez. Ella, a diferencia de otros días, le sonreía de forma abierta y encantadora. Parecía muy contenta. Arrancó el Citroën a trompicones, acelerando de repente y frenando después con rudeza. El coche se caló.
—Perdona. —La sonrisa rutilante volvió a aflorar de nuevo, desarmando ya por completo a Sanjuán, que no sabía si sentir más miedo de aquella sonrisa o del infierno sobre ruedas que le esperaba hasta llegar a la casa de Mendiluce—. No estoy acostumbrada a conducir con unos tacones tan altos. De verdad, es un rollo. No te lo puedes imaginar. Por eso prefiero mil veces ir en moto… Lo bueno de los coches es que se puede escuchar música. Por cierto… ¿Te gusta la ópera?
* * *
Lúa Castro aparcó su Toyota en Mera y decidió subir la cuesta que llevaba a la mansión de Mendiluce andando. Seguro que arriba ya no había sitio, y hacía una tarde preciosa para caminar. La puesta de sol anaranjada acentuaba las líneas del skyline de la ciudad a lo lejos. La marea estaba bajando, y las olas lamían la orilla con placidez. Aún había gente paseando por la playa a aquella hora. Sintió la brisa acariciar sus hombros desnudos y se puso por encima del top palabra de honor dorado la fina chaqueta. Eran las nueve y media: esperaba que el becario llegase a tiempo del otro encargo fotográfico que le habían pedido. Así podría hacer las fotos y largarse. Y ella procuraría quedarse un rato más. Tener acceso a la mansión de Pedro Mendiluce en una fiesta en la que se esperaba la asistencia de más de cien personas era un regalo de los dioses. No tenía precio. ¿Carrasco quería información de primera mano? Pues iba a tenerla.
* * *
Raquel Conde hizo un mohín de desagrado delante de la mesa temática del sushi. El japonés le devolvió la mirada de asco con otra mirada enigmática y gatuna que la hizo escapar de allí. Odiaba el pescado sin cocinar. Y odiaba todavía más la salsa de soja y el jengibre que acompañaban a aquel plato que le sabía a algas crudas. Se acercó a la mesa del jamón serrano cinco jotas. Buscó con la mirada la presencia de Sebastián Delgado, pero no fue capaz de detectarlo en el enorme salón lleno de camareros. Una mano le agarró el hombro con suavidad, desde atrás.
—Estás preciosa con ese minivestido rojo, Raquel. ¿Carolina Herrera?
—Efectivamente, Pedro. Carolina Herrera. —Raquel se dio la vuelta y besó en las mejillas a Mendiluce, detectando el dulce aroma de Antaeus mezclado con el fuerte olor del puro—. Y tú, como siempre, de Dolce & Gabbana… me encanta cómo te queda ese traje blanco de rayas diplomáticas con la corbata amarilla. ¿De dónde la has sacado? Es nueva, ¿no? Por cierto… ¿Qué tal va todo? ¿Preparado para el gran acontecimiento artístico del año? Solo faltan cinco minutos… ¿no estás nervioso?
—Todo preparado y bajo control. Todo, sí… menos tu amigo Delgado.
—¿Qué le pasa ahora a Sebastián? —Raquel cogió del brazo a su anfitrión con familiaridad, mientras lo incitaba a pasear alrededor de las mesas llenas de viandas.
—¿No lo sabes? —Mendiluce la miró con sus enormes ojos claros echando chispas—. ¿Cómo no vas a saberlo? Si lo has sacado esta mañana de los calabozos…
—Eso sí. Que ayer le pegó una paliza a un niñato, no es nada nuevo.
—El niñato es el hermanito mimado de la inspectora Valentina Negro.
—No lo sabía… —Raquel no estaba acostumbrada a que la policía fuese un tema demasiado importante en las conversaciones laborales. Aquello era nuevo—. ¿Y qué problema hay con esa inspectora?
—Precisamente la inspectora Valentina Negro vino ayer por la mañana con tu ex preguntando por Delgado y su relación con Lidia Naveira. —Mendiluce torció la sonrisa y esperó a ver el efecto que producían aquellas palabras en su abogada—. ¿Qué te parece?
—¿Mi ex? —Los ojos se abrieron una cuarta con sinceridad bien estudiada—. No sé a cuál de ellos te refieres… gracias a Dios tengo muchos «ex», Pedro…
—No disimules. Tu exmarido Javier Sanjuán. El «azote» de los criminales. Por lo que se ve, está ayudando a la policía con el caso de esa chica asesinada. Tampoco me extraña: la tal Valentina es una mujer impresionante. Yo mismo me ofrecería a ayudarla en todo lo que ella quisiera… sin dudarlo un segundo. —Y al decir esto su lengua salió ligeramente de sus labios, lamiéndolos.
A través de la capa de maquillaje, Mendiluce vio cambiar el color de la cara de Raquel Conde. Primero más pálida, luego colorada como un fruto maduro.
—¿Te refieres a Javier? —La comisura del labio de Mendiluce se curvó con complacencia, lo que no pasó desapercibido a Raquel—. Sí, ya sé que está en Coruña. Lo vi el otro día… no tenía ni idea de que estuviese colaborando con nadie, la verdad. Pero… No entiendo nada. ¿Qué tiene que ver Sebastián en este asunto?
—Le están buscando las cosquillas, querida. Y a mí de paso, claro. Ya sabes que soy una presa codiciada desde hace tiempo. Se han enterado, a saber cómo, de que Delgado estuvo saliendo con ella por ahí durante un par de meses.
—¿Sebastián con Lidia Naveira? —La sorpresa quebró ligeramente la voz de Raquel—. No. Estás de broma. A Sebastián no le suelen gustar ese tipo de crías. Perdona que te diga, pero Lidia era más «tu estilo», por decirlo así.
Mendiluce obvió la pulla con elegancia.
—Sí, querida mía… con Lidia Naveira. No le suelen gustar ese tipo de crías hasta que le gustan. —Mendiluce puso cara de hastío antes de continuar. Aquel tema le desagradaba hasta el infinito—. Lidia estuvo aquí varias veces, como invitada. En las fiestas, ya sabes. Que hayan encontrado una conexión con Sebastián es un marrón suficiente como para tener a la inspectora y sus devotos acólitos metiendo sus morros de sabueso todo el día en esta casa. Por cierto… Tengo algo que te va a gustar. Los he invitado. Una jugada maestra, o eso creo. A tu ex y a su amiguita la policía. Un hombre muy interesante, tu Javier… ¿Cuánto duró el matrimonio? ¿Un par de años? —Mendiluce chasqueó la lengua y sonrió—. Hiciste mal negocio dejándolo para casarte con Manolo… visto lo visto, claro…
Raquel se encogió de hombros. No le gustaba que le recordasen el pasado. Le evocaba malos recuerdos. Recuerdos de cuando era una don nadie, ingenua y pobre como una rata.
—La pasión no dura para siempre, Pedro. Ya lo sabes. Lo sabes tú mejor que nadie… —Enarcó una ceja y miró a Pedro Mendiluce con curiosidad—. Así que los has invitado… ¿Cómo dijiste que era esa inspectora? Me refiero a su físico, claro… —Mendiluce sonrió con satisfacción íntima, porque él se sentía feliz manipulando tanto las voluntades como los sentimientos de quienes le servían.
* * *
—Me encanta la galería. Es una pasada. Fíjate en la lámpara en forma de medusa… eso tiene que haber costado un pastón. —Jordi, el becario, apuntó el objetivo de su Canon hacia el techo de cemento con las vigas de madera y las tuberías de plástico al aire, intentando encuadrar a la vez la gran lámpara de cristal multicolor de Murano, para lograr el efecto de contraste de los dos estilos contrapuestos que había ideado uno de los arquitectos de SOTMEN. La inauguración ya había empezado, y la gente se agolpaba en las mesas, dispuesta a beber y a comer hasta hartarse. Algunos preferían disfrutar de los cincuenta cuadros de los que constaba la exposición, la mayoría de ellos de artistas jóvenes con un futuro prometedor, apadrinados por Mendiluce y sus dotes de mecenazgo.
Lúa vio a un camarero con copas de Martini blanco y a otro con altas copas de un champán que no parecía, a primera vista, precisamente barato.
—Menudo nivel, gafapasta. Fíjate en las mesas, cada una tiene un tipo de comida diferente… yo me pido el sushi… ¿y tú? —De repente se cansó de ver al becario sacar fotos del techo sin hacerle caso a ella, y le recriminó con voz cansina—… Jordi, de verdad. Saca fotos de todo lo que te guste. De la medusa también, si quieres. Pero por favor, sácame también fotos de la gente guapa. Para eso estamos aquí. La decoración está muy bien, pero lo que quiere el lector del periódico es ver a los VIP de la city.
—Sí, mujer gruñona y explotadora. Te obedeceré antes de que caiga sobre mí tu ira sin fin. —Jordi miró a su alrededor, primero para contentar a Lúa, luego, totalmente interesado—. Fíjate. ¿No querías ver a un VIP? Allí tienes a Javier Sanjuán.
—¿Sanjuán? ¿Dónde? ¿Qué me dices?… ¿Está invitado? Tengo que hablar con él ahora mismo…
—Allí, al lado de la puerta. Está ahí, al lado de la entrada, acompañado de una diosa morena. Mi madre… —Jordi puso los ojos como platos.
Lúa miró hacia la puerta y vio a Sanjuán hablando cordialmente con dos señoras de avanzada edad. A su lado, una joven con un vestido de raso negro muy escotado que insinuaba una figura escultural. A Lúa le costó unos segundos reconocer a la inspectora Valentina Negro. No podía ser… si hubiese sido unos centímetros más alta, podía pasar por una modelo o una actriz de cine. Aún estaba boquiabierta mirando la transformación de la inspectora cuando Javier Sanjuán la vio y se acercó a ella, con una media sonrisa en los labios, casi sin despedirse de las dos mujeres. Valentina siguió la trayectoria de Sanjuán y cuando se dio cuenta saludó a Lúa con un gesto e inmediatamente le dio la espalda sin ni siquiera acercarse. Lúa, por el rabillo del ojo, la vio pedir dos copas de champán a una camarera. Su desprecio evidente no le pasaba desapercibido. Jordi, a su lado, miraba a Valentina sin disimulo, totalmente fascinado.
Sanjuán le dio dos besos. Parecía exultante.
—Pero bueno, qué casualidad… ¡Lúa Castro de nuevo! Parecemos condenados a encontrarnos en todas partes. ¿Ya sabemos algo de nuestro fotógrafo desaparecido?
Lúa no pudo disimular su preocupación ante la pregunta del criminólogo.
—Absolutamente nada, Sanjuán. Ayer volví a llamar, pero sigue sin cogerme el teléfono. Yo ya paso de llamar más… estoy muy confusa, ¡y cabreada!
—Es normal que te preocupes. Pero no te desanimes. Seguro que tu fotógrafo es un hombre de recursos. De todos modos… ¿No puedes contactar con alguno de sus amigos de Londres? ¿No te dejó otro teléfono de contacto?
—Nada de nada. Pero me das una idea. Puedo mirar en su agenda a ver si encuentro algo… algún contacto…
—En cuanto tengas noticias de él, házmelo saber, por favor. Estoy muy interesado en el caso de tu novio. Y ahora disculpa. Tengo que acompañar a la inspectora Negro. No quiero dejarla sola demasiado tiempo… —Sanjuán no quiso preocuparla más. Era un tema delicado, y él mismo estaba empezando a considerar que allí ocurría algo más de lo que quería darle a entender a la periodista.
* * *
Valentina bebió un sorbo de champán mientras miraba a Lúa perderse entre los invitados. Le acercó la otra copa a Sanjuán.
—Menuda pájara. Encima tengo que encontrármela en todas partes. No me la quito de encima desde la muerte de Lidia… Parece que le gustas, Javier —dijo eso con toda intención.
—¿Yo? ¿A Lúa Castro? —Sanjuán la miró con sorpresa—. ¡Qué va! Lo que le pasa es que está preocupada por su novio, que no le da señales de vida. Me pregunta a mí, como si yo tuviese alguna idea de lo que le puede estar pasando a Anido. A saber por qué no le coge el teléfono… De todos modos, es comprensible. Yo también estaría preocupado.
—¿Anido no le coge el teléfono? Qué raro, ¿no? —Valentina meditó un segundo y luego se encogió de hombros, despreocupada—. Ya sé que va a sonar algo crudo, pero no me interesan demasiado las andanzas de Anido. Es un fotógrafo sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa por una foto morbosa. Solo con acordarme de lo de Lidia se me pone la piel de gallina. Y ella… Lúa Castro es otra joya del mismo estilo que su novio, como le llamas tú.
—No seas demasiado severa, Valentina. Lúa es una periodista de raza, de esas que ya no quedan. Y sí, es cierto que por una parte te han fastidiado la investigación con lo de las fotos y después destapando lo del cuadro, pero, por otra, y todo hay que decirlo —la miró con su habitual expresión indescifrable—, lo de su amigo el fotógrafo en Inglaterra ha sido toda una revelación, y quizá en breve tengamos que preocuparnos mucho más de él —dijo subrayando esa última observación.
—Eso es cierto… —concedió ella sin mucha gana—. Pero prefiero no seguir hablando de Lúa Castro. Vamos a dar una vuelta por la exposición. Le tengo muchas ganas a Mendiluce. Al que no he visto por ningún sitio es a su esbirro. Estará recordando sus hazañas de ayer… Además, tengo hambre. Todo lo que hay en esas mesas tiene un aspecto suculento. Y no quiero beber más sin comer algo antes… luego tengo que conducir, recuérdamelo.
—Si quieres conduzco yo, Valentina. De verdad, no me importa. —Sanjuán dijo eso porque sabía que Valentina adoraba ponerle el corazón en la boca cuando ella conducía—. Te aseguro que no tendría ningún problema en hacerlo…
* * *
Lúa ve cómo Mendiluce sonríe al alcalde de La Coruña con gesto obsequioso y le pasa la mano por el hombro para gozo de los fotógrafos, incluido Jordi, que está en primera fila, sacando fotos sin parar. Ambos posan de esa guisa para los medios delante del cuadro que a juicio de los críticos simboliza el espíritu de la exposición: Mendiluce señala «Serie Blanco Rasgado II», de Manel Quintela, como uno de los exponentes más avanzados del arte de Galicia, e incluso de todo el país. Lúa solo ve un enorme lienzo de color crema con unas manchas blancas y otras marrones desperdigadas al azar. Luego le toca al alcalde de Oleiros, que afirma estar orgulloso de que un mecenas tan importante sea vecino del concello y aporte tanto a la comunidad. Manuel Quintela parece desbordado: aún no ha terminado la carrera de Bellas Artes, pero ya está convirtiéndose en un referente a lo largo y ancho de todo el país. «No está nada mal el tal Quintela —piensa Lúa—. Si se recortase un poco menos la barba y no vistiera como un facha con esos zapatos castellanos, tendría un polvo». Lúa ve cómo Quintela toma la palabra y algunos invitados dejan de comer y acuden, formando un círculo, a escuchar su discurso y el de algunos artistas que también exponen y que pretenden, a su vez, vender alguna obra. «A saber todo el dinero que se lleva Mendiluce con todo eso. Debe de ganarles el 200 por cien a todos estos artistas de pacotilla», Lúa reflexiona mientras bebe un sorbo de Martini rosso. Pedro Mendiluce toma la palabra, todo encanto y elocuencia, atractivo como un actor italiano, con ese traje blanco inequívocamente mafioso de rayas diplomáticas y la corbata amarilla, la punta del pañuelo a conjunto asomando, juguetón, en el bolsillo. A Lúa le parece estar asistiendo a un episodio de Los Soprano en versión local y con un catering realmente apetitoso.
Deja la copa casi llena de Martini con disimulo encima de la bandeja de un camarero y se escabulle entre la gente. En la puerta principal hay dos guardias de seguridad, pero ella quiere ir al baño. Lo necesita con urgencia, y por desgracia están todos ocupados. No se encuentra demasiado bien, dice. Aletea las pestañas sobre los ojos líquidos, hace un par de mohines mimosos y los dos guardias le enseñan encantados el camino a otro baño, dentro ya de la mansión de Pedro Mendiluce.
—Si ve que se encuentra peor, avísenos y llamaremos a un médico…
* * *
Raquel se miró en el espejo del baño y sacó del bolso rojo la polvera, para retocarse. Luego repasó las pestañas con rímel y también la raya de los ojos. Estaba casi perfecta. Perfecta para encontrarse con Sanjuán. Ya lo había visto, acompañado de aquella mujer. Una inspectora de policía. Javier tenía debilidad por las mujeres guapas: «apostaría a que estaba intentando tirársela con la disculpa de ayudarla con el asesinato de Lidia Naveira», pensó maliciosamente. La barra roja acarició sus labios y luego los juntó con fuerza para fijar el color. Aquella inspectora no tenía nada que hacer. Javier siempre estaría totalmente colgado por ella. Comía en su mano.
Estaba saliendo del baño cuando escuchó su nombre en un susurro. Entre las sombras brillaban los ojos de Sebastián Delgado, que estiró la mano para agarrarla por el brazo y atraerla hacia él.
Raquel se soltó con brusquedad.
—Tenemos que hablar, Sebastián. Ya me ha contado Pedro que tus hazañas de ayer —el tono irónico era detectable a pesar de los susurros— dieron justo en el clavo. El hermano de una inspectora de la Nacional. Y también lo de Lidia Naveira. Qué fuerte, joder. Liado con una cría de… ¿cuántos años? ¿Dieciséis?
—Lidia no era precisamente una niña, Raquel. Era una mujer muy espabilada. ¡Que no! ¡Joder, ya! ¡Si cada vez que hago de chófer de una chavala voy a ser sospechoso de matarla, apaga y vámonos, hostia!
Raquel se acercó a él todavía más, agarrándolo por las solapas del traje azul marino, clavando la mirada fijamente, con violencia.
—Júrame que no has tenido nada que ver con la muerte de esa chica…
Delgado negó con la cabeza, desesperado.
—Joder, ya estamos otra vez. ¿Cómo coño iba yo a matar a Lidia? A mí no me obsesiona una mocosa hasta el punto de matarla, eso lo sabes de sobra. Raquel, el día de su asesinato yo estaba en Madrid, ¿recuerdas que te llamé desde allí? Aunque Lidia fuese una pelirroja muy cachonda, tengo otras tías que están mucho más buenas y que son más inteligentes cerca de mí… como tú, por ejemplo.
Delgado intentó besarla en la boca, agarrándola por la cintura, pero ella lo esquivó y se liberó. Él volvió a insistir. No tenía muchas ganas de hablar de Lidia Naveira. Prefería hacer cosas más productivas, ya estaba perdiéndose lo mejor de la fiesta. Miró a su alrededor para constatar que no había nadie cerca y empezó a besarla y lamerle el cuello con sensualidad. Raquel, a su pesar, se excitó con la situación.
—¿Quieres follar? Allí hay un sillón muy confortable… Nadie se va a enterar. Venga Raquel… lo estás deseando, zorra…
Ella accedió. Aquello era un aliciente añadido al placer de tocarle un poco los huevos a Sanjuán.
—Luego, en un rato. Ahora no puedo. Tengo cosas que hacer ahí dentro. En media hora más o menos, subo.
* * *
—Toma. Te he cogido sushi. Y también pude alcanzar las brochetas de frutas. A duras penas, claro. Un señor casi me clava el palillo de madera… Vas a tener que agradecérmelo toda la noche, Valentina. Traspasar esa barrera humana ha sido un acto heroico.
—Gracias, Javier. Fíjate. Es horrible. Si la gente sigue comiendo así, no van a dejar nada. Se supone que vienen a ver la exposición, ¿no? —Valentina cogió un langostino y se lo llevó a los labios con delicadeza.
—Me temo que la gente viene a este tipo de eventos a comer, por lo general… bueno. Sobre todo a beber. Fíjate en ese tipo de ahí, el de la calva brillante: está ya lo suficientemente colocado como para tener que apoyarse en una silla… No creo que sepa apreciar demasiado el nivel de los cuadros.
—Es cierto. Y mira quién está detrás de él. Nuestro asesor artístico favorito.
En cuanto Christian Morgado detectó la presencia de Valentina y Sanjuán se acercó, con la copa de vino en una mano y una carpeta en la otra. Valentina observó que la elegancia de Morgado rompía las convenciones habituales: se había puesto una chaqueta de terciopelo azul oscuro, unos vaqueros rotos y, en vez de corbata, un fular de Loewe de un atrevido color amarillo que contrastaba con el azul de sus ojos de Husky y actuaba a modo de faro: se podía ver desde bastante lejos. Christian se detuvo a unos metros y miró a Valentina con indisimulada admiración y la boca abierta.
—Valentina. Estás… preciosa. Increíble. Estoy impresionado… Y… ¡Qué vestido, por favor! Es ideal.
Valentina sonrió de oreja a oreja, encantada.
—Tú también estás muy bien, Christian. Ese fular pasa desapercibido, pero por lo demás… —dijo con malicia.
Sanjuán bebió un sorbo de champán rosé, molesto al ver cómo Morgado se la comía con los ojos sin cortarse un pelo.
—Veo que nos hemos puesto todos muy elegantes para la ocasión.
—Por supuesto. Las fiestas de Pedro Mendiluce son siempre un delicioso compendio de lujo, arte y bajas pasiones que merece todo nuestro esfuerzo creativo delante del espejo, Sanjuán. Hablando en serio, no es que me apetezca mucho estar aquí, pero tengo que hacer la crítica de arte para La Gaceta de Galicia. Bueno, no me apetecía… hasta ahora, por supuesto. Es fantástico haberos encontrado… Por lo menos así hay gente interesante con la que poder hablar. Estas inauguraciones pueden llegar a ser mortalmente aburridas si no hay nadie con quien compartir los cotilleos… Y por cierto… ¿A qué se debe ese arrebato de nuestro anfitrión? No sabía que Mendiluce fuese fan de tener a la policía dentro de sus sacros dominios…
—Ayer estuvimos por aquí haciendo unas preguntas… y por lo que se ve, le caímos bien los dos. —Valentina tenía los ojos chispeantes. Sanjuán no era capaz de distinguir si era por culpa del champán o era la presencia de Morgado la que los hacía brillar de aquella forma.
—Por cierto, el vino está buenísimo, Valentina. Te lo recomiendo. Mendiluce será lo que quiera, pero no se puede negar que tiene buen gusto. ¿Habéis visto ya la exposición?
—Aún no. Estamos esperando a que se despeje todo esto un poco… aún hay mucha gente alrededor de los cuadros. Y alrededor de las mesas. —Valentina bebió otro sorbo de champán mientras clavaba sus ojos grises en los de Morgado.
—Creo que hay un par de obras muy interesantes. Las demás… Puff… —Christian hizo un gesto de desagrado con la carpeta—. Me temo que horribles, como siempre. Pero si el señor Mendiluce apadrina a un artista, ya se sabe que acabará vendiendo una lata llena de cáscaras de nuez a un precio desorbitado. Pero así es la vida… y así se la hemos contado —dijo, imitando al presentador de televisión que hizo famosa la frase—. Y por cierto, ahí tenéis al anfitrión, vestido de El padrino, acompañado de su flamante fichaje inmobiliario: la nueva abogada de Pedro Mendiluce. Una mujer muy bella. Me recuerda a Jean Seberg con ese corte de pelo. Aunque el vestido deje mucho que desear. Un poco atrevido para una fiesta de este estilo…
Sanjuán se volvió, siguiendo la mirada de Christian, para llevarse una de las sorpresas más grandes de su vida. Raquel Conde, con un escotado y cortísimo vestido rojo fuego, permanecía al lado de Mendiluce, que charlaba con un hombre bastante mayor. Raquel lo miraba con una sonrisa condescendiente. Luego se acercó al grupo, dejando atrás al empresario. Javier Sanjuán, durante unos segundos de estupor, no fue capaz de procesar la información que estaba recibiendo.
—Hola, Javier. —La sonrisa se hizo más amplia. Y más cínica, percibió el criminólogo. La conocía muy bien. Aunque cada vez la notase más cambiada.
—Raquel… hola. ¿Qué tal estás? —Sanjuán titubeó un instante, sin saber qué decir—. No sabía… Te presento a Valentina Negro. Y a Christian Morgado…
Raquel la miró con un cierto desprecio, intentando con todas sus fuerzas que la expresión pareciese humillante.
—Ya. La inspectora Negro. Una policía, ya me han informado de todo. Encantada… —Adelantó con desgana una mano para estrechársela a Valentina, que había reconocido rápidamente a la mujer rubia de la conferencia—. A Christian ya lo conozco. Viene alguna que otra vez por aquí a hacer sus críticas para el periódico, ¿verdad, encanto? Dos besos, Christian. Y otro a ti, Javier.
Raquel besó ligeramente en la boca a Sanjuán, cogiéndolo de sorpresa. Valentina miró con asombro su gesto. Javier Sanjuán y ella tenían algo. Ya lo había sospechado el día en el que se fueron juntos, pero aquel beso confirmaba sus sospechas. Respiró hondo. Aquello había sido un golpe muy bajo. Sanjuán había estado toda la noche derritiéndose como una onza de chocolate al sol cada vez que miraba hacia ella. Y ahora aparecía la rubia de marras y le plantaba un pico. Sin cortarse. Menuda puta.
Sanjuán permanecía aún boquiabierto.
—¿Trabajas para Mendiluce? No me habías dicho nada, Raquel.
—El otro día no estabas muy interesado en preguntarme por mi trabajo, Javier… ¿o no te acuerdas? Pasamos una noche muy divertida. —Y al decir esto Raquel adoptó su expresión más maliciosa a propósito.
Valentina miró con odio contenido a Raquel. No pudo evitar responder a la puya dirigida a Sanjuán.
—Quizá no lo suele pregonar porque no se siente demasiado orgulloso de su trabajo…
—Qué encantadora es tu amiguita, la inspectora Negro… bien. Sí, por supuesto que estoy orgullosa de mi trabajo. —Miró entonces de frente a Valentina—. Gano mucho dinero y soy la mejor en lo mío, así que tengo motivos para estar muy orgullosa de trabajar con Pedro. ¿Verdad que sí? —Y al decir esto miró a Mendiluce, que se aproximaba.
En efecto, Mendiluce se había acercado al ver a Raquel Conde enfrentándose a la inspectora. Aquello era divertido. El lenguaje del cuerpo de la abogada era tan evidente que hasta un memo podría darse cuenta de que estaba retándola. Y seguro que Valentina entraba al trapo de sus provocaciones. Raquel, cuando quería, era una verdadera zorra.
—Dime, Raquel. ¿De qué hablas con estos encantadores invitados?
—Nada importante, Pedro. Era todo una simple conversación de cortesía…
Los saludó uno a uno.
—Hola, Christian. Muchas gracias por venir, y, por favor, hazme una buena crítica para que venda mucho. Sanjuán. Es un honor. Valentina… no tengo palabras. Eres, sin duda, la mujer más hermosa de la fiesta. Con permiso de Raquel, por supuesto… ¿Usted qué opina, Sanjuán?
Sanjuán observó que Mendiluce quería ponerle en un aprieto. Y solo había pronunciado un par de palabras… Menudo nido de víboras era aquel lugar.
—Déjeme decirle que no suelo juzgar a las personas solo por su aspecto físico, señor Mendiluce. En la actualidad, la belleza está bastante sobrevalorada. Además, conozco a una mujer guapísima que está en la cárcel después de estrangular a sus hijos con el cable del cargador del móvil…
Mendiluce frunció el ceño.
—Qué desagradable historia, Sanjuán. Siempre olvido que es usted criminólogo… Pero bueno, no se puede ser perfecto. —Se volvió hacia sus invitados con gesto elegante—. Permítanme que me lleve a la inspectora Negro conmigo durante un par de minutos. Así podemos dejar a Sanjuán y a Raquel que hablen de sus cosas del pasado. Tienen que ponerse al día… Valentina, por favor, acompáñeme. Voy a hacerle una visita guiada por la exposición. Espero que le guste el arte… —Mendiluce le ofreció el brazo, sin reparar en que la inspectora tuvo que ocultar el dolor de las brasas que le quemaban el interior.
Valentina se recompuso de inmediato y vio al fin la oportunidad que había estado esperando toda la noche servida en bandeja.
—Me encanta el arte, Mendiluce. Aunque no entiendo demasiado, la verdad. Y mucho menos de arte contemporáneo… la mayoría de las obras me parecen… como diría yo… de gusto dudoso.
—No se preocupe, inspectora. Yo le explicaré los entresijos de «mis» cuadros. Algunos son remarcables, por decir algo… Y siempre podrá leer la crítica que va a hacernos el señor Morgado el martes en el periódico. Va a ser muy enriquecedora, ¿verdad, Christian? —Miró al profesor con aire de condescendencia—. Como siempre…
Morgado sonrió levemente. No pareció en ningún momento sentirse afectado por el tono ofensivo de Mendiluce. Al revés, se lo tomó todo con mucho humor.
—Por supuesto, Pedro. Muy enriquecedora. En efecto. No en vano esa es la palabra que más se ajusta a ti…
* * *
Lúa recorre los pasillos de la mansión a hurtadillas. Antes de acudir a la fiesta, ha buscado los planos de la casa en internet, así que tiene, más o menos, una idea de por dónde se mueve, aunque no es difícil perderse en la oscuridad de los tortuosos pasillos. Desde una vidriera de colores en la que se puede ver una estilizada imagen del arcángel San Miguel domeñando al dragón, Lúa puede ver en la noche las luces del pueblo de Mera a sus pies y el romper de las olas mansas en el acantilado. Los colores del cristal se reflejan en su cara por un instante, antes de que escuche voces masculinas cerca y se escabulla detrás de una columna para no ser vista. Un guarda de seguridad alto, negro, y Sebastián Delgado, el factótum engominado de Mendiluce, charlan al fondo del pasillo mientras fuman. Lúa se aprieta contra la pared, hasta que el sonido de las voces mengua y se amortigua con la distancia.
Lúa sabe que el despacho de Mendiluce está en el piso superior del pazo orientado hacia la playa. No debe de estar lejos de donde ella se encuentra, así que intenta abrir las puertas de las habitaciones, que no están cerradas con llave. Algunas están llenas de cajas polvorientas. Otras muestran estanterías con cajas numeradas. Sin duda, expedientes. Abre una gran puerta de madera y ve un lujoso estudio de pintura, lleno de caballetes, pinturas, estatuas y varios lienzos listos para ser transportados. Le gustaría entrar en esa habitación y ver lo que hay, pero no tiene tiempo. Su objetivo es el despacho de Pedro Mendiluce. La casa está envuelta en un silencio sepulcral. Al torcer una esquina, al fondo del pasillo hay una puerta entreabierta. Lúa se dirige hacia allí con sigilo, deslizándose como una gata. Es el despacho del empresario. Al entrar, huele a sándalo y a madera antigua.
Lo primero que le llama la atención es un haz de suave luz color crema que ilumina lo que a ella le parece una estatua griega, o romana. Pero Lúa no está acostumbrada a ver el color, la policromía. Ella siempre ha asociado una estatua clásica con el frío color del mármol. Sin embargo, el hombre caído y cabizbajo con un torque rodeando su cuello tiene el cabello del color de la paja, y los ojos azules como el mar. Su cuerpo, musculoso y fino, conserva la mayor parte del color carne original, a pesar de los desconchados en las rodillas, en el codo y en varios dedos de los pies. La figura, de pequeño tamaño, es de una belleza sobrecogedora, y Lúa saca del bolso una pequeña cámara y la fotografía. Luego se dirige hacia la mesa de madera de caoba oscura y pesada, que está llena de carpetas y documentos, la mayor parte de ellos ordenados cuidadosamente. No guarda la cámara de fotos. Puede hacerle mucha falta.
* * *
Sanjuán observaba a Raquel con un cierto aire de reproche que no pudo evitar. Ella le devolvió la mirada envuelta en una sonrisa tan afilada como la expresión de sus ojos azules.
—No sé de qué te escandalizas, Javier. He cambiado mi vida, eso es todo. Las tonterías de juventud no sirven para cuando tienes que hacerte un nombre. Todo eso de las mujeres maltratadas, niños desvalidos… queda ahora para una ONG, no para mí. Me cansé muy pronto de ser una abogada de pleitos pobres. Ahora gano mucho dinero. Y soy muy feliz, además…
«Excusatio non petita, acusattio manifesta», pensó inmediatamente el criminólogo. No quería discutir con Raquel. Se daba cuenta de que había experimentado una evolución diferente a lo que él habría deseado. El otro día se había acostado con la Raquel que había amado hacía tiempo, pero esa Raquel no existía ya. Solo quedaba la carcasa, sin rastro de la mujer que lo deslumbró en un congreso con su inteligencia y simpatía.
—Hay miles de empresas en donde trabajar, Raquel. No sé… pero Mendiluce no tiene precisamente muy buena fama… —En el fondo, sabía que no tenía nada que decir o reprochar. Hacía muchos años que ya no estaban juntos.
—Qué tontería. Pedro es un hombre honesto y muy rico. Y esa riqueza crea muchísimas envidias en ciertos estamentos que son totalmente infundadas, Javier. Sabes que en España ser un triunfador significa, de inmediato, que eres un arribista o un corrupto. Además, tú solo llevas aquí un par de días. Y encima, únicamente conoces la versión de tus amiguitos los policías. Versión que es totalmente parcial e interesada.
Sanjuán no respondió. Permaneció en silencio, mirándola con nostalgia, y suspiró, a su pesar.
—Has cambiado mucho, Raquel.
—A lo mejor el problema está en que tú no has cambiado nada, Javier. Si no te importa, voy a coger otra copa —dijo esto sonriendo, quitando de inmediato la gravedad que había tomado la conversación—. ¿Quieres champán? Está delicioso. Pedro lo trae importado especialmente desde París.
* * *
Valentina se detuvo delante de un cuadro de gran formato, un expresivo conjunto de galaxias y planetas en tonos anaranjados y bermellones que formaban una elipsis interminable. Aquel no era precisamente de los cuadros más horribles de la exposición. Mendiluce, con la disculpa de contarle los entresijos de los artistas y sus cuadros, permanecía todo el tiempo a su lado, devorándola con los ojos, recorriendo cada centímetro de su piel como si fuese un león relamiéndose delante de una apetitosa gacela. Valentina se daba cuenta de que aquel hombre parecía acostumbrado a no tener demasiados escrúpulos a la hora de tomar todo lo que le apetecía sin tener que esperar demasiado. El empresario hizo un gesto con la mano, y uno de los camareros acudió sin tardar un segundo.
—Abre una de las botellas de Perrier Jouët, por favor —pidió al camarero sin quitar la mirada de Valentina.
—Al momento, señor.
—Valentina, veo que ya ha terminado la copa. Si me permite, le ofreceré un champán delicioso del que solo tengo diez botellas.
—Se lo agradezco infinitamente, Mendiluce. Pero después tengo que conducir. No puedo beber demasiado… —La inspectora se asombró del aire ligero de sus palabras, exactamente lo que pretendía, que enmascaraba sus auténticos sentimientos de rechazo hacia el magnate.
—Tutéame, Valentina, por favor. —El camarero apareció con una bandeja con dos copas de cristal ribeteadas de hilo de oro y la botella metida en un recipiente de plata lleno de hielo. El propio Mendiluce las llenó del líquido ambarino—. Este champán no embriaga nada más que los sentidos, inspectora. Es delicioso. Sería una pena que no lo probase, es una oportunidad única. —Le acercó la copa de champán y ella la cogió sin mayor resistencia—. Brindemos. Por la pintura y la poesía.
—Por la pintura y la poesía…
Mendiluce se disculpó un momento. «La compañía y el champán carísimo bien merecen otro puro», pensó.
Valentina aprovechó para lanzar una ojeada a la sala: cada vez había menos gente a la luz de las velas. A pocos metros de ellos, Sanjuán seguía hablando, el semblante grave, con la abogada de Mendiluce. Ella parecía estar dispuesta a acostarse con él allí mismo. O eso intuía Valentina, muerta de celos. Muy cerca, Morgado discutía acaloradamente con uno de los pintores de la exposición, mientras tomaba nota de algo en unos folios que lleva en la carpeta.
Valentina bebió otro sorbo. Era cierto, estaba delicioso. Para distraer el alfiler de fuego que sentía clavado en el pecho, continuó mirando la exposición. El siguiente cuadro.
Aquel cuadro no era como los anteriores. Era figurativo, expresionista, extraño. Obsesivo. Una mujer morena de rasgos finos, piel lechosa y ojos muy verdes, pálidos como la hierba recién cortada, mostraba delante de ella, oferente hacia el espectador, una bandeja de plata con la cabeza cortada de un hombre barbudo que tenía los párpados entrecerrados y las cejas muy pobladas. La sangre del cuello rebanado manaba en cataratas interminables de la bandeja hacia el suelo, manchando de rojo los siete velos blancos que rodeaban a la mujer. La expresión era totalmente ambigua. Sonreía como la Gioconda, y sus ojos profundos perseguían al espectador hasta el desasosiego. Su torso estaba desnudo y de sus pechos blanquísimos salían lenguas de fuego en donde se quemaban los condenados del infierno. Detrás, al fondo, en el cielo nocturno, un ángel vengador con una gran espada de fuego en la mano parecía dirigirse a ella, señalándola con gesto violento. Valentina recordó al momento las fotografías que Sanjuán le había mostrado, las que Lúa encontró en casa de Anido. Había un singular parecido entre aquellas fotografías y el cuadro. Un parecido lejano, pero…
Mendiluce observó a Valentina, su espalda definida y sinuosa al aire, totalmente absorta en el cuadro. La ceniza del puro cayó al suelo.
—Inspectora… permítame que le haga una pregunta. Se me ha ocurrido de camino hacia aquí…
Valentina no podía apartar los ojos del cuadro. Estaba totalmente hipnotizada. Era como una obra de crudo arte medieval transportada al presente. Se giró hacia su anfitrión, con la mente llena de preguntas. Pero solo hizo tres:
—¿Quién es el autor de este cuadro? ¿Está aquí, en la fiesta? Me parece una obra impresionante. Es Salomé, ¿verdad? No entiendo mucho de pintura, como ya he dicho, pero me parece una pintura maravillosa.
—Por desgracia no está aquí… El cuadro me lo ha mandado mi marchante de Londres y me ha explicado que el autor ha querido permanecer en el anonimato. Ya sé que es algo extraño, pero no lleva firma. Como puedes ver, no está a la venta, como los otros… Pero dejemos ese tema por un instante. Me he cansado ya de tanto hablar de arte. —Valentina notó a Pedro Mendiluce tenso por primera vez en toda la noche. Buscó al camarero con la vista y le hizo un gesto para que les sirviera más Perrier Jouët—. Tengo un par de preguntas personales que hacerte, si no te molesta… Son pura y simple curiosidad. No siempre se puede hablar de tú a tú, en una cierta intimidad, con una inspectora de policía… —La expresión de Mendiluce era distinta, beatífica. Pero ella se puso en guardia al ver la punta de la lengua rosada del empresario recorrer los labios gruesos, húmedos, mientras chupaba el habano con sensualidad. Valentina levantó las cejas, expectante, en guardia. No entendía aquel cambio de actitud tan repentino.
Mendiluce la agarró por la cintura, alejándola del cuadro hacia el camarero, que ya se acercaba con la bandeja. La orquesta de cámara atacó un cuarteto de cuerda de Haydn. Por fin inició el tuteo.
—Tengo curiosidad… ¿Por qué una mujer tan hermosa, tan bella como tú se ha molestado en hacer una oposición a un cuerpo de seguridad? Es decir… estudiar los temas, las pruebas físicas… la academia de Ávila. Un engorro… podías haber sido actriz, por ejemplo. O modelo… a estas alturas estarías forrada de dinero.
—Por favor… —Valentina se sintió halagada, a su pesar—. No me considero tan bella como para ser modelo, y la vocación de actriz requiere unas cualidades que se me escapan por completo. El desparpajo, querer vivir otras vidas, todo ese cúmulo de tópicos que salen en las revistas y que a mí me parecen excesivamente frívolos. Y lo más importante, me gusta mi profesión. Es muy estimulante.
—No lo dudo, no —los ojos fieros brillaron con intensidad—. Estimulante de verdad. Tiene que serlo. Porque pertenecer a la Policía Nacional, y más siendo una inspectora, puede hacer sentir el poder en toda su plenitud… —Mendiluce señaló la palabra «poder» con una inflexión de voz que a Valentina le pareció incluso obscena. Su incomodidad iba en aumento.
—¿Qué quieres decir exactamente…?
—No disimules, Valentina. —Se acercó todavía más a ella, que recibió el golpe del delicioso perfume masculino mezclado con el leve sudor del cuerpo del empresario—. Di la verdad: te gusta saber que con una decisión tuya puedes mandar a la cárcel o destrozarle la vida a una persona solo por tu propia voluntad…
—Me temo que tienes demasiada imaginación, Mendiluce. La vida de un policía es algo más prosaica que todo eso. Y más encontrándose en un Estado de derecho, te recuerdo…
—Prosaica. Ya. Yo no diría eso, no señor. —Bebió otro sorbo de champán—. Bebe, Valentina. No dejes que se desperdicie una copa de Perrier Jouët. Este champán está hecho para alguien de tu belleza y arrojo… Bien. ¿Por dónde íbamos? Prosaica. Claro que sí… pero dime. Confiésate. No temas, no voy a decírselo a nadie. —Mendiluce se convirtió de repente, sin transición apenas, en un ser rijoso, en una especie de cobra inflada y repulsiva a los ojos de Valentina, que retrocedió instintivamente, pero sin poder dejar de escuchar su voz ni por un momento—. ¿No sientes placer sexual cuando detienes a alguien? Y más siendo como eres una mujer tan hermosa… Cuando detienes a un hombre, me refiero, por supuesto. ¿Nunca has detenido a un violador o a un criminal con tus propias manos? Apostaría a que sí… Cuéntame, Valentina… —Mendiluce saboreó durante unos segundos la bomba que iba a soltar a continuación—. Lo del Charlatán tuvo que ser algo tan brutal… una sensación de poder tan embriagadora…
Valentina palideció. ¿Cómo podía ser que aquel hombre…? Mendiluce sonrió cuando vio que el champán de la inspectora temblaba en la copa. Estaba disfrutando de todo el control que le producía saber que ella estaba, en aquel momento, en una situación de extrema fragilidad.
—No me digas que no fue una aventura excitante. Creo que le pegaste una buena patada en los huevos cuando estabas totalmente desnuda e inerme delante de él. ¿O no fue en los huevos? ¿Dónde fue? Me ha dicho un pajarito que pasasteis un buen rato juntos. Creo que presume en la cárcel de que te puso a cien con sus artes amatorias… Cuando salga, tiene muchas ganas de verte, inspectora.
—Yo… creo que hace ya mucho tiempo de eso. —Valentina intentaba salir de aquella situación, pero no se le ocurría nada lo suficientemente bueno como para cortar la conversación de un modo educado. No quería que Mendiluce notase que no soportaba hablar de aquello, e instintivamente comprendió que en ese terreno jamás podría ganarle—. La verdad, no recuerdo bien lo que pasó. Fue todo muy rápido. Y no me parece que este sea el lugar ni el momento…
—¿Rápido? No es eso lo que tengo entendido… Creo que el Charlatán disfrutó bastante antes de que pudieses atraparlo. Parece ser que el operativo lo grabó todo y…
La voz de Javier Sanjuán interrumpió de repente el discurso de Mendiluce.
—Sacar una botella de Perrier Jouët y no ofrecer a todos los invitados amantes del champán francés es una verdadera descortesía, Mendiluce. Ya sé que no soy tan guapo como la inspectora, pero no me importaría probar un poco… —Sanjuán miró primero al, a todas luces, frustrado Pedro Mendiluce y luego a la inspectora con una sonrisa que traslucía la inocencia más desarmante.
Valentina le devolvió la mirada con los moteados ojos grises que le proclamaban a gritos su agradecimiento infinito.
* * *
Lúa ya había sacado fotos de casi todo lo que había encima de la mesa del despacho. Especialmente de la agenda de Mendiluce, donde encontró una serie de cinco números que estaba escrita justo debajo de una palabra subrayada: yacimiento. También se fijó especialmente en el expediente guardado en una carpeta negra: Raquel Conde. Sotmen. Urbanización Ártabra. Ese era exactamente el sitio en donde decían que había un campamento romano. Fantástico. Había casi terminado de hacer las fotos cuando escuchó voces que se acercaban por el pasillo. Lúa se metió entre la enorme silla de despacho la mesa y se escurrió debajo con rapidez. Escondida en la oscuridad, no podía ver casi nada. Cuando la puerta se abrió por completo, agachó la cabeza y se en cogió en el agujero, con temor. Pudo ver por un resquicio que había por debajo unos altos tacones rojos y unos zapatos de hombre negros, brillantes.
Raquel Conde y Delgado entraron en el despacho y cerraron la puerta con cuidado. Luego él le quitó el vestido rojo por encima, con prisas, dejándola en tanga, sujetador y medias con liguero, todo del mismo color. Raquel estaba muy cachonda después de beber y putear a su exnovio. Así que se puso de rodillas mientras él se apoyaba en la mesa y empezó a lamerle el pene de forma muy salvaje. Lúa podía escuchar desde su escondite el ruido que hacía ella con la boca y los gemidos de él, cada vez más fuertes. Se puso colorada de repente. Aquello no estaba en sus planes…
Delgado puso sus manos en la cabeza de Raquel para forzar que chupara más profundamente. Ella no protestó. Luego la apartó y la tiró de forma brutal sobre el sillón del despacho, de espaldas. Le rompió el tanga y la penetró desde atrás, mientras se sacaba el cinturón. Las manos de él desabrocharon el sujetador y lo lanzaron lejos. Luego rodeó el cuello de Raquel con el cinturón de cuero, tratándola como si fuera una perra, sin ningún miramiento. Ella protestó cuando sintió que el cuero apretaba su garganta con fuerza, pero él, como siempre, hizo caso omiso de sus quejas. A aquella puta le gustaba mucho el sexo duro, y él estaba dispuesto a proporcionarle todo el repertorio de guarradas para tenerla bien satisfecha. Mientras la taladraba de forma salvaje, tiraba de la correa con fuerza, de forma que ella cada vez respiraba con más dificultad. Se agarró el cuello para intentar aflojar el trozo de cuero, pero él no cejó en sus embestidas ni su mano tembló un segundo. Sabía que ella estaba cerca del orgasmo, y un poco de asfixia le iba a ir muy bien.
Los dos se corrieron muy pronto, a la vez, entre gemidos y gritos apagados. Luego cayeron uno encima del otro, agotados. Lúa oía las respiraciones agitadas de ambos. Luego escuchó la conversación.
—Si se entera Pedro de esto, nos corta la cabeza, Sebastián… —Raquel reía nerviosamente, mientras se ponía el sujetador de nuevo y recogía las bragas del suelo.
—Señorita Conde. La sal de la vida está en la variedad. Si siempre folláramos en los mismos sitios, acabaríamos aburriéndonos…
—Joder, pero en el despacho… con todos los expedientes clasificados… Imagínate que nos cargamos la estatua esa del galo que tanto le gusta…
—Bah, ese trozo de mármol no vale nada. Si lo sacaron hace poco del yacimiento. Ni que Coruña fuese Mérida, joder, Atapuerca, o como quiera que se llame ese sitio.
—Venga, apúrate. Antes de que venga alguien y nos pille aquí medio desnudos… —le urgió Raquel.
Cuando se fueron, Lúa salió, medio entumecida, de debajo de la mesa. Le dolían todos los huesos por culpa de la postura tan incómoda que se vio obligada a mantener durante el rato que había durado el polvo.
«Así que Raquel Conde y ese tal Delgado están liados, qué interesante —Lúa sacudió la cabeza—. Menudo par de degenerados. Un poco más y se la carga. Muy esclarecedor todo. Especialmente lo de la urbanización. Creo que esa estatua puede dar mucho que hablar…».
Lúa miró que todo estuviera como lo había encontrado y salió del despacho tan sigilosamente como había entrado.
* * *
—Gracias, Sanjuán. Te lo agradezco mucho. Ni te imaginas lo mal que lo estaba pasando… —El alivio de Valentina se podía contemplar en su caída de hombros y en su respiración acompasada, después del disgusto. Se había apoyado en la pared para relajarse un poco.
—Puedo imaginármelo. Estabas tan pálida como la columna que hay a tu lado. —Sanjuán bebió un sorbo de Perrier Jouët con sumo placer. Estaba delicioso—. Pero no te creas… en realidad solo vine por un poco de champán. No era justo que tomaseis toda esa joya vosotros dos solos —sonrió con picardía—. Pero… ¿Qué te decía el degenerado ese? Te estaba mirando con una cara de vicioso que asustaba desde lejos…
—Ya te lo contaré en otro momento. Es una historia muy larga. —Valentina lo miró con ansia. La sola mención de aquel tema la ponía enferma—. Pero ahora tengo que decirte algo. Algo sobre uno de los cuadros. Sanjuán. Cuando empecé a preguntar por ese cuadro fue cuando él me «atacó» por así decirlo. Como si quisiera apartarme de ahí de alguna forma. Me ha dicho que el autor es anónimo, pero que el cuadro viene de Londres. ¿Qué te parece?
—Tengo aquí el tríptico de la exposición. Dime cuál es. Desde aquí no lo veo.
—Es el número 13. Se titula Siete velos. Quiero que lo veas, pero disimula, por favor. Me recuerda a las fotos que te dio Lúa, las fotos de Anido.
—¿Siete velos? ¿Salomé quieres decir?
Valentina asintió. Sanjuán se quitó las gafas de pasta y miró con atención el tríptico. Era el único cuadro del folleto que no tenía imagen. Miró a su alrededor, para ver dónde estaba Mendiluce. Por el momento, entretenido con un grupo de señoras mayores, muy bien trajeadas que parecían reírle todas las gracias. Tuvo una idea. Se acercó a Morgado, que seguía en plena discusión con el pintor Jorge Carballo, que gesticulaba con una cerveza en la mano sin darle tregua ni un segundo.
—Por favor, Christian. Te necesito unos segundos. Me conviene algo de tu sabiduría artística, como siempre.
Morgado se disculpó un momento. Luego acompañó a Sanjuán hacia el lado de la sala en donde estaban los cuadros de la exposición.
—Estoy interesado en el cuadro número 13. Pero… sin que Mendiluce se entere, ya me entiendes. Quién es el autor, de que época puede ser… todo eso.
—¿No viene el nombre del autor en el tríptico? Confieso que aún no he tenido tiempo de ver todos los cuadros. De hecho pretendía volver otro día de esta semana para verla con más tranquilidad.
—No. No viene ni el autor, ni el precio, al contrario que en los otros…
—No sabía que estabas interesado en comprar cuadros, Sanjuán. Eres una caja de sorpresas.
La sonrisa de Cheshire de Sanjuán no dejó traslucir ninguna respuesta concreta.
* * *
Lúa estaba perdida en el laberinto de pasillos. Había intentado salir por donde había entrado, pero la presencia de un fornido guardia de seguridad frustró sus intenciones. Buscaba algún lugar alternativo de huida. Miró su reloj: eran casi las once y media de la noche y tenía que aparecer en la exposición antes de que Jordi la echara de menos. O se fuera sin ella… Buscó el móvil en el bolso. Efectivamente, tenía dos llamadas perdidas del becario. Y ninguna de Anido, por supuesto. La periodista empezaba a estar preocupada. ¿Y si no encontraba la salida? Podían descubrirla allí y correría serio peligro si lo hacían. Tenía que ir pensando ya en alguna buena disculpa, si eso ocurría.
Daba vueltas y más vueltas y siempre acababa en la vidriera de San Miguel, o cerca del vigilante, que no parecía querer moverse de la puerta de salida. Lúa se metió en una habitación enorme de azulejos blancos, que albergaba una vieja cocina bilbaína, que parecía abandonada desde hacía años. Entró con curiosidad y se acercó a una especie de elevador de pinta inestable que había en una abertura de la pared. Sin duda era el antiguo ascensor de la cocina del piso superior, por donde subía el servicio. Los botones de llamada estaban completamente nuevos. Lúa fue a cerrar la puerta de la cocina y, sin pensarlo mucho, se metió en el ascensor, desesperada por encontrar una salida, la que fuera. Cerró la reja de hierro colado con fuerza y apretó el botón negro en el que se podía leer una «B» blanca, muy gastada. Para su sorpresa, el ascensor funcionó a la primera. Comenzó a descender en silencio, totalmente engrasado, la maquinaria en perfectas condiciones. El descenso de aquel artefacto fue eterno. Lúa empezó a temer que aquello fuese una pesadilla horrible. No había luz en el túnel estrecho y tampoco ninguna puerta en el descenso que pudiese darle alguna referencia, o tranquilizarla. Estaba ya a punto de sufrir un ataque de claustrofobia cuando el ascensor se detuvo. Lúa abrió la reja intentando no hacer ruido. Cuando salió, la oscuridad era menos densa. Había aquí y allá luces amarillas de emergencia en el techo. Dio dos pasos hacia adelante, sintiendo los pies y las sandalias romanas totalmente mojados y luego retrocedió, asustada: había estado a punto de caer a un pozo. Se agachó y miró con cuidado hacia abajo. Se podía ver a pocos metros una especie de galería por donde se filtraba la claridad. Unas escaleras pintadas de óxido pero con aspecto fuerte invitaban a bajar. Lúa descendió, escalón a escalón, muerta de miedo.
Allí abajo, en un túnel que supuraba humedad y moho, había un pasillo de piedra granítica lleno de mazmorras que parecían recién salidas de una película de terror sobre la Inquisición. Gotas de agua salada caían del techo lleno de verdín sobre su pelo. Lúa miró a su alrededor: aquel lugar tétrico no era una construcción moderna. Aquello parecía remontarse a varios siglos atrás. Quizá el pazo había sido construido sobre una cárcel o algo parecido… Sin embargo, el túnel que partía de las mazmorras era totalmente nuevo, de cemento, de eso no había duda. Recordó que en la documentación que había recogido sobre la mansión de Mendiluce había un viejo mapa de la zona donde figuraban aquellos subterráneos, pero aparecían tapiados y cegados. Lúa Castro se armó de valor y avanzó. Miró a través de los ventanucos de las celdas de hierro oxidado, pero no pudo ver nada. Estaban sumidas en la más profunda negrura. Siguió hacia adelante, casi en la oscuridad, procurando no resbalar en las piedras y el cemento cubiertos de algas. Aquí y allá charcos de agua con alguna lapa la hacían andar con mucho tiento para no empaparse los pies. Pronto llegó a una especie de habitación abovedada de donde surgieron por sorpresa otros tres túneles. Lúa cogió el primero al azar, cruzando los dedos. Anduvo unos cinco minutos hasta que se dio de bruces contra una pared de ladrillo. Desanimada, volvió a desandar el camino hasta la bóveda, muerta de miedo. ¿Y si estaban todos tapiados?
Eligió el túnel de la izquierda. Al cabo de casi quince minutos de angustia, respiró aliviada. El aire del mar sacudió su pelo castaño y la tranquilizó. Al fondo pudo ver el Atlántico, negro como el petróleo, y las luces del pueblo a lo lejos, que la invitaban a seguir.
* * *
Sanjuán se acercó al cuadro y al momento se dio cuenta de qué era lo que había querido decir Valentina. Recordó las fotografías de Lúa Castro. Salomé otra vez. El cuadro era realmente bueno. Se podría decir que tenía el mismo estilo que aquellas fotos… salvando las distancias estilísticas. Se fijó en la cabeza cercenada. Era extremadamente real, casi repugnante.
Buscó con la mirada a Morgado, que parecía igual de fascinado que él.
—No es el tipo de cuadro que yo pondría en el salón de mi casa, pero es una verdadera maravilla. La pincelada es sutil, casi artesana. Pero el tratamiento del color y la figura… yo diría que impresiona. El mejor de la exposición, con mucha diferencia.
—No te suena el autor, ¿verdad?
Morgado acercó su cara al marco, tratando de encontrar la firma por algún sitio, sin resultado. Negó con la cabeza, sin apartar los ojos de la figura de Salomé.
—No, me suena mucho el estilo, pero lo único que puedo decir es que no es de aquí, seguro. No hay casi nadie en Coruña que sea capaz de pintar así… Pero bueno. Haré averiguaciones y en cuanto sepa algo, te llamo.
Sanjuán giró la cabeza para buscar a Mendiluce, que seguía enfrascado en la animada charla, a la que se habían sumado dos hombres mayores de pelo blanco. Sacó su móvil del bolsillo y, disimuladamente, fotografió varias veces el lienzo. Valentina tenía razón: aquel cuadro podía significar algo. Pero… ¿qué exactamente?
* * *
Lúa miró con tristeza su top dorado de Ralph Lauren. Le había costado una pequeña fortuna. Por no hablar de las sandalias de cuero de Armani que había comprado en un viaje a Milán, en las rebajas. Pero la única forma de salir de allí era nadando.
La periodista advirtió con alivio que la distancia que había desde el final del túnel, escondido en un repecho del acantilado, hasta el mar no era demasiado grande. Lo malo era que después tendría que cruzar desde las rocas hasta la cala a nado. El acantilado allí era demasiado escarpado para arriesgarse a trepar a esas horas hasta una zona más segura. Si perdía pie mientras escalaba, podía romperse la cabeza.
Menos mal que la marea estaba baja, y el mar, tranquilo como una balsa de aceite. No tendría ningún problema si bordeaba las rocas con calma y no se metía en aguas profundas, meditó con esperanza. Se volvió un momento hacia el pazo de Mendiluce, que se veía a poca distancia de allí, iluminado para la fiesta. Aquellos subterráneos parecían perderse por toda la zona… No podía parar de pensar en todo lo que había visto esa noche. ¿Quién habría reconstruido los túneles y con qué motivo? ¿Qué pasaba en realidad en la urbanización Ártabra? Lo más peliagudo era cómo iba a conservar la cámara y el móvil sin que se estropearan. Se le ocurrió una idea: primero llamó a Jordi, para que la esperara con el coche cerca de la cala de O Xunqueiro, cerca del faro. El becario contestó con alivio: llevaba un buen rato muy preocupado, buscándola. Luego, cogió la tarjeta de memoria de la cámara y la tarjeta SIM del móvil y las metió dentro de la polvera del maquillaje, después de deshacerse del recipiente interior para hacer sitio. Con suerte, la cajita de plástico que cerraba herméticamente para conservar bien el producto no iba a defraudarla. Luego introdujo la polvera en el pequeño neceser de plástico, y todo dentro del pequeño bolso, que se ató al pantalón, rogando que el agua no penetrase dentro. Escondió el móvil, la cámara y las sandalias detrás de una roca, cerca de la salida del túnel, en un sitio del que estaba segura se iba a acordar cuando volviera a buscarlas. Y por fin, poco a poco, metió el pie dentro del agua totalmente helada, ahogando un grito de dolor. Apretó los dientes y se armó de coraje. Aquella machada iba a costarle una buena pulmonía.
* * *
Sanjuán y Valentina se despidieron de Morgado, que, afortunado, había aparcado su Mini en la parte de atrás de la mansión, a pocos metros de la puerta principal, y caminaron hacia el Citroën con parsimonia, disfrutando de la noche estrellada. Valentina miró hacia Sanjuán, que parecía absorto en sus pensamientos, y permaneció en silencio. Cuando estaban cerca del coche, Valentina usó el mando para abrir y las luces parpadearon. Sanjuán pareció entonces despertar de su ensoñación.
De pronto, a su lado, se deslizó un Mercedes negro E 350 AMG sedán. Raquel conducía el potente vehículo, y su acompañante, un hombre moreno, miró hacia Valentina con una expresión de odio que no pasó desapercibida para Sanjuán. Valentina ladeó la cabeza al ver mejor a Sebastián Delgado. Luego reconoció a Raquel Conde por el inconfundible cabello rubio platino. Valentina no pudo evitar el sarcasmo.
—Quién lo iba a decir… Tu amiga tiene muy buenas relaciones, Javier. Vaya, vaya. Ni más ni menos que Sebastián Delgado. Ya decía yo que durante toda la noche el lobo no había asomado la patita por debajo de la puerta… estaba con caperucita roja…
—Mi «amiga» como dices tú es… bueno, Raquel es en realidad mi exmujer, Valentina. Salimos juntos y nos casamos cuando ella estaba viviendo en Valencia. Pero ese tema se terminó ya hace tiempo… —Sanjuán pareció darse cuenta al fin de las palabras de Valentina, y se molestó consigo mismo porque las suyas habían sonado sospechosamente a justificación—. ¿Sebastián Delgado, dices? Sí, es verdad… no te ha mirado de modo muy agradable, por cierto.
—Menudo hijo de puta, pegarle a un chico indefenso en el suelo. Pobre Freddy. Cada vez que lo veo me dan ganas de pegarle tres tiros… —Valentina cambió de tercio para no cabrearse más—. Pero bueno, menuda noticia. Así que Raquel es tu ex… Siento decirlo, Javier, pero no tuviste mucho ojo al elegir esposa… —dijo con malicia, pero muy aliviada al comprobar que Delgado había tomado posesión de su rival.
—Raquel ha cambiado mucho. No es la misma persona que yo… O por lo menos, la imagen que da ahora es radicalmente distinta. No sé… Imagino que el tiempo pasa para todo el mundo —el tono de Sanjuán ya era neutral, como indiferente.
—Pero bueno, no nos pongamos tristes ahora —Valentina no quiso hacer más sangre—. Hace una noche preciosa y yo estoy agotada de tantas emociones. Por cierto, tengo curiosidad… ¿En qué pensabas antes, cuando veníamos hacia aquí? Estabas totalmente concentrado…
—¿Un penique por tus pensamientos? —Sanjuán sonrió cansinamente. En realidad pensaba en el complicado viaje a Inglaterra que les esperaba y en el hecho de que el cuadro que ambos habían visto en la mansión de Mendiluce viniera de allí, del mismo lugar que las fotos que le había proporcionado Lúa; Sanjuán no creía en las casualidades—. Me parece que, ahora más que nunca, ese viaje es del todo necesario, ¿no te parece?
Valentina miró a los ojos del criminólogo y creyó adivinar la razón de ese comentario. El cuadro de Salomé y las fotos de Lúa… Entendió instintivamente que había una conexión perversa, una línea de maldad que unía a La Coruña con Inglaterra, aunque en ese momento no pudiera comprenderla en absoluto. En todo caso, ella se había comportado con mucha astucia en la fiesta y estaba satisfecha. Sus sospechas sobre Mendiluce y su entorno habían quedado bien ocultas, y eso era una ventaja a la hora de dar el primer golpe. Al día siguiente, por ejemplo. Cuando tuviera en su despacho a Sebastián Delgado…